7 de febrero de 2021
Hermano:
«¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a
los espíritus inmundos les manda y le obedecen».
«Toda decisión implica un riesgo y por eso siempre exige que
sea capaz de dar un salto de fe en el vacío y confiar en que Dios no me va a
soltar de la mano».
Salud confirma la detección de 373 nuevos casos de coronavirus y la tasa de positividad se sitúa en el 9,45%.
La comarca de Avilés prolonga el cierre dos semanas más por la mala evolución.
La presión hospitalaria en el área III se dispara y obliga a traslados de pacientes al HUCA.
A veces un juego me puede enseñar a vivir. O la forma de
vivir un deporte, o una competición. La forma de aceptar la victoria o la
derrota me definen por dentro. Ahí se ve quién soy, en mis reacciones. Se
aprecia mi madurez o inmadurez, mi verdad o mi mentira. Sale lo que llevo
dentro, lo que me llena de paz o de rabia. Todo depende. La forma como vivo un
deporte me enseña a vivir la vida. O puede suceder algo diferente. En otras
ocasiones puede ser que un deporte, un trabajo, una afición, una obsesión,
acaben limitándome para vivir. En una serie actual la protagonista es una
jugadora de ajedrez. Cuando juega al ajedrez lo mide todo, conoce todas las
reglas y es capaz de ver las posibles jugadas futuras. Ve todas las posibles
reacciones, las evalúa y las guarda en la memoria. Se mueve con agresividad en
su juego y logra vencer en muchas ocasiones. Prevé las reacciones del rival y
con frecuencia acierta. Pero me llamó la atención que en su vida fuera del
tablero no sabe cómo moverse ni actuar. No sabe cómo vivir fuera de las reglas
del tablero de ajedrez. Para ella ese tablero finito, con sus normas claras y
precisas, con sus figuras limitadas, con los movimientos más o menos
predecibles de cada pieza, es algo abarcable. Conoce las leyes claras y sabe dónde
va a estar la clave para vencer en cada partida. Se aprende las posibles
situaciones que pueden darse en el desarrollo del juego. No tiene miedo, porque
controla el tablero del juego. Los movimientos están calculados y son precisos.
Controla todo lo que puede suceder. Ella misma se da cuenta de que fuera del
tablero la vida es mucho más compleja. Fuera de un tablero conocido todo es
diferente. Ahí las leyes no siempre se respetan. Y los movimientos casi nunca
son predecibles. Pueden pasar cosas inesperadas que no entran dentro de lo
lógico, de lo previsible y de lo esperable. No se pueden estudiar todas las
jugadas posibles. El tablero de la vida es otra cosa. Todo parece mucho más
difícil e incontrolable. Y sin control en la vida es difícil vivir con paz. Es
más seguro para ella permanecer dentro del juego del ajedrez y no salir fuera.
Mucho más seguro que vivir sin miedo su propia existencia, ese camino
desconocido. Salir de los límites del ajedrez puede significar tener que dejar
todas sus seguridades, sus hábitos amados, su tablero con piezas finitas. A mí
también me cuestan en ocasiones las decisiones que tengo que tomar. Me asustan
por ese miedo mío a dejar la seguridad y asumir riesgos. Me asusta abandonar mi
propio tablero finito, mi vida controlable y salir de lo abarcable. Sé que toda
decisión es un riesgo, pero no siempre estoy dispuesto a correrlo. Nunca sé con
claridad lo que Dios me va a pedir en la siguiente partida. La Virgen María
conocía el riesgo de su sí al Ángel. Sabía que el Fiat que daba podía llevarla
tal vez donde Ella no quería ir. Y aun así le dio el sí a Dios aceptando que la
vida siempre es incontrolable. Ante una petición que parecía imposible, dijo
que sí asumiendo el riesgo que se le presentaba. Fue un salto en el vacío, porque
toda decisión me exige abandonarme en las manos de Dios. La pregunta que me
inquieta es siempre la misma: ¿Me estaré equivocando al decidir hacer algo o no
hacerlo? ¿Y si luego me doy cuenta de que este no es el camino que tenía que
haber elegido? ¿Y si me faltan las fuerzas para seguir luchando por alcanzar
esa meta que está ante mis ojos? Ese miedo siempre existe. El miedo a no estar
a la altura y no poder seguir. Toda decisión implica un riesgo y por eso
siempre exige que sea capaz de dar un salto de fe en el vacío y confiar en que
Dios no me va a soltar de la mano. Es cierto que puedo confundirme al saltar.
