28 de febrero de 2021
Hermano:
«El Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el
desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y
los ángeles le servían»
«Quiero dejar los maquillajes y los disfraces. Olvido las
mentiras y vivo mis verdades. Abandono las angustias y me quedo con la paz de
los niños en medio de la tormenta»
Actualmente hay 391 pacientes hospitalizados por covid y 121
en cuidados intensivos.
Asturias afianza el descenso de contagios, pero suma 11
nuevos fallecidos.
Asturias ha sumado una semana por debajo de los 200
positivos diarios en esta tercera ola pero la presión hospitalaria sigue siendo
muy elevada, extrema las precauciones para evitar contagiarte.
Las cosas que me suceden me hablan de Dios. Lo que veo en
las personas y en los acontecimientos. Como una voz clara o tal vez confusa, ya
no lo sé. A menudo no sé interpretarla y saber lo que me conviene. Creo que me
empeño en hacer lo de siempre, en repetir rutinas, en exigirle a la vida lo que
siempre me ha dado. Incluso cuando ya no me lo puede dar. Le pido a Dios que no
me falle, que esté a la altura de mis expectativas. Quiero que todo salga como
lo tenía previsto. Tengo derecho a vivir mi vida, me digo olvidando de pronto
que la vida es un don, y no un derecho. Igual que el tiempo que me queda y se
me escapa entre los dedos. O ese aire que respiro y puede llegar a faltarme.
¡Qué caro sale ese oxígeno que no es el que me regala Dios! No acepto que las
cosas cambien de repente y todo se dé la vuelta. Puede que no esté dispuesto a
renunciar a nada, aunque la vida implique un riesgo. Quizás me acostumbré a
recibirlo todo sin tener que dar nada a cambio. Lo que me da miedo de verdad es
lo que decía Jorge Bucay: «El único temor que me gustaría que sintieras frente
a un cambio es el de ser incapaz de cambiar con él. Creerte atado a lo muerto,
seguir con lo anterior, permanecer igual». Quizás yo tengo el miedo a quedarme
igual que siempre, inmóvil ante este tiempo que cambia. Nada será igual cuando
pase la pandemia, pero no sé cuándo veré la luz al final del túnel. Yo espero
no ser el mismo. ¿Habré cambiado en mis formas y en el fondo de mi alma? Me da
miedo no ser capaz de cambiar con los cambios. Empeñarme en hacer lo mismo de
siempre. No ser capaz de adaptarme al aire cuando vuelo, o al mar cuando nado,
o a la tierra cuando camino. No ser capaz de hacerme sociable cuando soy amado
y no lograr romper mi coraza cuando me abren el alma. Me da miedo no vencer mi
pudor cuando confían en mí y no ser capaz de correr cuando correr toca. Como si
la realidad a mi alrededor pareciera otra, o la de siempre. Me dicen que Dios
me ama y yo me empeño en amarlo a mi manera que es egoísta. Como si la vida
consistiera en repetir modelos aprendidos o adaptarme a lo de siempre porque lo
necesito, porque tengo derecho, porque siempre ha sido así, porque los demás
tienen que adaptarse a mí y respetar mis necesidades esenciales. No importa que
otros tengan que renunciar, lo fundamental es que yo no tenga que hacerlo. No
renuncio a mis fiestas, a mis retiros, a mis encuentros, a mis hobbies. No me
importa el riesgo, tengo derecho, pienso. Y me aferro a lo de antes, porque es
más seguro. Y Dios sigue pasando en todo lo que me sucede. Y a mí me deja
indiferente el sonido de su voz. No quiero ser indiferente ante el mal que
sufre el hombre, aunque yo no lo sufra. No quiero sentirme preso en mi egoísmo,
ese pecado que se convierte en rutina dentro de mi alma. No quiero tender de
forma enfermiza a hacer siempre mis planes, mis deseos, mis proyectos. Yo y mi
vida tal como la he soñado siempre, tal como la he vivido. No quiero cambiar
nada. No importa que el mundo cambie en torno a mí. Yo sigo haciendo lo que
siempre he hecho. ¿Qué importa? Nada importa. Aunque el mundo cambie, yo no
estoy dispuesto a ninguna renuncia. No sé si soy capaz de aprender algo nuevo
en esta vida. De enamorarme de otras playas. De soñar otros sueños. De cantar
otras canciones. Quiero ser capaz de dejarme interpelar por los vientos. Y
dejarme tocar por esas nuevas olas que acarician mis playas. Ya no sé si mi
alma está abierta a nuevos horizontes. Y si mi corazón es capaz de dar cabida a
más gente, o tiene suficiente con los de siempre. Sueño con una vida diferente
a la que ahora veo en mi pasado. Ni mejor ni peor. Sólo distinta como la tierra
nueva que cambia en esta época de cambios. No quiero regresar a lo de siempre.
