La Doctrina de las Indulgencias es un concepto de la
teología católica estrechamente ligado a los conceptos de pecado, penitencia,
remisión y purgatorio.
En su formulación actual consiste en que ciertas
consecuencias del pecado, como la pena temporal del mismo, puedan ser objeto de
una remisión o indulgencia (del latín indulgentia: 'bondad, benevolencia,
gracia, remisión, favor') concedida por determinados representantes de la
Iglesia y bajo ciertas condiciones.
Esta institución se remonta al cristianismo
antiguo y tanto su práctica como su formulación han evolucionado a lo largo del
tiempo.
La doctrina protestante no la acepta por considerar que carece de
fundamento bíblico.
Por tal razón, a partir de la Reforma, solo fue objeto de
desarrollo en el ámbito de la Iglesia católica.
En la doctrina católica, la indulgencia, a diferencia
del sacramento de la penitencia o reconciliación, no perdona el pecado en sí
mismo, sino que exime de las penas de carácter temporal que de otro modo los
fieles deberían purgar, sea durante su vida terrenal o luego de la muerte en el
purgatorio.
La indulgencia no es un sacramento como la penitencia.
Puede ser
concedida por el papa, los obispos y los cardenales, a quienes, por ejemplo,
recen determinada oración, visiten determinado santuario, utilicen ciertos
objetos de culto, realicen ciertos peregrinajes, o cumplan con otros rituales
específicos.
Aunque se trata de un concepto teológico secundario,
las indulgencias desempeñaron en su momento un papel central en la historia del
cristianismo.
En el siglo XVI, los abusos y el tráfico económico al que dieron
lugar constituyeron uno de los motivos por el que Martín Lutero se enfrentó con
la Iglesia católica.
El cristianismo antiguo
Los primeros antecedentes de la práctica de
indulgencias se remontan al siglo III.
En el cristianismo antiguo, la
penitencia impuesta a los pecados confesados era severa, y la correspondiente a
los pecados considerados especialmente graves, como la apostasía o el
homicidio, además, era pública.
Posteriormente, surgieron prácticas tendentes a
reducir el rigor de dicha pena para facilitar el reingreso en la comunidad a
miembros que habían cometido apostasía en razón de persecuciones: los llamados
lapsi ('los caídos, los que han tropezado').
Así surgió la costumbre de visitar
a confesores apresados que esperaban el martirio solicitándoles que
intercedieran en su favor frente al obispo.
Si el futuro mártir estaba de
acuerdo, le otorgaba una carta denominada libellum pacis, para que en virtud
del sacrificio que iba a tener lugar, el obispo redujese por razones piadosas
la pena del requirente.
En esta fase, la indulgencia no era dependiente de
una acción o prestación que el pecador debía realizar, sino de una especie de
compensación mística de los sufrimientos de uno contra la remisión de la pena
por los pecados de otro.
La Edad Media
A principios del siglo VIII los obispos comenzaron a
reducir la duración o la gravedad de las penas impuestas, siempre a personas
determinadas, a cambio de la realización de acciones concretas, tales como la
visita a un lugar santo o una mortificación como ayunar o dormir en lechos
sembrados de ortigas.
En el siglo XI aparecen por primera vez las
indulgencias generales por la remisión de penas temporales otorgadas por el
papa o los obispos para cualquier persona que realizase una obra meritoria,
tales como la visita de un monasterio recientemente consagrado o dádivas a los
pobres.
En el siglo XII, la práctica recibe una primera
definición jurídica por medio de los decretos pontificales donde se establece
una clara distinción entre la absolución (reservada a Dios) y la indulgencia,
que permite la reconciliación con la Iglesia.
La indulgencia se obtiene en
contrapartida de un acto de piedad, como peregrinajes —origen de las vías
romeas o del Camino de Santiago—, oraciones o mortificaciones llevadas a cabo
con fines de arrepentimiento.
Se aplicaba solo a las personas que, según la
fórmula utilizada, eran "vere penitentibus et confessis", esto es
«verdaderamente arrepentidos y confesados».
