7 de marzo de 2021
Hermano:
«Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Vamos a hacer tres
tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías»
«Soy dueño de mi historia, no esclavo de mis propias heridas
que manejan a su antojo mi estado de ánimo. Esa libertad para elegir cómo vivo
el ahora es lo que marca mi camino»
El Principado ha recibido ya 8.284 solicitudes.
La hostelería y el turismo solicitan 37,5 millones en ayudas
del fondo covid.
El número de hospitalizaciones vuelve a superar al de altas.
Asturias baja de los 100 contagios diarios por coronavirus
casi dos meses después pero suma otros siete fallecidos.
No quiero que mi pasado determine mi futuro. Que mis heridas
de amor me impidan volver a amar por miedo a ser de nuevo herido. Que las
decisiones tomadas un día marquen el camino sin poder enmendar la ruta. No
quiero depender demasiado de lo que ya he sufrido. Sé que lo que me han hecho
me influye a la hora de enfrentar el futuro. Aumenta la confianza o despierta
el miedo. Y lo que he hecho también tiene su peso en mi forma de enfrentar
nuevas decisiones. Todo, las acciones y las omisiones, los logros y las
carencias, influyen en mi vida, impactan en la vida de las personas que me
rodean. Decía Jean Paul Sartre: «Libertad es lo que uno hace con lo que le han
hecho». Soy más libre cuando sé qué hacer con aquello que he recibido como
parte de mi pasado. Me pesa, me duele, lo guardo con rencor, lo acaricio con
dolor. El pasado y lo que me han hecho, lo que he sufrido, tiene un peso
inmenso en mi alma. Eso no lo puedo cambiar. Porque los días pasados no
vuelven. Ni se presenta ante mí esa misma oportunidad que un día tuve de
elegir, de amar o dejar pasar, de odiar o hacer el bien. Pasó esa hora, ese minuto
exacto. Pasó el momento que me dio Dios para cambiar mi historia. Y ahora
entonces sólo me queda el presente que toco con manos temblorosas y frágiles.
Puedo volver a amar después de haber sido herido. Puedo volver a hacer daño
después de haber sido perdonado. Puedo volver a fallar después de haber
prometido que nunca de nuevo volvería a suceder. Pero sucede, porque yo lo
elijo y mi promesa cae al vacío del olvido. Puedo ser libre eligiendo lo que
quiero vivir y hacer. Puedo elegir amar cuando no he recibido amor. Y puedo
dejar de hacerlo al dolerme tanto la herida del desamor. De mí depende. Sé que
cuando soy valorado, querido, amado, respetado, enaltecido, el poder de ese
amor me salva, me sana por dentro, me alegra y capacita para enfrentar los más duros
momentos de la vida. El amor sana el alma y el cuerpo. El amor me ayuda a
vencer una enfermedad de muerte. Y logra sacarme de la depresión que me amenaza
con hacerme perder el rumbo. El amor que espera a la puerta de un campo de
concentración es el acicate que levanta el ánimo de los presos durante la
segunda guerra mundial en Alemania. Porque si alguien espera mi regreso merece
la pena sobrevivir para llegar a verlo. Las palabras de Nietzsche son muy
claras: «El que tiene un porqué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo».
«Siempre que se presentaba la menor oportunidad, era preciso infundirles un
porqué, un objetivo, una meta a sus vidas, con el fin de endurecerles para
soportar el terrible cómo de su existencia». Y normalmente el motivo de mi
existencia es el amor. Ese amor que doy y ese amor que recibo. El desprecio, la
indiferencia, o el olvido abren una herida profunda en el alma. Tengo claro que
no saberme amado me hiere y enferma por dentro. Pierdo la fortaleza y no sé
enfrentar los problemas. El amor se juega en presente. No necesito que todos me
quieran. Que el mundo me quiera. La admiración no siempre va unida al amor. Sin
admiración no hay amor, eso está claro. Pero no necesariamente amo a quien
admiro. Hay personas cuya vida me parece admirable, pero no las amo. Las admiro
de lejos. La admiración que desemboca en el amor es la que sucede en las cortas
distancias. Admirar al que veo de cerca no es tan sencillo. Porque de cerca no
sólo aprecio lo bello, también resalta lo vulgar, lo feo, lo menos noble de la
persona amada. Y puedo, con el paso del tiempo, dejar de admirarlo. La
admiración es algo mágico. Admiro lo que no poseo, lo que es distinto a lo que
yo tengo, lo que es noble porque brilla. El problema del amor hecho rutina es
que la vida se juega en lo cotidiano. Y ahí quizás hay más razones para la
condena y el desprecio que para la admiración. Y el peligro entonces es que al
faltar la admiración deje de amar. Y comienzan así el desprecio y la indiferencia
a apoderarse de mi alma. El amor es la raíz de mi vida. Es lo que me levanta
cada mañana y me lleva a luchar. El amor matrimonial. El amor filial. El amor a
un padre o a una madre. El amor de un amigo, o de un hermano. Ese amor que doy
y recibo de forma incondicional. Doy gracias a Dios por poder palpar ese amor
en mi vida. Por los amores concretos que me levantan. El amor sana siempre el
alma. Soy libre para actuar siempre desde el amor que guardo en mi corazón. En
lugar de quedarme atado a rencores y desprecios sufridos. Soy dueño de mi
historia, no esclavo de mis propias heridas que manejan a su antojo mi estado
de ánimo. Esa libertad para elegir cómo vivo el ahora es lo que marca mi
camino.