Pero no importa, me arriesgo y doy ese salto con el corazón, apartando la
cabeza a un lado. Porque mi cabeza siempre me pide razones suficientes y ve los
pros y los contras, y los riesgos que toda decisión implica. Tomo el corazón en
mis manos, se lo entrego a Dios y me abandono en su corazón de Padre. Y con
alma de niño le digo: «Mi vida es tu vida, haz con ella lo que quieras». Es la
actitud que quiero tener siempre. Y no sólo ante grandes decisiones en mi vida.
Ojalá viva así la vida ante decisiones pequeñas. No tienen por qué ser
decisiones fundamentales. Ante cualquier eventualidad quiero actuar igual,
confiado, en medio de cualquier encrucijada de mi camino. La duda y el miedo
afloran con fuerza y la confianza en el amor de Dios quiere vencer mis reparos.
No lo controlo todo, lo sé, mi vida no es un tablero finito. En mi camino, lo
quiera o no, los riesgos son excesivos y todo parece infinito e inabarcable. El
riesgo es mucho, pero no importa, confío. Es verdad que puedo ganar o perder y
puedo acertar o equivocarme. El tiempo me dará la razón o me hará ver que
estaba equivocado. Asumo ese riesgo. El que no apuesta no gana. El que no se
arriesga no llega hasta a otra orilla. Me gusta la vida en la que los riesgos
se asumen con paz en el alma, asumiendo los miedos que toda decisión conlleva.
Siempre puedo confundirme y hacerlo mal. Siempre puedo fracasar en lo que he
emprendido. No importa porque Dios no me va a dejar pase lo que pase. Lo malo
es que pienso a menudo que Dios sólo está conmigo mientras me vaya bien y
acierte en mis decisiones. Y se aleja cada vez que peco y no actúo como debería
haberlo hecho. Pero no es así. Su amor es mucho más grande y me sostiene.
Con frecuencia acabo pensando que la vida está en mis manos
y depende de mí. Depende de lo que yo dé, de cómo me esfuerce y luche por
llegar a todos. Pienso que soy yo el que construye, el que levanta, el que
salva. Yo el que perdona, el que consagra, el que llega a la meta, el que
convierte. Me olvido de lo importante, y no pongo a Jesús en el centro de mi
vida. Me conmueve el relato de un sacerdote español, José Rodrigo López Cepeda,
en el momento en el que sólo llevaba seis meses ordenado. Hace diez años
escribió su experiencia con un niño con discapacidad al llegar a su nueva
parroquia. Los padres de este niño querían que le ayudara como monaguillo. El
primer domingo le pidió que hiciera todo lo que él hacía y el niño lo imitó en
todo, incluso a la hora de besar el altar con él al comenzar la misa. Al llegar
a la sacristía le pidió el sacerdote que no lo volviera a hacer, que él lo
besaría por los dos. Así sigue el relato: «Al siguiente domingo, al iniciar la
Celebración y besar el altar, vi cómo Gabriel ponía su mejilla en él y no se
despegaba del altar con una gran sonrisa en su pequeño rostro. Tuve que decirle
que dejara de hacer aquello. Al terminar la Misa le recordé: - Gabriel, te dije
que yo lo besaría por los dos. Me respondió: - Padre, yo no lo besé. Él me besó
a mí. Serio le dije: - Gabriel, no juegues conmigo. Me respondió: - ¡De verdad,
me llenó de besos! La forma en que me lo dijo me llenó de una santa envidia; al
cerrar el templo y despedir a mis feligreses me acerqué al altar y puse mi
mejilla en él pidiéndole: - Señor, bésame como a Gabriel. Aquel niño me recordó
que la obra no era mía y que ganar el corazón de aquel pueblo solo podía ser
desde esa dulce intimidad con el Único Sacerdote, Cristo». Me conmovió este
