21 de febrero de 2021
Hermano:
«Si quieres, puedes limpiarme. Compadecido, extendió la mano
y lo tocó diciendo: - Quiero,
queda limpio».
«El amor que no se cuida se muere, el que no se acaricia con
suavidad se vuelve áspero y duro. La planta que no se riega se acaba secando.
El jardín que no se cultiva se convierte en erial».
Asturias pone a disposición de la ciudadanía un programa de
atención psicológica para casos relacionados con la crisis sanitaria.
Para paliar este problema, la Consejería de Salud del
Principado de Asturias ha puesto a disposición de la población general un
programa de atención psicológica para casos relacionados con la pandemia.
También hay otras dos líneas: una para el asesoramiento,
apoyo y asistencia psicológica para personas hospitalizadas por covid o sus
familias; y otra para los sanitarios de primera línea.
Se inició a finales del mes de mayo y ya han participado 413
usuarios.
Los ingresos hospitalarios bajan a 36, siete de ellos en la
UCI, en donde permanecen graves un total de 129 pacientes.
Asturias baja de los 200 contagios diarios de covid en una
jornada con 7 muertos.
No sé muy bien si busco agradar a los hombres más que a
Dios. A menudo intento cuidar esa imagen que proyecto. Como decían en una
película: «Perciben la imagen que proyectamos». Ven lo que proyecto. Si tengo
miedo perciben mi miedo. Si me siento inseguro palpan mi inseguridad. Si pienso
que voy a fracasar percibirán mi temor ante una posible derrota. Lo que proyecto
es lo que cuenta. Pero no puedo vivir queriendo proyectar una imagen perfecta e
inmaculada, eso me desgasta y acaba matando por dentro. No puedo depender tanto
de cómo me ven los demás, de cómo me valoran. No puedo vivir haciendo encuestas
para saber mi popularidad, buscando un amor que no siempre recibo en la medida
que deseo. «Les pido encarecidamente que sean independientes frente a los
juicios humanos. Si yo no hubiese sido absolutamente independiente frente a los
hombres, todo habría fracasado. Pero yo siempre pensaba: esto corresponde al
deseo de Dios». El mundo espeja mi imagen. En él me veo reflejado. Y no siempre
me gusta lo que veo. La imagen que me dan los demás de mí mismo no siempre
coincide con la realidad. Decía el siquiatra Enrique Rojas: «Todos tenemos tres
caras: lo que yo pienso que soy (autoconcepto), lo que los demás piensan de mí
(imagen) y lo que realmente soy (la verdad sobre mí mismo)». yo veo una parte
de mi verdad, pero a menudo esa imagen viene distorsionada por mis experiencias
vitales desde niño. Lo que he percibido. La aceptación o el rechazo. Las
críticas o los halagos. Todo va formando una imagen de mí dentro de mi alma. Me
veo de una forma y a veces esa manera es errónea. No soy tan torpe como me han
dicho desde pequeño. Ni tampoco soy tan mentiroso. A lo mejor no soy tan
ingenuo ni tan duro. He recibido golpes y me han ido haciendo de una manera. Me
percibo peor muchas veces de lo que realmente soy. Necesito entonces a personas
junto a mí que me quieran y me digan quién soy y cómo me ven. Necesito ojos que
me vean como me ve Dios. No es tan sencillo tener amigos buenos que me quieran
y acepten en mi verdad. Padres que me hablen y me miren como un hijo precioso.
