20 de junio de 2020
Hermano:
Me detengo a meditar en el Cuerpo y en la Sangre de
Cristo. Jesús ha querido quedarse conmigo. En su Cuerpo y en su sangre. Me
conmueve ese amor tan de Dios, tan humano. Hoy escucho: «El cáliz de la
bendición que bendecimos, ¿no es comunión de la sangre de Cristo? Y el pan que
partimos, ¿no es comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, nosotros,
siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan».
Somos un mismo cuerpo al comer de su Cuerpo. Somos una misma sangre al beber su
Sangre. La unión con Jesús me une a muchos como hermanos. Pienso en la comunión
que me une a todos los que comulgan. Es el don de la unidad. Aún así,
participar del mismo pan y cáliz no me une a otros por arte de magia. Judas
comió del mismo pan que Jesús partió y poco después lo traicionó. No bastó esa
comunión en la comida y la bebida en ese día lleno de sombras y luces. En la
oscuridad Judas se dejó tentar. Optó por la división, por la ruptura. Es cierto
que a veces hay que romper con algo para iniciar algo nuevo. Pero Judas optó
por un camino de muerte. Rompió el vínculo invisible del amor que se hizo
lavado de pies. Y prefirió la soledad antes que la comunión que ofrecía el
Maestro. Se quedó solo y dejó solo a Jesús con un beso con olor a muerte. La muerte
de Jesús dio paso a la vida. Y la comunión con Él se hizo más fuerte. Comer de
su cuerpo y de su sangre me une de una forma antes desconocida. Es verdad que
me une a otros compartir con ellos la mesa, el techo, las ideas, los sueños.
Pero la unión en Jesús supera las fronteras físicas, las fronteras entre la
vida y la muerte. Ser de Cristo hace que todas las cosas sean nuevas. Es una
amistad que nunca muere, nunca desaparece. Podrán morir otras amistades. Pero
esas que están fundadas en Cristo son para siempre. Comer su Cuerpo y beber su
Sangre me une de forma misteriosa a tantos que no conozco. Un mismo Cuerpo de
Cristo. Una misma vida. Los mismos sueños y anhelos. Es un regalo de Dios. Pero
no es magia. ¡Cuántas divisiones entre los que comen un mismo pan! No siempre
resulta bien. Hoy vuelvo a creer en el don de la unidad. Compartir esta mesa
rompe las distancias, acaba con las fronteras, con los idiomas diferentes. Me
uno a todos los que ven la vida como yo. Aunque con diferencias, porque no soy
una copia, soy original. Cada uno tiene su historia sagrada. El pan y el vino
sellan una unidad nueva antes desconocida. Pertenecer a esta comunidad de
santos, como se les llamaba en los primeros tiempos del cristianismo, es un
regalo de Dios, no un derecho. Poder participar de la comunión no es un premio
por mi buen comportamiento. No pertenezco a una comunidad de inmaculados. Todos
pecamos. Yo peco. Me alejo de Dios y no soy fiel. Poder comulgar es mucho más
que un derecho, es un don, una gracia. Es gratuito, no me lo merezco. Es
alimento para el camino. Es una necesidad. Es un viático que me da fuerzas para
la lucha. Es un regalo que me permite vivir de su amor, cuando compruebo que
quiero vivir orientado a Dios. Como decía S. Ignacio de Antioquía: «No encuentro
ya deleite en el alimento material ni en los placeres de este mundo. Lo que
deseo es el pan de Dios, que es la carne de Jesucristo, de la descendencia de
David, y la bebida de su sangre, que es la caridad incorruptible. No quiero ya
vivir más la vida terrena». Me gustaría vivir así todos los días, deseando el
cielo, aspirando a pasar por la puerta que se me abre hacia lo alto. No lo hago
siempre. Me apego de forma excesiva a los gustos del mundo. Empiezo a disfrutar
muchos otros alimentos, todos esos alimentos de este mundo que me encantan.
¿Acaso está mal? No lo está siempre que no sea en exceso, siempre que no me
olvide del cielo. Es verdad que es bueno que ame la tierra, muy bueno que viva
amando en lo humano. Jesús hizo sagrado lo humano con sus pies y sus manos de
carne. Jesús se queda conmigo en su Cuerpo y su Sangre, en medio de mi camino.
Quiere que comulgue, que viva de la comunión. Quiere esa intimidad conmigo
cuando está en mi alma y me susurra palabras de amor, y yo a Él. No siempre he
valorado tanto como ahora la comunión sacramental. Ahora en esta pandemia me
invitan a la comunión espiritual. Me piden que la reciba con el corazón
abierto. Sólo los sacerdotes hemos podido recibirla todos los días. Soy
consciente de la ausencia que provoca no poder comulgar cada día. Añoro la
comunión sacramental que no es posible en tiempos de guerra como los que vivo.
Confinado participo en la eucaristía de forma virtual. Renunciar a estar con
otros en misa es una forma de ser solidario. Es una renuncia por amor. No
porque me lo prohíban. Yo la elijo. Es un acto de madurez, es la forma que
tengo de ser generoso. Esa comunión espiritual tiene una fuerza que desconozco.
Tiene Jesús una presencia que me desborda. Me gustaría que fuera de otra forma,
pero no lo es. No puedo romper las normas que el mundo me pide que respete. Por
cuidar la salud de los más vulnerables. Me lo pide el mismo Jesús. Parece
contradictorio, pero no lo es. Él se encargará de darme en este tiempo una
presencia suya muy fuerte en mi familia, en mi iglesia doméstica. Me regalará
una hondura en mi relación con Él que nunca hasta ahora he disfrutado. Eso es
lo que le pido. La comunión nunca es un derecho exigible. Es más bien un don
inmerecido para todos. Para el sacerdote que de forma milagrosa consagra el pan
y el vino en sus manos. Y para el que lo recibe no por ser puro, sino por ser
un hombre enfermo que necesita esta presencia para sanar.
Enviado
por:
Jesús Manuel
Cedeira Costales.
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