relato por lo verdadero, por la sencillez de Gabriel, por ese Jesús que me
habla en los niños, en los sencillos. Me encantaría llegar al altar de Jesús y
dejarme besar por Él, sonriendo, cada día. Sé que no soy yo el dueño de todo lo
que hago. Es Jesús el que me salva, el que me levanta, el que construye con mis
manos, con mi vida entregada. Quiero que la vida de los que amo sea larga o la
de esas personas que hacen tanto bien a los hombres. Y me duele su ausencia
cuando parten. No logro entender el sentido de lo que no parece tener mucho
sentido, como es la muerte. Esta historia de Gabriel me coloca de nuevo ante lo
importante. ¿Me dejo besar por Jesús en mi vida? Me cuesta mostrarme débil,
frágil, vulnerable. He puesto el acento en el yo, en mi labor, en lo que yo hago.
Yo soy el protagonista activo en la vida y no pienso en dejarme hacer por Dios.
No lo quiero. Me pesa mi orgullo, mi fuerza, mi vanidad. Sentirme vulnerable es
quizás el único camino para poner a Jesús en el centro y que sea Él quien me
bese a mí al llegar al altar y no yo a Él. Que sean sus labios los que me
sostengan. Su cariño el que me levante cada mañana. Es su obra, no la mía. No
son mis sueños, son los suyos. Él me necesitará el tiempo que quiera. Eso es lo
que importa, no hacer yo mi camino a mi manera. Por eso quiero aprender a
agradecer más, a alabar al Dios de mi vida. Quiero recostarme sobre su pecho,
el altar que beso en cada eucaristía. Sentir su aliento en mi alma diciéndome
que me quiere mucho, que soy lo más valioso, que mi vida merece la pena y que
no dude nunca de todo lo que puedo lograr si no desfallezco, si no me acomodo,
si no pienso que ya está todo decidido. Porque no es así. En cualquier momento
puede acabar mi camino, dejándome con las manos justo en la acción, trabajando
por su reino. No me desesperaré, ni perderé nunca la ilusión. Necesito
agradecer por el día que amanece, por las horas que aún tengo por vivir, por
los logros y por los fracasos. Necesito ser tan niño como Gabriel, porque así
la vida es más fácil y todo se llena de sonrisas y de besos. Quisiera mirar así
a los demás, dispuesto a hacer lo que me digan. Quiero esa docilidad de Gabriel
y esa forma de entender la vida. Hoy escucho en el salmo: «No endurezcáis
vuestro corazón». Puedo perder la inocencia de los niños, puede la vida
volverme duro e insensible, incapaz de sonreír al dejarme besar. Me falta esa
mirada de niño. Mi corazón se vuelve duro al ser herido, al tocar los
sinsabores de la vida. Quiero mirar a Jesús y dejarme besar por Él. Me quiere
más que a nadie. Ha soñado conmigo y sabe todo lo que puedo dar. Me conoce por
mi nombre, por mi verdad. No por esa apariencia que yo intento vender al mundo.
Mi autosuficiencia, mi orgullo y mi vanidad. Ese deseo de sobresalir, de ocupar
los primeros puestos. El afán de ser tomado en cuenta y valorado. La tendencia
a hacer las cosas yo solo sin contar con nadie, sin contar con Dios. Hoy
recuerdo a Gabriel, ese niño lleno de inocencia que pone su rostro en quien de
verdad importa y se deja besar. Esa mirada de cielo en la tierra es la que
necesito para comprender que la vida se juega cuando decido dejarme hacer por
Dios, besar por Jesús. Me abandono en sus manos y asumo que todo va a salir
bien. No porque yo lo haga todo bien, sino porque es la obra de Dios y no la
mía. Quiero asumir que Él ya ha vencido al mal y a la muerte. No he sido yo, ha
sido Él. Eso es lo que cuenta después de todo. Quiero ser más niño y mirar así
a Jesús, con alma dócil. Que me bese.
