Hermano:
«Todo el mundo te busca». «Vámonos a otra parte, a las
aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido».
«La audacia es el mejor antídoto para la desesperación.
Siempre puede haber una oportunidad. Lo que ahora no funciona no tiene por qué
ser siempre así. Dios no se baja de mi vida».
Alarma por la expansión de la cepa británica del COVID-19:
podría ser la dominante en Asturias en menos de un mes.
Los epidemiólogos consideran que se trata de una variante
del virus «más transmisible» que contagia a grupos más amplios de población,
como pueden ser los jóvenes.
Asturias confía en haber alcanzado el pico de una tercera
ola en la que el 40% de los contagios ya son de la cepa británica.
Científicos británicos advierten: «Tendremos que vivir con
este virus igual que vivimos con el de la gripe».
Aseguran que el virus va a estar mutando en todo el mundo,
pero no hay ojos para vigilarlo en todas partes.
Cinco de las diez regiones con más coronavirus de la UE son
españolas.
Hay personas que parecen inmunes a la realidad. Por más que
las cosas sean muy diferentes a lo que ellos piensan no cambian de idea. Es
como si su concepto de las cosas o las personas tuviera que corresponderse con
lo que ven ante sus ojos. Y si no encajan, fuerzan la realidad, nunca la
teoría. Me ha tocado conocer a muchos que, por más que los hechos lo
desmientan, no se bajan de su creencia limitante sobre algún aspecto de la
personalidad de alguien al que incluso aman. Es curioso, mi creencia acaba
transformando la realidad o choca con ella haciéndome daño. Me aferro a mis
pensamientos dejando a un lado lo que otros ven, incluso lo que yo mismo veo.
Pero no puedo aceptar haberme equivocado. Muchos parecen haber estudiado un
máster para ser «opinólogos». Miran la realidad y opinan, forman su juicio,
saben lo que se debería hacer en ese caso. No les es indiferente la realidad,
les afecta. Y por eso opinan. Aunque no tengan nada que ver con lo que está
sucediendo. Aunque no sean su vida, su fama ni sus proyectos los que están en
juego. Aunque no conozcan todo lo que está detrás de una decisión, de un
proyecto. No importa, nacieron para opinar. Y además, opinan sin que nadie les
pida su opinión. Me da miedo convertirme en alguien así. Aferrarme a mis
pensamientos como columnas rígidas, a mis creencias como a un decálogo pétreo
que la realidad nunca podrá cambiar. Aunque también está bien decir lo que
pienso, cuando me presionan a hablar: «Hace falta mucho coraje para nadar
contra la corriente y decir francamente su opinión. Esforcémonos por agradar a
Dios y no a los hombres» . Me asusta volverme intransigente y crítico con todo
lo que sucede a mi alrededor de lo cual yo no soy parte. Hoy en día cualquiera
puede opinar de todo. Sin saber, sin experiencia, sin cultura, sin
conocimientos. No por mucho opinar sobre algo, la realidad cambia con ello. Me
asustan mis juicios rígidos, mis opiniones que quieren influir sobre la
realidad. Tengo claro que una creencia puede cambiar las cosas, es cierto. Si
creo que no puedo llegar a la cima de una montaña, nunca lo intentaré o en
medio de la lucha me sentiré abatido y desistiré. La creencia limitante me
impide luchar. O pensar que puedo hacer algo de manera maestra. No me arriesgo
a perder un partido porque creo que no lo voy a ganar. Tengo claro que el único
que rompe un plato es el que intenta lavarlo. Y el único que se confunde es el
que trata de hablar con otros buscando un acuerdo. El único que falla un
penalti es el que lo lanza. Y el que se confunde en un discurso es el que lo
escribe y se presenta ante el público. Cuando no hago nada sólo me podrán
acusar de pasividad, de omisión. Nunca de haber cometido un error actuando.
