22 de mayo de 2020
Hermano:
Hoy Jesús me invita a cuidar el amor en mi vida: «Si
me amáis, guardaréis mis mandamientos; El que tiene mis mandamientos y los
guarda, ese es el que me ama; y el que me ame será amado de mi Padre; y Yo lo
amaré y me manifestaré a él». El amor es la clave de todos los entresijos del
alma humana. Es la llave que descerraja todas las puertas y abre todas las
clausuras. Es lo único que puede levantarme del polvo de la agonía, de la
angustia y la desilusión, del hastío de la vida. Sueño con un amor puro,
incondicional, fuerte y tierno. Un amor que no se dé nunca por vencido. No un
amor que cree dependencias y haga de mi vida una cárcel sin misericordia. He
visto demasiadas relaciones viciadas y enfermas. Relaciones que se rompen por
egoísmo. He sido testigo de muchos amores inmaduros y poco generosos. Amores
que no permiten que el otro crezca desde su verdad. Se me ha llenado muy a
menudo la boca de un amor que no calma el hambre del alma. El amor implica el
cumplimiento de los mandamientos de Dios. El amor hace fácil seguir su querer.
Pero no todo es tan sencillo. Mi corazón es una caja de sorpresas. Tantas veces
hago lo que no quiero y no llevo a cabo lo que deseo. Como dice Goethe: «Dos
almas moran, ¡ay!, en mi pecho; y una quiere separarse de la otra». Estoy
dividido por dentro. Amo a Dios y no sigo sus mandatos. Cuando sus mandatos son
un camino de sabiduría. No hago lo que me conviene y acabo haciendo justamente
lo contrario. Así de vana es mi vida y pobre mi voluntad. Como leía el otro
día: «Si echas de menos a alguien, llámalo. Si quieres encontrarte con alguien,
invítalo. Si quieres ser comprendido, explica. Si tienes preguntas, hazlas. Si
no te gusta algo, dilo. Si te gusta algo, manifiéstalo. Si quieres algo,
pídelo. Si amas a alguien, díselo». Soy una caja llena de contradicciones.
Deseo algo y no lo digo. Amo a alguien y no se lo expreso. Deseo algo y nadie
lo sabe. Callo pensando que los demás deberían intuirlo. Amo a Dios y a los
hombres, pero no se nota en la inconsistencia de mis actos vacíos. Voy como un
borracho siguiendo una dirección que no me conviene. Me gustaría tener el
corazón en su sitio. Todo en orden. Todo controlado. Pero no lo logro. Si amo a
Dios guardaré sus mandamientos. Si lo amo de verdad mi vida merecerá la pena.
Los mandamientos son el camino que me conviene. Como cuando mi madre me pedía
algo siendo yo pequeño y yo lo veía como una carga. No lo deseaba, no quería
obedecer, pero era lo que necesitaba. No quiero amar lo que deseo, sino lo que
me conviene. Es así con las cosas, con los proyectos, con las personas. Puedo
equivocarme y poner mi corazón en el lugar no deseado. Vivo atado a cosas que
me quitan la paz. Me parecen lo más importante de mi vida, pero me están
esclavizando. En esta época de pandemia que vivo se alteran mis prioridades.
Parecía fácil vivir antes de este presente tan extraño. Entonces parecía tener
claras mis prioridades, mis amores, mis opciones de vida. Ahora se ha roto todo
como un jarrón de porcelana y soy incapaz de unir las piezas. Curioso, cuando
algo deja de estar frente a mis ojos y presentarse como lo más valioso, dejo de
valorarlo. Tomando distancia oportuna vuelvo a poner las cosas en su lugar.
Pero en el momento estrecho de la decisión, cuando el tiempo parece escaso y tengo
que decidir lo que me conviene. En ese momento de tensión, no tomo la decisión
correcta. Está demasiado próximo el objeto de mi deseo, lo que mueve mi alma a
través de mis ojos y me encuentro ciego. No logro salir de mí mismo, no logro
avanzar más allá de lo inmediato. Decido lo que no me conviene y me precipito.
Por eso me viene bien parar. ¿Cuáles son los mandamientos que Dios me pide? Que
lo ame a Él sobre todas las cosas. Que respete sus deseos cuando me susurre al
oído lo que quiere para mi vida. Que sea fiel a los amores que tengo y me dan
la vida. Que cuide mi cuerpo, mi alma, mi paz. Que me deje tiempo para el
silencio, para el trabajo, para el ocio. Que sepa elegir lo correcto para no
hacer daño a mi prójimo, aquel que está a mi lado. S. Francisco de Sales me lo
ha hecho ver con claridad: «Entre los que están comprendidos dentro de la
palabra ‘prójimo’ no hay nadie que tenga más derecho a ese apelativo que
quienes conviven con nosotros». Son los más cercanos los prioritarios en mi
vida. Tal vez antes daba la importancia a los demás, a los de lejos, a los del
trabajo. Vivía para mis historias, centrado en mí y no volcado en los míos.
Ahora resulta que el tiempo se detiene y me confronta con la verdad de mi vida.
¿Cuáles son los mandamientos de Dios que tantas veces olvido? Que ame a mi
prójimo como a mí mismo. Que lo cuide como la cara pupila de mis ojos. Que
busque su felicidad antes que la mía. Que sepa hacer de la renuncia un camino
sagrado. Que sea íntegro, fiel, coherente, de una sola pieza. Honrado y
honesto. Que haga de la alegría la norma de mi vida. Que viva pensando en dónde
puedo servir en lugar de buscar continuamente ser servido. Que me guarde mis
críticas destructivas. Que no viva hablando de los defectos tan visibles de los
demás. Que renuncie a mis miedos y se los entregue a Dios cada mañana. Que
aprenda a confiar porque ese Dios que tanto me ama no se ha olvidado de mis
pasos. Que sepa partir mi capa con el desnudo y dar mi vida por el que nada
tiene. Que no busque siempre ser halagado, tomado en cuenta y bendecido. Y me
dedique mejor a bendecir a todos los que Dios ha puesto en mi camino. Así de
sencillo parece seguir los pasos de Dios. Pero no lo es. Hace falta que su amor
encienda la luz de mi mirada para caminar.
Enviado
por:
Jesús Manuel
Cedeira Costales.
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