Tengo claro que mis amigos, las personas más cercanas, las
que viven cerca de mí, son las que más influyen en mí. Me han marcado, han
dejado su poso dentro de mi alma. Quiero mirar mi historia y mi presente. Y
pienso en los que me rodean. ¿Me apoyan o me limitan? ¿Le suman o le restan
energía a mi corazón? ¿Me alegran o me amargan y entristecen? ¿Me hacen ser
positivo o vivir lleno de quejas? ¿Me liberan de mis ansiedades y miedos o más
bien me limitan haciendo que renuncie a una parte importante de mí para ser
acogido? ¿Me hacen sentir orgulloso de quien soy o vivo defendiéndome y
ocultándome para evitar su juicio? ¿Me animan a luchar y a ser yo mismo o vivo
siendo criticado por ellos en todo lo que hago? Me gustaría pensar en las
personas a las que amo. En mis amigos, en mis hermanos. En mis padres, en mi
novio, en mi novia. En mi cónyuge, en mi compañero de trabajo. Son los más
cercanos los que tienen acceso a mi vida por dentro. Pero a menudo no tengo a
nadie con quien compartir mi mundo interior, mis emociones, mis sentimientos,
mis miedos e ilusiones. Mis aventuras del pasado. No hay nadie a quien pueda
contarle todo, incluso mis pecados más íntimos, sin recibir un juicio. Alguien
a quien pueda abrirle mi corazón y contarle lo que me ocurre por dentro. Lo que
estoy viviendo tal vez sin que él lo sepa. «El hombre que crece sanamente
necesita un organismo sano de vinculaciones. Cuando le falta, el hombre se
enferma, y el mundo de hoy está muy enfermo» . Vivo en un mundo enfermo en los
vínculos. Las heridas de amor me incapacitan para el amor sano y hondo,
auténtico y puro. Las personas cercanas a mí tienen un rol en mi vida, un peso
en mi alma. ¿Me gustan las personas que me rodean, me hacen bien, me ayudan a
crecer? ¿Y yo? ¿Les ayudo a crecer, son mejores personas gracias a mí? El otro
día escuchaba una pregunta: «¿Con quién estás cuando mejor estás?». Hay
personas que me acogen como soy, me tratan enalteciéndome, me levantan cuando
caigo, me sostienen en mi debilidad. Esas personas son las que me hacen creer
en mí mismo, en mis capacidades, en mi valor. Valgo por lo que soy, por lo que
tengo dentro de mí. Y sé que necesito a personas que me ayuden a ser mejor, más
hondo, más valiente, más grande, más libre, más sencillo. Quiero ampliar el
círculo de personas positivas que me ayudan a crecer. Yo elijo. Muchas personas
llegan ante mí sin yo buscarlas. Pienso en todos aquellos que Dios pone en mi
camino. Me está pidiendo algo a través de estas personas. Me está ayudando así
a ser la mejor versión de mí mismo. ¡Qué importantes son los vínculos que me
construyen por dentro! Un mundo sano en sus vínculos. Un entramado de lazos que
me llevan en definitiva hasta el corazón de Dios. «El hombre actual necesita un
tiempo mucho más prolongado para alcanzar una sana vinculación a personas y a
lugares. Primero debemos preparar el terreno para un sano amor a los hombres y
a Dios. Este amor a los hombres es presupuesto y hasta coronación de un
auténtico y profundo amor a Dios» . Una red sana de vínculos me lleva a un amor
hondo y cálido a Dios. En relaciones sanas y profundas veo a Dios oculto
hablándome, acogiéndome. Pienso en los vínculos que tengo. En los que se han
frustrado. En los que están heridos. ¿Qué estoy haciendo por curarlos y
sanarlos en este tiempo de pandemia que vivo? ¿Qué pasos estoy dando para
cuidar a las personas que Dios ha puesto en mi camino? Las personas me pueden
hacer un bien con su presencia o pueden limitarme. ¿Y yo? Yo también puedo
producir el mismo efecto en los que amo. Puedo limitarlos. Puedo bloquearlos
