21 de marzo de 2021
Hermano:
«La luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla
a la luz, porque sus obras eran malas»
«Soy una verdad tan amplia que sólo Dios logra apreciar. Soy
más que ese relato sucinto contando mi historia. Mucho más que los hechos
objetivos que se me atribuyen»
España necesita cuadriplicar el ritmo de vacunas para
protegerse en verano.
Sólo Asturias ha logrado inmunizar al 5 % de sus ciudadanos.
Un año del comienzo del confinamiento.
Las normas para Semana Santa: El plan de obligado
cumplimiento en toda España fue aprobado ayer con la única reticencia de
Madrid. De momento, hay restricciones a la movilidad y a las reuniones con no
convivientes.
Me gustaría no perder nunca la paz en medio de mi vida.
Quisiera poder mantenerme ecuánime en todo momento ante cualquier conflicto y
adversidad que sufra. Anhelo tomar distancia de los problemas y aprender así a
contenerme tanto en momentos de euforia como de rabia. Me gustaría mostrarme
relajado y siempre en paz cuando todo el mundo a mi alrededor se ve turbado y
nervioso. Me gustaría ser pacífico y pacificar a todos los que están a mi lado.
Es casi como un sueño. Tantas veces no lo consigo. Y me siento como el
protagonista de la película Soul: «No entiendo, siempre que estoy cerca de
alcanzar mis sueños, algo se atraviesa». Súbitamente algo se atraviesa y no
logro tener la paz reflejada en los ojos. Esa paz que tanto admiro en los
héroes que veo. Con frecuencia siento que pierdo la paz y los nervios afloran
en mi alma. Veo que se tuercen las cosas y que mis sueños no se hacen realidad
y me inquieto, sufro, grito, lloro. Pierdo la paz y me amargo. Y cuando pierdo
la paz definitivamente no soy un pacificador sino todo lo contrario. En lugar
de dar paz, se la quito a los que me rodean. En lugar de sembrar paz, miro a mi
prójimo como a un enemigo en plena batalla. Miro los contratiempos como una
injusticia. Miro las derrotas como algo totalmente inmerecido. Me siento
turbado ante todo aquello que me pasa y pienso que el mundo desea mi mal. Me
gustaría tener paz y ser un pacificador en este tiempo extraño de Cuaresma que
vivo rodeado de esta pandemia. Ser capaz de mantener la calma cuando el mar a
mi alrededor está tan revuelto y convulso. Comenta Santa Teresita del Niño
Jesús: «Que las cosas de la tierra jamás puedan turbar mi alma, que nada turbe
mi paz. Jesús, sólo te pido la paz, y también el amor, amor infinito, sin otro
límite que tú. El amor que ya no sea yo sino tú, Jesús mío» . Los pacificadores
son aquellos que logran calmar el mar de aquellas personas a las que acompañan
y lo hacen desde el amor. Sin amor no reina la paz en mi interior y no logro
pacificar a otros. Sueño con esas personas que tienen paz. Veo que son la roca
de ese acantilado contra que chocan las olas. Quisiera ser yo descanso para
otros en horas de mucho esfuerzo. Ser la paz del alma cuando se encuentra
alterada. Quisiera ser el sol en medio de la tormenta y las nubes. Y ser un
bálsamo cuando las heridas son profundas. Me gustaría ser yo un pacificador en
medio del camino para el que más sufre, como lo fue Jesús. Pero me veo a menudo
lleno de rencores e iras. Lleno de quejas y malestar. Necesito sin duda que
Jesús venga a mí en esta Cuaresma y calme mi océano revuelto. Necesito
arrodillarme frente a la cruz como un niño dispuesto a dejar que su mano se
pose sobre mi cabeza. Estoy inquieto y quizá es por esta pandemia que ha vuelto
locos mis días llenándome de prohibiciones y barreras. Llenándome de miedos e
incertidumbres. Miro a Jesús y entonces algo dentro de mí se calma suavemente
con su fuerza. Logro reposar en Él todos mis miedos. Y es como si sintiera su
mano que se adentra en mi alma para calmarme muy dentro. Quiero tener paz para
poder dar paz. Quiero acabar con las guerras en las que alguien lucha contra mí
para hacerse fuerte dentro de mi ánimo e imponer rutinas y gestos que no son
míos ni de Cristo. Deseo tanto llegar a ser un pacificador como lo fue Jesús
que pasó haciendo el bien y sanando el alma de aquellos que caminaban a su
lado. Dejo sobre su altar todo aquello que me inquieta y me pone inseguro. Me
abrazo al pie de su cruz seguro de que en ese abrazo suyo dejará algo de Él
pegado a mi alma. Y entonces siento como un río que baja en mi interior y acaba
con tanta inmundicia que ha quedado pegada a la piel con el paso de las luchas
y conflictos. Quiero limpiar en esta Cuaresma ese pozo interior que llevo
cargado de preocupaciones y problemas. Me detengo callado ante Jesús al pie de
su cruz dispuesto a dejarme sostener en su mirada. ¿Cómo no voy a soñar con lo
imposible cuando Él me ha dicho que todo lo que sueñe puede llegar a ser
posible? ¿Cómo no voy a confiar en Aquel que abrazó a su Madre en el último
aliento de vida? Tengo escrito en la mano el nombre de ese Jesús que viene a
sostenerme siempre. Y en mi corazón indómito reina Él aunque yo tantas veces no
le deje ponerse la corona.
