miércoles, 10 de marzo de 2021

CARTAS DE ESPERANZA 10 DE MARZO DE 2021

 



10 de marzo de 2021

 

Hermano:

 

«Estad alegres siempre en el Señor   Os lo repito, estad alegres»    

España acelera el ritmo de vacunación, 245.485 dosis en 24 horas.

Las inyecciones con la fórmula de AstraZeneca ya triplican a las de Moderna. 

1.           Opto por la alegría y dejo a un lado mi tristeza

 

El tiempo de cuaresma es un tiempo para mirar hacia delante con una mirada optimista y alegre. En medio de esta pandemia tengo miedo de quedarme atrapado en la desesperanza, como dentro de un cuadro de colores grises y negros que apagan la luz. Me da miedo perder la alegría y dejar de ser positivo. Es la tentación pesimista de este tiempo que muerde con dientes de hierro. La vacuna no me promete la liberación total. Y el miedo a enfermarme o enfermar a otros más vulnerables sigue estando latente en el alma. Y veo tantos planes que ya no puedo realizar. Me asusta dejar de sonreír tal vez cuando más lo necesito. Creo que la cuaresma es un tiempo para descansar confiados en Dios en el silencio del alma. Es este un tiempo de luz y no de sombras. Un tiempo de esperanza y no de nostalgia. Un tiempo de optimismo y no de pesimismo. Un tiempo sagrado en el que puedo ahondar en el corazón y evadir los miedos que ahora me asedian. Un tiempo de silencios y de cantos alegres que me hablan de un tiempo mejor que ha de venir. Un tiempo de brotes verdes y no tanto de cenizas, aunque sea con la ceniza con la que comienzo este camino. Y es que este miércoles de ceniza me recuerda quién soy, de dónde vengo y a dónde voy. Soy de barro, soy carne, soy sólo tierra. La ceniza me recuerda que no soy nada, soy sólo un hombre creado por Dios. En mi humanidad noto la indefensión ante los vientos extraños que me amenazan. Y toco la dicha de saber que mi vida es para siempre, no es por un tiempo. Acepto una realidad irrefutable: no puedo hacer las cosas pensando sólo en mi poder, porque mis fuerzas son pocas, finitas y son caducas. Por eso mi alegría no está fundada en una felicidad de súper héroe aquí en estos días que pasan. No es el sol con su fuerza el que ilumina mis días, sólo Dios lo hace. Dice el profeta Habacuc 3:17-18: «Aunque la higuera no florezca, ni haya frutos en las vides; aunque falle la cosecha del olivo, y los campos no produzcan alimentos; aunque en el aprisco no haya ovejas, ni ganado alguno en los establos; aun así, yo me regocijaré en el Señor, ¡me alegraré en Dios, mi libertador!». Ahora corro el riesgo de sentir que la vida se me escapa de las manos por las heridas de mis errores y caídas. Es tan fuerte el miedo y son tantos los peligros que acechan que todo parece indicarme que no hay salida. La higuera no florece, la vid no da frutos, el olivo no trae la aceituna y los campos permanecen estériles. ¡Cuántas empresas han quebrado en este tiempo de pandemia! El virus ha arrasado tantos proyectos humanos. Estaba todo pensado de una forma y ya no es posible. Han cambiado las categorías para medir la vida y también los plazos. Parece como que ya no puedo controlar el futuro de mis días que pasan en medio de la enfermedad que amenaza todas las seguridades sobre las que sostenía mi futuro. Y yo, como el profeta, me alegro incluso en medio de los infortunios que amenazan con quitarme el futuro y la vida. Dios me libera, me salva, me rescata. Es la cuaresma entonces una invitación a vivir con Él, en su presencia. Viene a salvarme. Pasa por mi vida para que no muera de hambre. Para que no pierda la alegría al sentir que mis días no están en mi mano. Todo está contado por Dios. Mis pasos y mis horas. Es dueño de mis sueños y de su realización. No sé por qué tengo tanto miedo a perder los proyectos humanos que guardo en el alma. Como si me fuera la vida en ello. Como si quisiera escribir mi nombre en alguna página de la historia de la humanidad. Si al fin y al cabo mi vida son dos días que pasan. No quiero vivirlos con amargura y en tensión. Pensando que sólo así podré hacer lo que Dios me pide. Quiero confiar más en su poder y menos en las fuerzas que me levantan cada mañana. Quizás las cenizas me recuerdan que no puedo confiar tanto en mí. Sólo en Dios pongo mis fuerzas y dejo que su poder se imponga como un fuego. El resto son cenizas, sombras que pasan y el polvo que queda con el paso de mis pies por el camino. Espero que Dios sea el centro, el sol que me guíe en este tiempo. Así es en esta cuaresma. 