con mis juicios y presiones. Puedo quitarles la paz y la calma con mis críticas
y exigencias. Puedo hacer que sean mejores personas y vean la belleza que
tienen escondida en su interior. Puedo ser el espejo en el que vean reflejada
su mejor versión. Quiero elegir cada día a mis amigos, a las personas que
quiero. Opto por ellos de nuevo y cuido esos vínculos cercanos que por
distintos motivos he descuidado. Mando mensajes de cariño deslavados. No les
cuento lo que de verdad estoy viviendo en mi corazón. Tengo miedo de sus
juicios y me asusta no ser comprendido y aceptado. Vivo escondiendo quién soy
de verdad a los que más me importan. ¿Están sanos esos vínculos que me
sostienen?
Me gustan los días de sol, no esos días grises que contagian
nostalgia y tristeza. Me gusta la cuaresma alegre y llena de luz, como comenta
el Papa Francisco: «El itinerario de la Cuaresma, al igual que todo el camino
cristiano, ya está bajo la luz de la Resurrección, que anima los sentimientos,
las actitudes y las decisiones de quien desea seguir a Cristo». Soy de esos que
desean seguir a Cristo. Soy de los que tienen una decisión tomada en el alma,
aunque luego cueste ser fiel o mantenerse en lo decidido. Soy un poco volátil,
como esos vientos que llevan la hoja caída en otoño donde quieren, sin respetar
sus deseos. A veces no sé quién habita dentro de mí y parece desear lo que yo
mismo no deseo. Y lo que digo que quiero parece no querer hacerlo. Y me veo
viviendo como quien no quiero. Y pensando como no quiero pensar. Esa doble realidad
en mi propia alma me escandaliza. Somos dos habitando la misma piel. O tal vez
mi yo verdadero no es capaz de mantenerse en pie ante la presión del mundo. Y
cae de repente sobre la tierra desbaratado en mil deseos confusos e hirientes.
Quisiera que amaneciera siempre el sol en mi alma. Y reconocerme a mí mismo en
ese deseo inconfundible de seguir siempre a Jesús por los caminos. Es lo que
más quiero. Es lo que deseo. El alma vive apasionada por un fuego que arde en
ella. Y de repente la conducen fuegos pequeños que la confunden. Y no soy yo
mismo el que sigue al Señor, sino que sigo otras cosas que no son Él, aunque me
gustaría que lo fueran. Pero me engaño. Digo que quiero una cosa y hago
justamente la contraria. Tanta confusión de mi alma me incomoda. Quisiera ser
más cuerdo y sereno. Más firme en mis pensamientos y menos voluble. Atisbo al
final del día una luz que no me engaña, estoy hecho para la vida, no para la
muerte. Es el amor la fuerza que mueve mi ser en todos los sentidos. No he
nacido para el odio ni para vivir anclado en la ira. No soy un depravado que
sólo desee la muerte y tan solo busque el interés propio. No soy tan egoísta ni
tan falso. Pero yo mismo me sorprendo haciendo lo que no quiero, soñando lo que
no deseo y viviendo la vida que no he buscado. Tantas incongruencias me
afectan. Quizás en mi pasado hay grietas que han dejado incompleta mi historia.
O tal vez el demonio con su oscuridad ha pretendido acabar con mi paciencia.
Como dice una canción: «Hay una rajadura en todo; así es como entra la luz» .
Por esas grietas entra la luz en mi alma. Y sostienen mi caminar confuso por la
vida. Ahora sólo sé que quiero comenzar de nuevo cada mañana y emprender la
aventura audaz de intentar ser yo mismo. Fiel a la luz que surge de mi alma. Fiel
a la melodía que yo mismo entono sin saberlo. Es tan cálido el día en el que sé
que soy amado que vuelvo siempre a él para no olvidarme. Estoy hecho para el
cielo y la luz de la Pascua guía mis pasos oscuros. Pero creo que busco
egoístamente a Dios. Busco el consuelo de Dios y no busco al Dios del consuelo.
