24 de diciembre de 2020
Hermano:
«El
ángel le contestó: - El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del
Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará
Hijo de Dios»
«Miro
a María. Miro sus ojos grandes y abiertos. Miro su sonrisa ancha y pura. Miro
sus manos queriendo sostenerme. Miro sus labios que quieren decirme que no debo
tener miedo»
Los
contagios se desploman en Asturias por cuarta jornada consecutiva.
La
comunidad registra dos fallecidos y la tasa de positividad cae al 2,58%.
Me
gusta mirar a María en el Adviento. Me gusta mirarla caminando hacia Belén. Me
gusta contemplarla como Niña inmaculada abierta a Dios. Su alma pura, alegre,
grande, honda. Su mirada inocente llena de anhelos y sueños. Me detengo ante
Ella casi sin poder hablar, asombrado y feliz. ¿Qué le puedo decir cuando yo me
siento tan pequeño? Mi corazón calla ante Ella. Sólo la miro. Me siento tan
frágil a su lado. He caído tantas veces. Ella lo sabe y me vuelve a abrazar
como siempre lo ha hecho. Como lo hizo la primera vez hace ya tanto tiempo.
Como vuelve a hacerlo ahora cuando me ve triste y solo en medio de mi camino.
Me abraza para que no me olvide de dónde vengo y tenga más certeza de hacia
dónde voy. Para que recuerde que su voz me ha salvado muchas veces. Me repite
que me quiere, que valgo más que nadie, me muestra esa belleza que tengo
escondida y que a menudo no veo. Ella, mi madre, me quiere como a nadie. Y yo
me quedo quieto, tranquilo, con cierta vergüenza, sin saber qué hacer ni qué
decir. Sólo miro sus ojos grandes y abiertos. Miro su sonrisa ancha y pura.
Miro sus manos queriendo sostenerme. Miro sus labios que sólo quieren decirme
que no debo tener miedo. Sé que su pureza supera todos mis intentos por pensar
bien y hacer las cosas bien, por ser puro en mi mirada, por ser más suyo. Sé
que su amor es tan puro y grande que jamás yo podría amar como Ella me ama. No
lo pretendo. Sé que mis pasos son tan débiles y cortos que jamás se parecerán a
los suyos firmes y decididos por ese camino ancho que lleva a Belén. Sé que su
sí es tan fuerte y fiel que no pretendo igualarlo con mis fuerzas, con mis síes
esquivos y cobardes. Sólo quiero pedirle que no se olvide de mí en esta tarde
de invierno. En la soledad de mi alma. En medio de esos vientos que apagan el
fuego interior que trato de avivar. En esos momentos en los que la vida parece
llevarse mi barca por rumbos que desconozco. Sólo le pido que me recuerde cada
día a qué he venido a este mundo. Sólo quiero que me haga ver con claridad cada
mañana la belleza escondida dentro de mi alma. Esa belleza que sólo ve en mí
María. Sólo deseo que me abrace con fuerza y me haga sentir una vez más como
ese niño escogido en el corazón de Dios. Quiero que me enseñe a confiar cuando
surgen las dudas y las incertidumbres en esta Navidad tan extraña. Y entonces
mis miedos delante de su corazón inmaculado desaparecen de forma súbita. No sé
bien cómo lo hace pero logra que me calme cuando tengo miedo, cuando estoy
nervioso, cuando tengo dudas. Y sus brazos me sujetan con fuerza y me hacen
comprender que mi vida es más grande de lo que yo nunca he pensado. Quiero
caminar a su lado un trecho de este camino a Belén. Quiero que sienta que estoy
con Ella en todo momento y no la pienso dejar. Sé que mi intención es estar yo
seguro. Pero al mismo tiempo es como si quisiera protegerla de todos los
peligros. Me siento como Juan Diego queriendo defender a su Niña María en
Guadalupe. Cuando era Ella en realidad la que le protegía siempre a él, ¿acaso