Siento que la falta de un corazón alegre es la fuente de mi pecado. La carencia de gozo en mi alma me lleva al mal. La tristeza es cuna de muchos males. Y una vez que caigo, tentado por el desánimo, el pecado me conduce a vivir la falta de gozo. Es como un círculo vicioso del que sólo me saca el perdón, la misericordia, la mano de Dios que me levanta por encima de mis tentaciones salvándome de seguir cayendo. Como rescatado de en medio de las llamas, para que no acabe siendo ceniza. Porque la ceniza que recibo me recuerda lo que seré y me habla de mi debilidad. El Papa Francisco me lo recuerda: «La historia de la salvación se cumple creyendo contra toda esperanza a través de nuestras debilidades. Muchas veces pensamos que Dios se basa sólo en la parte buena y vencedora de nosotros, cuando en realidad la mayoría de sus designios se realizan a través y a pesar de nuestra debilidad. Esto es lo que hace que san Pablo diga: «Para que no me engría tengo una espina clavada en el cuerpo, un emisario de Satanás que me golpea para que no me engría. Tres veces le he pedido al Señor que la aparte de mí, y él me ha dicho: - ¡Te basta mi gracia!, porque mi poder se manifiesta plenamente en la debilidad (2 Co 12,7-9). Si esta es la perspectiva de la economía de la salvación, debemos aprender a aceptar nuestra debilidad con intensa ternura» . En mi debilidad se manifiesta su fuerza. Dios se sirve de mi pobreza, de mis puntos débiles, de mi vulnerabilidad, para hacer visible su presencia. Y entonces ya no quiere que mi vida sea ceniza. Quiere que sea fuego que no se apague nunca. Por eso me invita a superar la tentación de la tristeza y el desánimo. Y ese sentimiento de autocondena que me lleva a creer que no valgo nada surge cuando creo que nadie me acepta y valora como soy. Tengo claro que la vida del cristiano se juega en esa lucha constante por lograr la alegría verdadera en medio de las tristezas pasajeras. Dice Jesús en Juan 15,11: «Os he dicho esto para que os alegréis conmigo y vuestra alegría sea completa». Todo lo que me ha dicho Jesús es para que esté alegre todo el día, toda mi vida, en plenitud, siempre. Quiere que me alegre en su corazón al recibir su abrazo lleno de misericordia. La verdad es que no me ha dicho Dios que vaya a estar alegre sólo cuando todo me resulte bien. Las circunstancias no van a ser la causa de mi vida feliz. Es eso lo que me dice. Pero luego experimento mi debilidad y vivo lo contrario. Dependiendo del éxito de mis sueños soy feliz. Si logro lo que deseo soy feliz. Si puedo hacer todo lo que quiero en esta vida soy feliz. Y si no es así, me amargo y me lleno de oscuridades y de miedos, y me invade una tristeza honda. Creo que las circunstancias adversas pueden llegar a ser la fuente de mi alegría cuando sé vivirlas colocando mi corazón en el de Dios. S. Pablo dice en 2 Corintios 12:10: «Por eso me regocijo en mis debilidades, insultos, privaciones, persecuciones y dificultades que sufro por Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte». En mi debilidad, en mis dificultades estoy llamado a vivir en el gozo, en la alegría. Me parece imposible pero no lo es. Vivir con paz en la enfermedad, en la carencia, en el fracaso. Sé que Dios puede hacerme sonreír en medio de las tristezas de este mundo. Él puede hacerlo. En medio de la oscuridad que rodea este tiempo, Él me mira conmovido, se compadece y me abraza. Y entonces ya no sonrío porque esté vacunado y a salvo. O porque los míos están sanos. Ya no sonrío porque esté saliendo adelante en mis negocios y todo funcione bien. La causa de mi alegría no está en todo lo pasajero que a menudo me turba. Quiero poner mi confianza en Dios, sólo en Él. El profeta Nehemías 8, 10 me lo recuerda: «No estéis tristes, porque la alegría del Señor es nuestro refugio». El gozo de Dios es mi propio gozo. Sé muy bien que mi Dios no es un Dios triste o un Dios que siempre esté enojado conmigo, como midiendo todos los pasos que doy. Es más bien un Dios alegre que fácilmente se llena de gozo al mirarme. Parece increíble que sea así, pero lo es. Su alegría es causa de mi propia alegría. Se alegra de mi pequeñez. Se alegra al verme desvalido porque puede acercarse a mí y tomarme en sus brazos. Mi impotencia despierta su amor misericordioso.

No es tan sencillo verlo así porque me fijo en lo que está mal y pierdo la alegría. Tengo claro que sólo Dios puede hacerlo posible en mi vida. Ha de ser un milagro, una obra de su amor en mí. Sé que no son mis obras las que me han de causar alegría como me dice Jesús en Lucas 10,20: «Pero no os alegréis de que los espíritus os obedezcan, sino de que vuestros nombres ya estén escritos en el cielo». No quiero vivir alegre pensando en mis éxitos. Sé que todo es pasajero. La vida no es nada más que un soplo que pasa. Y todos los sueños que tengo están condenados a morir antes de llegar a la orilla. Así de sencillo, así de fácil. Al final el gozo de Dios se impone sobre todos mis males. La alegría siempre vence. Jesús trae esa alegría a mi vida y la hace permanente en mi historia. Dice el Ángel en Lucas 2, 10: «No tengáis miedo, porque os traigo una buena noticia que será motivo de gran alegría para todos». Quisiera no tener miedo a la vida presente y lograr que todas mis ansiedades y angustias al pensar en el futuro desaparecieran como por arte de magia. El Papa Francisco comenta en sus pensamientos sobre S. José: «José nos enseña que tener fe en Dios incluye además creer que Él puede actuar incluso a través de nuestros miedos, de nuestras fragilidades, de nuestra debilidad. Y nos enseña que, en medio de las tormentas de la vida, no debemos tener miedo de ceder a Dios el timón de nuestra barca. A veces, nosotros quisiéramos tener todo bajo control, pero Él tiene siempre una mirada más amplia» . Pero no es tan sencillo liberarse de esa tristeza que a veces nubla mi ánimo y provoca el desánimo. La alegría es ese don de Dios que le pido cada mañana al levantarme. Es el consuelo en medio de los agobios de la vida y de los dolores. En esta pandemia su gozo es la razón para seguir luchando y confiando en su poder. Él puede salvarme cada día porque siempre vence en mí. Y logra hacer realidad todo lo que he soñado. Me gusta entregarle al Señor lo que Él mismo me ha dado desde la cuna. Todo es don y yo se lo devuelvo agradecido. Pongo sobre el altar los días y los sueños. El alma abierta al infinito que se siente tan frágil y desvalida. El problema no es buscar la alegría todos los días de mi vida. Justamente eso es lo que Dios espera de mí, que nunca me canse de buscar la felicidad en la tierra. El problema es que busco la alegría verdadera en alegrías pasajeras que apenas me dejan insatisfecho cuando pasan, porque no logran calmar de verdad los miedos del alma.