Sin dejar de luchar por esos valores que me enamoraron un día. Me gustan las
palabras de Víctor Hugo: «Dejé de vivir historias y comencé a escribirlas, hice
a un lado los estereotipos impuestos, dejé de usar maquillaje para ocultar mis
heridas. Me olvidé de idealizar la vida y comencé a vivirla». Yo también quiero
dejar los maquillajes y los disfraces. Olvido las mentiras y vivo mis verdades.
Abandono las angustias y me quedo con la paz de los niños en medio de la
tormenta. Elijo los abrazos, aún sin poder darlos. Elijo el mar antes que el
desierto. Y la lluvia que calma las lágrimas del alma. Elijo la aventura y no
tantas rutinas. Amar lo que no conocía, sin olvidar lo que amaba. Y ensanchar
el alma. Decido comenzar de nuevo por donde dejé la escritura. Y pinto sobre un
lienzo virgen las noches que he ido viviendo. No dejo de caminar aún en pleno
invierno. Y no disimulo mi dolor pretendiendo no sentirlo. Decido que desde hoy
comenzaré a vivir de nuevo. Es tan bonito saber que la vida cambia a mi paso. Y
yo con ella. Confío de nuevo en la paz que me da vivir feliz. Sabiendo que la
realidad que toco es la mejor que tengo.
Tengo un corazón que no siempre piensa y siente de forma
correcta. No sé por qué, pero no siempre encuentro la paz cuando navego en mi
interior. No siempre descanso tranquilo cuando me quedo a solas conmigo mismo,
en medio de la batalla. Y es precisamente la paz lo que más deseo. Sueño con un
corazón paciente, tranquilo, alegre, pacífico, puro, confiado. Tiene razón
Jesús cuando me dice que del exterior no puede llegar a mi alma nada impuro.
Que es de dentro de donde salen las impurezas. Marcos 7,14: «Nada que entre de
fuera puede hacer impuro al hombre. Lo que sale de dentro del hombre, eso sí
hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los
pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios,
codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo,
frivolidad». Todo lo impuro nace en mi alma. Y con lo que sale de dentro yo
puedo contaminar mi entorno. Mi mirada desconfía de los demás y los juzga. Los
mira desde la propia herida de la que supuran rabia y amargura. Mido las cosas
por lo que es justo y lo que es injusto. El bien que me hacen o el mal que
recibo me afecta. Siempre es así. Siento que no me valoran, no me toman en
cuenta, no me quieren, no me aprecian. Y esa lista interminable de desaires
recibidos me llenan el alma de dolor y amargura. Y pienso entonces que el mundo
está mal y yo estoy herido. Y así brota el mal de mi corazón. El mal que me
daña por dentro. Porque el odio no me hace mejor persona. Me hunde en un
sentimiento doloroso de injusticia. Todo es injusto a mi alrededor y sufro con
ello. Los demás actúan mal y yo quiero hacerlo bien, pero no me dejan. Entonces
opino, critico, juzgo, condeno. La malicia surge de mi alma. ¿De dónde vienen
esos sentimientos de venganza que afloran en el corazón? Miro hoy a Jesús que
es compasivo y misericordioso, paciente y alegre. No mide si el mundo es justo
con Él o no lo es. Él lo ama hasta el extremo. Nada de lo que viene de fuera
puede hacerme impuro. Me duele, eso sí. El mal de los hombres me afecta. Pero
no me hace impuro. Necesito esa fe que cree sin ver, que confía sin poseer, y
espera sin saber. Es la pureza en la mirada la que me hace esperar cuando todo
a mi alrededor es oscuro. Sé que sólo un corazón puro podrá cambiar el mundo
que le rodea. Un corazón que piense bien y confíe siempre. Un corazón que vea la
belleza de las personas y no se detenga en sus puntos oscuros. Una mirada que
vea el mantel blanco sin fijarse tanto en la mancha pequeña que lo marca. Nada
del exterior puede hacerme daño cuando mi corazón es puro y confiado como el de
los niños. Nada de lo que ocurra puede oscurecer mi mirada cuando tengo
suficiente luz en mi interior. Sólo desde mi corazón pueden brotar tinieblas y
quitarme la paz y la alegría. Quiero tener un corazón que sepa amar bien, mirar
bien, confiar y hablar bien de todos. Un corazón que perdone y no guarde el
rencor. Un corazón abierto al amor de Dios que se sepa querido como un niño en
manos de su madre. No sé de dónde brota mi tristeza, o mi rabia, o mi amargura
en ocasiones. Algo habrá en mi alma que no está perdonado, o trabajado, o
purificado. Hoy quiero beber del agua pura que brota del corazón de María
porque sé que su agua me salva. Me gustaría también tener yo agua para dar, un
agua que brotara de la fuente de mi ánimo. No es tan sencillo tener siempre
sentimientos buenos y una mirada alegre y confiada. Debo beber de fuentes que
tengan esa agua pura. Beber de personas que transmitan esperanza y alegría.
