24 de mayo de 2020
Hermano:
El egoísmo es una tendencia de mi alma. Vuelvo a mi yo
de forma enfermiza. Me busco, deseo mi bien por encima de todo, busco salvar mi
vida, aunque otros la pierdan. Veo todo bajo la perspectiva de mi interés. Lo
que a mí me hace bien, me conviene, me interesa. Mi mirada es tan estrecha. «Todo
amor terreno es ‘yoico’, está referido al yo. Mientras sea un amor puramente
instintivo, llevará impreso el sello del enamoramiento del propio yo y del
estar poseído por él. El santo de la vida diaria procura con éxito preservar el
sano amor a sí mismo del egoísmo enfermizo y colocarlo al servicio de Dios».
Pasar de una mirada enfermiza a un cuidado sano del yo no es tan sencillo. Pero
es necesario aceptar que el egoísmo es parte de mi camino de maduración. Tengo
que vivir esa fase en mi entrega, en mi amor. «Al comienzo se da un amor
primitivo, es decir, un amor egoísta. Y así debe ser. Al contemplarse a sí
mismos y al contemplar a otros psicológicamente, no deben perder nunca de vista
que, si los diferentes instintos no encuentran alguna vez una satisfacción, si
no se los encauza alguna vez, el desarrollo no sigue su camino». La fase
egoísta es parte del crecimiento. La vinculación exagerada en un determinado
momento de mi vida es necesaria para que madure. Aceptar el egoísmo como parte
de mi camino me salva. Lo otro significa reprimir, tapar, y algún día saldrá
todo de nuevo a la superficie con fuerza. ¿Cómo son los amores y las relaciones
en mi vida en este momento? ¿Predomina el egoísmo? ¿En qué etapa de mi
crecimiento estoy? Muchos matrimonios fracasan cuando los cónyuges no superan
la etapa de ese amor referido al yo. Quiero crecer, madurar y volcarme en el
tú, en su felicidad. Ese salto exige valor. Ponerme yo en un segundo plano. No
pretender destacar, ser admirado, valorado. Ese amor descentrado me parece
imposible. ¿Los santos siempre fueron así? No, tuvieron que pasar por lo mismo
que yo paso. Tuvieron que madurar como yo tengo que hacerlo. Tuvieron que
fracasar como yo tantas veces fracaso. Y una y otra vez volvieron a levantarse
y siguieron luchando. No se desanimaron. Respetaron su forma de ser, sus
tendencias, sus debilidades. Y lo más importante es que Dios hizo obras grandes
con ellos. Se descentraron cuando vieron que no tenían nada que defender. Ya
estaban entregados al amor de Dios en sus vidas. Y vieron que sólo muriendo por
amor merecía la pena seguir viviendo. Un amor que no se mira y no se busca. Un
amor que no se pone en el centro. Es ese amor que se eleva por encima de sí
mismo. Sueña con dar la vida, aunque fracase en ello tantas veces «El amor que
no es capaz de la renuncia por amor, se parece a un fuego que se sofoca en su
propio humo». Me gusta ese amor generoso que me falta muy a menudo. Jesús quiere
educarme a amar de esa manera. Quiero pensar más en la felicidad de los demás y
preguntarme constantemente qué es lo que desean. Sin pensar sólo en mí. La
madurez pasa por aprender a renunciar. Negarme a mí mismo en mis gustos para
que otros tengan lo que desean. Un amor generoso no se busca de forma
enfermiza. Superar ese egoísmo es la tarea de toda mi vida. Sólo Dios puede
hacerlo en mí porque yo solo no puedo. Necesito una presencia en mi corazón,
una mirada que me salve y me levante. Y me haga mirar la vida de forma
diferente. No quiero un fuego que se ahogue en su propio humo y no logre
encender con su pasión el fuego en otros corazones. Quiero salir de mí mismo.
En este tiempo en el que vivo encerrado, en mi familia, con los míos, tengo la
oportunidad de vivir una escuela del amor. ¿Cómo me relaciono con los que tengo
más cerca? ¿Cómo sirvo y me pongo en un segundo plano? El amor verdadero me
lleva a vivir en verdad y humildad. Amo y veo la belleza que hay en el otro. Lo
enaltezco, lo pongo en el primer lugar. Y yo me quedo oculto. Porque así brilla
más la vida del que está conmigo. Ese amor es el que me rescata de la
autorreferencia. No quiero vivir quejándome cuando me exigen, me demandan
demasiado, no me agradecen por todo lo que hago y no valoran mi entrega
generosa. El corazón grande vive para dar, no para recibir. Si recibe se
alegra. Si es ignorado no sufre. Ese corazón es el que quiero. Es el corazón de
Cristo en mí.
Enviado
por:
Jesús Manuel
Cedeira Costales.
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