Paralelamente se desarrolló la doctrina de la comunión
de los santos y del "tesoro de la Iglesia" en virtud de las cuales,
todos los hombres están ligados entre sí de manera sobrenatural y tanto la
santidad como los pecados de cualquiera de ellos tienen influencia, positiva y
nefasta respectivamente, sobre toda la comunidad.
De la expiación de los
santos, surge así un tesoro de méritos, que aprovecha a todos y que puede ser
administrado por la Iglesia bajo ciertas condiciones, por ejemplo, como
penitencia general.
Se reputa que la indulgencia toma su fundamento de la
comunión de los santos.
En teoría, no existe ninguna necesidad de
"proporcionalidad" entre la falta cometida y el acto de piedad.
Pero
en la práctica surgieron diferencias, sobre todo en razón de la influencia de
antiguos sistemas, donde las penas por delitos eran fundamentalmente
"tarifas" de reparaciones: cada falta tenía su precio.
Las
indulgencias fueron influenciadas por los "penitenciales", manuales
provenientes de Irlanda, que fijaban por cada tipo de falta una cantidad
determinada de días de mortificación.
De menor duración, la indulgencia tiende
a partir de entonces a substituirse a la penitencia física, particularmente en
el caso de personas agonizantes.
Ya en esa época existían costumbres objetables,
principalmente la simonía: los fieles buscaban negociar con hombres de iglesia
actos de caridad contra dinero contante y sonante.
Los concilios de los siglos
X y XI se esfuerzan en limitar el poder de apreciación de los clérigos fijando
tarifas generales.
Pero en contrapartida, a partir de ese momento, la
indulgencia se transformó en un arma de la política pontifical: la indulgencia
plenaria apareció hacia la mitad del siglo XI, donde se utiliza para apoyar
acciones y políticas reputadas convenientes, tales como la reconquista
española.
Durante la Edad Media, el "curso" de las
indulgencias acusa una gran baja: se necesita cada vez menos esfuerzo para
obtener indulgencias cada vez más significativas.
Por ejemplo, se conceden
indulgencias a cambio del respeto de tratados o de la palabra empeñada, lo que,
pese a la laudable finalidad, equivalía a recompensar la "ausencia de
pecado".
También se negocian dispensas de ciertas obligaciones.
De allí
por ejemplo el origen de algunos apelativos populares como aquel de «Torre de
manteca», referido a la Catedral de Nuestra Señora de la ciudad de Ruan: el sobrenombre
se debe a la presunta venta de derogaciones concedidas para poder consumir
carne durante la cuaresma, que habría servido para financiar su construcción.
Las sumas obtenidas en contrapartida de las
indulgencias financiaban, en el mejor de los casos, la construcción de
edificios religiosos, la realización de obras caritativas y las bellas artes,
pero en el peor de los casos, alimentaban el tren de vida de prelados corruptos.
La Reforma
La prédica de indulgencias fue denunciada ya por John
Wickliffe (1320-1384) y también por Jan Hus (1369-1415) que cuestionaron los
abusos que su práctica originaba.
Pero recién en el primer cuarto del siglo XVI, tienen
lugar los hechos de mayor significación histórica: el primero es la indulgencia
acordada en 1506 para quien quiera ayudase a la construcción de la basílica de
San Pedro y, por, sobre todo, el verdadero detonante: el escándalo que surge en
el Sacro Imperio Romano Germánico a raíz de la campaña organizada por Alberto
de Brandeburgo, arzobispo de Maguncia, y llevada a cabo por el predicador de
indulgencias Johann Tetzel.
En razón de los mismos, Martín Lutero atacó el
principio mismo de la práctica en las noventa y cinco tesis de Wittenberg.
Según Lutero, sólo Dios puede justificar a los pecadores. Combate tanto las
indulgencias por las almas en el purgatorio (tesis 8-29) al igual que aquellas
en favor de los vivos (tesis 30-68).
En el primer caso, los muertos, sostiene,
estando muertos, no se encuentran más ligados por los decretos canónicos.
