8 de junio de 2020
Hermano:
Están encerrados los discípulos en el Cenáculo por
miedo a los judíos. Jesús asciende al cielo y vuelve el miedo como al
principio: «Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando
cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban
los discípulos». Están reunidos con María ahora con confianza perseverantes en
la oración: «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un
mismo lugar». El Cenáculo de esos días previos a Pentecostés es distinto al
primero. El mismo lugar con experiencias tan diferentes, con Jesús o sin Él.
Allí Jesús partió su amor en la última cena. Su cuerpo, su sangre. Allí
tuvieron miedo y Él atravesó las puertas cerradas venciendo las barreras. Ahora
ya no esperan que vuelva a hacerlo. Pero algo tiene que ocurrir. Tienen miedo a
lo desconocido. Jesús les habla de un paráclito, de aquel que ha de venir a
cambiar sus vidas, pero tienen miedo. Yo siempre me asusto ante lo desconocido,
ante lo que no controlo. Me gusta lo de siempre. Me impresionan las novedades,
los cambios inesperados. El corazón se aferra como un náufrago a la madera que
flota sobre las olas. Así soy yo cuando me siento rodeado de temores fundados e
infundados. El miedo a lo que no controlo. Jesús me ha prometido que estará
conmigo todos los días. Puedo perseverar en mi Cenáculo. ¿No tiene acaso mucho
de Cenáculo mi vida en estos meses de confinamiento? Recluido en mi casa, mi
espacio seguro, mis cuatro paredes que me protegen de la enfermedad y me
aíslan. Para no contagiarme, para no contagiar. Para ser responsable. Un
Cenáculo con las puertas cerradas por miedo a lo incontrolable. Y María en el
centro, pues he recurrido a Ella tantas veces en estos días implorando su
misericordia, su amor, su cercanía. Le he dado el poder sobre mi vida para que
me sostenga como Reina. He perseverado en oración junto a Ella. He tenido miedo
y Ella ha venido a salvarme, a sostenerme, a levantarme. Ha venido a pasar conmigo
estos días de pandemia. El Cenáculo es un lugar de espera. Un lugar de ansias y
anhelos desesperados. Mi Cenáculo muchas veces es mi corazón donde aguardo que
suceda lo que mi corazón desea. El Cenáculo es ese lugar sagrado donde me
siento seguro, cómodo, esperando a que alguien me liberé de mí mismo. Tengo
miedo a salir, a exponerme. Tengo miedo al fracaso y a la vida misma. A veces
vivo dentro de un Cenáculo que yo mismo me he creado para vivir a salvo. Al
mismo tiempo el Cenáculo tiene un aspecto muy positivo. Es el lugar de mi
intimidad con Dios. Sin Cenáculo no sucede Pentecostés. Sin anhelo ni espera no
llega a mi vida el Espíritu Santo. Sin apertura no hay salvación. Dios
incomprensiblemente respeta mi libertad como lo más sagrado. Y acepta que cierre
las puertas y me niegue a dejarlo entrar en mi vida. Acepta mi falta de fe y
mis miedos. No se impone sobre mi voluntad. Sólo espera ante la puerta cerrada
y llama, esperando a que yo le abra. El Cenáculo es el lugar donde puede
ocurrir el milagro. No hay vocación sin Cenáculo. No hay conversión sin
Cenáculo. No hay cambio sin interioridad. «Dios atrae hacia sí nuestra alma
mediante el consuelo y la dulzura en el trato interior con nosotros. Lo hace a
fin de inducir nuestra alma a abandonar el mundo y sus placeres y para
regalarle el gusto por las cosas del cielo» . Es imposible oír la voz de Dios
si no me dejo espacio para el silencio, para la oración en intimidad con María
y con Dios. Sin ese lugar llamado Cenáculo no puedo llegar a ser un hombre nuevo.
Es el preámbulo de la santidad. El paso previo para que suceda el milagro. Es
la predisposición del alma. Es imposible el cambio si no lo deseo. Imposible el
encuentro si no lo busco. Imposible la flor si no riego la planta. Imposible
oír su voz si no logro hacer silencio. Me gusta el Cenáculo. En Tierra Santa es
tal y como debió ser en su momento. Un lugar frío. Allí donde ocurrió lo más
sagrado se me sigue mostrando hoy como en el lugar de la espera. Algo ha de
suceder. Todavía no sucede. La frialdad de sus piedras, el clamor de su vacío.
Es como si Dios no hubiera aún irrumpido en medio de las aclamaciones de los
discípulos con María. Es como mi alma antes de la conversión, antes de conocer
a Jesús, antes de enamorarme de Él.
Enviado
por:
Jesús Manuel
Cedeira Costales.
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