19 de junio de 2020
Hermano:
Me gusta de vez en cuando mirar hacia atrás con el
corazón agradecido. Me gusta pensar en mi historia santa que voy haciendo de la
mano de Dios. Él teje una obra de arte con los hilos torpes y frágiles de mi
carne y mi alma. Ha respondido a mi anhelo profundo y me ha abierto una puerta
en medio de las oscuridades de la noche. Una puerta llena de luz. Me ha
conmovido su paso rápido o lento a mi lado, guardando la distancia. Para no
presionar, para no invadir, para no forzar la libertad que Él tanto respeta. He
palpado su mano cuando todo parecía perdido. Como ahora, cuando veo
desmoronarse a mis pies el mundo con el que he soñado. No era perfecto, pero
estaba lleno de mis hábitos, de mis sueños, de mis pasos. Cuando todo se rompe
de golpe sin que yo tenga la culpa sólo me queda caminar en medio de mi
desierto. No aflojar el paso, no calmar la voz, no dormir la fuerza de mi
voluntad firme y segura. Sólo me queda confiar como si al final del túnel fuera
a aparecer una luz segura, un rayo constante, un fuego que dé claridad a mis
pasos oscuros. ¿Cómo no seguir confiando cuando miro la historia de los santos
en la que Dios ha estado oculto, agazapado, dispuesto a dar el salto por salvar
una vida? Hoy escucho cómo el pueblo de Dios camina cuarenta años por el desierto.
Tiene dudas, miedos y desean de volver a su hogar abandonado, donde eran
esclavos, pero vivían seguros y saciados. Dios se compadece de su pueblo, de su
hijo y se convierte en su compañero inseparable, de forma especial en los
tiempos más duros: «Recuerda todo el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho
recorrer estos cuarenta años por el desierto, para afligirte, para probarte y
conocer lo que hay en tu corazón. Te alimentó con el maná para hacerte
reconocer que no sólo de pan vive el hombre, sino que vive de todo cuanto sale
de la boca de Dios. No olvides a tu Dios que te sacó de la tierra de Egipto, de
la casa de esclavitud, que te hizo recorrer aquel desierto inmenso y terrible,
con serpientes abrasadoras y alacranes, un sequedal sin una gota de agua, que
sacó agua para ti de una roca de pedernal; que te alimentó en el desierto con
un maná que no conocían tus padres». Me gusta cómo hace memoria el pueblo
judío. ¿No se parece ese desierto al tiempo que vivo ahora? Quisiera que todo
pasara y poder llegar a una tierra prometida y desconocida al mismo tiempo. Un
hogar todavía no habitado. Una riqueza que aún no he degustado. Me recuerda ese
desierto en el que agua y el pan son escasos al tiempo que vivo ahora. También
siento que me falta pan, que me falta agua. El hambre y la sed de infinito en
este desierto de la pandemia. Dios me quiere dar sólo un maná como alimento,
igual que a ese pueblo esclavo que escapaba hacia la libertad. ¿No soy yo un
esclavo de tantas cosas en mi vida aburguesada? Esclavo de placeres y
posesiones. Esclavo de éxitos y deseos satisfechos. Esclavo de dinero y logros.
Sí, lo soy, y vivo ahora en el desierto echando de menos como el pueblo judío
las comidas de mi tiempo de esclavitud. Esclavo, pero con el estómago lleno.
Ahora sueño con ser libre con el estómago vacío. Tengo hambre y sed y sólo
recibo un maná temporal, que se echará a perder el mismo día, como el que comía
el pueblo judío en ese desierto. Dios viene a mi vida para cada día. Me
alimenta para cada jornada. Pero yo le pido a Dios que me garantice el futuro,
los próximos meses. Quisiera congelar el pan para ir sacándolo cuando fuera
necesario. No me basta ese maná caduco de un día. Tengo miedo a la
provisionalidad de mi vida. Sólo un día garantizado. Dios no pudo salvar la
vida de Jesús a mi manera, como yo hubiera deseado. Usó otro camino, el menos
pensado, el menos esperado. También el menos soñado para Él, pero los hombres
fueron libres. Salvó a Jesús desde la cruz devolviéndole la vida, cuando ya
estaba muerto. Lo mismo hará conmigo, aunque ahora me parezca que se derrumban
todos mis seguros, mis fortalezas, mis pilares. Todo parece venirse abajo en
medio de una pandemia sin final claro, sin ver la luz al final de la oscuridad
del túnel. Tengo miedo como esos niños que no quieren cerrar los ojos en medio
de la noche. Temen los fantasmas y los ruidos que la oscuridad guarda. Surge el
miedo en mi alma al pensar en todo lo que viene. No hay certezas, no hay
seguridades. Me asusta esta vida esquiva. Guardo ese maná diario en mis manos
queriendo sostener la vida, retenerla hasta su último aliento. No quiero que
llegue el final de lo que amo. Deseo el comienzo de lo que sueño y sigo
caminando por el desierto. Pesa el sol de los miedos. Duele la fatiga de una
vida llena de amenazas. ¿Quién protege mi vida? Dios la protege. La de ahora
temporal y sobre todo la eterna. Esa que se hará plena en un cielo que ahora ni
imagino. ¿Cómo no voy a dar gracias a Dios por todo el bien que me ha hecho, y
por todo el bien que me hará? Quiero alabar a Dios con las palabras que he
rezado en el salmo: «Alaba a tu Dios, Sion. Que ha reforzado los cerrojos de
tus puertas, y ha bendecido a tus hijos dentro de ti. Ha puesto paz en tus
fronteras, te sacia con flor de harina». Dios me bendice para cada día. Sujeta
mis pies para que no den malos pasos. Sostiene mi alma para que no se deje
llevar por la desesperanza. Cada día tiene su afán y preocupación. Jesús camina
cada día dándome su alimento. Su cuerpo y su sangre. El maná que necesito para
seguir soñando y sufriendo. Todo en sus manos.
Enviado
por:
Jesús Manuel
Cedeira Costales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.