1. ¿Qué hago para vivir con alegría este tiempo de pandemia? ¿Cómo mantengo la alegría en la familia sin caer en la queja o el desánimo?

2.           Opto por salir de mí y ser magnánimo

La cuaresma es un tiempo para mirar cómo está el pozo de mi alma del que bebo. Para ver si el agua que tengo está limpia o sucia. Contemplo en silencio el agua que entrego, el agua que calma mi sed. La cuaresma es al mismo tiempo una oportunidad para mirar fuera de mí, en mi entorno. Es un tiempo para ver a aquellos que más necesitan mi agua, los más sedientos, los más vulnerables, los más heridos, los más enfermos. Es un tiempo para vaciarme un poco de aquellas cosas superfluas que llenan mi vida, mi tiempo, mi alma, para estar más libre. Dejo de lado mis pequeñas esclavitudes diarias. Necesito purificar mis días y la mirada sobre las cosas que de verdad me importan. Es un tiempo para crecer de verdad, desde dentro. Es una invitación a dar más de lo que doy habitualmente. No quiero ser tan egoísta y tacaño. Es una invitación a no conformarme con los mínimos. Dios me invita a vivir la magnanimidad, a tener un alma grande. Es una nueva oportunidad que me da Dios para hacer de mi vida una obra de arte. Y dejar de lado las quejas y las excusas que pongo a menudo para no amar al prójimo, para no ponerme en camino saliendo de mi comodidad. Comenta el Papa Francisco sobre S. José: «Muchas veces ocurren hechos en nuestra vida cuyo significado no entendemos. Nuestra primera reacción es a menudo de decepción y rebelión. José deja de lado sus razonamientos para dar paso a lo que acontece y, por más misterioso que le parezca, lo acoge, asume la responsabilidad y se reconcilia con su propia historia. Si no nos reconciliamos con nuestra historia, ni siquiera podremos dar el paso siguiente, porque siempre seremos prisioneros de nuestras expectativas y de las consiguientes decepciones» . No quiero vivir sujeto a esas expectativas que no vieron la luz. Frustrado al contemplar el presente. Quiero aprender de José que vivió su vida confiando en Dios y aceptando la realidad en su verdad tal y como era. Sin excusas y sin miedos. Es la Cuaresma entonces un tiempo para sincerarme conmigo mismo y saber que puedo ser más de lo que soy y dar más de lo que tengo. La cuaresma es un tiempo para mirarme en el espejo y descubrir las arrugas que el desgaste de este tiempo de pandemia ha ido causando. Me veo más viejo y al mismo tiempo sé que puedo ser más joven si me dejo hacer de nuevo. Es un tiempo para pensar que puedo volver a ser niño porque Jesús siempre nace de nuevo y resucita en mi alma en medio de la cruz, del dolor, de la muerte del madero. La cuaresma es una nueva oportunidad para ser protagonista de mis actos y no justificar siempre mis decisiones. Lo que yo decido. Lo que otros deciden por mí. Y asumir los errores. Y aceptar las propias miserias. Es una invitación a no dejarme llevar por la corriente. Un tiempo para ir al desierto de mi corazón y allí enamorarme de nuevo de ese Jesús que camina conmigo. Es un tiempo para crecer en esa amistad honda con un amigo que llega a mi vida a pedirme de beber. Llega a buscar mi compañía. Tantas veces descuido esa amistad profunda. Quiero ahondar en ese encuentro con Él. Dejar que el Espíritu penetre en mi corazón. La Cuaresma es un tiempo de alegrías y no de tristezas. De luz y no de noche. Un tiempo para contar las luces que hay en mi vida y no quedarme sólo con pena en las sombras que a veces me turban. La Cuaresma es un tiempo para hacer algo más por el pobre, por el que me necesita. Dejo de lado las riquezas que me obsesionan con frecuencia. La Cuaresma es un tiempo de conversión en el que me abro a la fuerza del Espíritu Santo. Comenta el Papa Francisco: «Que el Espíritu Santo nos guíe a realizar un verdadero camino de conversión». El Espíritu Santo es el que guía a Jesús por el desierto. Es el que abre la dureza que cubre mi corazón. Me despoja de mis ataduras. Me hace capaz para la vida. La palabra conversión tiene mucha fuerza. Jesús quiere que cambie para estar más abierto a su amor. Quiere que deje de mirar mi propia necesidad para mirar al otro en su necesidad. Para mirar a Dios y preguntarme hacia dónde caminar. Creo que la conversión tiene que ver con volver a mi esencia. Volver a ser quien soy de verdad, en lo más hondo. Quiero recuperar mi yo verdadero, mi personalidad auténtica. Me he escondido tantas veces por miedo a ser herido. Me he protegido bajo corazas para no ser visto en mi verdad. Esa realidad de mi vida es la que más me cuesta aceptar. El poder convertirme es un obra del Espíritu de Dios en mi corazón. Quiero abrirme a esa presencia sanadora para redescubrirme como soy. Para darme tal como soy. Sin miedo al rechazo. Por eso Jesús viene a mí. Decía Jean Vanier: «Jesús quiere encontrarse con cada uno personalmente. La comunicación más importante: yo te amo como eres. Y todo lo que te pido es que abras tu corazón. El miedo más grande de Jesús es que tengamos miedo de Él». A Jesús le da miedo que yo tenga miedo de Él y me aleje. Le da miedo que huya por temor a escuchar sus deseos que sólo quieren mi bien. Yo a menudo temo ser rechazado, porque creo que exige de mí una perfección que no poseo. Decido no asustarme en su presencia. Quiero abrirme a Él como un niño. Vacío de méritos. Pobre en abundancia. Me muestro en mi verdad. ¿Quién soy yo en lo más hondo? ¿Para qué me quiere Dios? Él nunca me rechaza. Me acepta. Me besa. Esa experiencia me sana. Es la verdadera conversión del corazón.

