Consideremos de cerca en qué consiste para el Exultet la
Pascua de Cristo.
Es una buena ocasión para verificar qué es lo que ha entrado
de hecho en la
liturgia de toda aquella rica discusión sobre el significado
de la palabra «Pascua»
que se desarrolló durante los primeros siglos de
cristianismo y que hemos
recordado en el primer capítulo.
SIGNIFICADO DE LA PASCUA
La Pascua –se dice– es la fiesta en la que «se inmola al
verdadero Cordero»
(afirmación que se repetirá después en el prefacio del día
de Pascua). Nos
situamos con ello en la misma línea que 1 Cor 5,7: «Cristo,
nuestra Pascua, ha
sido inmolado», y por tanto en la misma línea que la antigua
interpretación de la
Pascua como pasión. Pero Pascua es también el tiempo en que
Cristo, «rotas las
cadenas de la muerte, asciende victorioso del abismo». Por
esta razón es también
la fiesta de la resurrección. Junto con esta dimensión
histórica y cristológica de la
Pascua, no falta, sin embargo, una alusión a la tradición
que explica la Pascua
como paso moral del hombre «de los vicios a la virtud y del
pecado a la gracia».
Se dice, efectivamente, que la Pascua arranca a los hombres
«de los vicios del
mundo y de la oscuridad del pecado y los restituye a la
gracia».
Pero estrechemos todavía más nuestro campo visual. ¿Qué es
lo que
constituye el verdadero núcleo de la salvación? ¿Qué es lo
que confiere a la
Pascua de Cristo ese significado absoluto y universal que la
hace suficiente para
salvar a los hombres de todos los tiempos? La respuesta está
contenida en las
palabras «redimir», «redención», «Redentor» que nos llevan
directamente al
corazón de la teología del Exultet. «¿De qué nos serviría
haber nacido –se afirma–
si no hubiéramos sido rescatados?» Jesús mismo es definido
como «el gran y
poderoso Redentor» (talis ac tantus redemptor).
MISTERIO DE REDENCIÓN
Es bien sabido que la característica de la teología latina
es concebir la
salvación —siguiendo a san Pablo— como redención del pecado,
hecha posible
por la muerte sacrificial de Cristo. San Agustín, en uno de
sus sermones
pascuales, había dicho:
«Nosotros éramos los que teníamos deudas; tantas cuantos
pecados. Vino él, que
nada debía, porque carecía de pecado, y nos encontró
oprimidos por la usura
dañosa y digna de condenación, y, pagando lo que él no se
había llevado (cf. Sal
69,5), misericordiosamente nos libró de la deuda sempiterna.
Nosotros habíamos
reconocido la culpa y esperábamos la pena; él, sin hacerse
socio de nuestra culpa,
se hizo partícipe de la pena y quiso ser remisor, al mismo
tiempo, de la culpa y
de la pena» (san Agustín, Serm. 216, 5: PL 38,1079).
San Anselmo y, después, santo Tomás recogerán esta herencia
y le darán
una formulación que se hará clásica, con la teoría de la
satisfacción vicaria. El
pecado ha violado los derechos de Dios. Se exige una
expiación que repare la
ofensa y restablezca los derechos de Dios. Pero, dado que la
gravedad de una
ofensa no se mide por la persona del ofensor, sino por la
del ofendido —que en
este caso es Dios mismo—, era necesaria una reparación de
valor infinito que
ningún hombre, evidentemente, podía ofrecer.
Esta era, pues, la situación sin salida a la que se había
llegado antes de la
venida de Cristo: por una parte, estaba el hombre, que debía
pagar la deuda, pero
que no podía hacerlo; por otra, estaba Dios que podía pagar,
pero que no debía
hacerlo, por no haber cometido él la culpa. La encarnación
resolvió de forma
imprevisible esta situación. En Cristo, hombre y Dios, se
encuentran reunidos, en
la misma persona, aquel que debía pagar la deuda y aquel que
únicamente podía
pagarla.
Todo esto lo tenemos expresado de forma maravillosa en el
Exultet, donde
se dice: «Porque él ha pagado por nosotros al eterno Padre
la deuda de Adán y,
derramando su sangre, canceló el recibo del antiguo pecado»
(§ 3). Es una visión
de la salvación que se deriva directamente del Nuevo
Testamento. Cristo –leemos
en él– ha venido para dar su vida «en rescate por muchos»
(Mt 20,28); en su
sangre tenemos «la redención y el perdón de los pecados» (Ef
1,7; 1 Cor 1,30; 1
Tim 2,6); Dios lo exhibió como «instrumento de propiciación»
(Rom 3,25); en la
cruz, Cristo canceló «la nota de cargo que había contra
nosotros» (Col 2,14).
La visión teológica sacada de estos textos ha sido a veces
sobrecargada y
ensombrecida por excesos, como en el caso de la teoría según
la cual el rescate
habría sido pagado por Cristo al diablo, al que el hombre,
con el pecado, se había
vendido como esclavo. En nuestro texto litúrgico no hay nada
de todo esto. Cristo
ha pagado por nosotros la deuda «al eterno Padre».
DE LA CÓLERA DE DIOS AL DIOS-AMOR
Aun así, la explicación presenta un punto flaco, una
inquietante objeción.