En ocasiones siento que quiero hacer algo importante con mi
vida. Algo así como dejar huella en este mundo. Un rastro, un recuerdo, un
vestigio de mi paso por esta tierra. Dejar algún bien que puedan recordar otros
al pensar en mí. Mis obras, mis palabras, mi fidelidad, mi grandeza. Hay mucho
de vanidad en ese deseo del alma tan común. Ese afán por cambiar la historia y
dejar una impronta única que muchos puedan recordar. Es como el rescoldo del
fuego después de haberse consumido todo. Es el eco de esa canción que nadie
olvida y nadie se cansa de cantarla de nuevo. Tengo miedo de pasar oculto por
esta vida, pasar al olvido, pasar desapercibido. Como si no hubiera vivido.
Como si no hubiera amado. ¿Es posible vivir sin dejar huella? Es imposible. Vivir
ya es dejar huella. Ya mis días quedarán grabados en la historia interminable
de mi vida, de la vida de los que vivieron conmigo, de los que me escucharon,
de aquellos a los que escuché. No es tan sencillo vivir sin dejar huella. Y
tampoco es tan fácil dejar la huella que deseo. Puedo cometer un error y ser
recordado por el error cometido. Puedo hacer algo mal y que todos hablen de lo
que hice mal. Puedo herir y mi herida queda. ¿Y el resto de mis días, de mis
buenas obras? Jesús les preguntaba a los fariseos: «¿Por cual de mis buenas
obras me condenáis?». No pensaban en sus buenas obras cuando lo condenaban. Se
fijaban en la blasfemia de querer ser Dios. Jesús era un problema porque
amenazaba con querer cambiar las cosas. Y esos cambios producían inseguridad en
los que no deseaban que nada cambiara. Jesús dejó huella imborrable en tantos
hombres. Sólo nos constan algunos, los que relatan los Evangelios, sólo tres
años de su vida. Pero sus obras fueron muchas. Cuando pensamos en la vida de
los santos sólo recordamos algunas cosas, lo que hicieron, pero no sabemos en
realidad lo que pasó dentro de su alma en ese encuentro profundo con Dios. No
conocemos sus debilidades más hondas. No hemos tocado sus heridas más
verdaderas. Han dejado una huella conocida y otra que desconocemos. Porque cada
vida deja huellas diferentes. Y depende del momento, del instante en que
suceda. Hoy voy dejando muchas huellas en muchos corazones. Nadie conocerá esa
huella mía. No importa. No se trata de que todo sea conocido. Creo que detrás
del deseo de dejar una huella visible hay mucha vanidad. Está claro que cada
uno quiere dejar huella, es lo más humano que existe. Quiero amar y al amar ya
dejo huella. El amor que he dado, el que he recibido, es una huella intensa.