2. ¿Qué hago para vencer mi tendencia al egoísmo en esta pandemia?

3.           Miro a María al pie de la cruz

Jesús siempre estuvo seguro y cobijado en las manos de María. Así fue desde Belén hasta la cima del Calvario. En Belén, en esa cuna improvisada, tocó Jesús el calor de sus manos de Madre. Dios en manos humanas. Lo sagrado descansaba en las manos frágiles de María. El todopoderoso era cuidado por la impotencia humana. Ese abrazo a Jesús niño lo sostuvo en todo momento como una vivencia sagrada. El segundo parto de María tuvo lugar al pie de la cruz. Ahí, Ella se mantuvo firme, resistió de pie y se lo devolvió al Padre con el dolor de su corazón. Lo había recibido de Él al nacer en su vientre. Lo entrega ahora cuando sabe que ya todo está cumplido. Duele amar hasta el extremo. Duele cuando me confían una misión imposible. Porque así se presentaba ante sus ojos ese desafío de ser la Madre del Señor y cuidar de Él sin ningún poder. María dio su sí y lo imposible se hizo posible. Le dolió ese sí y supo entonces que una espada atravesaría su alma. Pero no dejó nunca por ello de estar alegre. Y es que el dolor y la tristeza no necesariamente van de la mano. Decía Charles de Foucauld: «Cuanto más amemos, más intensos serán la alegría y el dolor, los dos crecerán a la vez. Hay una gran diferencia entre la tristeza y el dolor. La tristeza te repliega sobre ti mismo, mientras que tenemos derecho a sufrir. Que haya de todos modos alegría dentro de vuestro corazón». La tristeza envenena el alma. Socava la esperanza. Arrasa con las fuerzas que me quedan para emprender el camino. La tristeza es un golpe a mi ánimo. Es como un muro de hielo que se yergue firme ante mis ojos. es como una marea que todo lo destruye a su paso. Desaparece la ilusión y los sueños se mueren. La tristeza es una tentación del demonio que me hace creer que para mí no hay esperanza, que estoy condenado al fracaso, que nada de lo que emprenda tendrá buen fin. Me cuesta esa tristeza que todo lo enturbia. Me duele ese desánimo que empaña mi sonrisa. La tristeza no tiene que siempre ver con el dolor. A menudo viene sin un dolor previo. Simplemente sucede por algo que observo, escucho, vivo dentro de mí y me siento triste. Puede que no haya una razón suficiente, pero me siento triste. El motivo para estar triste puede que no sea válido, no importa. La tristeza es un sentimiento que lo invade todo y me incapacita para salir de mí y amar al prójimo. El dolor que recibo me rompe por dentro. Es una espada que atraviesa el alma. El dolor es un puñal que atraviesa el corazón llegando a lo más profundo. El dolor tiene una cara objetiva. Una muerte, una pérdida, una enfermedad son dolores objetivos. Y al mismo tiempo son percibidos con mayor o menor fuerza en mi alma de forma subjetiva. Pero ese dolor áspero que siento no necesariamente me lleva a la tristeza. Pienso en María que permanece firme al pie de la cruz. Una espada la atraviesa y sufre como madre al ver la muerte de su hijo. Un dolor hondo, una espada, un hacha la parte por dentro. Es un dolor real, profundo, inmenso, objetivo, verdadero. Pero María no cae en la tristeza. No se desalienta. No pierde el ánimo ni la esperanza. Se mantiene firme cuando todo a su alrededor parece hundirse. ¿Acaso este era el Salvador el mundo? ¿Iba a morir así, solo, el hijo amado de Dios? ¿Qué sentido tenía esa oscuridad del Calvario? ¿De qué sirvieron tantos milagros y esas Palabras que daban vida? Muchos se desaniman y huyen llevados por el miedo. Pero María no, Ella permanece al pie de la cruz. Leo en Jn 19, 25-27: «Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, esposa de Cleofás, y María Magdalena». María permanece erguida en medio de su dolor. Nada hace más liviano ese dolor hondo que sufre. Nada hace más llevadero ese desgarro de su alma. Ni siquiera la esperanza que alberga muy dentro. Esa esperanza nunca muere porque la tristeza no se apodera en ningún momento de su corazón. Pero el dolor es un grito lanzado al viento en esa noche en el que el sol se oculta. María sufre, llora por la pérdida, se quiebra. ¿Cómo una madre podría no sufrir por la muerte de su hijo? Ya no podrá verlo de nuevo entre sus brazos. Ya no va a poder acompañarlo en su misión por el mundo. ¿Qué sentido habrá tenido su vida ahora en la tierra?