Beber de aquellos que me hablen con optimismo en este presente extraño que
ahora vivo. Quiero sacar de mi corazón sentimientos buenos, nobles, alegres.
Miro mi corazón en este tiempo de Cuaresma que se me regala. Es la oportunidad
para dejar que Dios me vaya cambiando por dentro. Quiero encontrar la calma y
sentir la mano de Dios en mi interior. No tengo miedo, no me asusta renunciar
para poder cambiar. Que Jesús me pode para crecer con orden. Que logre ahondar
dentro de mi tierra para que la raíz de su amor se adentre en lo profundo.
Dios hace un pacto con el hombre. Hace un pacto conmigo para
que aprenda a caminar en su presencia. Así lo hizo con Noé y sus hijos: «Yo
hago un pacto con vosotros y con vuestros descendientes, con todos los animales
que os acompañaron: aves, ganado y fieras; con todos los que salieron del arca
y ahora viven en la tierra. Esta es la señal del pacto que hago con vosotros y
con todo lo que vive con vosotros, para todas las edades: pondré mi arco en el
cielo, como señal de mi pacto con la tierra». La alianza de Dios con el hombre
siempre me conmueve. ¿Por qué necesitará Dios mi ayuda? ¿Para qué tiene que
abajarse a la altura de mis ojos para suplicar mi ayuda, mi sí, mi entrega? No
lo entiendo, pero vuelve a suceder. Dios desde el comienzo busca sellar una
alianza con el hombre. Busca que el hombre sea fiel a Él dejando a un lado
otros dioses. Y a cambio se compromete a acompañarlo en el camino y a cuidar
sus pasos. Ni el sol le hará daño. Ni la lluvia pondrá en peligro su vida. Nada
turbará su descanso. Me gusta mirar mi camino como una alianza con Dios. Yo
pongo mi parte, Dios la suya. Yo le hago una promesa, Él me hace las suyas. Esa
forma de mirarme me conmueve. Necesita mis pasos, mi entrega, mi fidelidad
heroica. Necesita que camine a su lado cada día por sus sendas: «Tus sendas,
Señor, son misericordia y lealtad para los que guardan tu alianza Señor,
enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad;
enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador». Los senderos de Dios. ¿Son los
míos? Es lo que deseo, que sus sendas sean las mías. Quiero caminar por sus
caminos. ¿Coincidirán con los míos? ¿O lograré hacer que sus sendas sean mis
caminos? Miro hacia atrás y veo caminos errados y otros que me han traído la
paz. Hacia atrás tengo claro que en todos mis caminos estuvo Dios. Incluso
cuando me equivoqué o no hice caso a sus mandatos. Incluso en el camino del
pecado que no me llevaba a ninguna parte. También ahí mi camino perdido se
convierte con los años en su camino. Y otros caminos que eran suyos, pasaron
también a ser los míos. Porque elegí lo que no amaba y opté por lo que no
quería, sin saber que me convenía, como así me lo hizo ver el paso del tiempo.