Pero a veces quiero ser recordado más que otros, o hacer algo importante con mi
vida. ¿Qué es más significativo que el amor que entrego? Busco el
reconocimiento, la valoración del mundo, la admiración. Ahí está la vanidad. No
en querer dejar huella, porque eso es propio de mi carne. Sino en el hecho de
querer ser más recordado y admirado que otros. Ahí sí me topo con mi orgullo,
con mi amor propio que se niega a ser desconocido e ignorado. En todo caso es
buena siempre la pregunta: «¿Qué recordarán de mí cuando ya no esté?». Siempre
que pregunto a los familiares de una persona fallecida me conmueven sus
respuestas. Por lo general no recuerdan sus logros académicos, ni sus obras en
el campo de su trabajo. No mencionan su inteligencia o capacidad para resolver
problemas. Se fijan más en su humanidad, en su bondad, en su amor por la vida,
en su pasión por la familia. Son esos aspectos de su vida los que han dejado
huella profunda y al ser recordados afloran con fuerza. Al final lo que queda
de mi vida es lo que otros guardan de mí. Mis palabras, mis gestos, mis
abrazos, mis sonrisas. No guardan mis grandes discursos ni quizás mis obras
dignas de ser contadas. La huella del paso del hombre es más silenciosa.
Entonces me pregunto: ¿Qué huella quiero dejar en esta vida? No necesito
realizar una gran obra, tener un trabajo que pueda cambiar este mundo, escribir
una obra genial que todos recuerden, construir una obra que todos puedan ver.
Pienso en Jesús y en las pocas palabras que de Él guardo. Pienso en sus escasas
obras contadas por los evangelistas. Y veo la constante de su vida: su amor, su
verdad, su libertad, su pasión por la vida. Así será conmigo. Verán la
constante de mi vida. Y lo que de verdad me importa es cómo verá Dios mi vida.
No se quedará en mis errores y caídas concretas. Verá toda mi vida con
admiración y me dará todo su amor lleno de alegría. Así es su mirada sobre mi
vida. Es la huella que más me importa, esa huella que Dios ve oculta en los
pliegues de mi historia. Porque lo que no se cuenta, no por no ser contado no
existe. Soy la sonrisa al que sufre, que sólo él ve. La mirada compasiva, entre
miradas condenatorias. Soy el regalo oculto y misterioso que el mundo no
aprecia. El abrazo hondo que levanta al caído. Soy la resistencia en medio del
dolor, con alegría serena. Soy la mirada al que sufre y vive abandonado y solo
al borde del camino. Soy un nuevo comienzo después de la caída, sin condenar a
nadie, sin culpar a otros. Soy la palabra de ánimo dicha al oído. Y la
generosidad hecha renuncia que el mundo no aprecia. Soy muchas cosas que nadie
ve. Y otras tantas que sólo algunos guardan. Soy mucho más que el juicio o la
crítica sobre mi persona. Y mucho más todavía que la imagen sesgada que se han
formado desde lo que escribo, dibujo o canto. Soy una verdad tan amplia que
sólo Dios logra apreciar. Soy más que ese relato sucinto contando mi historia.
Mucho más que los hechos objetivos que se me atribuyen. Aún más que las
mentiras ciertas tratando de definirme. Esa es mi verdad, es mi historia y es
la huella que quedará grabada. En Dios, en la tierra y en el alma de algunos.
Con eso basta. Es lo que quiero hacer en esta vida, vivir en lo profundo.
Jesús viene al lugar en el que me encuentro en medio de la
pandemia, en medio del desierto. Viene a tocar mi alma, a salvar mi vida. Me
busca en la noche, incluso cuando yo no lo busco. Quiere que descubra su
rostro, y yo no reconozco ni el mío. No sé bien cómo soy. A veces me imagino
distinto a como me ven los demás. O me veo mejor, o más interesante. O me veo peor,
más impuro y pecador. No lo entiendo. Es como si no lograra verme en mi belleza
y me inventara otro rostro, otro aspecto, otra imagen. Y esa es la que cuelgo
de todas las redes tapando lo que temo ver. Intento confundir a otros, o me
confundo a mí mismo, no lo sé. Pero no quiero olvidar quién soy, de dónde
vengo, mi historia sagrada con sus sinsabores. Mirarme en mi verdad me sana por
dentro. Ocultarme detrás de otras imágenes distintas a mí lo único que hace es
retrasar el momento del encuentro con mi verdad, conmigo mismo. Soy mucho más
que lo que parece que soy. Hay mucha más vida en mi alma y mucha más belleza.
Tengo un miedo oculto a revelarle a Dios mi verdadero rostro. Como si pensara
que su juicio fuera condenatorio. Y es mentira. En medio de mi desierto en esta
Cuaresma Jesús viene a verme. Camina sobre las arenas, camina sobre las aguas
del mar. Camina sobre las estrellas del cielo y viene sigiloso sin que yo casi
perciba sus pasos. Me asusta su presencia. Porque no lo esperaba así, de repente.