No es fácil que la persona que más me ama sepa decirme cómo soy, a veces puede
estar contaminada por experiencias recientes que le llevan a ver sólo un parte
de mi verdad. Entonces necesito hacer un camino más profundo, buscar en mi
interior mi verdadero yo, mi imagen más auténtica, mi verdad sin ropajes, sin
tatuajes, sin máscaras. Mi verdad desnuda, sin arreglos ni mentiras. Lo que los
demás piensan sobre mí a menudo no me ayuda. Porque no me conocen de verdad y
se quedan en lo que proyecto, en lo que han oído sobre mí, en lo que han percibido
de forma sesgada. Han escuchado algo, han leído algo escrito por mí, o dicho
por mí. Lo interpretan y creen poseer un juicio exacto y verdadero. Pero sólo
tienen una parte de mi verdad, el lado visible, pero no toda la verdad. Y
quizás su mirada exagera, y no ve nada más que ese aspecto. Se queda a mitad de
camino para llegar a la verdad que llevo dentro. No me vale con lo que otros
dicen sobre mí para saber cómo soy. Me ayudan los que están más cerca de mí y
han visto todos los lados ocultos que muchos no ven. Conocen mi pecado, mi
debilidad, mis pasiones, mis tensiones internas, mis conflictos profundos. Han
palpado mi debilidad y me han visto desvalido, enfermo, necesitado, débil,
confundido. Han percibido que no lo hago todo tan bien como intento mostrarle
al mundo. Aman mi lado más humano y me lo recuerdan para que me conozca bien,
para que sepa quién soy en realidad. Esa verdad de los demás me ayuda. Pero
luego tengo que dar un paso más y adentrarme en mi alma. Allí vive Dios oculto
en mi pobreza, amando mi rostro de niño que quiere entregarse sin máscaras, en
su debilidad, al Dios de su vida. Ese Dios al que amo me refleja mi verdadero
yo. Necesito hacer silencio para encontrarme conmigo mismo en el rincón más
oscuro y valioso de mi alma. Allí donde sólo puedo adentrarme yo, de rodillas,
dispuesto a amar el rostro que reconozca como el mío. Sin miedo a lo que pueda
ver. Sabiendo que sea lo que sea es lo que Dios más ama.
Me quieren convencer
de algo que no es real. Quieren que crea que no hay límites en esta vida. Que
si algo lo deseo con mucha fuerza lo puedo conseguir. Que si creo que algo
puede ser posible, lo acabará siendo. Pero no es verdad. Hoy cuesta asumir la
propia culpa, aceptar los errores, reconocer la responsabilidad. Normalmente le
pido a los demás que den la cara y pidan perdón por sus errores. Pero yo acallo
mis errores, oculto mi culpa, tapo mis límites. Se me olvida quién soy. Sólo
soy un hombre frágil. No lo puedo negar, los límites forman parte de mi
existencia. No lo puedo hacer todo bien. No todo es posible. Hay límites que me
ponen en perspectiva y me muestran que no soy Dios. Mi tarea a lo largo de mi
vida consiste en ensanchar mis límites. En potenciar mis capacidades. En hacer
que mis habilidades den más fruto. No me guardo el talento escondido y lo
invierto en tierra fértil. Los límites me recuerdan siempre que soy humano,
frágil y débil. Mi herida en el alma aflora en esos momentos en los que me creo
superior a otros, mejor que muchos. Entonces destaca mi impureza y me siento
leproso, enfermo, roto por dentro. Las palabras que hoy escucho tienen que ver
con mi vida, con mi alma. «El enfermo de lepra andará con la ropa rasgada y la
cabellera desgreñada, con la barba tapada y gritando: - ¡Impuro, impuro!
Mientras le dure la afección, seguirá siendo impuro. Es impuro y vivirá solo y
tendrá su morada fuera del campamento». Me siento impuro, incapaz de mirar la
vida con pureza y de aceptar mis límites y dolencias. No logro reconocer mi
culpa, ni mi pecado. Busco enemigos fuera de mí, o culpables. Guardo mi
impureza bajo la piel para protegerme de juicios y condenas. No quiero que vean
que no soy tan perfecto como quiero mostrar. Hasta S. Pablo tenía ese aguijón
clavado en la piel que le recordaba que solo no podía hacer nada, que
necesitaba a Dios cada día para poder caminar. Y en medio de sus límites se
atrevía a decirles a los suyos: «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo».
Soy imitador de Cristo y qué lejos me siento de vivir y amar como Él. Siendo lo
que más deseo, huyo cuando no lo consigo. Y me siento impuro, o veo mi impureza
en el corazón. Me siento débil y culpable y necesito palpar su misericordia
cada día. Me recuerda José Antonio Pagola cómo lo vivían sus discípulos: «El
amor íntimo que ellos celebran y disfrutan, los gestos de cariño y ternura que
se intercambian, la entrega y fidelidad que viven día a día, el perdón y la
comprensión que sostienen su existencia. A pesar de sus errores y sus limitaciones,
en el interior de su amor han de saborear ellos la gracia de Dios, su cercanía
y su perdón» . Me gusta esa mirada desde la indigencia, desde el pecado y la
culpa. La misericordia de Jesús es ternura que sana, es una mirada que
dignifica. Yo grito: «¡Impuro, impuro!». Y Jesús me grita que soy puro, que no
tenga miedo, que no dude. Que no me guarde por no aceptarme en mi debilidad.
