23 de diciembre de 2020
Hermano:
«Este vino para un testimonio, para dar testimonio de la
luz, para que todos creyeran por él. No era él la luz, sino quien debía dar
testimonio de la luz».
«Sueño con estar siempre alegre y retener esa paz que vence
los miedos. Quiero una alegría que me guarde de todo mal. Hoy busco esa alegría
más profunda, esa alegría que viene de Dios».
Salud confirma 92 nuevos casos de coronavirus.
El Sespa realizó ayer 3.607 pruebas y la tasa de positividad
se sitúa en el 3,41%, según el criterio establecido por el Ministerio de
Sanidad.
Las autoridades
sanitarias recomiendan el uso de la mascarilla en interiores si hay personas
mayores de 65 años o con patología.
Trato
de llenar de luces la oscuridad con paso firme. Intento sonreír una y otra vez
en medio de rostros serios. Logro decir algo que esté lleno de esperanza cuando
continuamente me hablan de críticas y juicios sobre los demás. Trato de alegrar
y no deprimir a los que me rodean. No me desanimo ante la primera contrariedad
que hallo en el camino pensando que será imposible llegar a la meta. Visto de
colores el tono gris de mi vida, a menudo rutinaria, allí donde faltan colores
vivos. Siembro flores de Pascua, o Nochebuenas, en el alfeizar de mi ventana,
para que el rojo de sus hojas llene mi corazón de Navidad. Atisbo por la ranura
de mi puerta la luz de un nuevo día que amanece, desterrando los miedos de la
noche. Un amanecer rojizo que me llena de paz el alma. Canto villancicos a la
puerta de la vida de los hombres. Para iluminar sus días y alegrar sus
nostalgias de infinito. Con la pandereta, la guitarra y la zambomba.
Componiendo con notas nuevas un cielo que se llena de estrellas, no solo una,
miles. Espero a que el lucero del alba traiga buenas noticias que me llenen de
vida, porque ya está muy plagado el nuevo día de tragedias y desgracias. Me
visto con nuevos colores, será que me hago más joven. Me río cuando no
corresponde, y no es por los nervios, es quizás porque estoy aprendiendo a
liberarme. Intento escuchar con más frecuencia de lo que lo hago habitualmente.
Con más respeto, con mirada inocente, sin juzgar lo que me dicen, sin rechazar
lo que no procede, porque sé que no tiene sentido hacer de juez, sólo Dios
salva. Al fin y al cabo, ¿qué tengo que decir yo sobre lo que hacen los demás o
sobre lo que no hacen? No tengo que enseñarle a nadie cómo debe comportarse. Me
gusta pensar en posadas distintas a las de otros años, esta vez con cubrebocas.
Con comidas al aire libre, guardando las distancias. Pienso y sueño con abrazos
sutiles, para no ser imprudentes. No sé cómo puedo hacer para acabar con las
sombras que rodean mis días. Y hacer que la noche de mi ánimo se llene de vida
a ritmo de fiesta. Tengo entre mis manos tantos regalos que he recogido para
dar a los que tienen sólo miedo y el corazón vacío. He querido alegrar con mis
sonrisas sus días oscuros. Puede que tal vez no me comprendan. Llevo en el alma
un sueño de niño que quizás un día despierte. Y sé que las aventuras son el
mejor remedio para una vida sin lustre. He decidido alegrarme aun sin motivos
aparentes, por cualquier cosa, sin esperar nada. Llega la Navidad y el gozo del
encuentro me llena de esperanza una vez más, este año más que nunca. Sé que
tengo el alma vestida de fiesta y eso me alegra. Dejo de lado esas nostalgias
que amargan a veces la vida. Espero que los días sean más largos, tengan más
luz y menos noche. Quiero que mis palabras sean siempre buenas nuevas y no
mensajes amargos. Decido mirar al hombre que está sufriendo a mi lado,
escondido en una esquina, me acerco a preguntarle qué le falta, qué desea, qué
ha perdido. Quiero levantar mil puentes que me lleven al hermano. Y acabar con
esos muros que sólo siembran discordias. Dejo a un lado la amargura que a
menudo me acompaña y esos juicios sin misericordia que vierto cada mañana.