Camina sobre el mar de mi vida sin que yo lo vea. Y le gusta quién soy. Su
rostro, apenas lo imaginaba así, pero me gusta. Me alegra esa mirada suya llena
de misericordia. Esa mirada compasiva que se adentra en lo más oculto de mí
mismo. Y entra una luz que me incomoda. No me acostumbro a verme bajo la luz de
Dios, bajo la luz de su mirada. Es como si prefiriera la noche, o el desierto
lleno de ruidos, o la vida ajetreada que a menudo se ha convertido en mi
escondite preferido para huir de mí mismo y no tener que enfrentar mis
contradicciones. Jesús viene a mí súbitamente para abrazarme en medio de la
soledad de estos días. Quiero aprender a estar solo para encontrarme con Él.
Tendrá algo que decirme, eso espero. Unas palabras de consuelo, una mirada de esperanza
sobre ese futuro que tanto temo. Él viene a abrirme la puerta del alma que yo
cierro con orgullo. Me cuesta tanto revelar quién soy. Me resulta tan difícil
hablar de ese niño que vive en mi alma. Siento que su debilidad no despertará
la compasión sino el desprecio. Es lo que creo. Jesús no podrá mirar con
admiración a alguien tan pequeño. Me siento tan débil en medio de la noche.
Espero que Jesús venga a mí en este tiempo. Quiero que Él me descubra en mi
pobreza y me agradezca por no haberme ido lejos, por no haber huido. Miro su
rostro y en él veo el mío. Es el rostro que yo siempre he amado. Un rostro
alegre, afable, misericordioso. No espera nada de mí. Como una madre conmovida
ante su hijo que sonríe o llora en sus brazos, feliz e impotente. Y así me mira
Jesús. Y sabe que sin Él yo no puedo hacer nada aunque me empeñe en intentarlo
cada mañana. Creo que la Cuaresma es navegar en el mar de su amor, o caminar
por las arenas de su playa o de su desierto. Creo que es un tiempo para dejarme
encontrar por Él, aunque yo viva buscándolo. Es el tiempo para indagar en ese
rostro esquivo que siempre he querido retener en mis ojos. Que me salve de
todos los miedos que me confunden. Que me rescate de todos mis egoísmos que me
han vuelto esclavo. Su amor me desborda y sus caminos se adaptan mejor a mis
sueños, aunque no siempre lo vea claro. Necesito reconocer mi pequeñez para
caminar y no taparla. «Si contemplamos
al hombre de hoy lo vemos más indefenso que nunca. Ya no posee la fuerza
necesaria para llevar todo a cabo. Cuanto mayor sea la apariencia de
autosuficiencia de la gente, tanto mayor es la necesidad interior que tienen de
encontrar un apoyo en alguien» . Me siento indefenso, débil, y veo que Jesús
viene a mí. No quiero mostrarme autosuficiente. Necesito ayuda, un abrazo,
socorro en medio de mi soledad. Jesús aguarda paciente y sabe que lo necesito.
Respeta mi momento. Sabe que mi alma puede cobijarle a Él, si me dejo tocar por
su brazo firme. Y yo tiemblo queriendo retenerlo, para no quedarme solo. Lo
necesito en esta Cuaresma, en esta pandemia que acaba con mi paciencia y
aumenta mis miedos. No me va a dejar solo nunca, lo sé, pero dudo y tengo
miedo. Y su rostro resplandece en estos días. Me muestra que nunca más voy a
perderme. Y mi soledad va a estar poblada de su amor inmenso. Recobro la paz.
Tengo miedo de olvidarme de las promesas de Dios. Me asusta
ser infiel y pensar que estoy haciendo lo que Dios me pide, sin hacerlo. Hoy
escucho: «En aquellos días, todos los jefes de los sacerdotes y el pueblo
multiplicaron sus infidelidades, según las costumbres abominables de los
gentiles, y mancharon la casa del Señor, que él se había construido en
Jerusalén. El Señor, Dios de sus padres, les envió desde el principio avisos
por medio de sus mensajeros, porque tenía compasión de su pueblo y de su
morada. Pero ellos se burlaron de los mensajeros de Dios, despreciaron sus
palabras y se mofaron de sus profetas». No me quiero reír de los signos que
Dios me manda en medio de mi vida. Quizás me falta luz para ver lo que Dios me
pide y entender lo que quiere de mí. Quiere que me salve, que deje todo aquello
que me hace infeliz, que rompa mi rutina para dejarle entrar. Por la grieta de
mi herida se introduce su luz, su gracia, la fuerza de su Espíritu. Pero yo me
resisto a vivir roto. Me rebelo contra ese Dios que me quiere perfecto, eso es
lo que creo. En ocasiones he escuchado: «Como es su Dios, así es el hombre». Y
hay mucha verdad en esta afirmación. La imagen de Dios que llevo grabada en mi
pecho me configura. Me hago a imagen y semejanza de ese Dios en el que creo.