no era el su hijo predilecto? Así me siento yo, débil y vacío, alegre y lleno,
cobarde y fiel. Necesitado de protección y sintiéndome yo el que la protege. La
veo tan indefensa en este camino. ¿Cómo es posible mezclar ambos sentimientos
en un mismo corazón herido? Es Ella, es María, quien logra cambiar mi ánimo con
solo una mirada. Es Ella la que logra levantar mi corazón y llevarlo a las más
altas cumbres. Ella la que calma mis ansias y consigue que vaya paso a paso,
día a día sin pretender llegar pronto a la meta. Es María la que logra que en
mi vida reine una atmósfera de cielo, de Inmaculada. Así logro acabar con la
atmósfera de pantano que mis críticas, mis juicios, mis resentimientos y
amarguras siembran en ocasiones en torno a mí. Ella, la Inmaculada, trae el
cielo a la tierra, me hace alzar la mirada y creer que tengo una morada
preparada a su lado al final del camino. Quiero vivir como Ella, cada día,
confiando, tranquilo. Ella vivió así cada día como parte de un camino inmenso,
al que le había dado el sí desde el primer momento. Es Ella quien fue
descifrando lo que tenía que hacer con dudas, con miedos, y con una confianza
absoluta en el amor de su Padre. Así quiero vivir yo cada mañana cuando me
levanto y contemplo a María. La miro caminando a Belén, pura e Inmaculada. La
miro con sus ojos grandes y su fe inmensa. Y quiero parecerme a Ella al menos
en ese paso diario que Ella daba con la mirada alegre y el corazón tranquilo,
con sus ojos puros y su alma grande, inmensa y honda. Sé que María hace
milagros dentro de mi corazón tan pobre y lo transforma, trae hasta mí el
cielo. Sé que convierte mi vida en una cuna sagrada, en un jardín florido, en
un palacio lleno de belleza. Ella es la que hace hueco en mi alma para que
pueda descansar Jesús. Ella lo hace habitable. Así puedo entregar todos mis
miedos. Sé que sin Ella nada puedo hacer y con Ella todo lo puedo. No soy
inmaculado como Ella, pero quiero tener su misma luz y su esperanza, su misma
mirada.
En
ocasiones me dejo llevar por lo urgente. Una llamada, una petición, una
demanda, un problema, un contratiempo. Es como si lo urgente siempre tuviera
prioridad. ¿Quién determina en mi vida lo que es urgente? ¿Quién me ayuda a
poner en orden mis prioridades y saber exactamente lo que es más importante? Me
dejo llevar por lo que me exigen desde fuera. Me llaman, me preguntan, me
piden. Todo está bien, es legítimo, puede ser. Y yo me muevo con urgencia de un
lado a otro tratando de llegar a todo, de apagar los incendios que brotan a mi
alrededor. Y mientras tanto desatiendo lo importante. ¿Qué es lo realmente
importante en mi vida? Me parece que pierdo el tiempo, que no lo aprovecho, que
se me escapan los días y las horas de este Adviento y no sucede nada en mi
alma. Me despisto, me vuelco en el mundo y no me dejo tiempo para mirar en mi
corazón. ¿Qué es lo que tiene más valor en mi vida? Busco mis prioridades. Sin
tiempo para rezar no hay profundidad. Sin profundidad es difícil aprender a
vivir conmigo mismo. Sin tiempo para escarbar en el alma no salen a la
superficie mis miedos, mis oscuridades, mis complejos. Y necesito que ahí
dentro llegue Dios con la fuerza de su Espíritu y me ilumine. Eso es
importante. Pero no, yo sigo volcado en el mundo de las urgencias. Lo que urge,
lo que no admite demora porque ya nadie está dispuesto a esperar y tener
paciencia. Todo tiene que estar listo para ayer, no cabe perder el tiempo. Lo
urgente se confunde con lo importante y no es lo mismo. Una hora de ayuda a mi
hijo en sus deberes. Una caminata con mi cónyuge sin hablar de nada importante.