Abrazo el cielo plomizo vistiéndolo hoy de grana. Como mis flores rojizas que
iluminan mi ventana. Llevo prendido en el pecho un canto que se repite, una y
otra vez, alegre. Jesús viene por la vida, se hace carne entre los hombres y yo
lo espero tranquilo. José y María lo guardan como el regalo más grande.
Recorren con calma el camino entre Nazaret y Belén, yo camino con ellos. No
quiero hoy que los miedos me impidan acercarme. Me arrodillaré como un niño,
con las manos vacías y el corazón algo roto. Voy vertiendo a mi paso lento
semillas de vida y llanto. De alegría y paz eterna. De soledad y de viento.
Dejo que sobre el camino nazca una esperanza nueva, en flores rojas de nuevo,
como las de mi ventana. Y sé que con tantas lluvias crecerá paz en mi alma y en
la de todos aquellos, que me encuentren, que me busquen. Eso espero. Ya no
tiemblo por los días que aún desconozco, no hay miedo. Sólo sé que en este Niño
se me regala la paz, la alegría y la esperanza. ¿Qué más quiero? Es Dios que se
hace carne entre mis manos y yo sonrío.
Me
detengo a contemplar a los ángeles. Un coro de ángeles anuncia a los pastores
que ha nacido el Mesías, que corran a adorarlo. Un ángel en la noche le pide a
José que no repudie a María, que el hijo que está esperando es el Hijo de Dios.
Un ángel abre el corazón de María y le anuncia que será Madre del Salvador. Un
ángel le dice a Zacarías que va a ser padre siendo su mujer estéril. Un ángel
anuncia a José que tienen que huir a Egipto, porque quieren matar al Niño. Un
ángel, siempre un ángel, llevando noticias de luz, de esperanza. Un ángel que
salva al que puede morir y encamina los planes de Dios en la tierra. Es Navidad
tiempo de ángeles que traen esperanza y buenas nuevas. Me gustan los ángeles
que en mi pesebre coloco anunciando alegría con sus trompetas. Ángeles que
cantan porque ha nacido el Salvador y la noche oscura se llena de estrellas.
Ángeles de Dios que van de un lugar a otro conduciendo y velando mi vida sin
que yo me dé cuenta. Ángeles sigilosos, preciosos, alegres. Ángeles llenos de
luz que iluminan mis propias tinieblas. Ángeles que salvan, protegen, cuidan,
velan, anuncian. Santa Teresita hablaba así de esos ángeles que protegían su
vida pequeña y frágil: «Invoca a los ángeles y a los santos que se elevan como
águilas hacia el fuego devorador, objeto de su deseo y las águilas, apiadándose
de su hermanito, lo protegen, lo defienden y ahuyentan los buitres que querrían
devorarlo». Los ángeles son enviados por Dios para salvar a los hombres, para
hacer realidad en sus vidas un milagro de paz. Hoy pienso en los ángeles que
están presentes en mi camino. Ese ángel de la guarda que custodia mis pasos y
aguarda en mis caídas, dándome fuerzas para emprender el camino. Ángeles que me
hacen ver lo que Dios quiere, lo que me pide. Ángeles silenciosos, ocultos a la
luz del sol, apenas los veo y sé que están presentes, caminando junto a mí, son
mis seres queridos. No tengo miedo a la noche porque es hora de los ángeles que
me llenan de luz. Es la Navidad, incluso en pandemia, tiempo de alegría, de
canto de ángeles, de coros celestiales. Una alegría honda que va más allá de
los límites que me impone el mundo. Los ángeles traen alegría. Hay en mi vida
ángeles con cuerpo, con vida propia. Ángeles a través de los cuales Dios me
habla y me dice que me ama, que ha pensado en mí, que me quiere para siempre.