Por eso es tan importante buscar el rostro verdadero de Dios. Sé que un Dios
exigente y juez me hace sentir incómodo en su presencia. No puedo estar ante
quien es perfecto y distante. Una especie de Dios inalcanzable que se llena de
ira al ver mi pobreza. No creo en ese Dios tan ajeno a mi debilidad. Pero hoy
escucho de las infidelidades de aquellos que seguían a Dios. Lo conocían y lo
amaban, pero se alejaron de Él. ¿Cuándo tiene lugar la infidelidad? Cuando dejo
de mirar a Jesús. Cuando dejo de escuchar su voz y querer comprender sus
señales. Relata el texto cómo Dios envió señales para salvar al pueblo. Pero no
resultó. Hubo mensajeros que fueron rechazados. Así sucede conmigo. Quiero ser
fiel a Dios, a su promesa, a mi promesa. Pero me olvido de encontrarlo en lo
cotidiano, en la vida diaria, en lo que me sucede. No escucho su voz. De
acuerdo con la imagen de Dios que tengo actúo con los demás. Los amo de la
misma forma como pretendo amar a Dios. Un Dios que no perdona mis fallos va
haciendo que mi corazón sea igual con mi prójimo. Un Dios que no confía en mí
me enseña a ser desconfiado. Un Dios celoso que mira con recelo mi vida hace
que yo mire así la vida de aquellos a los que más amo. Un Dios que no perdona
la infidelidad me lleva a guardar rencor eterno por todas las heridas sufridas.
No acepto que me hieran, no lo perdono. La infidelidad de los demás no puede
ser perdonada nunca. Entonces mi corazón se vuelve duro, como el de ese Dios en
el que he acabado creyendo. ¿Cómo es el Dios en el que creo? Me gusta pensar en
las palabras que hoy escucho. No quiero olvidarme del amor de Dios en mi vida:
«Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti. Que se me
paralice la mano derecha, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis
alegrías». Quiero ser fiel al amor de Dios en mi vida. No me olvido de la
fidelidad de Dios que es la que realmente cuenta. Su amor es el que cuenta, el
que vale. Y además Él perdona siempre todos mis pecados, mis infidelidades, es
el Dios en el que creo. Así lo describe S. Pablo: «Dios, rico en misericordia,
por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos
ha hecho vivir con Cristo, nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado
en el cielo con él. Y no se debe a vosotros, sino que es un don de Dios; y
tampoco se debe a las obras, para que nadie pueda presumir. Pues somos obra
suya. Nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas
obras, que él nos asignó para que las practicásemos». Así es mi Dios. Un Dios
lleno de misericordia que se compadece de mí y me levanta, me salva. Un Dios
que me perdona, porque sabe que soy débil y necesito su perdón. Un Dios que me
mira conmovido y entiende que mi infidelidad de ahora no es mi última palabra.
Puedo volver a empezar, puedo volver a creer en Él, puedo cambiar la imagen que
tengo de mi Dios. No estoy condenado a ser infiel eternamente. Su amor es más
grande que mi infidelidad. Su perdón más grande que mi pecado. No son mis obras
las que me salvan, ni mis gestos grandes de amor hacia mi prójimo. No son mis
manos las que se aferran al cielo. Es su misericordia, su mirada compasiva. Ese
Dios es el que me llena de esperanza en este tiempo de Cuaresma. Ha salido al
desierto siguiendo mis pasos para salvarme y hacerme ver su mano salvadora
sobre mi vida. Así es mi Dios.
En el desierto Moisés elevó una serpiente para dar la vida.