El dolor provocado por la pérdida de aquel a quien amo es desgarrador. Ese dolor siempre me recuerda tantos dolores que provoca en el alma esta pandemia que vivo. Tantas familias rotas, hogares heridos. El dolor no está ausente de mis días. El parto de una vida nueva también viene acompañado siempre del dolor. Me quieren convencer de la inutilidad del dolor. Pero no es verdad. Es cierto que el dolor es inevitable. Estoy hecho para la eternidad y mi cuerpo es caduco. No puedo evitar esos dolores que yo no provoco. No dependen de mí y suceden. Dentro de mi alma algo se quiebra. Es como si se hundiese el mundo ante mis ojos. Pienso en esos dolores que he sufrido en mi vida. Se los entrego a Dios conmovido en este retiro. Él sabe mejor que yo el dolor que he soportado. Y me recuerda que el dolor no es malo en sí mismo. Simplemente forma parte de mi condición humana y pecadora. Soy hombre, soy pobre, soy niño, limitado, incapaz de todo. No puedo negar la realidad. Soy el que soy y no puedo cambiar tan fácilmente. Y en mis límites experimento un dolor que la vida misma me provoca. Pero ese dolor tiene algo de purificador. Me libera de mis caprichos de niño poco libre y me hace más fuerte, más capaz para la resiliencia. Las personas que han pasado por momentos difíciles de pérdida, de ruptura, de dolor, se han hecho más firmes, más fuertes, más roca, más nobles, más libres. Se han purificado porque el dolor real, verdadero no es una fantasía. Duele la herida. Y el dolor puede hundirme y hacerme inútil para la vida. O puede provocar en mí todo lo contrario. Puede hacerme más capaz para la vida, más sano en mi forma de amar. Cuando he sufrido un dolor de verdad, miro con más distancia esas cosas que antes me turbaban y me entristecían. Cuando vivo la vida en su verdad, las superficialidades de antes pasan a un segundo plano, no me interesan. El dolor puede llevarme a Dios si lo vivo con altura y con hondura. Me gusta esta imagen. Esa piedra que se rompe y sirve para sostener a otros aún estando rota. El dolor no me lleva entonces al desánimo sino a la esperanza. Esa fuerza de María al pie de la cruz me habla de mi propia forma de enfrentar la vida. Escribe el Papa Francisco en esta Cuaresma: «Que María, Madre del Salvador, fiel al pie de la cruz y en el corazón de la Iglesia, nos sostenga con su presencia solícita, y la bendición de Cristo resucitado nos acompañe en el camino hacia la luz pascual». María de pie, enhiesta junto a la cruz es mi fuente de inspiración. Me levanta con su mirada. María permanece siempre fiel al sí que un día dio en Nazaret. Y acepta con paz en el Gólgota esa espada que atraviesa su corazón.

3. ¿Qué dolores he vivido en este tiempo? ¿Cómo he permanecido como María al pie de la cruz?

4.           María y el discípulo, Madre e hijo

En esta Cuaresma decido que quiero recibir a María en mi casa. Y al mismo tiempo tengo claro que Ella me recibe a mí: «Cuando Jesús vio a su madre y junto a ella al discípulo a quien él quería mucho, dijo a su madre: –Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego dijo al discípulo: –Ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa». Siempre me ha conmovido el dramatismo de esta escena. Por más que intento dibujarla con cierta emoción, me duele el alma. Jesús está muriendo y María llora, firme, rota el alma, a los pies de su hijo. Y brotan esas palabras llenas de emoción de los labios de Jesús. Son su testamento más sagrado. Claro que sí, Ella va a ser Madre de Juan y en él madre de todos. Y él, al igual que yo, se la lleva a su casa. Para que viva con él, a su lado y le sostenga. Las palabras de Jesús me conmueven en este tiempo de Cuaresma. Miro a María, una mujer y a Juan, un hombre. Madre e hijo comienzan un camino. La discípula de Jesús junto al discípulo. Y se hizo realidad que de su costado abierto brota un amor inmenso que todo lo llena. Muriendo entrega lo más sagrado, a su Madre. Y yo me llevo a María a casa. La necesito, como Juan. Y Ella sabe que juntos podemos avanzar por el desierto de la vida sin miedo. Su abrazo me sostiene y me levanta cada vez que caigo. La miro a Ella en esta Cuaresma, va conmigo de la mano. Quisiera detenerme en esa mirada de María que me salva. Y pienso que necesito tres actitudes en las que crecer de su mano en esta Cuaresma:

A. Lo primero que necesito es una mirada más amplia cada vez que sufra un dolor. Miro a María en el peor momento de su vida y la veo llena de paz. Yo, cuando tengo un dolor hondo, no logro ver nada más a mi alrededor. El mundo desaparece y me siento cegado. En esos momentos necesito vivir esa actitud de madre que Ella tiene. Su corazón está roto, pero en lugar de cerrarse por el dolor de la herida, se abre más, se hace más ancha su mirada. Hay personas que ante el dolor se cierran, se autocompadecen, exigen que el mundo las compadezca, sufren tanto que no son capaces de alzar la mirada y salir a calmar el dolor de otros desde su dolor. Yo sí quiero alzar mi mirada por encima de mi dolor y de mi angustia. Dicen que la depresión viene por exceso de pasado, el stress por exceso de presente y la ansiedad por exceso de futuro. Tal vez entonces lo que sobra en la vida es el exceso, lo que me hace daño es vivirlo todo de forma excesiva o exagerada. En medio de mi dolor quiero que mi corazón se haga más grande, que no viva con depresión, ni stress, ni ansiedad. Que sea capaz de vivir con paz en el peor momento de mi vida. ¿Es eso posible? Yo lo llamaría longanimidad. Es la constancia, la paciencia y la fortaleza de ánimo ante las situaciones adversas de la vida. Es la generosidad y amplitud de la mirada y el pensamiento. Es el corazón grande en medio de la tribulación del presente. Eso es lo primero que le pido a María al acogerla en mi casa. Le pongo voz al anhelo de mi corazón. Si pudiera enfrentar con esa mirada alegre y abierta los momentos oscuros todo sería más fácil.