Como
resultado, es la idea misma del purgatorio que resulta cuestionada. Lutero acusa
así a la Iglesia de instrumentalizar el miedo al infierno.
En lo que respecta a
los vivos, Lutero sostiene que el arrepentimiento basta para lograr la remisión
de penas, sin necesidad de cartas de indulgencia.
Por el contrario, sostiene,
la práctica de las indulgencias desvía a los pecadores de sus verdaderos
deberes: caridad y penitencia.
Esta querella estuvo en el origen del cisma
catolicismo-protestantismo.
La reacción a la Reforma
Indulgencia del siglo XVIII concedida por el papa
Clemente XIII.
Luego de la Reforma Protestante, la Iglesia puso un
freno a los abusos. León X recuerda, con motivo de la condenación de Martín
Lutero, la distinción entre la remisión de la pena temporal y el perdón de los
pecados propiamente dichos.
En el Concilio de Trento por otra parte se puso fin
a la venta de indulgencias.
La situación actual
Las indulgencias subsisten tanto en la doctrina
católica como en la práctica.
Totalmente desconectadas del contexto que las vio
nacer, las mismas conservan ciertamente un interés teológico e histórico.
Pero
en el terreno temporal, su rol fuera del ámbito eclesiástico carece de la
significación de otras épocas.
La práctica de las indulgencias fue encuadrada
por la Congregación de las Indulgencias, creada por Clemente VIII (1592-1605) e
integrada a la Curia Romana por Clemente IX en 1669.
Sus competencias fueron
transferidas en 1908 al Santo Oficio y en 1917 a la Penitenciaria apostólica.
El Código de Derecho Canónico de 1983 las regula detalladamente en su Libro IV,
Parte I, Título IV, Capítulo IV, cánones 992 al 997.
En particular, el canon 992 del Código de Derecho
Canónico define la indulgencia en los siguientes términos:
La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena
temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel
dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones, consigue por mediación de la
Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con
autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los Santos.
De acuerdo al Catecismo de la Iglesia
Católica:
La indulgencia es parcial o plenaria según libere de
la pena temporal debida por los pecados en parte o totalmente.
Todo fiel puede
lucrar para sí mismo o aplicar por los difuntos, a manera de sufragio, las
indulgencias tanto parciales como plenarias. (Catecismo de la Iglesia Católica,
1471).
Papa Francisco concede indulgencia y
absoluciones colectivas ante el coronavirus
En tiempos de emergencia por la pandemia, el Pontífice
autoriza un decreto de la Penitenciaría Apostólica.
El papa Francisco ha autorizado un decreto de la
Penitenciaria Apostólica del Vaticano, publicado de este viernes 20 de marzo de
2020, en el que concede el “indulgencias especiales” a los fieles afectados por
la enfermedad del Covid-19, a los trabajadores de la salud, a los familiares y
a todos aquellos que, incluso con la oración, cuidan de ellos.
También en el decreto se recuerda a los fieles la posibilidad
de la absolución colectiva en este momento de emergencia sanitaria.
Así, se determina la “absolución colectiva: por
ejemplo, a la entrada de las salas de hospital, donde estén ingresados los
fieles contagiados en peligro de muerte, utilizando en lo posible y con las
debidas precauciones los medios de amplificación de la voz para que se pueda
oír la absolución”.
Ante la emergencia del Covid-19, la Iglesia ofrece la
posibilidad de obtener la indulgencia plenaria a los fieles que sufren de
coronavirus. Esto se establece en un Decreto de la Penitenciaría Apostólica
firmado hoy por el Cardenal Mayor Penitenciario Mauro Piacenza y el Regente,
Monseñor Krzysztof Nykiel.
Indulgencia plenaria a enfermos de
coronavirus
La Penitenciaría Apostólica informó que, para obtener
la indulgencia plenaria, los enfermos con coronavirus, los que están en
cuarentena, así como los trabajadores de la salud y los familiares que se
exponen al riesgo de contagio por ayudar a los afectados por el Covid-19,
podrán simplemente recitar el Credo, el Padre Nuestro y una oración a María.