Ser aliado es lo que me da paz para enfrentar la vida. ¿Cómo me va a abandonar
quien tanto me ama, aunque ahora no entienda el dolor de lo que me sucede? En
ocasiones tocaré el dolor de la pérdida, o la ausencia. Y sentiré que Dios me
abraza con fuerza, me sostiene, en ese camino que creía cierto, o tal vez
equivocado. Nunca tengo certezas absolutas, sí intuiciones que levantan mi
ánimo y mi mirada. No es tristeza lo que empapa el alma, sino una paz serena
traspasada por un dolor profundo. Entonces siento que no me he perdido, que
Dios siempre me encuentra, vaya por donde vaya. «Cuando una persona vive una
acentuada conciencia de alianza, conciencia de donación y aceptación
recíprocas, hasta en el subconsciente, no le resulta difícil imitar la actitud
y la acción de María en las Bodas de Caná, y repetir en todas las situaciones
con gran serenidad y seguridad, con fe y confianza: - No tienen vino». Cuando
me sé amado en mi verdad, en mi pequeñez, vuelvo el corazón a María y exclamo
con sus palabras que me falta vino. Cada vez que experimento la debilidad y la
pérdida. Y el dolor de una espada que atraviesa el alma. María conoce mi sed y
ha tocado mi hambre. Y no me va a dejar solo en el desierto de mi vida. Menos aun
cuando me siento perdido, sin rumbo, sin camino. Cuando no sé por dónde ir o no
entiendo los pasos dados y los que me faltan por dar. En esos momentos recuerdo
la alianza sellada con Dios. Él me prometió una tierra, un hogar en el que habitar
donde me sentiría seguro. Es la promesa que le hizo a Abraham y cumplió con su
pueblo. Es la misma que me hizo a mí. Me dijo que me daría un hogar en el que
echar mis raíces. Pienso en ese hogar en mi vida donde me siento siempre en
casa y encuentro la paz. Me prometió una descendencia inmensa como las arenas
de la playa, como las estrellas del cielo. Lo hizo a través de Sara que era
estéril y le concedió a Isaac. Y fue fiel a esa promesa. Lo ha hecho conmigo en
mi vida, en esos hijos que he visto, que forman parte de mi historia. Y le
prometió una intimidad con Él. Un solo Dios, una sola alianza, un solo amor. Y
pienso en esa intimidad con Dios. Me la ha prometido a mí desde mi cuna. No iba
a estar solo nunca. Y me regaló un lugar en el que descansar mi rostro en el
costado de Jesús. Como un niño en las manos de su padre. Y así pude ver que esa
intimidad era algo sagrado. ¿Cómo voy a dudar de esa alianza sellada con Dios,
con María? Hoy miro al cielo, veo las estrellas y confío. Así se cumple su
promesa y se hace más firme mi paso. No busco explicaciones ni encontrarles un
sentido a todas mis decisiones. No espero que todo cuadre y funcione a la
medida de lo que yo he soñado. Su promesa trasciende todos mis pasos. Es más
grande que mi capacidad para entender la vida. No me va a dejar nunca porque me
ama y me ha elegido. Y esa elección le da paz a la vida que hoy llevo.
Comienza la cuaresma y pienso en la ternura y la misericordia
de Dios: «Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas.
Acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor. El Señor es bueno y es
recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con
rectitud, enseña su camino a los humildes». Es este tiempo de desierto un
tiempo de misericordia. Dios me mira conmovido, compasivo y me ama como soy,
sin condiciones. Viene a mi vida para que mi vida cambie y sea mejor. Este
tiempo de desierto no es un tiempo triste sino alegre. No es un tiempo de
oscuridades sino de luz y gozo. Eso me da tanta paz. Miro hacia delante. Estos
cuarenta días son una aventura de la mano de Dios. Él no se baja de mi vida. Me
sostiene y me alienta para que no desfallezca. Me gusta su mirada en la
cuaresma. Sostiene mis pasos. Alienta mi desánimo y me permite creer que puedo
caminar a su lado sin temer. Porque a su lado las tentaciones que sufra no van
a encontrar mi debilidad. Hoy escucho: «En aquel tiempo, el Espíritu empujó a
Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por
Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían». Jesús se quedó
cuarenta días en el desierto y fue tentado. Allí vivió la triple tentación que
narran los evangelios. El demonio lo tienta con el poseer. Todo será suyo si se
doblega y lo adora a él. El mundo quedará a su servicio si él se convierte en
siervo. Jesús al hacerse hombre ha renunciado a todo su poder. No quiere la
omnipotencia. Renuncia a ella y se convierte en un hombre más. El demonio lo
tienta. Podría ser el Señor de todo. Sólo si cambia de Señor. Si renuncia a ser
hijo. Y luego le tienta con los alimentos. No necesita pasar hambre. Él, si
recupera su poder, puede convertir una piedra en un pan. ¿Para qué sufrir? Y le
sigue tentando. Puede llegar a ser el Señor de todo y todos lo servirán. Pero
no, Jesús no se deja tentar y se mantiene firme. Es el Hijo amado de Dios y eso
basta para que los ángeles le sirvan. No necesita nada más. Ha renunciado al
poder de Dios para ponerse a la altura de mis ojos. Y yo pienso en mis
tentaciones en este tiempo de cuaresma. Me adentro en el desierto de mi alma y
escucho al demonio tentándome. ¿No me tienta acaso cuando me ofrece ser querido
y amado por todo el mundo si me doblego a lo que me piden? ¿No me dice que no
tengo que renunciar a nada, que no tengo que optar por un camino y puedo
aceptar todo como parte de mi vida? ¿No me sugiere que cualquier cosa que desee
la puedo conseguir si me esfuerzo e incluso si renuncio a mis principios para conseguirla?
