La secuencia es
una composición litúrgica en forma de poema interpolada tras la última nota con
la que se concluía el aleluya (neuma denominado jubilus). El jubilus era la
prolongación musical que permitía gustar y expresar largamente la alegría de la
alabanza del aleluya. San Agustín hablaba de él: «El júbilo es un sonido que
indica la incapacidad de expresar lo que siente el corazón. Y este modo de
cantar es el más adecuado cuando se trata del Dios inefable. Porque, si es
inefable, no puede ser traducido en palabras. Y, si no puedes traducirlo en
palabras y, por otra parte, no te es lícito callar, lo único que puedes hacer
es cantar con júbilo. De este modo, el corazón se alegra sin palabras y la
inmensidad del gozo no se ve limitada por unos vocablos. Cantadle con maestría
y con júbilo» (Com. al salmo 32).
Con el tiempo se
sintió la necesidad de dar contenido a esa melodía: surge así la secuencia. Es
una pieza extrabíblica y de inspiración privada que se introdujo en la
liturgia. Probablemente su origen está en Bizancio y desde allí la introdujeron
en Suiza los monjes griegos. A Notker Balbulkus († aprox. 1050), de la abadía
de Saint-Gall, famoso compositor de secuencias, se atribuye normalmente el
invento de la secuencia misma, aunque más probablemente haya que atribuirle su
desarrollo en forma de canto interleccional.
Sobre todo, en la
Edad Media la secuencia tuvo gran acogida. Luego han sido reducidas debido a su
carácter extrabíblico (no adecuado, pues, para el marco de la Liturgia de la
Palabra) y a su excesiva duración.
La secuencia Victimae paschalis laudes
Tanto el texto como
la música de la secuencia se atribuyen a Wipo de Borgoña (990-1050), capellán
de la corte de Conrado II y de su hijo Enrique III. Se canta facultativamente
el día de Pascua y durante la octava. Comienza con una invitación a la alabanza
de la Víctima pascual. Luego se establece un diálogo original entre la pregunta
de la comunidad y la respuesta de la Magdalena que ha encontrado al Señor
resucitado. En su brevedad es muy rica en temas teológicos que subyacen a dicho
diálogo.
La teología del cordero pascual
Su inmolación era el
centro de la pascua en el Antiguo Testamento (Ex 12). La inmolación anual
veterotestamentaria es memorial y figura de Cristo, Cordero de Dios (Jn 1,19;
19,31-37; 1Co 5,6-8; 1P 1,18-19; Ap 5,11-14). Nuestra secuencia invita al
«sacrificio de alabanza» en honor de la Víctima, alabanza que es auténtica
cuando expresa el don de la propia vida a Dios.
Historicidad de la resurrección y testimonio de los
discípulos
El testimonio de los
discípulos (Magdalena, mujeres, apóstoles) hace de la resurrección un
acontecimiento histórico por cuanto manifestarán su fe en el resucitado, que se
les ha aparecido, hasta el punto de dar la vida en testimonio martirial. (1 Cor
15,3-9). Cristo se mostró visiblemente a los suyos, se les apareció, de modo
que con su acto de fe los discípulos reconocieron que el mismo que había sido
crucificado ahora estaba vivo para siempre (Lc 24,16-34). «El Señor ha
resucitado»: es el saludo de los orientales el día de Pascua, a lo que se
responde: «Verdaderamente ha resucitado».
Nadie fue testigo
del momento mismo de la resurrección, pero la tumba vacía aparece en todos los
textos evangélicos como elemento histórico de la misma (Mt 28,1; Mc 16,4-7; Lc
23,55). María Magdalena pensó en un principio que el cuerpo de Jesús había sido
robado (Jn 20,1-2), argumento que el sanedrín sugirió a los soldados para que
se extendiera de boca en boca. La tumba vacía, sin ser argumento para la fe en
la resurrección, constituye la huella «negativa» en la historia (la ausencia
del cadáver) que permite vincular a Jesús crucificado con Jesús
resucitado.
La resurrección, misterio de salvación
La salvación se nos
da totalmente, no en la pasión y muerte de Cristo, sino con el don que el
resucitado hace del Espíritu Santo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,21; Rom
4,25; 1co 15,17; Hch 2,36; 5,32).
La Pascua, misterio
de salvación, debe entenderse, pues, como paso de la muerte a la resurrección,
a la vida gloriosa que Cristo comunica a la humanidad y en la que esta
participa por la fe y los sacramentos (Hb 7,25).
Cristo, Hijo de
Dios encarnado, es el mediador universal, eterno y único, de la vida divina que
Él comunica: «Rey vencedor, apiádate, / de la miseria humana / y da a tus
fieles parte / en tu victoria santa»
Artículo enviado por:
Jesús Manuel Cedeira
Costales.
Fuente:
Texto de Pablo Cervera
Barranco, Redactor Jefe de MAGNIFICAT (edición española).
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