Dos horas leyendo una buena novela. Una noche viendo una buena película o una
serie. Una tarde escuchando música con la mente en blanco. Un paso solitario
por un camino lleno de pinos que me evocan parajes de mi infancia. Un tiempo
sin hacer nada importante, ordenando cosas de mi cuarto. Una llamada de
teléfono de larga duración en la que hablo de muchos temas interesantes. Una
canción que despierta sueños dormidos dentro del alma. Una conversación con las
personas a las que quiero. Perder el tiempo con los que forman parte de mi
vida. Soñar a lo grande y sin miedo. Un tiempo largo de silencio delante de mi
Nacimiento o en una capilla. Todo esto parece bonito pero no urgente. No hay
tiempo que perder, la vida es corta y hay que gastarla, invertirla, no tirarla
en cosas poco necesarias. ¿Todo lo urgente parece tan necesario? No siempre es
así. Depende del orden de prioridades de cada uno. El problema es cuando,
agobiado por lo urgente, descuido lo realmente importante en mi vida. Dejo de
soñar, dejo de pensar, dejo de mirar dentro de mí, dejo de compartir los
sueños, dejo de rezar. Decía el Papa Francisco: «¡Qué importante es soñar
juntos! Solos se corre el riesgo de tener espejismos, en los que ves lo que no
hay; los sueños se construyen juntos» . Comparto los sueños y el alma se
ensancha. Y lo importante es entonces lo que me hace crecer como persona. Mis
vínculos son importantes. Los vínculos que construyo como raíces dentro del
alma. «Podemos y debemos tener afecto a las personas, querer afectuosamente a
las personas. ¡Es tan importante hoy en día que seamos sanos, tanto nosotros
como los demás!» . No santos, sino sanos. Es la base para que crezca bien el
amor, que es lo importante. El amor a los hombres. El amor a Dios. Ese amor que
me mueve y saca lo mejor de mí. El amor que se cuida con horas aparentemente no
eficientes. Pierdo el tiempo con los que amo. Paso la vida con los que amo. No
produzco, no soy eficaz. Pero cuido vínculos sanos. Almas sanas arraigadas en
la tierra y en el cielo. Es eso lo importante, tal vez no lo urgente. Lo único
que quiero que me urja es amar a Dios. Ese amor de Dios quiero que sea mi pasión.
Lo que me encienda cada mañana. Lo que me sostenga cada noche. El motivo por el
que hago las cosas y entrego la vida: «Agustín acuñó la hermosa expresión: -
Ama, y haz lo que quieras. Pero ¡por Dios!, ¿quién de nosotros ama
constantemente de tal modo que pueda decir, siempre de nuevo: el amor de Cristo
me urge? Eso lo tendremos una vez en la eternidad. Pero ¿aquí en la tierra?» .
Es difícil que el amor de Dios sea lo que me urja y me lleve a amar, a dar la
vida. Pero es la meta que sueño. Veo que el amor es lo importante en mi vida. Y
quiero que me urja Dios a dar la vida por los que están junto a mí. No quiero
que haya otras urgencias en mi camino. Nada es tan urgente como a veces parece.
Ningún problema puede alejarme del amor de Dios, del amor de esos vínculos que
me sostienen y llevan al cielo. Nada tan urgente que haga que deje para más
tarde lo que de verdad me importa, lo que me construye como persona y me hace
más feliz.
Escuchamos
las palabras del Ángel a María: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está
contigo». Así comienza el ángel. Le pide que se alegre porque Dios está con
Ella. Me pide a mí que me alegre porque Dios está conmigo, viene a mi
presencia, quiere quedarse a habitar en mi morada. Eso me conmueve. Un Dios que
quiere vivir conmigo. ¿Por qué no me alegro? Porque he puesto mi felicidad en
lo que toco, en lo que palpo. En el amor tangible, en el abrazo que siento. Y
busco esas compensaciones de los sentidos, sucedáneos de felicidad incompleta
que intentan llenar torpemente mis vacíos. No me basta la promesa de un Dios al
que no veo, los consejos de un ángel al que no toco. Siento que los problemas
reales que me turban y me quitan la paz no se solucionan con una promesa tan
llena de vaguedades. Sé que el Señor está conmigo, pero no lo toco y sigo
palpando en mi piel la soledad y la tristeza. Que me alegre, me dice el ángel y
lo que yo quiero es que alguien de carne y hueso, real en mi vida, venga a
llenar de sentido los pasos de mi vida. Me turbo como María. Ella, al oír este