Predicadores célebres del pasado se dejaron llevar en sus
sermones de Viernes
Santo, hablando de «la cólera de un Dios irritado»: «Jesús
ora —dice Bossuet— y
el Padre, airado, no le escucha; es la justicia de un Dios
vengador de los ultrajes
recibidos; Jesús sufre y el Padre no se aplaca». ¿Se puede
seguir llamando
«Padre» a un Dios así?
En el Exultet este peligro es eliminado de raíz porque la
perspectiva
jurídica es apartada y corregida de inmediato por otra que
la libera de cualquier
connotación negativa de justicia fría, conduciéndola
nuevamente a la revelación
del Dios-amor. Es cierto, efectivamente, que el Hijo ha
pagado la deuda al eterno
Padre, pero el Padre no solo es aquel que recibe el precio
del rescate; es también
aquel que lo paga. Aún más, es aquel que paga el precio más
alto de todos,
porque ha entregado a su único Hijo: «¡Qué asombroso
beneficio de tu amor por
nosotros! –exclama el texto dirigiéndose al Padre– ¡Qué
incomparable ternura y
caridad! ¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!» (§
5).
Raramente el pensamiento cristiano, en todas sus formas, ha
alcanzado
estas cotas de profundidad. Raramente el amor invencible de
Dios Padre por la
humanidad ha sido cantado con mayor pasión y sencillez. Es
un eco de Rom 8,32:
«¡Dios no se reservó ni a su propio Hijo, sino que lo
entregó por todos nosotros!»
RENOVACIÓN DEL UNIVERSO
También el Exultet se hace eco de este tema de la Pascua
como renovación
cósmica. «Goce también la tierra –dice–, inundada de tanta
claridad, y que,
radiante con el fulgor del Rey eterno, se sienta libre de la
tiniebla que cubría el
orbe entero» (§ 1). Y continúa: «Y así, esta noche santa
ahuyenta los pecados, lava
las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a
los tristes, expulsa el
odio, trae la concordia, doblega a los poderosos» (§ 5).
Pero el Exultet hace dar un paso adelante a esta visión.
Hasta ahora se
había hablado de una renovación hacia atrás (renovatio in
pristinum) de llevar las
cosas a su primer estado, a sus orígenes; en cambio, aquí se
habla de una
renovación hacia delante, o a mejor (renovatio in melius).
«Necesario fue el pecado
de Adán, que ha sido borrado por la muerte de Cristo. ¡Feliz
la culpa que mereció
tal Redentor!» (§ 5). ¡Qué atrevimiento del pensamiento
cristiano jamás igualado!
Posteriormente, incluso llegó a producir cierto miedo, hasta
el punto de que en
algunas Iglesias locales, a partir del siglo X, se dejaron
caer estas dos frases; no
obstante, en la Iglesia de Roma, el Exultet nunca fue
privado de este culmen
teológico y lírico.
¿Qué mente pudo concebir el grito: O felix culpa!? ¿Qué
autoridad hay
detrás de todo esto? No la simple autoridad de un compositor
desconocido (el
Exultet parece que fue escrito en la Galia, en el curso del
siglo V), sino la autoridad
de un doctor de la Iglesia. Esta teología tan osada se
inspira, en efecto, casi
literalmente en san Ambrosio. Este, hablando de la culpa de
Adán, había
exclamado: «Feliz ruina que es recompuesta», y también: «Mi
culpa se ha hecho
para mí el precio de la redención… Más ventajosa fue para mí
la culpa que la
inocencia».
Pero, a su vez, san Ambrosio se apoya en la autoridad
todavía mayor de
la Escritura, la cual asegura que «donde abundó el pecado,
sobreabundó la
gracia» (Rom 5,20). Ciertamente el O felix culpa dice
bastante más. Es un grito de
esperanza y de optimismo que no encuentra su justificación
en ningún texto de
la Escritura, tomado aisladamente, sino todo lo más en su
conjunto; un grito
basado en el convencimiento de que el poder de Dios es tal
que puede sacar bien
de todo; puede «sacar bien del mismo mal», como decía san
Agustín.
La belleza extraordinaria de ese grito está en el entusiasmo
que se trasluce
por la persona de Cristo, «tal Redentor». Se prefiere
abiertamente un universo
con culpa pero con Cristo, antes que un universo sin culpa y
sin Cristo. Y ¿quién
podría desmentir a quien ha osado afirmar esto? Una célebre
mística medieval,
introduciéndose en esta línea optimista del Exultet,
escribió estas palabras que
ella misma dice haber oído de Dios: «El pecado es
inevitable, pero todo será
bueno, y todo será bueno, y cualquier cosa será buena»
(Juliana de Norwich,
Revelaciones, cap. 27).
Artículo enviado por:
Jesús Manuel Cedeira
Costales.
Fuente:
Texto de Raniero
Cantalamessa, OFMCap
(Religioso capuchino
italiano predicador de la Casa Pontifica durante los pontificados de
Juan Pablo II,
Benedicto XVI y Francisco. Fecundo autor de obras de espiritualidad, es
colaborador habitual de
MAGNIFICAT, Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco).
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