Prefiero hacer a no hacer. Decir a callar. Siempre y cuando lo que diga
construya y una a las personas. Creo que sería bueno que no opinara, sobre
todo, más aún si no me lo preguntan. Y tal vez no debería ser tan inmune a la
realidad aceptando que mis creencias puedan estar erradas. Tal vez esa persona
no es como yo pensaba, lo muestran sus obras. O tal situación no es como imaginaba,
sólo presuponía lo que no conocía. Los malentendidos llegan cuando no hay un
diálogo franco y abierto. Suceden cuando no pregunto, cuando no me pongo a
hablar con la persona afectada para saber lo que ha sucedido. La realidad se
impone siempre, aunque yo no lo quiera. Y dejar de creer en ciertas creencias
que me limitan me hace bien. Pensar mal de los demás o de lo que hacen, no
siempre me lleva al acierto, la mayor parte de las veces a la amargura. No por
tener opinión sobre todo soy más sabio, a lo mejor soy demasiado intruso. No
tengo por qué saber de todo y tal vez en ocasiones me haría bien callarme. El
silencio no es muestra de ignorancia, la mayoría de las veces lo es de
sabiduría. Callar es guardar la ocasión de decir algo que valga la pena para
otro momento, no siempre tengo respuestas. La mayoría de las veces abundan en
mi alma las preguntas. Y no pasa nada por vivir buscando. La realidad siempre
puede sorprenderme y descolocarme, y hacerme cambiar cosas que yo pensaba que
eran inamovibles. Me hace bien ser más flexible y menos duro con lo que hacen
los demás, con lo que piensan. No siempre el que no piensa como yo es mi
enemigo ni desea mi mal, sólo no está de acuerdo conmigo y eso no es malo. En
la vida las cosas no se cambian gritando más fuerte lo que creo que debería
suceder. Casi siempre hay que esperar y ser pacientes. No por gritar mucho
cambia la realidad. No por vivir denunciando lo que no está bien pasa a ser
todo correcto a mi alrededor. Podré llenarme de amargura y no por eso el mundo
es mejor. Me viene bien sonreír y esperar. Y alegrarme con lo que los demás
viven, sólo eso.
Creo que pierdo mucho tiempo tratando de hacerlo todo bien.
O malgasto mi vida queriendo que todo encaje y esté en orden. ¿Es eso posible?
El desorden forma parte de la vida. El orden perfecto será en el cielo, eso
espero. Mientras tanto sufro cuando no soy feliz. Y recuerdo una frase que
escuché hace poco: «¿Quién te ha dicho que tienes derecho a ser feliz?». No
tengo derecho a ser feliz. Y en la vida habrá muchos momentos de infelicidad.
Como leía el otro día: «A cada uno le tocaba su ración de desgracia y de
felicidad sin haber tenido nunca intención de participar en la rifa» . Habrá
sueños truncados, heridas causadas por el desamor, la pérdida y el desencuentro,
los malentendidos y los fracasos en las empresas que inicié lleno de alegría.
La felicidad no es un estado aquí en este camino de barro. Son más bien
momentos que llegan y se escapan y me dejan a veces satisfecho y otras veces
anhelando un cielo aún lejano. Deseo que todas las piezas de mi vida encajen.
Que todos aquellos a los que amo sean felices. Que todas las empresas que
emprendo lleven a buen fin. Que reciba el eco necesario para levantar mi ánimo
y mi autoestima. Que sepa acoger con alegría los contratiempos del camino. Que
aprenda a vivir la vida que me toca sin desear una diferente. Que alguien me
recuerde en cada momento cuánto valgo para que no me olvide al escuchar
desaires. Que sea feliz con lo poco que tengo sin necesitar nada extra. Que aprenda
a valorar los regalos del día, que no son derechos, sino dones inmerecidos. Que
mire mi vida como un regalo magnífico sin pretender compararla con otras vidas.