Esa tentación me dice que nunca estaré solo, nunca pasaré hambre y siempre
tendré todo lo que desee. La felicidad plena aquí en la tierra, con eso basta. «Lo
que nuestro tiempo necesita, por no decir lo único que necesita, son nuevos
santos, santos grandes, convincentes, cautivadores; y si no santos, ciertamente
hombres nuevos, hombres íntegros, cristianos nuevos, verdaderos, de vida
interior, perfectos». La invitación de este tiempo es a ser santos, no
simplemente buenos. El mundo necesita hombres de Dios, enamorados de Él. Por
eso me adentro en este desierto de tentaciones y le suplico a Dios que me dé la
fuerza que necesito para ser fiel. Porque llegan las tentaciones y no me siento
fuerte. El mundo me ofrece el placer de los bienes de la tierra y yo me apropio
de ellos, los busco, los deseo. Renuncio a otras cosas con tal de poseerlos.
Los quiero para mí, no estoy dispuesto a renunciar. El mundo me habla del poder
que puedo tener si renuncio a esos principios que Dios me ofrece, si busco sólo
mi bien, si me vuelvo egoísta y me centro sólo en mí. Entonces me tienta tocar
el mundo, la tierra y me siento débil con ese contacto que parece alejarme de
Dios. En esta cuaresma soy llevado por el Espíritu Santo al desierto. Y allí,
desprovisto de mis seguros, soy tentado. Con la fuerza del mundo que pesa sobre
mis hombros. Puedo triunfar en todo, puedo ser el primero, puedo vencer en
todas mis batallas, puedo conseguir la admiración de los hombres. Me siento
pequeño. La tentación es poderosa. Y yo experimento la debilidad. Quisiera
romper ese yugo que parece hundirme, tira de mí hacia la tierra. Quiero
levantarme y luchar. Quiero ser capaz de decir que no sólo de pan vive el
hombre, cuando el pan me tienta. O decir que no quiero tentar a Dios, cuando me
seduce el mundo que me halaga y aplaude. Puedo decir que no quiero poseer todo
lo que me atrae porque sólo es Dios el que le da sentido a mis pasos. Es verdad,
es así, pero me cuesta ser firme y fiel al ser tentado. Es demasiado atractivo
el placer que se me ofrece. Es como toda una vida que pasa tentadora ante mis
ojos ofreciéndome el cielo en la tierra. ¿De qué me sirve tanta renuncia por
amor? No quiero renunciar a nada porque duele la renuncia. Duele entregar la
vida por la persona amada. Duele renunciar al primer puesto para que otros lo
ocupen. Duele pasar hambre y sed para que otros puedan seguir comiendo y
bebiendo. Tantas tentaciones me seducen con placeres pasajeros. Se me olvida
que estoy llamado a ser santo, a dar la vida por algo grande que merezca la
pena.
La primera invitación de la cuaresma es a la conversión:
«Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio
de Dios: - Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: - convertíos y
creed en el Evangelio». Me pide el Señor que me convierta y crea en el
Evangelio. Me lo pide mientras la ceniza de esta cuaresma me recuerda que estoy
hecho de cielo, soy una obra de su amor. Soy tan pequeño y frágil. Él me
sostiene. Sólo quiere que cambie mi forma de pensar, de mirar, de vivir, de
amar. Parece tan sencillo, pero me resulta imposible. ¿Cómo voy a lograrlo si
me siento tan débil? Los días vuelan ante mis ojos y no soy capaz de nada.