saludo del Ángel, se turba: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante
Dios». María está llena de Dios y ha encontrado gracia ante Él. Y su alegría es
plena porque no está rota en su corazón. Porque en Ella todo es armonía y paz y
descanso en ese Dios que la habita. Ella no puede tener miedo porque sabe con
certeza que Dios la ama por encima de todo. Pero yo tengo dudas. No siento ese
amor tan hondo y en mi quiebre interior no logro unir lo que un día estuvo integrado
en mí. El miedo surge en mi corazón cuando no me siento protegido, cuando la
vida se me complica y los peligros brotan por todas partes. Cuando no me
resulta todo como pensaba y los fracasos golpean a mi puerta. ¿Cómo voy a
sonreír en medio de peligros amenazantes? En esos momentos no me siento dueño
de nada. Veo el peligro y siento que no podré superar todo lo que me está
sucediendo. Y no puedo huir de mi propia vida, no puedo inventarme otro camino,
no puedo elegir otras opciones. Y surge ese miedo tan real que me paraliza y no
me deja pensar con lucidez. El miedo me esclaviza. Escucho en mi corazón al
ángel: «No temas». Su voz intenta traer calma a mi ánimo tan revuelto. Quiere
Dios que no tenga miedo, como María, que se sabe amada por Dios en lo más
profundo. Ella ha hallado gracia ante Dios, ha sido escogida por este Dios que
la ama para siempre como su Hija más querida. Pero yo no me siento así. Esa
elección es la que salva a María y calma su turbación. Yo también he sido
elegido pero no lo siento. Hay muchos como yo, mejores que yo. Me comparo con
ellos y veo la distancia infinita entre mis pocos logros y los suyos. Entre mis
pensamientos mundanos y los de otros tan del cielo. Hoy miro a María y me
siento indefenso, temeroso, en tensión. No sé cómo hará Dios para que yo sea
dócil, abierto a sus deseos y libre para escoger el camino que me propone. Así
quiero sentirme especialmente en este tiempo de Adviento cuando Dios me promete
que va a venir a acampar dentro de mi alma. Quiero abrirme al querer de Dios, a
su presencia en mi vida. No quiero que el miedo me paralice y bloquee mis
pasos. No quiero perder la alegría y la esperanza ahora que todo parece tan
frágil en estos tiempos de pandemia. No quiero vivir escondido dentro de mi
alma, con miedo a posibles peligros. Le entrego mis miedos a Dios para que Él
los transforme en una alegría permanente, en una seguridad absoluta. Dios puede
hacerlo. Quiero entregarle mis miedos a Dios, como lo hace hoy María, como lo
hizo también S. José. Escribe el Papa Francisco: «José nos enseña que tener fe
en Dios incluye además creer que Él puede actuar incluso a través de nuestros
miedos, de nuestras fragilidades, de nuestra debilidad. Y nos enseña que, en
medio de las tormentas de la vida, no debemos tener miedo de ceder a Dios el
timón de nuestra barca». Tengo miedo pero confío en Dios. Él está sobre mí,
dentro de mí. Su sombra me cubre. Eso me da paz. Le pido a Dios que me dé la
alegría que me falta, la confianza de la que carezco. María nota esa presencia
en su vida y sonríe. Basta con esa presencia para estar alegre. ¿Qué es lo que
desea mi corazón para tener alegría? Calmar todos los deseos del corazón. Es
imposible. La vida no me da todo lo que necesito. ¿No me basta Dios para llenar
mi alma? No me basta. Busco otros consuelos pasajeros, otros sueños que no se
hacen realidad. Quiero que la vida me sonría y cuando no lo hace pierdo toda mi
alegría. En esta Navidad le pido a Dios que me dé con su presencia en mi vida
una alegría que nadie me pueda quitar. Una alegría que me calme en todos mis
miedos y mis ansias. Las palabras del Ángel resuenan hoy en mi corazón:
«Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Su presencia quiere calmar
ese miedo a la muerte que la pandemia ha hecho más acuciante en mi alma. Sé que
si Él va conmigo no tengo que temer. Pero yo dudo y me escondo. Y quiero otra
vida, otros planes, otros deseos. Y al final no puedo escaparme de mi camino,
el que elegí, el que amé un día. Tengo que permanecer donde estoy con una
sonrisa grabada en el alma. No me alejo de lo que es mi vida y quiero sonreír,
sin miedo.