Tengo sed de amor, de abrazos, de luz, de aire libre. Tengo
sed de sueños que no se rompan. De salud, de paz. Sed de abrazos que no se limiten. Sed de
alegrías no teñidas de tristezas. Sed de esperanza cuando todo parece
complicarse. Sed de luz cuando reina la noche. Y sed de compañía cuando la
soledad muerde muy dentro. Tengo sed de infinito cuando araño los límites de mi
propia existencia. Tengo sed de cielo mientras me arrastro por los caminos.
Tengo sed de un pozo del que beber agua sin volver nunca a tener sed. Tengo sed
de almas que me den confianza. Y sed de un hogar estable con hondas raíces.
Siento sed de calma en el fuerte bullicio de la vida. Y sed de la luna cuando
todo es oscuro. Tengo sed de un sol que ahuyente las sombras. Sed de esas
palabras que me hablen de sueños. Sed de música suave que calme mis miedos y
apague los gritos que lanza mi alma. Tengo sed de un Dios que no me abandone,
sed de sus abrazos y su voz que calma. Tengo sed de palabras que siempre se
comprendan. De silencios que acojan. De presencias que llenen de alegría la
vida. Sed de mi pasado y de mi futuro, cuando el presente quema o duele por
dentro. Nací con sed, aún lo recuerdo y esa sed es parte de mi piel, nunca
dejaré de sentirla muy dentro. Pero no me canso por ello de buscar pozos. Lejos
o dentro. A la orilla del camino o al final del mismo. Fuera de mí o en lo más
escondido de mis sueños. Pozos que conozco y pozos que he olvidado. Llegaré al
brocal cada mañana con rostro sediento. Y suplicaré agua para seguir andando.
El sol es tan fuerte y todo está tan seco. Es la sed de este tiempo único,
extraño y difícil que vivo. En la misma barca con todos los que sufren esta
pandemia indómita. Sed de una hondura de la que carezco cuando me desparramo en
pantallas que me sacan del centro. Sed de navegar dentro de mi alma encontrando
respuestas a preguntas y aún más preguntas sin respuestas. Sed de soñar de
nuevo con una vida plena cuando siento que aún estoy tan lejos. Sed de ese Dios
que me habla en el silencio para calmar todos mis miedos y sinsentidos. Hoy
escucho: «Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: Venid, aclamemos al Señor,
demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias,
aclamándolo con cantos. Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor,
creador nuestro. Porque Él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que
Él guía». En medio de todos mis vacíos su voz me llena. Y se alegra mi alma al
sentir su presencia. Y me invita a que cave dentro de mi alma. Me han cerrado
las puertas de mi casa para que cuide lo que tengo dentro. No me exigen que salga
fuera de mi vida, para que me quede donde estoy ahondando, haciéndome más
profundo. Puedo perder la oportunidad y no cavar pozos en mi vida. Paso
superficialmente por todo lo que me sucede. No pienso, no busco, no interpreto,
no me pregunto nada. Y hoy escucho: «¿Qué quieres de nosotros, Jesús
Nazareno?». Son los demonios los que le preguntan a Jesús. No quieren cambiar,
no quieren salir de esa persona. Yo a menudo no quiero cambiar. Quiero que
vuelva lo de antes, la normalidad que amaba y llenaba mis tiempos y mis
espacios. Y no me hacía confrontarme con mis debilidades. Porque en este tiempo
extraño he comprobado mi fragilidad. He visto que no lo hago todo tan bien, que
no me salen los planes que intento. Que no logro llegar tan lejos como quería.