Tocar el cielo, acariciar la cumbre de la montaña. Allí donde sólo llegan las
águilas. Y yo tengo alas de gorrión, no logro alzar el vuelo. Vivo caminando,
no vuelo. Necesito cambiar tantas cosas en mí que me anclan en la tierra, en el
pasado. No me olvido de lo que estoy hecho. Soy de Dios, soy suyo. Comenta el
Papa Francisco esta cuaresma: «El ayuno, la oración y la limosna, tal como los
presenta Jesús en su predicación (cf. Mt 6,1-18), son las condiciones y la
expresión de nuestra conversión. La vía de la pobreza y de la privación (el
ayuno), la mirada y los gestos de amor hacia el hombre herido (la limosna) y el
diálogo filial con el Padre (la oración) nos permiten encarnar una fe sincera,
una esperanza viva y una caridad operante». Son los tres pilares que me da Dios
en esta cuaresma para convertirme. Tres formas de vivir una vida nueva. Son una
oportunidad para cambiar por dentro. Porque si cambio mi mirada sobre el que
sufre estaré cambiando mi actitud ante el que me necesita. Dejaré de verlo como
un problema, como un estorbo, como un rival, como un enemigo. Dejaré de mirar a
mi hermano con recelo. ¡Cuánto cuesta cambiar esta mirada! La limosna es el
cambio del corazón. Es la transformación más honda que espero en este tiempo.
Necesito cambiar mi actitud interior para que en esta Cuaresma algo pueda
cambiar en mí. Miro a mi prójimo con los ojos de Jesús. Eso es lo que deseo, un
cambio radical. En esta Cuaresma me hago pobre, me vacío de bienes, dejo de
pensar en comprar, en consumir. Dejo de mirar lo que aún me falta. Siempre me
puede faltar algo, soy un necesitado. Y esa sensación de pobreza me hace bien.
Cuando no todo lo tengo a mano. Cuando no poseo todo lo que me vendría bien.
Cuando no todas mis necesidades básicas están cubiertas. Cuando paso hambre,
tengo sed o sufro el frío. Esa experiencia es sanadora. Me vuelvo más
dependiente de Dios al vaciarme de mis posesiones. No sólo de pan vive el
hombre, lo recuerdo, pero yo lo olvido creyendo que sí, que, si lo poseo todo,
si tengo lo que necesito, sí seré capaz de vivir con paz y contento.
Experimentar el vacío, la falta, la ausencia, la pérdida, me hace bien. Porque
así me siento más niño dependiente de Dios. En mi pequeñez Él me salva. ¿A qué
cosas estoy dispuesto a renunciar en esta cuaresma por amor a Él? Tengo muy
claro que puedo vivir con poco. En este tiempo de carencias renuncio por amor.
Es más fácil renunciar cuando amo. Renunciar por la persona amada. Negarme a mí
mismo y mis deseos para que el otro tenga más. Para que sea feliz, para que sea
pleno. Renunciar es parte de la vida. El que renuncia es capaz de dar su vida
por amor. Eso es lo que me salva. La Cuaresma me regala la oportunidad de
crecer en la renuncia por amor. Al mismo tiempo es una oportunidad para crecer
en la intimidad con Dios. Más oración. Digo que rezo, pero luego me cuesta
tanto esfuerzo quedarme en silencio ante el Señor. En seguida busco
distracciones. Y el pensamiento sigue sus propios caminos. Y pierdo la paz
pensando solo en todo aquello que me inquieta y preocupa, angustiado por mis
miedos. La Cuaresma es un tiempo de Dios, un tiempo santo, un Kairós en el cual
recibo gracias especiales para intimar más con Jesús en medio de mi desierto.
Me acerco a Él que camina rumbo a su pasión y quiero sostenerlo. Me quedo como
María al pie de su cruz. Rezo en silencio, en alto, cantando, caminando. Rezo a
su lado y dejo que su voz calme mi alma y me dé la paz. No busco ningún fruto
en mis ratos de oración. Sólo quiero estar con Él, adentrándome en mi alma y
dejando que Él viva dentro de mí para siempre.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira
Costales.
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