Esos ángeles reales vienen a visitar mis pasos y me muestran el camino. Me
gusta su presencia silenciosa, sus cantos de paz, su sonrisa amplia que borra
mis tristezas. Y me recuerdan lo bello que soy porque Dios me ama. Me gustan
esos ángeles que Dios ha puesto en mi camino para anunciarme el amor inmenso
que me tiene. Me dicen que Dios ha nacido en mi alma en un corazón de niño. Y
yo miro dentro de mí para darme cuenta de la sonrisa inocente de Dios, en lo
más hondo. Pienso en esos ángeles de andar por casa y pienso en mí que estoy
llamado a ser ángel. Mediador entre Dios y los hombres. Anunciador de alegrías
y esperanza. Testigo de un amor más grande para hacer ver al hombre que el amor
de Dios tiene la última palabra en sus vidas. Siento vocación de ángel para ir
anunciando verdades y mostrando la belleza que cada hombre tiene escondida en
el alma. Me gusta pensar que mi vida es pequeña y aun así tiene un poder que no
controlo. Un poder inmenso, infinito, eterno. Un poder que logra vencer por
encima de mis miedos tan humanos. Quiero proclamar una alegría que nadie pueda
borrar de mi alma. Estoy llamado a vivir con esa alegría serena de los ángeles
que saben que Dios ya ha vencido en todas las batallas. No tiemblo, no me
desespero. Así quiero caminar yo, seguro al saber que Dios conduce mi camino,
aunque muchas veces parezca que la vida no tiene sentido. Necesito tener dentro
esa paz de los ángeles. Esa paz que regale alegría al que se encuentre conmigo.
Esa paz me gusta, esa sonrisa permanente, esa esperanza dibujada dentro de mí,
cuando mis fuerzas decaigan y me sienta impotente ante la marejada que amenaza
con hundir mi barca. Cuando no parezca haber salida que me libere de todos mis
miedos. Cuando las sombras oculten el sol y parezca que la noche se impone
sobre el día. En esos momentos en los que me encuentre perdido y sin rumbo
miraré al cielo buscando ángeles. Alzaré las manos implorando un poder superior
al mío. Soltaré vencido las riendas que pretenden controlar mi vida. Y dejaré
así que el poder de Dios en sus ángeles se haga visible. Y un coro de ángeles
aparecerá sobre la cueva de mi olvido, de mi tristeza, llenando de cantos mis
silencios. Quiero abrazar la vida como un náufrago a la deriva. Y sabré
entonces que tengo vocación de ángel cuando Dios me vuelva a pedir con una
sonrisa: «Sigue dando esperanza, ¿no lo ves? Haces falta». Y volaré de nuevo
sin hacer caso al cansancio, sin hacer ruido. Y sonreiré otra vez olvidando mis
pesares. Y hablaré con voz calmada sin atisbo de tristeza. Porque Dios habrá
vencido en mí naciendo en mis entrañas, llenándome de alegría. Y seré ángel.
¿Cómo si no voy a lograr que Dios regale sonrisas dibujadas en mis labios?
¿Cómo si no voy a dar paz a todos los que me miren?
La
alegría debería ser la impronta de mi alma. ¡Qué rápido la pierdo! Quisiera
mantenerme sereno, seguro, alegre, con paz. Pero no sé por qué, de forma
súbita, dejo de sonreír, de alegrarme por las cosas sencillas de la vida y me
lleno de tristezas. Le pido más a Dios, a los demás y vivo lleno de quejas.