Que no piense que es imposible que Él pueda verme puro. Él lo puede todo y eso
me calma. Su amor me purifica. Hay personas en mi camino que me ven como Jesús
me ve. Hay vidas que completan la mía, mi corazón. Me gusta pensar en esas
vidas que me completan. Mi vida también puede completar otras. Y la impureza
que yo descubro tiene que ver con mi fragilidad y mi pecado reconocido y
asumido. Es la experiencia del límite que me hace más consciente de cuánto
necesito a Dios en mi camino. Sin Él a mi lado mi vida es pobre. Hoy me lo
recuerda Dios: «Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han
sepultado su pecado. Confesaré al Señor mi culpa. Alegraos, justos, y gozad con
el Señor; aclamadlo, los de corazón sincero». Seré dichoso porque el perdón de
Dios habrá sepultado toda mi culpa. Eso me alegra siempre. La mirada de Dios
saca lo mejor que hay en mí, el don escondido, la belleza oculta. Me mira y su
mirada queda grabada en lo más hondo de mi ser. Como un lazo que nadie puede
romper. Esa forma de mirarme me levanta desde donde estoy caído. Tengo claro
que no puedo vivir tapando los límites o molesto por tocarlos cada día. No
puedo vivir negando su existencia, como si yo fuera capaz de todo. Quiero
alegrarme por todo lo que se me regala como un don. No quiero verlo como un
pago que se me debe. Dios es capaz de obrar milagros de gracia en mí. Él cubre
mi pecado con sus manos. Siento su abrazo cuando toco las aristas de mi pecado,
de mi culpa, de mi impureza. En los momentos de dolor siento de nuevo ese
aguijón en la piel que me recuerda que mi vida está en las manos de Dios. Los
límites de la pandemia que ahora sufro sólo me hacen más consciente de mi
vulnerabilidad, soy creatura, no lo puedo todo. No me salvo solo y no puedo
hacer siempre todo lo que quiero. Hay límites en mi cuerpo y límites en el
mundo que no puedo saltar. No puedo llegar siempre tan lejos como quisiera. Hay
una barrera humana que cargo en el alma y me hace sentir débil y necesitado.
Los límites son más conscientes en este tiempo que vivo. No importa, es una
oportunidad que me da Dios para entregarle a Él cada día mi impotencia, mi
pobreza, mi mediocridad. Y Él, con su amor me levanta para seguir amando.
Lo primero en la vida es ser capaz de reconocer la
debilidad, el pecado, la impureza: «En aquel tiempo, se acercó a Jesús un
leproso, suplicándole de rodillas: - Si quieres, puedes limpiarme». Quiero ser
consciente de mi indignidad. Y sintiéndome débil acercarme a Jesús y suplicar
misericordia. No sé bien por qué cuando peco, cuando caigo en mi fragilidad, me
alejo de Dios. Me avergüenzo de mi pobreza y me escondo. Como si no pudiera
verme. Quisiera ser como el leproso del Evangelio que se acerca al que puede
curarlo. Es un milagro esa audacia. Tengo que ser muy humilde para acercarme. Y
también muy humilde para reconocer mi culpa en muchas de las cosas que hago y
no me resultan. Quizás la culpa no venga rápidamente al alma. Miro al que está
junto a mí y lo culpo de lo que yo no hago o hago mal. Busco excusas. Me
lamento inculpando a otros, buscando responsables. Y así eludo la responsabilidad.
Yo no he sido. Yo no soy el que merece la reprobación. Quiero abrir el alma y
reconocer mi pecado. Y al hacerlo, no huir, no esconderme. Quiero que una vez
que me sienta culpable e impuro brote de mi corazón la súplica. Quiero que
Jesús me limpie por dentro, en lo más hondo. Si Jesús quiere, si esa es su
voluntad, puede hacerlo. Yo le dejo, no me alejo, no cierro la puerta, abro el
alma. Pero sólo si Él quiere, porque Él tiene el poder para limpiar mi vida.
