Fue y es la página más trágica y más hermosa. Fue y es
la página más dolorosa y más injusta, aunque solo por ella nos vino y nos viene
la Justicia de Dios. Fue la crónica de una muerte anunciada. De una muerte que
no se acababa en el sepulcro, que se abría indefectible y misteriosamente, ya
para siempre, a la aurora del tercer día, al alba sin ocaso de la resurrección.
Y en esta página, en esta escena –la más honda y
decisiva que jamás se haya escrito sobre
cielos y tierras- estuvo también María, el orgullo de nuestra raza, la
Madre del Ajusticiado y nuestra Madre: “Estaba la Dolorosa junto al leño de la
Cruz. ¡Qué alta palabra de Luz! ¡Qué manera tan graciosa de enseñarnos la
preciosa lección del callar doliente! Tronaba el cielo rugiente. La tierra se
estremecía. Bramaba el agua… María <estaba> sencillamente”.
Y ahora, horas después de aquella escena que oscureció
la tarde y alumbró para siempre la historia de la nueva humanidad, ahí la
tenéis, a Ella, a María, la Madre del Ajusticiado, la Dolorosa, la Virgen de la
Soledad, Nuestra Señora de la Esperanza. Ahí la tenéis, hermanos. En su
Soledad. Soledad de Soledades. Reina de Reina de Soledad y de Soledades.
Contempladla. Contemplad a su Hijo muerto y yacente.
Sus cicatrices y heridas son han curado: “¡Cuerpo llagado de amores, yo te
adoro y yo te sigo! Yo, Señor de los señores, quiero compartir tus dolores,
subiendo a la Cruz contigo. Quiero en la vida seguirte y por sus caminos irte
alabando y bendiciendo, y bendecirte sufriendo y muriendo, bendecirte. Quiero,
Señor, en tu encanto, tener mis sentidos presos, y, unido a tu cuerpo santo,
mojar tu rostro con llanto, secar tu llanto con besos. Quiero, en este santo
desvarío, besando tu rostro frío, llamarte mil veces mío… ¡Cristo de la Buena
Muerte!”
Contemplad, sí, a María en Soledad. Contemplad, sí, a
Jesús yacente. Parad el reloj de las prisas, de las rutinas, de las
autosuficiencias, del ya “me lo sé todo”. Deteneos. Retened, sí, el ritmo de
vuestro ímpetu y quehacer cotidianos. Paraos a contemplar a Jesús y a María en
su Soledad, en su Soledad de Soledades. Contemplad y luego volved a caminar.
Mirad su rostro, su corazón, sus manos, su mirada clavada en el cuerpo inerte
de su Hijo, de un hijo que somos también tú y yo. Vedla con ojos del alma y
luego volved a caminar. Seguro si que permanecemos ante Ella con el corazón
abierto, nuestra caminar de mañana, de esta misma noche tendrá que ser a la
fuerza distinto, tendrá que ser mejor.
Miradla, amadla, imitadla. Es una patética figura de
silencio. De silencio sonoro y transfigurado. Vestido de adoración. Nunca el
silencio fue tan elocuente. Nunca el silencio significó tanto como en aquella
noche, como en esta noche. Es silencio de amor. Es abandono, despojo,
disponibilidad, entrega hasta el extremo. Es fortaleza en la debilidad mayor.
Es fidelidad. Es plenitud. Es fecundidad: nunca fue María tan madre como
entonces. Es elegancia. Es serenidad dolorida. Es paz, es amor.
En soledad sonora, dolorosa y plena, nunca una
criatura vivió un momento con tanta intensidad existencial como María en
aquella tarde de dolores sin fin en el Calvario. Allí mantuvo el “fiat” de la
Anunciación, en tono sostenido y agudo. Aunque se le hiciera un nudo la
garganta. Aunque su corazón se secara. Aunque fuera un mar de lágrimas su
rostro claro, límpido y sereno. Porque allí, en el Calvario, María volvió a
decir “sí”. El “fiat” se avala y se confirma con el “stabat”. El “sí” es más
“sí” estando, permaneciendo al pie de la cruz.