Que sepa levantarme después de la caída y olvidar el momento de tristeza ya
pasado y no quedarme apegado a los fracasos. Lo que ya fue lo dejo ir. Lo que
pasó, lo dejo atrás. No me quedo llorando por la leche derramada, por la
oportunidad perdida. Pienso en positivo, miro hacia delante. Aprendo a valorar
los pequeños pasos que doy. No escatimo el esfuerzo, no dejo de luchar, porque
la vida es corta y sólo es una. Siempre puedo elegir cómo vivir todo lo que me
sucede. La actitud es lo importante. La manera cómo interpreto la realidad y la
acepto con un corazón alegre y lleno de entusiasmo y fuerza. La insatisfacción
no cuenta tanto. Es constatar que mi corazón está hecho para el cielo y nada de
la tierra logra llenarlo por completo. Y las heridas o dolores son grietas en
el alma por las que puede acabar entrando la luz de la esperanza. El desánimo
es una enfermedad que se me pega a la piel y me quita las fuerzas para seguir
luchando. No me gusta sentirme desanimado porque eso me hace menos capaz de
amar y dar la vida. No dejo a un lado mis sueños, es imposible, son
fundamentales para seguir amando. No desfallezco, no me echo atrás por miedo.
La audacia es el mejor antídoto para la desesperación. Siempre puede haber una
nueva oportunidad. Lo que ahora no funciona no tiene por qué ser siempre así.
Podrá haber momentos mejores y en todos no voy a estar solo, Dios no se baja de
mi vida. Me sostiene y da un nuevo empuje en cada ocasión. No tengo derecho a
ser feliz, nadie me lo ha prometido. Pero sí tengo en mi mano la oportunidad
para serlo. Y no va a depender de que se alineen todos los astros en mi favor.
Llevo dentro la llave para abrir la puerta de la esperanza. Decía Albert
Espinosa: «Si sólo te fijas en los problemas, te perderás la belleza del mundo
que te rodea. Esa era la base de la felicidad». Importa la fe del que ve más
allá de lo que ahora duele. Una derrota nunca es el final. Y después de la
muerte hay una vida que colmará todos mis miedos presentes. Pero ahora, en
medio de mi camino, elijo ser feliz, vivir con paz, convencido de que Dios me
necesita y le hago falta. Mi vida es útil, no es indiferente. Lo que yo no
entregue nadie podrá darlo. Porque es mi forma de hacer las cosas, el color de
mis actos, la melodía de mi vida la que faltará si yo no me entrego. No desisto
en mi lucha por vivir con una sonrisa. A la pregunta que algunos me hacen me
quedo pensando: «¿Eres feliz?». Y sí, tengo mis momentos. En los que pienso que
este es el mejor lugar, son las mejores personas con las que me toca caminar, o
es lo mejor que puedo estar haciendo. Y acierto, porque es así. Y habrá
momentos de desánimo, de vacío o de tristeza. No son los más importantes, sin
duda. Pero aparecen y los aparto de un manotazo para que no me molesten. Para
que no me aten al pasado herido o me hagan sentir que no vale la pena la lucha.
Porque no es cierto. No tengo derecho a ser feliz, pero sí tengo la oportunidad
de serlo. Esa oportunidad se presenta en mi ventana cada mañana con un sol
radiante desde montes inmensos que me contemplan. Y yo vuelvo a mi rutina con
el corazón radiante. Soy feliz haciendo lo que Él me pide. Y acabando cada día
cansado en su regazo. Y soñando con los cielos que se dibujan en mi alma. Sé
que puedo sonreír para hacer reír al resto. Merece la pena vivir con un
sentido. Lo que yo no haga, diga o sienta, nadie más podrá hacerlo en mi lugar.
Es mi manera, mi sueño, mi vida la que es semilla de esperanza en esta tierra.
Me gusta pensar en ese Jesús al que todos acuden al caer la
tarde: «Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y
endemoniados. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos
enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo
conocían, no les permitía hablar». Al ponerse el sol, cuando el día declina, le
llevan todos los enfermos. Entonces lo buscan para que los cure. Tal vez su
fama de taumaturgo se ha extendido por Cafarnaúm y lo buscan esperando un
milagro. Es en esta tierra de Pedro, en Cafarnaúm, donde Jesús hace más
milagros. Y en la actualidad no queda nada de esa población, sólo hay ruinas
que dan testimonio del paso de Jesús. Hoy medito sobre estos milagros y pienso
en esos atardeceres junto al lago. Allí se acercaban muchos hombres. Es cierto
que tal vez sólo buscan a Jesús por los milagros. Aun así lo buscan, creen en
su poder, ven más allá de la apariencia de un hombre pobre venido de Nazaret.