Puede acabar con el mal que me habita, con la muerte que me mata, con las
heridas que supuran y amargan, con el dolor que me hiere en lo hondo, con la
enfermedad que acaba con mis días, con la pandemia que me llena de miedos, con
la mala suerte que me hace perder lo que ya poseía, con las derrotas y los
fracasos que me recuerdan que sólo soy un hombre. ¿Por qué no actúa ese Dios en
el que creo y al que suplico? Tal vez no quiera limpiarme y acabar con ese mal
que me acecha por todas partes. Tengo miedo. Me asusta que no quiera hacerlo y
siga su camino sin detenerse ante mí que soy un leproso. Si Dios quiere mi
bien, hará todo lo posible para que acabe mi mal. Si Él quiere. Esa frase
resuena dentro de mí y puede confundirme. ¿Será acaso que no quiere Dios acabar
con las muertes en esta pandemia? ¿Será que no quiere que viva en paz y
tranquilo como hace poco más de un año? ¿Es su querer que viva lo que ahora
vivo y sufro? ¿Cómo puedo saber lo que realmente quiere Dios? Él me habla al
corazón y despierta mis deseos. ¿Qué es lo que yo deseo? Lo tengo claro. Quiero
la vida, la paz, la salud, la prosperidad, el amor que recibo, el amor que doy.
Quiero vencer en todas mis luchas, vivir con pasión la vida que me toca vivir
cada segundo, sin lamentarme por el pasado ya ido. Quiero la prosperidad de mis
empresas, el éxito de mis hijos en sus sueños y que logren ver la luz todos los
proyectos que incubo dentro del alma. Sueño con una vida más plena y más logros
de los alcanzados. Entonces, si esos son mis deseos, lo que yo quiero, ¿qué
quiere Dios? ¿Acaso no sé pedir lo que me conviene? En pedir nunca hay engaño.
Le digo muy quedo a Jesús la frase del leproso: «Si quieres, puedes limpiarme».
Vivo un tiempo en el que me limpio las manos para evitar el contagio. La
limpieza es un don que sueño y deseo. Quiero estar limpio. Quiero que mi mundo
esté limpio, sin suciedad, sin olores. Quiero que esté pulcro todo lo que toco.
Dios también limpia mi vida con su paso, con su voz, con su mano. Una persona decía: «En medio de mi enfermedad
Dios ha limpiado la mirada y ahora veo todo con más belleza». Puede que mi
mirada esté sucia y vea sólo malas intenciones en los demás, se detenga en el
pecado que observa y no sepa apreciar la belleza escondida en el corazón.
Quisiera tener una mirada pura, una conciencia tranquila, un corazón que no
albergue malas intenciones. Que haga todo por amor a Dios como hoy escucho: «Ya
comáis, ya bebáis o hagáis lo que hagáis, hacedlo todo para gloria de Dios.
Como yo, que procuro contentar en todo a todos, no buscando mi propia ventaja,
sino la de la mayoría, para que se salven». Hacerlo todo por el bien de los
demás. pensando en ellos y no en mí. No buscando mi ventaja en lo que hago.
Deseando que a los demás les vaya bien, mejor que a mí en todo lo que
emprendan. Que no dude de su verdad incluso cuando pueda parecer que están
pecando o haciendo algo mal. Todo eso es posible, no lo niego. Pero mi mirada
quiere ser pura. Y mi forma de ver las cosas. Quiero ser capaz de mirar así a
Dios. Quiero tener un amor puro. «Por amor purificado entendemos el amor de
benevolencia, que prescinde más fuertemente del yo y gira en torno al tú». Un
amor puro no persigue segundas intenciones en sus acciones. Ama por entero sin
guardarse nada. Mira el corazón de la persona amada y le dice que la quiere sin
barreras, sin condiciones, sin razones. El amor puro ha puesto al yo en un
segundo plano. ¿Es eso posible? Dejo el querer propio a un lado para que se
imponga el deseo de la persona amada. Dejo a un lado mi amor propio. Esa forma de
amar es un don de Dios porque mi corazón está herido por el pecado y el límite.
Y eso no me permite amar como Dios me ama. Tiene que ser un don que Dios me
conceda. Se lo pido de rodillas para que cambie mi forma de amar. Eso es lo que
deseo.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira
Costales.
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