sábado, 30 de mayo de 2020

CARTAS DE ESPERANZA DE 30 MAYO DE 2020





 30 de mayo de 2020

Hermano:

¿Qué puedo hacer con mi barca aparcada? ¿En qué puedo soñar si antes surcaba mares desafiando vientos? Cuando todo se detiene mi corazón se inquieta. No veo con claridad la ruta. Parece que el sol no me ilumina. No encuentro el camino dentro de mi alma, en la espesura de mis bosques, en medio de mis tormentas interiores. Sólo con Jesús todo tiene sentido y luz. Brota de su costado abierto la luz verdadera. Veo que sin Él tantas cosas no tienen sentido. Veo tanto dolor, tanto sufrimiento. ¿Qué sentido tiene la angustia que sufren tantas personas? Judith María, una monja de la comunidad Iesu comunio, comenta su testimonio después de haber sufrido la enfermedad del Covid 19 en su persona y en su familia: «Dios me ha hecho bien siempre. No lo cambiaría, aunque sea sufriente. Eso no quita que uno no sufra. Mi padre nos ha abierto más el cielo. Todos los que mueren nos hacen mirar más a lo alto. Lo que más me ha impresionado es escuchar que el resucitado apareció con las marcas de las llagas. Ahí necesito verlo. Él ha vivido el dolor. Ahí quiere que le reconozcamos ahora. Esta es su promesa. Si Él vive la última palabra no la tiene la muerte sino la vida eterna que se nos abre y se nos concede vivir». La partida de su padre la alienta a mirar más alto, más lejos. Hay tanta gente que vive desorientada sin creer en la luz que nunca muere. Han visto la oscuridad de la muerte y no creen que Dios esté detrás del último aliento. Muchas personas viven lejos de Dios en este tiempo de hambre. ¡Cuántas vidas perdidas! ¿Cómo logro ver a Jesús resucitado en las llagas de los que me rodean? Cuesta acoger a Dios en mi casa en tiempos de oscuridad. Todo es un misterio bastante complejo. Hace falta mucha fe en medio de estas incertidumbres de ahora para creer en el futuro. Mi corazón tiembla ante el combate. Quisiera sentarme en mi barca varada en el puerto y soñar. En esa barca quieta que no puede adentrarse en el mar y navegar. Tanta serenidad del océano me intranquiliza. Tanta inmovilidad en las aguas, en mi alma. Quisiera correr, abrazar, salir de mi guarida, adentrarme en aguas revueltas soñando con puertos lejanos y seguros. El alma sigue soñando desde mi barca varada. Me conmueven tanto dolor, tantas lágrimas vertidas, tanta injusticia de esta vida que nunca es justa. Tiemblo. Corro dentro de mí mismo buscando respuestas. ¿Cómo puedo encontrarle sentido a este tiempo de miedos y angustias? Miro las llagas de Jesús en medio de tanto dolor y veo a Jesús vivo, acercándose, diciendo que me ama. Me detengo ante esa muerte preámbulo de la vida eterna. Quiero aprender a vivir de otra manera. Sufro con los que sufren. Lloro con los que lloran. Río con los que ríen. ¿Acaso no me hace mucho bien reír en este tiempo de inseguridades? No quiero volver a la normalidad de antes. Tampoco comenzar una nueva normalidad. No sé si quiero que todo vuelva a ser como al principio. Intuyo que algo está cambiando en mi interior delante de mi barca varada. Mis categorías han cambiado o están cambiando poco a poco, a fuerza de timón. Y mi forma de mirar la vida, el presente que acaricio con ternura entre mis dedos. Dejo de preocuparme por las cosas poco importantes. Quiero que el mundo descubra el amor de Dios. ¿Cómo puedo lograr que otros crean en ese Dios en el que yo creo con una fe profunda? Una persona me comentaba: «Quiero hacer el bien en la vida, lo tengo claro. No quiero hacer a otros lo que yo no deseo. Quiero amar bien, pero no logro ver a un Dios que me ama oculto entre las sombras. No creo en su Iglesia, no creo en los que creen». Me conmovieron sus deseos. Me dolieron sus palabras. Me inquietó su falta de fe. No es que quiera que todos vean la vida como yo la veo. Simplemente me apenó su sinsabor, su desazón. ¿Tan poco creíble es esa Iglesia que tanto amo? Tengo claro que un mundo sin Dios es un mundo amargo. Cuesta sonreír en un lugar donde la muerte parece tener la última palabra, la definitiva. Esa oscuridad en la cual el sentido de mis actos se apaga con el último eco que producen al caer sobre la tierra. Me duele esa Iglesia mía, santa y pecadora. Esa Iglesia llena de luces y sombras. Soy un cristiano enamorado. Quisiera reflejar con mi vida un amor más alto, mostrar una luz más poderosa, una presencia más honda. Quisiera dejar una huella de Jesús en todos los hombres. Más tarde me llegó otro mensaje de una persona que comentaba hablando de un enfermo en este tiempo de pandemia: «Me ha dejado huella su forma de vivir, su forma de llevar la enfermedad desde el silencio, su alegría, pensando siempre en el otro y no en su dolor. ¡Qué poco egoísmo y qué poca queja! Esa forma de vivir ha quedado impresa en mi alma. Ojalá pueda yo también vivir de una forma tan profunda como él». No pierdo la esperanza. Sigue habiendo cristianos enamorados que van dejando la huella de Jesús sobre la arena, en el alma de aquellos que aman con gestos ocultos y sencillos. Y me da luz la vida de tantos que testimonian una esperanza verdadera. En ellos veo que Cristo sigue vivo y deja impresa su huella en mí. Sólo deseo que, dentro de días, meses, sean muchos los que hayán cambiado sus vidas, sus almas. Este encierro habrá destruido la mentira y habrá sacado a la luz una vida nueva, más sagrada, más enamorada. Al menos eso espero. Que haya menos amargura y más luz. Cuando el corazón sufre se acrisola. Y si vive la muerte con esperanza se vuelve más hondo, más verdadero. El dolor bien llevado me eleva. Y me saca de esa amargura sin sentido.   
Enviado por:

Jesús Manuel Cedeira Costales.

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