Hoy medito esta escena, en medio de esta pandemia y tengo la misma tentación al
caer la tarde. Le quiero llevar a Jesús todos los enfermos para que los cure.
Quiero cargar con todos los que no pueden respirar con facilidad. Con todos los
que sufren en silencio sin entender nada de lo que les pasa. Con todos los que
se sienten abandonados, tristes o perdidos. Quiero que Jesús me espere a la
puerta de su casa para curarlos como esos días en Cafarnaúm. No le es
indiferente mi dolor. Le importa el que sufre, el perdido, el pobre. Sólo le
pido hoy que se acerque y toque al que está enfermo. Es eso lo que le pido. Es
verdad que espero más cosas de Él. Pero es tan necesaria la salud para poder
servir. ¿Quién va a alabar a Dios si no estoy vivo? Hoy escucho en el salmo:
«Alabad al Señor que sana los corazones destrozados, venda sus heridas. Cuenta
el número de las estrellas, a cada una la llama por su nombre. Nuestro Señor es
grande y poderoso, su sabiduría no tiene medida». Si no puedo respirar no puedo
alabar, ni cantar, ni agradecer por la vida y todo lo que me da Dios. La muerte
no me va a permitir seguir alabando a Dios en la tierra. Yo amo la vida, la
salud. ¿Qué sentido tienen todas estas muertes que me llenan de dolor y
tristeza? ¿Y las vidas truncadas antes de tiempo? Al caer la tarde voy yo mismo
con mi propia enfermedad a la puerta de la casa de Pedro, junto a Jesús. Tal
vez no es el Covid lo que me atormenta. Puede que mi enfermedad esté en el alma
y he oído que Jesús sana los corazones destrozados y venda sus heridas. Yo
tengo muchas. Al caer la tarde lo busco en mi corazón y voy a la casa de Pedro.
Allí es donde Él hizo tantos milagros. Quiero buscarlo y que sane mi alma y el
alma de las personas a las que llevo en el corazón. Hay tanta gente enferma del
alma. Tanta gente que sufre en agonía porque la vida que llevan no es la que
ellos hubieran elegido. Tantas personas que no le encuentran sentido a las
decisiones que fueron tomando en el camino. Tantas personas esclavas de sus propias
adiciones y vicios. ¿Cómo puedo logra que el Señor siga hoy curando en medio de
mi vida? Me acerco a Él al final de la tarde, cuando el sol declina. Es cierto
que no lo busco sólo porque hace milagros, porque venda heridas y sana el alma.
También lo busco porque lo amo y Él me ama. Pero saber que puede curarme me
ayuda para todo lo demás. Lo busco porque me ha amado y porque quiero estar con
Él. Lo busco porque sé que a su lado todos mis sinsentidos tienen razón de ser.
Lo busco porque Él tiene palabras de vida eterna que consuelan. «Simón y sus
compañeros fueron y, al encontrarlo, le dijeron: - Todo el mundo te busca. Él
les respondió: - Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar
también allí; que para eso he salido». Hoy me recuerda que viene a predicar a
todas las aldeas, a los que necesitan escuchar su voz. Su palabra y su
esperanza son para todos. Él no se cansa. Yo a veces me acomodo y me canso. Me
quedo pensando en mis propias cosas y buscando mi seguridad. Y digo que quiero
dar la vida por Él pero voy midiendo y calculando. Busco lo que me conviene.
Primero quiero estar bien yo. Después los demás y la misión que tienen en sus
vidas. Pero primero yo. Ese egoísmo no lo consigo superar. Esa tendencia a
buscarme a mí cuando predico, cuando recorro las aldeas tratando de llevar
consuelo y esperanza. Me busco a mí. Quiero ser yo el primero en ser curado,
sanado, vendado, salvado, vacunado, protegido. Luego ya me utilizará el Señor
para sanar y salvar a otros. Miro a Jesús y veo que Él no es así, no descansa,
no se cuida, no se protege, se desgasta por amor. Esa forma de ser de Jesús me
conmueve. No tiene miedo de perder la vida por amor. Yo quisiera parecerme más
a Él.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira Costales.
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