16 de junio de 2020
Hermano:
Tengo claro que no quiero ser vanidoso. Incluso si me
lo llaman diré que no es cierto, que no lo soy. Puede que se equivoque quien me
juzga. O quizás soy yo quien no veo las intenciones escondidas en mi alma.
¿Seré de verdad vanidoso? El orgullo y la soberbia se esconden en los pliegues
de mi corazón. Y al mismo tiempo me doy cuenta de lo verdaderamente importante
en la vida. Es la humildad lo que todos valoran en los demás. Pero aun
teniéndolo claro veo cómo son pocos los que quieren cultivar ese rasgo en su
personalidad. Como si la humildad estuviera asociada con la debilidad, con la
pusilanimidad o la fragilidad. Me evocan un alma enferma que no tiene nada en
su haber de lo que poder gloriarse. Jesús me pide que sea manso y humilde de
corazón. Pero mi orgullo me lleva a ser poco manso y a buscar el
reconocimiento. Me vuelvo competitivo. «Si quiero llegar a ser humilde, debo
saber primeramente que soy alguien, debo saber que represento algo con
consistencia propia. De otro modo, no puedo cultivar una humildad adecuada. Lo
que tendré en ese caso será siempre, en el fondo, una conciencia de
inferioridad». La humildad tiene que ver con la verdad. No quiero caer en la
falsa modestia. Si hago algo bien no necesito ocultarlo. Lo importante es que
lo viva con libertad, sin complejos y sin creerme importante. No quiero caer en
la vanidad y el orgullo. Pero a veces pretendo que no destaque el que destaca.
Deseo que no triunfe el que triunfa. Que no sea alabado el que hace algo bien.
El problema entonces es mío. Como esa monja que decía: «Clavo que sobresale en
comunidad con un buen martillazo se iguala». La envidia me hace mucho daño.
Logra que desee el mal de otros. O que no obtengan demasiados bienes. Me
comparo y pienso que los demás son más amados, más valorados, más tomados en
cuenta que yo. «La envidia es la tristeza por un bien que posee el prójimo en
cuanto implica un menoscabo o un perjuicio para uno mismo». La envidia
entristece mi ánimo, nubla mi espíritu y me quita la paz. La humildad entonces
tiene que ver con mi verdad. Necesito aceptarme y quererme como soy. Amarme en
mi valor, para poder darme sin miedo. Ser yo mismo sin pretender que todos me
amen. No quiero caer en la vanidad ni en el orgullo. No me dará más felicidad
ser mejor que otros. No me hará sentir mejor el fracaso de los que brillan. Eso
no es lo importante. Lo que vale es ser yo mismo y ser fecundo siéndolo. No es
necesario que oculte mis dones y talentos. Dios los puso en mí para que los
entregara. No lo hago por vanidad, sino por amor a la vida, al servicio. Esa
actitud del corazón es la que deseo. Miro a Jesús en su verdad. Él sólo me pide
que sea manso y humilde de corazón. Que no busque el reconocimiento ni la
alabanza. Que no pretenda ser mejor que nadie. Sólo me pide que sea experto en lo
que sé hacer bien. Experto en el amor, en la entrega. Experto en ese don que ha
sembrado en mi alma. Marcos Abollado, en una comunicación que hizo en la CIEE
explicaba, citando a Malcolm Gladwell, que, para alcanzar la excelencia en una
materia, uno debe acumular de diez mil horas de práctica. Puedo ser experto en
el don que tengo, si lo cultivo. Puedo ser experto en alegría, si invierto
muchas horas siendo alegre. Pero puedo ser experto también en la queja, si no
dejo de quejarme todo el día. Es importante que sea experto en dar el don que
Dios ha puesto en mi corazón. No quiero guardarme lo que tengo alegando que
sólo busco ser humilde. Estoy siendo egoísta cuando no comparto lo que Dios me
ha dado. Puede que en algún momento Jesús me pida que renuncie a entregar mi
talento. Pero que no suceda porque busco, amparado en una falsa modestia, pasar
desapercibido. Eso no es lo que Dios quiere. Quiero cuidar no caer en la
vanidad. La humildad es un don de Dios que suplico cada día. Un don que brota
de una experiencia sanadora: saberme amado profundamente por Dios y amado por
los hombres. Ese amor me salva. No necesito mendigar reconocimiento ni
exigirlo. La humildad me hace consciente de mi pobreza. Soy niño, pobre, hijo.
Es Dios el que conduce mi vida y me lleva hasta su corazón. Su carne, su
cuerpo, son mi camino de santidad. La pobreza es el camino que tengo para tocar
mi debilidad. La experiencia de la humillación me acerca con facilidad a la
humildad. Cuando soy difamado, criticado, o juzgado soy más humilde. A veces me
defiendo pretendiendo defender la verdad. Jesús guardó silencio. Fue manso y
humilde. Es lo que me pide. Que acepte con humildad las críticas, aunque sean
falsas. Los juicios, aunque no se correspondan con la verdad. Jesús vivió esas
humillaciones y me ha mostrado el camino que he de seguir. Deseo esa humildad
unida al amor. «Humildad sin amor es inconcebible, sería siempre una
enfermedad, no sería humildad». Humildad amando mi verdad. Sin rencor hacia
nadie. Sin desprecio hacia los demás. Estoy llamado a ser humilde y lleno de
compasión.
Enviado
por:
Jesús Manuel
Cedeira Costales.
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