b. Lo segundo que le pido a María al pie de la cruz es la firmeza y la fidelidad. No es fácil esa actitud interior del corazón. Hace falta fortaleza de alma. Serenidad, fortaleza, hondura son rasgos de un corazón que se ha entregado por completo. Hacen falta muchas raíces para no estar expuesto a la fuerza de los vientos. Ser roca es lo que el corazón desea. Ser firme y fiel. Comenta el Papa Francisco: «En la Cuaresma, estemos más atentos a decir palabras de aliento, que reconfortan, que fortalecen, que consuelan, que estimulan, en lugar de palabras que humillan, que entristecen, que irritan, que desprecian». Cuando tengo fortaleza interior puedo decir palabras que levanten, que construyan, que fortalezcan al débil, al que está triste, al pusilánime. Y comenta el Papa Francisco: «Sólo el Señor puede darnos la fuerza para acoger la vida tal como es, para hacer sitio incluso a esa parte contradictoria, inesperada y decepcionante de la existencia». Miro a María, miro a Jesús. Quiero esa fortaleza para permanecer fiel al pie de la cruz. La tentación es dejar de luchar. Mirar a otro lado. Dejar de caminar y quedarme tranquilo al borde del camino. Como si no importara nada más. Cuando la presión del mundo y de la vida es fuerte. En esos momentos noto más la fragilidad de mi ánimo. La resiliencia es un don que pido. Esta fuerza interior me permite desarrollar actitudes positivas ante la adversidad que la vida me presenta. Corro el peligro de creer que es imposible caminar sin rumbo. Y entonces brota el miedo ante la posible derrota. Pido esa actitud resiliente que me anime a levantarme después de haber caído. Es posible seguir luchando y entregando la vida. No tengo miedo y confío.

c. La tercera actitud que le pido a María es la alegría serena ante los cambios. Su sonrisa me levanta en esta Cuaresma. Desde la cruz del Señor María me sonríe. No tiene miedo a la muerte porque cree en la vida. Ya ha vencido. Comenta el Papa Francisco en esta Cuaresma: «En este tiempo de conversión renovemos nuestra fe, saciemos nuestra sed con el “agua viva” de la esperanza y recibamos con el corazón abierto el amor de Dios que nos convierte en hermanos y hermanas en Cristo». Esa alegría serena me abre a mis hermanos, a mi familia. Me abre al cambio en mi vida. Es entonces la cuaresma un tiempo que me da Dios para poder cambiar. Pero a mí no me gusta cambiar. En Tierra Santa, en el Santo sepulcro, rige el llamado Status Quo. Hubo muchas tensiones entre católicos, ortodoxos y griegos durante muchos años en cuanto a la propiedad y uso de los santos lugares. Se llegó entonces a un acuerdo firmado el 8 de febrero de 1852. Este acuerdo se conoce con el nombre de Status quo. El Status quo, especialmente en el Santo Sepulcro, determina la propiedad de los Santos Lugares, y los espacios dentro del santuario, e incluso los horarios, recorridos y el modo de realizarlos. De tal forma que no se puede cambiar absolutamente nada. Esta inmovilidad impresiona. A veces en mi propia vida parece que he firmado mi propio status quo. Decía Jean Vanier: «¿Quieren quedarse en el status quo de sus vidas? ¿O es que quieren cambiar? ¿Saben por qué mataron a Jesús? Porque Él llamaba al cambio. Y a nadie le gusta cambiar. Queremos quedarnos en nuestro confort. ¿Quiénes quieren cambiar? Los pobres. Porque no pueden aceptar su situación actual. Los que están en un cierto confort. Tienen miedo de ir más lejos. Porque no saben bien dónde los van a llevar». Me da miedo el cambio. Me da miedo perder lo que ahora poseo. Quiero dejarlo todo igual. La pandemia lo ha cambiado todo y yo no quiero que cambie nada. Me asusta dejar de poseer y perder a los que amo. María sonríe con una alegría serena mientras a su alrededor todo cambia. Y yo no sonrío porque no quiero sufrir, no quiero cambiar. No quiero ser vulnerable, siendo esta palabra la más usada en la pandemia. Las personas vulnerables, las que pueden sufrir con el virus. Yo quiero volver a la normalidad de antes, no quiero más cambios. Prefiero el status quo en el que nada se toca y donde yo decido lo que está bien. Me cuestan esas palabras que escucho en los labios de Dios, de María, de Jesús: «Hágase, he aquí la esclava, aquí estoy para hacer tu voluntad, ábrete». Me cuesta renunciar a mis planes y deseos y aceptar la realidad. Dice Jean Vanier: «Es bueno dar gracias por nuestras pobrezas». Aceptar que soy pobre. Sentirme necesitado de otros. Abrirme a un cambio que necesito. Pero me cuesta cambiar. Renunciar. Dejar de tener lo que me da seguridad. Aceptar mi vida en su fragilidad. ¿Qué tengo que cambiar en mi vida para que reine Jesús en mi corazón? No quiero que todo permanezca inamovible. No me gusta una vida estática, rígida, protegida, guardada. Estoy dispuesto a dejarme hacer por Dios. «Hágase». Se lo digo a su oído con voz fuerte. Estoy dispuesto a que Él mande en mí. Me deshago de mi voluntad orgullosa. De mi ánimo fuerte que quiere controlarlo todo.

4. ¿En qué aspectos me ha ayudado mi alianza con María? ¿La he recibido en mi casa y Ella ha cambiado nuestro hogar? ¿En qué se ha notado? Quiero pedirle amplitud de mirada, fidelidad y alegría en el cambio.