Deseo una alegría sin miedos y la confianza de pensar que en medio de la
batalla saldré siempre indemne, sin un rasguño. Esa confianza de los niños que
han puesto su seguridad en el cielo y no temen las dificultades del camino. Esa
alegría que me viene de lo alto como una lluvia suave que penetra mi alma y ya
no me abandona. Estar alegre siempre es lo que más deseo. Sueño con esa paz que
acabe con mis tormentas interiores. Hoy escucho por labios del apóstol: «Estad
siempre alegres. Orad constantemente. En todo dad gracias, pues esto es lo que
Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros. Absteneos de todo género de mal. Que
Él, el Dios de la paz, os santifique plenamente. Fiel es el que os llama y es
Él quien lo hará». Necesito esa alegría que viene de Dios, porque la alegría
del mundo es pasajera y no logro retenerla con manos firmes. Lo intento, me
apego a ella en medio del camino. La retengo un tiempo y pasa rápido. La
tristeza y el miedo son mis enemigos. Apagan mis sonrisas, ahogan mis gritos de
júbilo. Quiero esa alegría honda que se viste de fiesta. Quiero el sí sencillo
y fiel que se vuelve alegre en el camino. ¿Quién puede quitarme esa alegría? Ni
la persecución, ni el hambre, ni la soledad, ni la infamia, ni las afrentas
injustas. Nada debería quitarme la alegría que viene de Dios. Sueño con estar
siempre alegre y retener esa paz que vence los miedos que a menudo me
acobardan. Quiero una alegría que me guarde de todo mal. Hoy busco esa alegría
más profunda, esa alegría que viene de Dios. «Si no recibo alegría, si no tengo
alegría tanto por mi crecimiento interior en Dios como por el de los demás,
¿qué efectos habrá? Si la alegría es un instinto primordial, el hombre se
buscará la alegría en otra parte». Es un instinto del corazón. Es algo innato
que me lleva a buscar una alegría que no se agote, que no se acabe. Quiero
vivir alegre en Dios, confiado. ¿Dónde están las fuentes de mi alegría más
verdadera? Busco dentro de mí esa grieta por donde me llega la paz de Dios, ese
camino abierto en lo más oculto de mi ser donde Dios llena de risas mis nostalgias
y mis miedos. Es más fuerte la luz que la noche, más fuerte el canto alegre que
el silencio lleno de reproches. Más grande la risa franca que la tristeza honda
que no puedo apagar con nada. Busco las fuentes de mi alegría que nadie me va a
quitar. Quiero limpiarlas en este Adviento para vivir alegre y disfrutando cada
día de mi camino a Belén. Salgo de mis reproches y tristezas para ponerme en
camino hacia Dios y lo miro con alegría, no con temor, no con sentimiento de
culpa. «Si coloco siempre en el centro de mi pensamiento mi pequeñez, mi
dependencia de Dios, mi ser nada ante Dios, el efecto será la actitud
fundamental de la opresión: estoy oprimido frente a Dios. Si yo dijera
reiteradamente en mis pláticas: - Tú no puedes hacer nada, pero Dios ha hecho
de ti algo valioso, esa afirmación tiene que causar una falta de alegría en mi
relación con Dios. Por eso, se busca la alegría en otra parte: en el mundo de
las alegrías sensibles y del pecado». No acentúo el sentimiento de que no soy
nada ante Dios. Poco puedo, lo sé. Pero puedo mucho porque soy hijo suyo. Soy
grande en sus manos y este sentimiento de valor me causa alegría. Le hago falta
a Dios y no puede prescindir de mí. Soy un instrumento único y valioso en sus
manos, eso me da alegría. Soy importante para su misión y sin mí le falta algo.
Lo que yo aporto es único. Esa conciencia me llena de paz y felicidad. Soy su
hijo querido y no puedo eludir mi entrega, mi generosidad, mi ofrecimiento
diario. Esa labor mía es un regalo. Y mi alegría entonces descansa en ese Dios
que ha visto mi belleza y cree en mí. Sabe que soy valioso en este mundo. No
quiere que renuncie al poder que me ha dado, a los talentos que ha puesto en mi
corazón. Son suyos, no míos, pero a mí me dan paz y alegría. No me quedo en mi
miseria, miro más su misericordia. No me centro tanto en que no puedo nada,
pero acentúo que lo puedo todo en sus manos. Y sé que cuando esté a punto de
caer, cuando me falten las fuerzas, Él va a venir a suplir mi carencia, a salvarme
en medio de mis batallas perdidas. Me gusta mirar así la vida y me causa
alegría. No me enorgullezco pensando que lo puedo todo, pero tampoco me humillo
pensando que no puedo nada. Dios lo puede todo, Dios me salva. Y su mirada
cambia mi corazón enfermo. Su mirada me alegra y me llena de sonrisas. Ha visto
quién soy, lo grande que soy, y esa conciencia de mi valor me hace sonreír y
caminar feliz a su lado. Esto es Navidad. Y de ahí brota mi alegría.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira
Costales.
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