Es muy diferente. Busco sentir la luz, busco tocar el calor y eso no siempre
ocurre. «Dios huye, nos retira sus consuelos, se cubre de oscuridad. Es como si
realmente huyera de nosotros. Viéndolo con claridad hemos de reconocer que se
trata de la huida del amor. El saborear con gran sentimiento su amor se hace
así menos frecuente y más breve. Nuestra alma se ve sumergida en desconsuelo.
Por esa razón, se encuentra en el peligro y la tentación de volver la espalda a
Dios, que ya no se deja ver ni sentir, y de acabar pronto la relación con Él» .
No quiero ser egoísta en mis búsquedas. No pretendo sentir siempre y tocar esa
consolación que sacia mi alma intranquila. En mi oscuridad camino por el
desierto de la Cuaresma. Dios sabe lo que me conviene, lo que me hace falta.
Dios sabe lo que me hace bien, lo que me sirve. Eso me basta. No necesito la
consolación para seguir caminando. Soy hijo de la luz, hijo del día. Y paso por
la noche con la esperanza grabada en la frente, en una forma de cruz de ceniza.
Y me recuerda ese beso de Jesús que soy suyo y le pertenezco. ¿Por qué tengo
tanto miedo a veces? Como si todo dependiera de mí, la vida y la muerte. La
perfección y los fracasos. La virtud y los pecados. Como si todo estuviera en
mi mano y yo fuera el dueño de esta vida tan frágil. Esos sentimientos me
llenan de oscuridad y acaban con la luz. En una lucha torpe por llegar al
cielo. Tengo claro que es Él quien me conduce, me salva y me levanta. Es Él
quien construye aunque no sienta nada, aunque no logre encontrar el sentido a
todo lo que me pasa. Dios es la luz que se esconde en mis sombras. Aunque no
encuentre los consuelos que busco desaforadamente. Amanecen días grises y el
sol escondido entre las nubes me inquieta. Pero no me importa, yo confío en
esta Cuaresma, creo en esa luz de Pascua que lucha por imponerse al final del
camino. Siempre hay una luz que anuncia el final de algo y un nuevo comienzo.
Sé que estoy hecho para cosas grandes aún sintiendo que no puedo hacer ni lo
más pequeño. Me basta su gracia, su luz y su sombra cubriendo mi alma. Me tiene
Dios guardado en el hueco de su mano.
Las promesas se hacen cuando uno no duda de poder
llevarlas a cabo. Prometo lo que creo que voy a poder vivir, hacer, amar y
conseguir. Me impresiona mucho un sí dado para siempre por los novios ante el
altar. O el compromiso para siempre de un sacerdote, de un consagrado. El sí
para siempre de una monja de clausura. El sí para siempre que pronuncia una
persona o un matrimonio cuando deciden comprometerse más por Dios en su camino
de vida. La palabra siempre es la que me impresiona. ¿Cómo puedo medir el
siempre, lo permanente cuando yo soy tan finito? Una promesa de cumplimiento. O
el compromiso de hacer realidad lo que todavía es sólo un sueño. Por eso me
gustan las personas que prometen lo que cumplen. Y me duelen las promesas
vacías de credibilidad. Cuando se anuncian tiempos y plazos que luego se
incumplen con mucha liviandad. Me duele la frivolidad en el compromiso. Mejor
no prometer lo que no voy a cumplir. Es cierto que cuando hablo de un
compromiso de toda la vida donde el siempre está presente sólo cabe hacerlo
cuando me entrego en las manos de Dios y confío en su poder. Porque yo he
tocado demasiadas veces el dolor de mi infidelidad. He tropezado, he caído, he
fallado, he incumplido. ¿Cómo lograr lo imposible sin una gracia del cielo? Me
duele la fragilidad de mi voluntad, el poco ánimo de mi esfuerzo y la torpeza
para llegar a la meta que forma parte de la misma promesa. Por mi lado siempre
encuentro el barro. En mis manos siempre acaricio el pecado y la tentación. Por
eso me gustan más las promesas de Dios, esas que me hace a mí susurrando con
calma dentro de mi corazón. Me dice que lo va a hacer posible. Me lo dijo a mí
un día al ungir mis manos, al bendecirme en mi sí frágil e inconstante. Lo
vuelve a hacer siempre de nuevo. Las palabras de Dios se hacen vida, no fallan.