5.           De la mano de María dejo todo lo que me pesa

Hoy quiero dejar sobre la mesa todas aquellas cosas que me pesan. Vaciar los bolsillos. Echar fuera del alma lo que no me da vida. Alejar de mí todo aquello que me ata. Quiero saber dónde está de verdad el tesoro de mi vida. Leía el otro día: «Todos tenemos dentro un tesoro. Pero para conseguirlo tienes que abandonar el ajetreo de la mente y las necesidades del ego y entrar en el silencio del corazón» . ¿Dónde he puesto mi ganancia verdadera? Quiero saber qué es lo que de verdad me alegra. Y qué es lo que me entristece. Lo que de verdad importa. ¿Dónde pongo mi confianza cada día? ¿En quién tengo fe de verdad? ¿A quién amo con toda el alma? Mi felicidad y plenitud no puede depender de la felicidad de otro, de su salud, de su suerte. No puede depender de circunstancias que no controlo. ¿Dónde se sujeta con fuerza el péndulo de mi vida? Quiero ser pobre de Dios para vivir atado a Él, dependiendo de su presencia. «¿Dónde se halla el punto de apoyo del péndulo? Sólo arriba, en algún lugar o sitio de donde cuelga. ¿Dónde hallará su punto de reposo este hombre de hoy que experimenta tan hondamente su condición humana? Si el hombre es un ser pendular y oscilante, su apoyo y seguridad connaturales estará allá arriba, en la mano de Dios Padre. Sólo en lo alto hay descanso, sólo hacia lo alto debe aspirar el hombre» . Quiero dejar de lado tantas cosas que me enriquecen sólo en apariencia, pero me desgastan por dentro el alma. No quiero buscar mi estabilidad en la rigidez del suelo. Quiero reconocerme pobre delante de Dios. Quiero ser pobre de Dios. Con mi alma anclada en su corazón. Cobijado en Dios como ese niño pequeño que confía sólo en su padre. Quiero mirar el agua que llevo dentro y pensar que mi pobreza consiste en esa sensación de sentirme necesitado, vacío y roto. Tantas veces me preocupo de las riquezas que el mundo me entrega. Busco el reconocimiento. El éxito. Los bienes que parecen llenar mi alma, pero que son caducos. Me siento tan a gusto en los lugares donde soy reconocido. Dejo de lado a aquellas personas que no parecen valorarme. No las veo. Como comenta el Papa Francisco: «Cada vida que encontramos es un don y merece acogida, respeto y amor». Digo que soy pobre pero sólo busco a los ricos. A aquellos que me pueden darme algo a cambio, algo parecido a lo que yo entrego. Busco a los que me hacen feliz. Porque tienen luz, porque no me quitan la paz. Porque no demandan ni exigen. Porque no son personas tóxicas. Y dejo de lado a los heridos. A los que no me cuidan a mí. A los que están rotos y necesitados. Busco sólo a los que me reconocen y consideran importantes mis palabras. Digo con la boca pequeña que quiero ser pobre y vivo pendiente de aquellas cosas que calman mis deseos. Tratando de satisfacer lo que mi alma anhela. Busco siempre corazones donde sentirme en casa. Mendigo cariño allí donde me encuentro. Busco agradar a todos y caer bien a cualquier persona. Deseo satisfacer todos los anhelos de aquellos que llegan a mí insatisfechos. Muchas veces veo personas que sólo buscan agradar. Dicen lo que yo deseo. Halagan buscando halagos. Temen el rechazo más que yo mismo. No quiero mendigar sonrisas. Quiero aprender a ser un niño pobre y confiado. Pero luego digo que soy pobre y no sufro la necesidad del que nada tiene. Tapo mi alma con cosas para no indagar más adentro. No quiero conocer de verdad la sed de mi alma. Sólo quiero llenar por fuera mi pozo seco. Me lleno de riquezas que no colman mi anhelo más profundo. Quiero aprender a ser más pobre, más niño, más de Dios. Quiero aprender a vivir más vacío de mis pretensiones. De esos deseos esclavos de triunfar en todo lo que hago. Tratando de sanar la herida de amor que llevo grabada en el alma. Es la cuaresma un tiempo que Dios me da para ser más pobre, más feliz, más pleno. Para ser mendigo de su amor más grande. Para hacerme esclavo de su presencia sanadora. Quiero valorar las cosas que tengo. Agradecer por todo lo que Dios me regala. Desprenderme de lo que no necesito. Dios no quiere de mí simplemente que viva vacío. Creo que vivir vacío no es lo que Dios desea. No desea que no tenga amigos, que no tenga vínculos profundos, ni ataduras. No quiere sólo que no posea seguridades. Sabe que mi corazón se apega siempre, desea, llama, suplica, reclama. Sabe que mi corazón quiere lo que no tiene y teme perder lo que posee. Mi corazón vacío está demasiado expuesto si Él no lo llena. Jesús conoce hasta el fondo de mi alma cuáles son mis más profundos deseos. Conoce la herida de mi corazón. Sabe de mis miedos y sufrimientos. Me quiere vacío para llenarme. Desea que me entregue por entero. Quiere que sea libre para hacer lo que me pide, lo que anhela de mí. Quiere estar conmigo donde yo estoy y que yo descanse en Él y viva con paz mi vida, anclado en Él mi péndulo. Sólo así será posible rezar con Santa Teresa de Jesús: «Si queréis que esté holgando, quiero por amor holgar. Si me mandáis trabajar, morir quiero trabajando. Decid, ¿dónde, cómo y cuándo? Decid, dulce Amor, decid: ¿qué mandáis hacer de mí? Dadme Calvario o Tabor, desierto o tierra abundosa; sea Job en el dolor, o Juan que al pecho reposa; sea viña fructuosa o estéril, si cumple así: ¿qué mandáis hacer de mí? Esté callando o hablando, haga fruto o no le haga; esté penando o gozando, sólo vos en mí vivid: ¿qué mandáis hacer de mí?». Dejo espacio en mi alma para que Él pueda vivir conmigo. Para que Él cambie mi corazón de piedra por uno de carne. Sólo así podré hacer lo que Él me mande.

