28 de marzo de 2021
Hermano:
«Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda
infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde,
y el que se aborrece a sí mismo se guardará»
«Dios me ama con locura en mi indigencia. Y sabe que no
tengo nada que demostrarle. Todos mis sacrificios se reducen a amarlo a Él
desde mi realidad, desde mi vida como es»
Los últimos datos registran que un 11% de los asturianos ya
han recibido una de las dos dosis de la vacuna y el 7% de la población ya se
encuentra inmunizada.
Barbón pide «un último esfuerzo» para contener la tercera
ola de covid en Asturias e Insiste en la necesidad de ganar tiempo para avanzar
en la campaña de vacunación antes de que finalice el estado de alarma el
próximo 9 de mayo.
Asturias registra el mejor dato de contagios por coronavirus
desde finales de diciembre.
Cuando dejo de desear en lo más profundo de mi corazón,
¿llega la muerte? Quizás sí, o puede ser que sólo llegue el sinsentido. El
vagar por el mundo sin desear nada más, sin soñar, sin esperar un tiempo mejor.
Sólo sobrevivir una hora más, un día más en medio de hondas tristezas. Los
deseos nacen y mueren. Algunos desaparecen al ser satisfechos y dejan un vacío
en el alma. Un deseo que muere deja una alegría pasajera, efímera. Se colma lo
que deseo, se alcanza lo que busco. ¿Y después? Surgen nuevos deseos en una
espiral que no acaba nunca. O puede que se rompa esa búsqueda y deje de desear.
Hay deseos que tengo grabados en lo más hondo. Los he vivido con fuerza, unos
más, otros menos. Hay un deseo de infinito que llevo muy grabado en mi
interior. Es un deseo que permanecerá insatisfecho, hasta el cielo. Y luego hay
deseos que me despierta el mundo y se me han pegado al alma. En mi interior hay
un deseo de ser reconocido, admirado, seguido por muchos. Tiene que ver con ese
deseo de ser poderoso y lograr todo lo que me propongo. El deseo de ser
admirado, el de ser el que más talentos tiene. Son deseos que desaparecen con
los desengaños y con el vacío que deja la frustración de no ser tan poderoso
como quisiera. E incluso si lo consigo tampoco se llena el alma, permanece una
sed honda que duele. Tengo otro deseo, el de ser buscado, amado, necesitado. Me
buscan, me requieren y soy feliz. Ese deseo también puede morir dejándome
insatisfecho. Los desengaños y las heridas que deja la vida frustran ese deseo.
Brota el deseo de pertenecer a un lugar, a una familia, el deseo de tener
hermanos y echar raíces. Es un deseo puro y muy humano. Pero también puede
morir cuando sufro experiencias negativas de abandono y rechazo, y me siento
solo. Nace en mi corazón el deseo de ser correspondido cuando amo y ver
realizados todos mis sueños. Los fracasos y abandonos, el rechazo y la no
aceptación, me desaniman. Hay deseos más hondos que se resisten a morir. Es el
deseo de ser querido en mi esencia, por lo que soy, no por lo que he hecho o
conquistado. Es el deseo de recibir un amor incondicional, haga lo que haga.
Este deseo hondo permanece vivo más tiempo, pero también puede morir cuando
experimento que sólo me quieren si soy de una determinada manera. Los deseos
frustrados dejan tristeza y amargura en el alma. Puedo llegar entonces a vivir
sin desear. Y ya sólo sobrevivo, sin desear nada más en mi vida. Sin soñar
imposibles, sin desear las altas cumbres. O me puedo conformar con deseos
desordenados que no me hacen bien, deseos «que están mal ordenados, como diría
san Bernardo» . Deseos que me sacian por tiempos cortos y a la larga me quitan
las ganas de vivir con un sentido. En la película Soul hay una reflexión que me
pareció interesante: «Llevo aquí muchísimo tiempo y nunca he visto nada que me
haga querer vivir. Luego tú apareciste. Tu vida es triste y patética. Aún así
te esfuerzas tanto por volver a ella. ¿Por qué? Tengo que ver eso. ¿Me
comprendes?». Un motivo para querer vivir. Una razón para querer seguir soñando
y deseando. El deseo del protagonista parecía frustrarse siempre. Pero él
quiere vivir, quiere desear, quiere amar. En realidad el deseo de amar y ser
amado no desaparece nunca. Por más que experimente decepciones vuelve a
resurgir de sus cenizas. Es el deseo hondo de que mi vida merezca la pena,
valga y tenga un sentido. El amor le da dirección y fuerza a todo lo que
intento y me propongo. Amar a alguien con toda mi alma, con mi pensamiento, con
mis palabras, con mis obras. Y tocar el amor, aunque sea un amor imperfecto.
Alguien que me quiere con sus límites y aceptando mis propios límites. Es el
deseo de pertenencia, de tener una razón para amanecer cada mañana. Ese deseo no
puede morir nunca. Porque si muere significa que estoy muriendo por dentro. Ese
deseo último es el de dar la vida por algo, por alguien. Un motivo por el que
merezca la pena renunciar hasta el extremo. Me gusta mirar así mi vida. Pienso
en todos los deseos que anidan en mi interior. Y me pregunto en qué deseo se
arraiga mi propio corazón. Decía N. Lash: «Ninguno de nosotros es tan
transparente para sí mismo como para saber realmente dónde tiene puesto el
corazón» . No me desanimo por no saberlo. Pero busco detrás de deseos
insatisfechos dónde sigue buscando mi alma. Dejo a un lado los deseos ya
cumplidos que no me dejaron alegrías permanentes. Y vuelvo a enamorarme de esos
deseos hondos que me llevan al corazón de Jesús y a vivir una vida más plena.