Quizás sí es confusa la forma cómo llegará a hacerlas realidad en mi carne.
Porque yo me imagino un camino y Dios me muestra otro. Así le pasó a Abrahán
con su hijo Isaac. Le había prometido Dios una herencia innumerable como las
arenas de la playa o las estrellas del cielo. Y él lo había creído y lo había
dejado todo, su tierra, sus dioses, por seguir su palabra. Y cuando al fin pone
en sus manos un hijo de Sara, en ese momento, Dios le pide lo imposible: «En
aquellos días, Dios puso a prueba a Abrahán. Le dijo: - Abrahán. Él respondió:
- Aquí estoy. Dios dijo: - Toma a tu hijo único, al que amas, a Isaac, y vete a
la tierra de Moria y ofrécemelo allí en holocausto en uno de los montes que yo
te indicaré». Le pide que le entregue a su único hijo, que lo mate, que lo
ofrezca en sacrificio. En Moria tiene lugar un momento sagrado en la vida de
Abrahán. Siempre me ha gustado peregrinar a Moria a entregar a mi hijo. Porque
el hijo es la forma concreta a la que me aferro para que se haga realidad la
promesa que me ha hecho Dios. Me creo que es el único camino posible. Y no veo
otra forma de hacer vida en mí lo que me ha prometido. Subo con Abrahán y ese
hijo incauto que no sabe nada de su destino. Y hago lo mismo que él hace:
«Cuando llegaron al sitio que le había dicho Dios, Abrahán levantó allí el
altar y apiló la leña. Entonces Abrahán alargó la mano y tomó el cuchillo para
degollar a su hijo». Lo importante es la promesa, no me olvido. Dios me ha
prometido que mi vida será plena, que me sabré amado y amaré. Pero yo creo que
mi forma es la forma correcta, mi camino es el adecuado. Y me aferro a mi hijo,
a lo que tengo ahora. Y le grito a Dios que me deje tenerlo, cuidarlo, amarlo.
Es el cumplimiento de la promesa. Es mi plan, es mi manera. La que se ha hecho
visible a lo largo del tiempo. Pero veo que me he apegado a lo mío, a lo que yo
creo que es lo mejor. He puesto en mi voluntad el deseo de Dios. He divinizado
mi camino como si esa forma fuera la única posible. He hecho de mi lugar, de mi
cargo, de mi estado actual, de mis formas, la única manera de ser fiel a la
promesa. ¿Y si me estoy equivocando? Por eso me viene bien hacer el ejercicio
de subir a Moria a ofrecer sobre el altar a mi hijo, mi obra, mis sueños, mis
formas, mis deseos y así liberarme. Los entrego todos de rodillas con el
cuchillo en la mano. Si los quiere Dios que los tome ahora, se los entrego.
Varias veces en la vida lo he hecho y eso me ha hecho más libre. Sé que tengo
que volverlo a hacer cada vez que siento que estoy siendo el dueño de mi vida
sin dejar que Dios reine, mande en mi corazón. Yo y mis maneras, yo y mis
planes. Aprender a dejar en Moria mis deseos me hace más libre. De rodillas le
digo: «Aquí estoy». Como lo hace Abrahán. Estoy para hacer realidad el deseo de
Dios. Para que sea posible su promesa en mi vida pero según sus formas, no
según la mía. Y le sonrío. Y Él me sonríe. En ocasiones lo ha tomado en sus
manos y me ha mostrado otra forma, otro camino. Otras veces simplemente ha
dicho en mi corazón lo que le dijo a su siervo: «El ángel le ordenó: - No
alargues la mano contra el muchacho ni le hagas nada. Ahora he comprobado que
temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, a tu único hijo. Te colmaré
de bendiciones y multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo
y como la arena de la playa». Y ha repetido otra vez esa promesa de plenitud
que salva mi vida. Me lo repite. Me dice que me ama, que soy suyo y que mi
descendencia será bendita. Y entonces puedo bajar de Moria ya tranquilo. Me he
liberado. Ya no tengo miedo a perder lo que ahora poseo. El camino concreto que
recorro. El sueño que enciende mi alma. No vivo apegado a mis formas. Dios sabe
más y me quiere por encima de todos mis deseos y anhelos. Y será siempre fiel a
su promesa. Eso no lo dudo. Dios me ama para
siempre, de forma predilecta. Eso me basta y consuela y eleva mi alma hasta el
cielo.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira Costales.
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