13 de junio de 2020
Hermano:
En la vida todo se juega en la imagen de Dios que
tengo grabada en mi alma. Esa imagen que comienza a imprimirse desde que nazco,
quizá incluso antes, en el seno de mi madre. Esa imagen me acompaña toda la
vida y yo la voy tiñendo de distintos colores dependiendo de mis experiencias
posteriores. Pero hay una imagen que está grabada por mis padres, a través de
la mirada que un día posaron sobre mí. Fue ese día del primer abrazo, o del
primer rechazo. El día en que me sentí amado o despreciado. El día en el que me
castigaron de forma exagerada o ese día en el que me perdonaron con
misericordia habiéndolo hecho todo mal. Es tan difícil ser padre o madre. Uno
no sabe bien la huella que deja en el alma. Todo se percibe a través de la
mirada de mis ojos. Mis ojos son los que ven amor o indiferencia en cada gesto,
en cada palabra. Es injusto porque a veces intento dar amor y soy
malinterpretado. Piensan que mis palabras son de indiferencia o mis gestos de
desprecio. Y no es lo que yo quiero mostrar. Pero es que son mis ojos los que
perciben la realidad y la interpretan según lo que dice el corazón. Lo cierto
es que esa imagen de Dios que tengo grabada en mi alma procede de mis primeras
experiencias de amor humano. Cuando siendo niño me sentía amado o rechazado,
valorado o humillado, algo quedaba impreso en lo más hondo de mi alma, en el
pozo de mis recuerdos. Con el tiempo es difícil cambiar esa imagen que ha
quedado impresa a fuego en mi corazón. Es mi imagen de Dios Padre. Es la imagen
que tengo en el alma de un Dios Padre misericordioso o de un Dios juez sin
misericordia. Todo depende. Puede que el tiempo y las experiencias sanadoras en
mis vínculos humanos vayan cambiando poco a poco esa imagen tan firme y a veces
tan deficiente. Puede que, al recibir mucho amor en mi vida años después, pueda
mitigar la triste imagen de Dios que llevo dentro. Pero lo cierto es que esa
imagen es la que determina mi forma de amar y de ver la vida. Esa forma de ver
a Dios es la que me acerca o me aleja de Él. Es la que me hace ver la Iglesia
como un hogar en donde puedo vivir en paz o como una cárcel donde no puedo
dejar de respetar todas las normas si no quiero ser castigado o expulsado. Es
la imagen de un Dios que me conduce, me cuida acompañando mis pasos y velando
para que no me pierda. O la imagen de un Dios que vigila con dureza para que no
haga nada mal si no quiero perder todo su cariño. Esa imagen primera es la que
me determina. No puedo borrarla, no puedo acabar con ella. Se ha metido en
todas las fibras de mi ser. Le pido a Dios con frecuencia un milagro. Le pido
que me permita conocer su amor, su misericordia, la hondura de su bondad, la
ternura de sus abrazos. Quiero ver su rostro. Siempre lo he deseado con toda mi
alma. A veces lo he visto. He notado su presencia salvadora. Me he emocionado
hasta las lágrimas al recordarlo o al hablar de ese Dios que ha caminado
conmigo tantos caminos. Esa imagen de Dios Padre misericordioso es la que cada
vez tiene más fuerza en mí. Quizás por eso me gustan las palabras que hoy
pronuncia Moisés postrado en tierra delante de Dios: «Si he obtenido tu favor,
que mi Señor vaya con nosotros, aunque es un pueblo de dura cerviz; perdona
nuestras culpas y pecados y tómanos como heredad tuya». Me gusta ese Dios de
Moisés que se muestra misericordioso con él y con su pueblo, perdona y toma a
sus hijos como su posesión más valiosa. Yo creo en ese Dios que se abaja y
camina a mi lado. Me gusta esa mirada de Moisés lanzada al cielo implorando una
misericordia que recibe. El pueblo no ha obedecido, pero Dios no le niega su
amor. Moisés sube al monte y allí Dios desciende para permanecer a su lado. Y
se hablan como dos enamorados: «El Señor bajó en la nube y se quedó con él
allí, y Moisés pronunció el nombre del Señor». Ese Dios misericordioso es el
mismo del que me habla Jesús. Es ese Padre que espera lleno de misericordia al
hijo que vuelve a casa. Aguarda su regreso paciente cada mañana. Y llora de
alegría al ver sus pasos regresando. Es ese Dios que no se contenta con todas
las ovejas que están en el redil, sino que no puede dejar de buscar a la que se
ha perdido. Sale dispuesto a encontrarla, descuidando a las que están seguras.
Y cuando vuelve la lleva bien sujeta alrededor de su cuello, protegiéndola. Es
ese Dios Padre que se detiene al borde del camino ante el herido dejando todo
lo que tenía entre manos. Cambia sus planes y no deja de cuidarlo hasta que
está a buen recaudo. Yo creo en ese Dios padre misericordioso, lleno de bondad
y de ternura. Creo en su mano tendida hacia mí en medio de la noche. Creo en su
voz llena de dulzura que me invita a seguir sus pasos en la vida. A veces me
turbo por mi pecado y me cuesta perdonarme, más incluso que creer en el perdón
de Dios. Me pesa el orgullo y siento que para ser hijo tengo que ser perfecto y
hacerlo todo bien. Olvido esa misericordia que he vivido tantas veces en mi
alma. Creo en un Dios misericordioso que me espera, me ama, me mira, me
sostiene y guía por los mares, para que no me pierda en medio de las olas. Toma
mis miedos en sus manos y me regala toda su esperanza.
Enviado
por:
Jesús Manuel
Cedeira Costales.
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