No dejo de soñar, de desear, de anhelar, lo que aún no poseo. Mi sed de
infinito no se sacia. Se hace más honda y sigue buscando en lo más profundo
fuentes de agua viva que colmen mi mar.
A menudo me planteo esta vida como un campo de batalla en el
que vivo en continuos esfuerzos por llegar a una meta. Me sacrificio, renuncio,
elijo y dejo a un lado lo que tal vez deseo. Todo en aras de un fin, de una
meta que quiero alcanzar. Y hoy escucho: «Los sacrificios no te satisfacen, si
te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu
quebrantado, un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias». Un
corazón quebrantado, roto, entregado, humillado es lo que quiere Dios. El
sacrificio que me pide es mi entrega silenciosa y humilde desde mi pobreza.
Entonces entiendo cuál es el sacrificio que vale la pena. No quiero ese
sacrifico por el que me vuelvo orgulloso. No es esa renuncia que me hace
creerme especial y exitoso. Dios quiere otro sacrificio. Cuando sacrifico mi
vida por amor y me humillo por amor. En la carrera de la vida aspiro a tocar el
cielo y renuncio, para ser más libre. Y me lleno de luz para llegar más lejos.
El esfuerzo forma parte de mi entrega, porque recorro la carrera que se abre
ante mis ojos y me lleva a Dios. No tengo miedo. Él hará posible lo que a mí me
parece imposible. Quiero vivir con calma mis pasos. Con alegría la pertenencia
a ese Dios que camina conmigo. «Amor y desprendimiento, o bien, amor y
sacrificio, sobre todo en el estado afectado por el pecado original, van
inseparablemente unidos en todas las etapas de la vida». El amor y el
sacrificio van de la mano, no se pueden separar. Amar me lleva a desprenderme
de lo que me ata y me impide amar. Me lleva a sacrificar mis egoísmos y deseos
enfermos que atenazan el corazón. Mi amor se vuelve un amor sano cuando crece
desde la renuncia. Un corazón quebrantado y roto que ha renunciado a la
perfección humana. No pretendo hacerlo todo solo. Mi corazón se ha reconocido
pequeño y ha sacrificado su orgullo y amor propio. Es lo que más quiero en esta
vida. Mi renuncia más grande es aceptarme pequeño. Reconocer que con mi
esfuerzo no puedo llegar a la meta, porque es imposible. No dejo de esforzarme,
de caminar, de correr, de luchar. Pero en última instancia me dejo llevar por
Dios cuando caigo y toco mi debilidad. No logro ser perfecto, no consigo vencer
todas las tentaciones. En este tiempo de Cuaresma he abrazado mi fragilidad. Un
corazón quebrantado y humillado, no lo desprecia Dios, no lo rechaza. Ante mi
impotencia reconocida y asumida como parte de mi camino Dios se muestra
impotente. No se rebela contra mi corazón humillado. A Dios lo que le molesta
es el orgullo y la vanidad. Ama mi pobreza y acepta mi precariedad. Sabe que
soy frágil, débil e inconstante. Y ante mi corazón herido no deja de buscarme.
En esta Cuaresma me muestro pequeño ante Dios. Comenta Santa Teresita del Niño
Jesús: «No tengo otro medio de probarte mi amor que arrojarte flores, es decir,
no dejar escapar ningún pequeño sacrificio, ninguna mirada, ninguna palabra,
aprovechar todas las pequeñas cosas y hacerlas por amor». No busco el
sacrificio para demostrarle a Dios cuánto le amo. Pero la vida misma me da
muchas oportunidades de renuncia, de entrega. Me lleva a callar para no herir,
a aguardar sin ser impaciente, a hablar con ternura para no manifestar mi
rabia. Dios me pide que le entregue todo lo que vivo, lo que sufro, lo que me
cuesta. No necesito buscar nada especial. Sólo callar y aceptar la vida como
es. Y aprender a guardar silencio para que brote del corazón la voz de Dios.
Renuncio al ruido que me saca de mi centro, de mi alma, de mi mundo interior.
Leía el otro día sobre ese ruido que me hace daño: «Este ruido suele tener de
manera inconsciente una función que no nos atrevemos a confesar: enmascarar y
ahogar ese otro ruido que invade nuestra interioridad. Dedicamos esfuerzos sin
tregua a ahogar los silencios de Dios» . Mi sacrificio es para que haya en mi
interior más paz, más calma, más luz, más presencia de Dios sin ruidos ni
interferencias. Rechazo esos ruidos que me alejan de Dios y me enferman. Esos
ruidos que me hacen vivir en la superficie. Cavo en mi alma buscando la cueva
silenciosa en la que habita Dios, allí donde me ama en silencio. Me esfuerzo
por vivir en un silencio profundo en el que escucho su voz. No quiero vivir en
la superficie de la vida. Me adentro allí donde no tengo nada que demostrarle a
Dios. Nada que pueda acreditar mi valor. Allí, yo solo, quebrantado y
humillado, recibo un amor misericordioso de mi Padre. Me ama con locura en mi
indigencia. Y sabe que no tengo nada que demostrarle. Todos mis sacrificios se
reducen a amarlo a Él desde mi realidad, desde mi vida como es, desde las
humillaciones que sufro cada día, desde mis derrotas y fracasos. En el
sacrificio de mi orgullo se encuentra mi camino de santidad. Y entonces tengo
paz. Él no se aleja de mí y yo puedo habitar en Él para siempre.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira Costales.
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