Y sigo con sed caminando con dolor en los pies, sin avanzar mucho. Y me
pregunto qué quiere Jesús de mí con todo lo que está pasando. No pretendo dar
respuestas que valgan para todos. Algunas servirán, pero cada uno busca sus
respuestas. Y pienso que en este tiempo Jesús me pide que me convierta en
excavador de pozos. Que busque hondo dentro de mí y ayude a otros a buscar el
rostro de Jesús grabado en su pecho. En la soledad puedo horadar la tierra de
mi alma. En el silencio puedo callar todas las voces que parecen requerirme,
pedirme, buscarme. El agua pura que necesito viene de lo hondo de mí, de lo
hondo del corazón de Jesús. Para saber lo que Jesús quiere de mí tengo que
callarme y dejar que afloren sus palabras. Escucho las palabras de S. Pablo:
«Os digo todo esto para vuestro bien, para induciros a una cosa noble y al
trato con el Señor sin preocupaciones». Quiere que trate con Dios sin
preocupaciones. Que descanse en el pecho de Jesús cada día buscando respuestas.
¿Qué quiere de mí Jesús en medio de esta pandemia que parece no tener final?
¿Qué quiere de mí cuando veo tanto dolor, tanta amargura, tanta impaciencia,
tanta hartura? Y me dice Dios que me hará profeta: «Suscitaré un profeta de
entre sus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su boca, y les dirá lo que
Yo le mande». Tengo vocación del profeta desde que comencé a ahondar dentro de
mí. Todo hijo de Dios tiene esa misma vocación de hablar esas palabras que Dios
suscita en el alma. Tengo vocación de anunciar la esperanza a los desesperados
y la alegría a los más tristes. Tengo en mi alma el deseo de ponerme en camino
y salir al encuentro del que tiene sed. Buscando que mis palabras calmen en
algo su sed profunda. Y pueda sentir que la paz aflora dentro de su alma. Y
tomo mi sed en mis manos. Y busco el agua que calme todos mis miedos. En esta
noche, encuentro su luz.
Jesús enseñaba con autoridad. Lo que decía tenía peso e
importaba. Sus palabras estaban avaladas por sus obras: «Jesús y sus discípulos
entraron en Cafarnaúm, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a
enseñar, se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los
escribas, sino con autoridad». Hoy el mundo busca y sigue a aquellas personas
que hablan con autoridad. Y al mismo tiempo cuesta hoy respetar al que tiene autoridad.
No se respeta a los que tienen una responsabilidad de conducir y acompañar. Hay
una crisis de autoridad. Tal vez no sea tan novedoso. Ya decía Sócrates en el
año 400 a.C: «Nuestra juventud gusta del lujo y es maleducada, no hace caso a
las autoridades y no tiene el menor respeto por los de mayor edad. Nuestros
hijos hoy son unos verdaderos tiranos. Ellos no se ponen de pie cuando una
persona anciana entra. Responden a sus padres y son simplemente malos». La
autoridad es con frecuencia cuestionada y puesta en tela de juicio. Y es que
hoy se ve fácilmente cuando las palabras dichas o escritas están en consonancia
con la vida del autor o no. La importancia de la autoridad paterna: «Regala al
niño, sea varón o mujer, una conciencia instintiva de la autoridad y, con ello,
una seguridad vivencial. Le regala un cobijamiento espiritual y vital. Y agrega
que la figura paterna, mediante la palabra y el ejemplo, regala una imagen
original del mundo y una profunda capacidad de contacto» . Vivo en un tiempo en
el que la autoridad está en crisis. Faltan personas auténticas, coherentes,
plenas, fiables. La incoherencia es mi principal enemigo. Digo algo que creo
que es importante y yo no lo vivo. Hablo del valor del silencio, pero no apago
mis ruidos. Destacó la importancia de hacer el bien y busco sólo mi beneficio.