Y ahora el Hijo del hombre tendrá que ser elevado en lo alto de una cruz para
salvar al hombre: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así
tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga
vida eterna». La serpiente causa la muerte en el desierto a los que son picados
por ella. Y mueren, salvo que miren a la serpiente elevada en lo alto. Es
curioso. Basta con mirar la causa de mi propia muerte. Basta con mirar a Jesús
muerto para que reviva desde mi propia muerte. Basta con contemplar el final de
todo para que vuelva a surgir la vida desde el vacío de mi propio pecado y
abandono. No lo logro entender, pero sucede. Jesús vino a traer la luz y yo no
veo: «La luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz,
porque sus obras eran malas». Quizás, puede ser, que prefiera mi pecado, mi
oscuridad, mis obras malas. Ya no lo sé. Quisiera vivir en la luz y que su cruz
iluminara mi camino, pero me asusta que me descubran: «Todo el que obra
perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por
sus obras». ¿Cuál es mi mayor pecado? Me da miedo la oscuridad en la que vivo.
Y el miedo a que la luz me muestre en mi fragilidad ante los hombres. Me
asustan la soledad y el abandono. Que el mundo deteste lo que no ama y juzgue
sin misericordia mi comportamiento y mi debilidad. Entonces la oscuridad es más
benévola que la luz, lo reconozco. Quiero vivir en la verdad, eso me lleva a la
luz: «El que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus
obras están hechas según Dios». Quiero vivir en la verdad, en el amor. ¿Quién
puede saber lo que mueve mi corazón? Sólo Dios sabe cómo soy en mi interior.
Los hombres ven sólo mi rostro, mi oscuridad o mi luz, pero no me ven por
dentro, no logran navegar en mi alma, no descubren quién soy en lo más
profundo. Yo me quedo desnudo delante de Dios. A menudo siento que vivo
queriendo mostrar una imagen. Reflejar un ideal que sueño con alcanzar. Me
disfrazo de sabio, de santo, de hombre grande, de persona audaz. Pretendo
tenerlo todo claro y oculto con pasión mi pecado, mi debilidad, mi herida. Es
la habilidad a la que recurro muy a menudo. Sé que soy así, débil. Sé que no
puedo vivir lejos de la luz, lejos de la cruz que se eleva para darme vida.
Como el sol que nace en el horizonte al amanecer. Me gustaría tenerlo todo más
claro, que todo estuviera más seguro. Pero no sé cómo me siento tan débil. No
logro entender el sentido de lo que pasa. Nicodemo tampoco entendía las
palabras de Jesús, pero lo buscaba en la oscuridad de la noche porque quería
conocer la verdad, quería ver la luz. En ocasiones prefiero las mentiras dulces
al paladar antes que las verdades amargas. Me consuelo con mentiras agradables
que no logran calmar mi sed, dejando de lado esas verdades que pueden
desgarrarme el corazón. Alzar la mirada hacia el crucificado me lleva a mirar
mi vida en su miseria, en su dolor. No quiero ocultar de mi vista lo que me
desagrada. No quiero eludir las dificultades, las rocas que parecen bloquear
mis pasos. No lo quiero. Comenta David McCullough J.: «No subas a la montaña
para que el mundo te vea, sino que tu puedas ver el mundo». No me acerco a la luz para que los hombres me
vean, sino para poder yo ver mejor lo que me rodea y saber lo que tengo que
elegir. Sólo Dios es mi verdad, el que le da sentido a lo que vivo. Al final lo
que me salva no es lo que los demás ven en mí, sino lo que yo veo con la luz de
Dios. «Ésa es la verdadera santidad: estar abierto a Dios y a lo divino. Hoy se
tiene un concepto totalmente diferente de grandeza y de riqueza. Se extiende la
mano hacia la genialidad de la ciencia, la genialidad del arte, la genialidad
de la técnica y de la industria. Seguro, también el santo puede ser un genio de
ese tipo. Pero esa genialidad no lo hace santo. ¿Qué lo hace santo? ¿Qué lo
hace rico? La apertura a Dios, (la capacidad) de ver a Dios a través de todas
las cosas y de permanecer constantemente en contacto y en unión con Dios» .
Estar en contacto continuo con la luz es lo que me salva. Dejar que su luz
penetre en la cueva de mi noche y deshaga con su fuerza todos mis miedos. No
quiero vivir amargado en medio de mi noche. Quiero su luz. Sólo así brillará mi
santidad. será una luz desde mi propio madero. Así lo fue Jesús crucificado y
elevado en lo alto. No daba luz la muerte, sino su vida oculta en la muerte. No
salvaba estando muerto, sino habiendo abierto con su entrega la puerta de la
vida.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira Costales.
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