Mirad la Virgen que sola está, cantamos. Su Soledad es
holocausto perfecto a imitación del de su Hijo. Es oblación total. Es
corredención. Mirad la Virgen que sola está… Y en aquella soledad, en esta
soledad, María adquiere una altura espiritual vertiginosa y definitiva. Nunca
fue su sí tan pobre ni tan rico, tan doloroso ni tan fecundo. Nunca tan sola y
tan acompañada. Es la Soledad. Es la Piedad. Es la Esperanza. Parecía una
pálida sombra. Pero al mismo tiempo ofrecía la estampa más genuina de la Reina.
En aquella noche, en esta noche, levantó su altar en la cumbre más alta de la
historia y del mundo. Y el dolor y la paz, envueltos en silencio, se fundieron,
aleteando ya para siempre la certeza y la esperanza que es y significa una
existencia solo para Dios y a favor de los demás.
Mirad, sí, a María. Que vuestra mirada, hermanos, sea
una plegaria. Una plegaria como esta:
Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad:
míranos Tú también a nosotros y muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu
vientre. Muéstranos sus clavos y sus heridas. Muéstranos su corazón traspasado
por la lanza. Muéstranos su amor. Y muéstranos también a nuestros hermanos
heridos por la droga, por el alcoholismo, por el paro, por la pobreza, por la
ancianidad, por la enfermedad, por los fenómenos migratorios. Muéstranos a
nuestros pequeños hermanos ya engendrados y aun no nacidos, a quienes el
hedonismo, el materialismo, el secularismo, el relativismo y las leyes injustas
no han permitido nacer y los han condenado a la más miserable de las muertes,
sin defensa y sin justicia algunas.
Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad, vuelve
nuestra mirada a nuestra historia de fe. Ayúdanos a ser fieles a ella. Somos lo
que somos gracia a la herencia cristiana que puebla por doquier en nuestras
ciudades y rincones. Somos lo que somos porque la fe cristiana ha irrigado las
venas de nuestro corazón y las entretelas de nuestra alma. Aparta de nosotros
las plagas de la apostasía silenciosa, del cristianismo a la carta, de la fe acomodaticia y sin compromisos, de
un vago catolicismo de boquilla, solo para cuando nos interesa. Ahuyenta de
nosotros los espectros y la sombra de la secularización y de la comodidad
aburguesada, atenazante y mortecina en el seno mismo de la Iglesia, de sus
ministros y de sus consagrados Aleja de nosotros la tentación de un imposible
Cristo sin su Iglesia. Tú, que eres testigo privilegiado de que Dios existe y
es amor, ayúdanos a vivir en su santo nombre y en su santa ley. Dios no solo no
nos estorba, sino que sin El nada somos y nada podemos, aunque nos creamos vana
y estérilmente perfectos. Haznos
entender que ni Dios ni su Iglesia son nuestros enemigos sino nuestros mejores
y más incondicionales amigos y amigos para siempre. Reaviva, sí, Virgen
Santísima Señora Nuestra de la Soledad, nuestras raíces cristianas. Y que nunca
tengamos miedo a proclamarnos como tales, como cristianos con todas sus
consecuencias, defendiendo y promoviendo sus signos y símbolos como el de la
Santa Cruz. Que nada ni nadie, María, nos quite la cruz de nuestros caminos y
de nuestros espacios. Ni de nuestros corazones. Tú Hijo es la Cruz. Y su cruz
adoramos y glorificamos porque por el madero, por la cruz, ha venido la alegría
al mundo entero.
Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: “yo
fui, pecando, quien, Madre, trocó en tristeza vuestra alegría. Mis culpas
fueron, vil pecador, las que amargaron tu corazón”. Ayúdanos, María de la
Soledad, de la Soledad de Soledades, a ser más humildes, más sencillos, más
misericordiosos. A pensar un poco menos y solo en nosotros mismos y a abrirnos
a los demás, a su llanto y a su espera, a su gozo y a su sombra. Haznos personas de palabra y, sobre todo, de
escucha. Ayúdanos a buscar la paz, la concordia, el entendimiento, la
reconciliación. Qué no perdamos, María, la conciencia de que el pecado existe y
de que todos somos pecadores. Y de que todos podemos y debemos purificar y
reconciliar con Dios nuestros pecados a través del Sacramento del Perdón, a
través de la Iglesia y mediante la Confesión, sacramentos ambos de la alegría y
de la vida nueva.
Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: “No
llores, Madre, no llores más. Que yo tu llanto quiero enjugar. Sufro contigo,
triste penar. Perdón, oh Madre. ¡Os quiero amar!”. María de la Caridad y de la
Solidaridad, haznos instrumentos visibles del Dios que es amor. Haznos testigos
del Evangelio a través de las obras, el lenguaje que más y mejor reconoce y
aprecia nuestro mundo. Llénanos de caridad. Haznos solícitos con los demás. Que
enjuguemos no solo tu llanto, sino también el llanto de la humanidad herida. El
llanto de las víctimas de todos los terrorismos y fanatismos; el llanto de los
más damnificados por la crisis económica; el llanto de tantas mujeres viudas y
solas como Tú; el llanto de madres que, como Tú, lloran al hijo perdido, al
hijo alejado. El llanto de las mujeres maltratadas, el llanto de las mujeres
explotadas laboral o sexualmente. Que enjuguemos el llanto, María, de nuestro
entorno rural, atardecido y arrugado; el llanto de nuestra querida ciudad, en
inciertas e inquietantes horas; el llanto de nuestra patria y de nuestro mundo,
tantas veces, aun sin querer saberlo, a la deriva. Que enjuguemos el llanto de
nuestra Iglesia, estas semanas apesadumbrada por pretéritos e inadmisibles
errores de algunos -muy escasos- de sus ministros y zaherida por una virulenta
campaña contra el Papa y contra el sacerdocio ministerial. Que, mediante un
mayor y renovada vitalidad y compromiso de vida cristiana y eclesial,
enjuguemos el llanto de nuestra hiriente crisis vocacional, de nuestras tan
grandes dificultades en la pastoral juvenil y familiar. Ruega, sí, María, por
las vocaciones, por los jóvenes, por las familias. Por los jóvenes sin rumbo,
fascinados y engañados por los falsos dioses a los que adora nuestro mundo; por
las familias, singularmente por las familias rotas y desestructuradas.
Que esta sea, hermanos, nuestra oración ferviente de
esta noche, de mañana y de siempre. Que esta sea la brújula y el compás del
paso que acompañe nuestro caminar esta noche. Que esta sea nuestra mirada a la
Virgen de la Soledad para acompañarla, para amarla y para aprender de Ella en
la escuela del Calvario y en la cátedra abierta, en el libro abierto de su
corazón roto y cautivo de amor. Y luego, hermanos, volved a caminar.
Transformados. Alentados. Transfigurados. Como Ella. Mirad y descubrid entre
sus lágrimas la certeza de la resurrección, mientras sigue y sufre sola, “con hondo dolor, pues ha
muerto el Hijo que era su amor. Cual tierna rosa sobre el rosal. Troncó su vida
fiero puñal”. “Mirad la Virgen, que sola está, triste y llorando su soledad”.
Silencio, hermanos, Dios habla en el silencio y en la
soledad de María. Dios no es el que siempre calla. Está hablándonos a través de
María. ¿No lo escucháis? Nos está pidiendo a través de Ella un “sí”, ahora en
el Calvario, ahora el pie de la cruz. Y ojalá que como María, Reina de Reina de
Soledades, nuestra respuesta sea: ¡He aquí, la esclava del Señor. Hágase en mí
según tu Palabra”.
“No llores, Madre, no llores más.
Que yo tu llanto quiero enjugar.
Sufro contigo, triste penar.
Perdón, oh Madre.
Os quiero amar”. Amén
Artículo
enviado por: Jesús Manuel Cedeira Costales
Fuente:
Texto de Jesús de las Heras Muela
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