Me
conmueve el sí sencillo de María: «Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí
según tu palabra». Ante lo que parecía un imposible, María sólo dice que sí,
elige lo que su corazón le dicta. No se aparta de la mirada de ese Dios que la
ama con locura. Elige lo que le va a dar la vida y va a cambiar su camino para
siempre: «Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por
nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará
el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su
reino no tendrá fin». Decidir lo correcto no es tan sencillo. Siempre me puedo
equivocar y no hacer lo correcto. O no elegir lo que Dios quiere. O seguir otro
camino dejándome llevar por mi debilidad. Todas las decisiones que tomo tienen
consecuencias. Una profesora les decía a unas alumnas huérfanas: «Vosotras
estáis aquí porque vuestros padres tomaron decisiones equivocadas y ahora
cargáis con sus consecuencias. Estamos aquí para que a partir de ahora toméis
decisiones acertadas». Si tomo decisiones equivocadas habrá consecuencias. El
sí que doy o el no que pronuncio. Se abre o se cierra un posible camino. Puedo
tomar una elección obligado por las circunstancias. Puedo huir por mi miedo a
fracasar. La soledad y el vacío en el alma me hacen elegir escapes que no me
llenan por dentro y la tristeza es más honda entonces o más permanente. Decir
que sí a lo que otros me piden puede ser decirle que no a lo que Dios sugiere.
¡Qué difícil acertar en todas mis decisiones! Un camino equivocado. Una puerta
que no golpeo al verla cerrada. Un pasaje estrecho que me lleva a parajes
anchos y luminosos. El miedo a la estrechez, el miedo a la oscuridad en la que no
soy capaz de ver la verdad de mi vida. Decir que sí siempre no es
necesariamente la solución a todos mis miedos. Decir que no a todos los que me
suplican tampoco es el camino que necesariamente tiene consecuencias positivas.
No sé cómo elegir siempre lo correcto y creo que no lo hago. Me piden consejos.
¿Cómo puedo saber siempre lo que Dios quiere de mí? Yo sólo sé que cualquier
decisión que tomo tiene sus consecuencias. Si me equivoco tendré que aprender
de las consecuencias negativas. Si acierto viviré agradecido a ese Dios que me
hizo ver cuál era el camino que me haría crecer. Además luego hay otras
decisiones que tengo que tomar aunque no cambien la realidad sino sólo mi forma
de enfrentarla. No he querido la enfermedad, pero sí tendré que elegirla cuando
la sufra. Porque sólo esa elección de lo que no puedo cambiar es lo que me
libera. Nadie quiere el mal para su vida o esta pandemia que amenaza todos mis
planes y proyectos. Pero está en mi mano la posibilidad de elegir la vida que
me toca vivir. Le doy el sí, aunque en mis miedos le pregunte a Dios cómo lo va
a hacer posible. Como hoy hace María: «¿Cómo será eso, pues no conozco a
varón?». Y Dios me lo dirá: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del
Altísimo te cubrirá con su sombra». Doy el sí a lo que me sucede y Dios me
mostrará el camino para salir adelante. Yo asumo la verdad de lo que tengo que
enfrentar sin miedo, porque Dios con su sombra me cuida y protege. ¿Por qué voy
a tener miedo? No es necesario. Hoy pienso en tantos noes que he dado en mi
vida, o en esos síes equivocados. Pienso en mis decisiones acertadas y en las
erradas. Recuerdo las consecuencias en ambos casos. No puedo cambiar lo que ya
es pasado. Y habré tenido que vivir con paz las consecuencias de lo decidido.
No me turbo, no me angustio, no tengo pena. Es imposible acertar siempre porque
estoy herido por dentro, dividido en mi corazón. No puedo elegir siempre el
bien y el mal en su ropaje de luces me confunde al hacerme creer que así seré
más feliz. Pienso en estos errores que me han costado vida, alegría, paz. Y hoy
pienso en todos los síes que quiero poner en el Nacimiento, ante María, esta
Navidad. Los síes que me resisto a dar. A mi vida como es, a mi familia como se
ha revelado en esta pandemia, a los límites que me duelen tanto por dentro, a
mis pecados que no consigo erradicar de lo más hondo de mi corazón, a mis
amores que han fracasado y a los que han resultado bien. Hoy le entrego ante
Dios mis decisiones acertadas como una ofrenda. Y al mismo tiempo las consecuencias
de todos mis errores. Dios conoce mejor mi corazón que yo mismo y ha posado su
mirada sobre mí. Me va a dar fuerzas para que sepa optar siempre por lo que más
me conviene, por lo que me hará más pleno y suyo. En eso confío. Y me siento
como María, sola ante Dios: «Y la dejó el ángel». Anuncia su promesa y el ángel
la deja sola. Para que su sí se haga firme paso a paso. Es lo que yo vivo. La
promesa sigue viva y yo camino confiado solo ante Dios.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira
Costales.
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