Asimismo, para obtener las indulgencias, otras
personas podrán elegir entre varias opciones: visitar el Santísimo Sacramento o
la adoración Eucarística o leer las Sagradas Escrituras durante al menos media
hora, o recitar el Rosario, el Vía Crucis o la Coronilla de la Divina
Misericordia, pedir a Dios el fin de la epidemia, el alivio de los enfermos y
la salvación eterna para aquellos a los que el Señor ha llamado a sí.
La indulgencia plenaria puede ser obtenida también por
los fieles que a punto de morir no pueden recibir el sacramento de la unción de
los enfermos y el viático: en este caso se recomienda el uso del crucifijo o de
la cruz.
Absolución colectiva
Además, por “la gravedad de las circunstancias
actuales”, y “especialmente en los lugares más afectados por el contagio de la
pandemia y hasta que no termine este fenómeno”, recuerda la posibilidad de
impartir la “absolución colectiva”, es decir, a varios fieles juntos, “sin
previa confesión individual”.
La Penitenciaría explica que en cuanto a la absolución
colectiva “el sacerdote está obligado a avisar al Obispo diocesano, en la
medida de lo posible, o, si no puede, a informarle lo antes posible”.
Obispos determina casos de grave necesidad
En efecto, corresponde siempre al Obispo diocesano
“determinar, en el territorio de su propia circunscripción eclesiástica y en
relación con el nivel de contagio pandémico, los casos de grave necesidad en
los que es lícito impartir la absolución colectiva: por ejemplo, a la entrada
de las salas de hospitalización, donde se hospeda a los fieles infectados y en
peligro de muerte, utilizando en la medida de lo posible y con las debidas
precauciones los medios de amplificación de la voz, para que se oiga la absolución”.
Capellanes en hospitales
La Penitenciaría también pide que se evalúe “la
necesidad y conveniencia de crear, cuando sea necesario, de acuerdo con las
autoridades sanitarias, grupos de ‘capellanes extraordinarios de hospitales’,
también con carácter voluntario y en cumplimiento de las normas de protección
contra el contagio, para garantizar la necesaria asistencia espiritual a los
enfermos y moribundos
Confesión sacramental en casos mortales.
Además, donde “los fieles individuales se encuentran
en la dolorosa imposibilidad de recibir la absolución sacramental, debe
recordarse que la contrición perfecta, procedente del amor de Dios amado sobre
todas las cosas, expresada por una sincera petición de perdón (la que
actualmente puede expresar el penitente) y acompañada de votum confessionis.
Lo anterior, está en relación con “el firme propósito
de recurrir cuanto antes a la confesión sacramental, obtiene el perdón de los
pecados, incluso mortales”, como se indica en el Catecismo de la Iglesia
Católica (n. 1452).
“El momento actual en el que la humanidad entera,
amenazada por una enfermedad invisible e insidiosa, que desde hace algún tiempo
forma parte de la vida de todos – señala la Penitenciaria – está marcado día
tras día por angustiosos temores, nuevas incertidumbres y, sobre todo, por un
sufrimiento físico y moral generalizado.
Poder de la comunión de los santos
Por último, el Vaticano asegura “nunca como en este
tiempo la Iglesia ha experimentado el poder de la comunión de los santos,
elevando a su Señor Crucificado y Resucitado votos y oraciones, en particular
el Sacrificio de la Santa Misa, celebrada diariamente, incluso sin gente, por
los sacerdotes”.
Así como entretanto la “buena madre, la Iglesia
implora al Señor que la humanidad sea liberada de tal flagelo, invocando la
intercesión de la Santísima Virgen María, Madre de Misericordia y Salud de los
enfermos, y de su Esposo San José, bajo cuyo patrocinio la Iglesia siempre ha
caminado por el mundo”.
Artículo
enviado por:
Jesús Manuel
Cedeira Costales.
Fuentes:
wikipedia.org
aleteia.org
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