sábado, 18 de abril de 2020

DOMINGO DE LA DIVINA MISERICORDIA




   Aunque te parezca contradictorio te invito a que hoy, en este domingo de la Divina Misericordia, regales de nuevo tus pecados al Señor: sí, regales, no me he equivocado.
   Se cuenta una anécdota de san Jerónimo —quizá sepas que se trasladó a Tierra Santa, a Belén, para allí, con su ciencia (era un gran conocedor del hebreo, del arameo y del griego), traducir al latín toda la Biblia, la que hoy conocemos como la Vulgata. La Vulgata es una de las primeras traducciones latinas, que después tuvo mucha autoridad en la Iglesia, y también hoy la sigue teniendo.
    Se cuenta que, la noche de Navidad, en Belén, se le aparece el niño Jesús, y le dice: «Jerónimo, hoy es mi “cumple” ¿Qué me vas a regalar?» Ya sabes que los niños son muy pedigüeños, siempre piden regalos, y el niño Jesús no iba a ser menos. San Jerónimo le responde: «Pues, mira, acabo de terminar la traducción de la Vulgata. Te la regalo». «¿Y qué más?» San Jerónimo le dice: «Te regalo toda mi ciencia». Y Jesús le vuelve a preguntar: «¿Y qué más?» «Señor, te doy mi vida». «¿Y qué más?» «Señor, si ya te he dado todo». Jesús le dice: «No, Jerónimo. Quiero que me regales tus pecados para que te los vuelva a perdonar». Es una anécdota entrañable y encantadora que manifiesta que, en el hecho de regalarle al Señor nuestros pecados, le reconocemos como nuestro Salvador. Y estamos además diciéndole: «Sí, para esto has venido, no te has equivocado. Aquí estoy».
    Deja, pues, que el Señor entre totalmente en ti con su misericordia. A veces, el peligro es creernos buenos, y entonces estar medio farisaicamente ante el Señor. Decía Charles Péguy:
                «No siempre se es permeable. De aquí vienen tantas faltas que constatamos en la eficacia de la Gracia, la cual, trayendo victorias inesperadas al alma de los grandes pecadores, permanece a menudo inoperante en la gente más honesta, o los que creen ser más honestos».
    Está muy bien expresado: qué grandes victorias opera la Gracia en los grandes pecadores, y, sin embargo, en la gente más honesta, parece inoperante por aquello de que no nos hacemos permeables a esa Gracia. Esta es la historia, que se repite también en otros momentos del evangelio, en la que aparecen contrapuestas la situación del pecador frente a la del formalista. Esto lo podemos ver en la parábola del publicano, o en la del hijo pródigo.

Características de la misericordia de Dios
    Podemos dar ahora algunas indicaciones de cómo es esta misericordia del Señor.
   Hay una bella oración colecta en el Misal Romano, correspondiente al domingo XVI del tiempo ordinario, que dice: «Oh Dios, de quien lo propio es apiadarse del pecador. Oh Dios, que manifiestas de modo particular tu omnipotencia en la misericordia». La misericordia es el atributo del que Dios más se gloría. «No desconfíe ninguno, aunque muy pecador, de aquella misericordia de que Dios más se gloría», decía Tirso de Molina en El condenado por desconfiado.
     Esta misericordia es fiel e incansable, indefectible. San Pablo lo expresa así en la segunda carta a Timoteo (2 Tim 2,11-13):
                «Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con él, también viviremos con él. Si nos mantenemos firmes, también reinaremos con él. Si le negamos, también él nos negará. Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo».
     Es una de esas características del corazón de Dios en la que podemos entrar a fondo: su fidelidad y misericordia. «La misericordia brota de la tierra, la justicia baja desde el cielo», dice el salmo (84,12). Esa fidelidad se manifiesta en Jesús clavado en la cruz. Es la fidelidad del amor que no se echa para atrás. Parece que Dios ha querido que tuviéramos una constatación visible en esos clavos de que Jesús, que no se baja, ha curado a muchos, pero que no se salva a sí mismo. Dios es fiel, expresado en ese corazón abierto, en ese amor:

«Los ojos al mundo muertos abiertos,
llagadas de amor las manos,
de sangre los pies cubiertos,
y los dos brazos abiertos
para todos los hermanos»
(J. M. PEMÁN, El Cristo de la buena muerte).

  Así es la fidelidad y la misericordia de Dios: obstinada, insistente, inimaginable, eficaz, transformante, porque uno no se queda igual. No es humillante: Cristo no humilla, sino que eleva. Cristo es elegantísimo, es un caballero. Lo vemos en el evangelio con la mujer pecadora (Lc 7) o con el mismo san Pedro. Lo vemos enseguida. Nosotros actuamos de otra forma, y vamos a meter el dedo en el ojo, y a revolver, si es posible.
    Jesús no pasa cuentas. Lo podemos ver en un pasaje de san Juan (Jn 21,15-19): la triple pregunta de amor. Pedro dice, durante la última cena: «Yo no te dejaré» (Mt 26,33), y saca la espada en el huerto para herir. Jesús le responde: «Te aseguro, Pedro, que hoy me negarás tres veces antes que el gallo haya cantado dos» (Mt 26,34). Y Jesús, cuando se le aparece resucitado a Pedro, le va a curar, pero no por la vía de meterle el dedo en el ojo. No le pasa cuentas. Lo hace con esa elegancia y carácter elevado: le brinda la triple oportunidad de que él mismo restañe su traición triple con una triple profesión de amor. Pedro no había fallado en la fe. Había fallado en el amor.
    Toda esa misericordia cae sobre ti: el perdonado eres tú. Ojalá entremos en esa actitud de reconocimiento agradecido.
                «Cuando te vea cara a cara por primera vez, ¿qué te sabré decir? Lentamente, como cuando yo era un niño, esconderé mi cabeza en tu regazo. Y tú me contarás una bella historia que comienza: “Érase un hombrecillo de la tierra y un Dios que le quería”».
   Dios perdona gozosamente. Por eso está esperando con los pies clavados, como dice uno de los himnos que rezamos en la Liturgia de las Horas. Por eso, no desconfíes de su misericordia y lánzate hacia él a tumba abierta. Termino con unas preciosas palabras del P. Ramón Cué, SJ:


«No me quieres mirar
porque sospechas que tengo de rencores llena el alma.
Piensas que las injurias de aquel día las llevo aquí guardadas
¿Sabes tú lo que dura lo que escriben los niños en la arena de la playa?
Mírame bien: las olas del olvido también entran cantando en mi alma,
y, al retirarse el mar, queda la arena tersa, esponjosa, blanca
para que escribas TÚ lo que quisieres.
Ven, sin miedo, a mi playa».


Artículo enviado por:
Jesús Manuel Cedeira Costales.

Fuente:
Texto de Pablo Cervera Barranco, Redactor Jefe de MAGNIFICAT de la edición española

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