Resalto lo importante que es construir la comunión mientras vivo criticando a
los que no están conmigo. Hablo del valor de la verdad mientras vivo entre
mentiras. Digo maravillas del diálogo matrimonial mientras yo no dialogo. Digo
que es importante pasear y cuidar una vida sana y yo no lo hago. Juzgo a los
que están atados a las redes sociales y yo no me escapo de las mismas. Les digo
a los demás lo fundamental de tener una vida equilibrada mientras yo no la
tengo. Ensalzo al que reza y habla con Dios y lo escucha, mientras que yo huyo
del verdadero silencio interior. Hay tantas incoherencias a mi alrededor y
dentro de mi alma que me duele en lo más hondo. Quisiera ser coherente,
verdadero, fiable. ¿Cómo puedo serlo y tratar de llevar una vida en la que todo
lo que digo pueda hacerse realidad? Cuando hablo demasiado o digo muchas cosas
o aconsejo mucho, veo que estoy más expuesto y pueden verse con más claridad
mis propias incoherencias. Grito con fuerza que los otros hagan lo que yo
predico, pero luego yo no lo que hago. Jesús les decía a sus discípulos que
hicieran lo que decían los fariseos, pero no siguieran su ejemplo. Porque
cargaban pesadas cargas sobre los demás y ellos no llevaban ningún peso. Me da
miedo parecerme a esos fariseos y hablar mucho de lo que debería ser, de cuál
sería un comportamiento ejemplar, de cómo debería vivir el santo de la vida
diaria, mientras vivo yo ajeno a todo lo que propongo. Es como si todo aquello
de lo que hablo valiera para otros, pero no para mí. O incluso puede ser que
haya cambiado mi discurso con el paso del tiempo y ahora ya no piense igual que
antes. De repente lo que dije un día ya no lo pienso y lo que defendí con
pasión ya no lo comparto. Son las incoherencias de mi alma que me pueden llevar
por caminos diferentes a los que propongo. No quiero vivir así, ni tener dentro
del alma esa ruptura entre lo que digo y lo que hago. Esa diferencia esencial
que me rompe por dentro. Muchos maestros perdían su autoridad por sus
incoherencias. Hablaban sin autoridad. Me pregunto quién es hoy autoridad en mi
vida. A quién sigo, quién me importa lo que dice. Qué cosas guardo como un
tesoro, como el pilar sobre el que construyo mi vida. Pienso en la autoridad de
mis padres, de mis maestros, de mis confesores. La autoridad de las personas a
las que admiro, a las que amo. Sus palabras tienen peso dentro de mí, me
importa lo que dicen. Veo que tienen un respaldo en sus vidas. No dicen nada
que no aspiren a vivir. A veces no serán del todo coherentes por su debilidad,
por su pecado. Pero no dejarán de luchar y levantarse para volver a empezar
siempre de nuevo. No se ponen como modelo ante mí, no lo pretenden. Ellos
tienen la autoridad que yo mismo les doy. Creo en ellos, son importantes en mi
vida con su testimonio hecho obra. No sólo son sus palabras las que edifican.
Son más bien sus obras, sus gestos de amor, su fidelidad heroica. En este
tiempo que vivo admiro a los que aman después de haber fallado. A los que
perdonan habiendo sido ellos perdonados. A los que no dictan cátedra
continuamente, sino que callan y asienten en silencio. A los que actúan con
modestia y humildad sin querer imponer sus criterios. Ellos son autoridad en mi
vida. Los admiro, los respeto y los sigo, porque son fiables, son un testimonio
vivo.
Hoy Jesús expulsa demonios de un endemoniado: «Estaba
precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso
a gritar: - ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios.