5. ¿Dónde he puesto mi confianza en este tiempo? ¿En qué cosas tengo que cambiar?

6.           Quiero vivir el desierto de esta cuaresma

La imagen del desierto forma parte del tiempo de cuaresma. Leemos en Oseas 2,14: «Así que voy a seducirla, la llevaré al desierto y allí le hablaré a su corazón. Allí me responderá como en su juventud. Yo te haré mi esposa y te seré fiel, y tú entonces me conocerás como el Señor». Dios lleva a Israel al desierto para seducir su corazón. El desierto vacío y solitario se convierte en lugar de encuentro con Dios. Hay una canción que habla d este encuentro: «Conozco tu conducta y tu constante esfuerzo, has sufrido por mi causa sin sucumbir al cansancio, pero tengo contra ti que has dejado enfriar tu primer amor. Por eso yo la voy a seducir, la llevaré al desierto y allí, hablaré a su corazón y ella me responderá como en los días de su juventud». Allí espera Él mi sí alegre y convencido. El sí enamorado de mi juventud. El sí primero e inocente. Leo en Apocalipsis 2,4: «Pero tengo una queja contra ti, y es que has dejado enfriar tu primer amor». Pienso en ese día en el que me enamoré de Dios en mi vida. ¿Recuerdo ese día de mi primer amor? Si no lo recuerdo es bueno que medite qué días en mi vida de fe he tocado ese amor de Dios, he vibrado con su presencia. Me he sentido atraído por Él. Me he enamorado. Uno no se enamora de una norma, de un precepto, de una prohibición, de una moral. El enamoramiento comienza con una atracción. Admiramos a quien empezamos a amar. Surge el deseo. Queremos estar con Él. Y ese amor hace posible pronunciar un sí para siempre. Saca ese amor lo mejor de mí. Y me hace capaz de todo. El amor comienza con esa persona que me cautiva y no quiero alejarme de su presencia. Así sucede en el amor de amistad, en el amor matrimonial. Los esposos no se enamoran porque hayan visto en la fidelidad como precepto el sentido de sus vidas. Surge el amor y gracias a ese amor es posible vivir después la fidelidad. El amor me capacita para la renuncia. Con Dios ocurre lo mismo. Me enamoro de Jesús hombre, de ese Dios personal que me mira con misericordia y viene a mí. Ese amor primero sostiene mi fe. Por eso es tan importante, como en la vida matrimonial, encender de nuevo el primer amor cuando se enfría. Por eso quiero ahora renovar mi sí en medio de las pruebas, en la dureza del camino, cuando he visto cómo es la vida. Dios quiere llevarme al desierto para volverme a conquistar, para que me enamore de nuevo. Me lleva al silencio y me habla al corazón. Porque quiere que esté a solas con Él para darme a conocer mi verdadero nombre. Ese nombre que sólo intuyo. Mi verdad. Me lleva a solas con Él para mostrarme cuánto me quiere y dejar que yo le diga de nuevo cuánto le quiero. Es el amor primero. Ese amor que le di cuando era más joven, cuando me enamoré de Él por vez primera. Me lleva al desierto para estar a solas conmigo. En intimidad. Los dos mirándonos. Como ese hombre mayor que rezaba en la parroquia del cura de Ars y un día le preguntó: «¿Qué haces tanto tiempo ahí con Dios?». Y este señor contestó con sencillez: «Yo le miro, Él me mira». Mi oración es mirar a Dios. Y Él me sostiene en medio de mis luchas. Por eso en esta cuaresma quiere llevarme en brazos al desierto incluso contra mi voluntad. Porque a veces me resisto. Me cuesta dejarme el tiempo para Él. Quiere llevarme para que conozca el verdadero amor que me tiene. En el desierto es más fácil el encuentro profundo porque no hay distracciones. Sólo Dios y yo. Allí quiere seducirme de nuevo. Me gusta esa imagen de la seducción. Dios me seduce. ¿Cómo lo va a conseguir? A veces el mundo me seduce con más fuerza. Apela a mis sentidos. Me atrae con cantos de sirena. Me promete lo que no me va a llenar del todo. Tal vez por eso Dios necesita llevarme al desierto para que aprenda a estar a solas con Él. Para tenerme a su lado, recostado sobre su pecho. Arropado en sus brazos. Dios me muestra en el desierto su fidelidad. El desierto es la vuelta al primer amor. Al enamoramiento de mi juventud. En la vida el tiempo a veces desgasta el amor. La rutina y las pruebas duelen y me secan. El primer sí palidece. Por eso me gusta esa imagen de volver al primer amor. Tiene que ver con recuperar el entusiasmo perdido. Cuando me dejo llevar por el entusiasmo es Dios el que entra en mí y se sirve de mí para manifestarse. Cuando estoy enamorado profundamente de Dios se nota en todo lo que hago y digo. Tengo luz. Mis ojos hablan de ese amor. Y mis palabras. Y toda mi vida. Pero a veces dejo de estar entusiasmado y se pierde la fuerza de mi entrega. Ir al desierto supone caminar en la presencia de un Dios que está enamorado de mí. Vive entusiasmado al ir junto a mí. Quisiera recuperar mi entusiasmo en el desierto. Volver a vibrar como en los días de mi juventud. Con la misma pasión. Con la misma fuerza. Con la misma alegría del inicio del camino.

6. ¿Cómo estoy cuidando mi mundo interior en esta cuaresma? ¿Cómo he crecido en mi oración?

 

 

Enviado por:

 

Jesús Manuel Cedeira Costales.

 

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