Jesús lo increpó: - Cállate y sal de él. El espíritu inmundo lo retorció y,
dando un grito muy fuerte, salió». La autoridad de Jesús es grande y hasta los
demonios le obedecen: «Todos se preguntaron estupefactos: - ¿Qué es esto? Este
enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le
obedecen». Era un hombre con un espíritu inmundo. Un hombre dominado por esa
presencia maligna. Un hombre esclavo, sin voluntad libre. Jesús viene hasta él
y con su palabra lo libera. Su palabra crea una realidad nueva en él. Y el
hombre se siente libre, lleno de paz y de vida. La presencia del demonio puede
llegar a poseer a una persona. El demonio influye sobre mí y me tienta, y me
ata, y me esclaviza. Pierdo la libertad y no soy capaz de tomar el control de
mi camino. Alguien dentro de mí me lleva por dónde no quiero ir. Huyen los
demonios cuando escuchan la voz de Jesús. Si me creyera este relato yo sería
más libre. Jesús habla dentro de mí y me libera. Cuando el demonio que me
esclaviza escucha su voz, lo obedece y me deja tranquilo. Pienso en el poder de
Jesús, en su Palabra. Su autoridad acaba con todos los demonios que me
esclavizan. Su autoridad la reconoce el demonio y Él vence en mí. Se impone por
encima de mi voluntad enferma y debilitada y trae paz a mi corazón. Pienso en
ese Jesús al que sigo, en el que creo. Ese Jesús que cambia mi corazón cuando
le dejo entrar. Yo también me siento poseído en muchas ocasiones. No hago lo
que quiero hacer. Reacciono con violencia en lugar de con paz. Me consume la
ira cuando se alteran mis planes y no se hacen realidad mis deseos. La envidia
me lleva incluso a desear el mal de mi prójimo. Me enferma que otros tengan más
éxito y felicidad que la que yo poseo. Me dejo llevar por los placeres que me
tientan. La gula, el sexo, el consumismo, las redes sociales, los vicios anulan
mi voluntad y me hacen vivir como un esclavo. No soy el que quiero ser. Me
prometo una y otra vez volver a empezar y vencer el mal en mi vida. Pero me
cuesta creer que sea posible. ¿Cómo voy a dejar esos hábitos malos que me
quitan la libertad con tanta facilidad? Busco todo tipo de métodos. Pido ayuda.
Busco quien me dé sabios consejos. Pero caigo de nuevo. Me siento a veces como
ese endemoniado que dejaba de ser él cuando se siente poseído, por la rabia,
por la ira. Le pido a Jesús que grite dentro de mí y me saque de mi esclavitud,
de mi tristeza, de mi oscuridad, de mi pecado. Le pido que libere mi fuerza de
voluntad tan debilitada. Le pido que grite y haga brillar ante mí esos sueños e
ideales que Él ha tejido en la piel de mi alma. «Dios puede dedicarse en todo
momento a su ocupación predilecta. Por eso se ocupa siempre del objeto de su
amor. ¿Y quién es ese objeto?: Yo. Si lo creyésemos, si esa convicción nos
calara hasta la médula, seríamos los hombres más felices del mundo» . Si
creyera en el amor de Dios sería más feliz. Él me ama más allá de mis límites y
deficiencias. No ve la oscuridad, no se fija en mi pecado, no se centra en mis
ataques de rabia, pasa por alto mis dependencias y ve la belleza de mi corazón
que vive enredado en una maraña de sentimientos confusos que me atan. Jesús es
el que me libera. Su palabra sana, salva, levanta, cuida. Su palabra es
creadora dentro de mi corazón. Él puede hacerlo. Puede servirse de instrumentos
que Dios pone en mi camino. Personas que tienen a Jesús muy dentro y sanan con
su mirada, con sus palabras, con sus obras y gestos. Sus abrazos me liberan y
sus sonrisas me salvan. Creo en el poder de las palabras de los que tienen
autoridad. Y creo que yo también con mis palabras puedo transformar a las
personas. Puedo cambiarlas porque mis palabras crean, transforman la realidad.
Hacen que los demás, los que me escuchan, cambien. Puedo lograr que sus vidas
sean mejores. Por eso pienso mucho antes de hablar. Y digo lo que edifica, no
lo que destruye. Lo que une, no lo que divide. Lo que anima, no lo que
desalienta. Mido mis palabras que pueden dar vida o quitarla. Quiero tener a
Jesús dentro de mí para poder hablar sus palabras y lograr sus milagros.
Enviado por:
Jesús Manuel
Cedeira Costales.
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