20 de diciembre de 2020
Hermano:
«Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de
beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve enfermo y me visitasteis, en la
cárcel y vinisteis a verme».
«Dios me ama por encima de todo y me quiere en mi pobreza.
Ese amor incondicional me levanta, me eleva, me sana. Dejo de lado todas las
mentiras que me hacen daño».
La verdad me hace libre, lo sé pero lo olvido. No siempre me
resulta tan fácil reconocer mi verdad. Saber si lo que siento, pienso o hago es
lo verdadero. O si no me estoy engañando a mí mismo. Ser capaz de reconocer que
yo hago las mismas cosas que critico en otros es sano, me hace más libre, más
humilde, más pobre. Reconocer mi verdad y aceptarla me sana por dentro. No
saber quién soy, qué hago mal, qué no hago, me esclaviza. Saber todo eso de mí
me libera, ignorarlo me condena a seguir viviendo sin comprender lo que otros
ven en mí. Me lleva a vivir en guerra con los demás que me acusan de aquello
que no creo hacer. No soy consciente de mi agresividad, de mi orgullo, de mi
vanidad. Pienso entonces que los demás me tienen envidia. Ellos quieren ser
como yo y al no lograrlo hablan mal de mí. Y yo no sé que lo que despierto en
otros no es culpa de ellos, es responsabilidad mía. Yo soy de una manera y no
de otra diferente. Lo que ven en mí los demás no necesariamente coincide con lo
que yo veo. Y me lo dicen y yo me rebelo molesto, porque me hacen daño sus
acusaciones. No acepto las verdades que me lanzan como piedras. Quieren mi mal,
pienso. No quiero engañarme pero no creo ser como los demás me ven. Estarán
equivocados, seguro, pienso en mi corazón. Ellos no me conocen tan bien, yo sí
me conozco. Pero me engaño. La mentira se apodera de mí y me permite estar
seguro. No pretendo engañar a nadie, simplemente me engaño a mí mismo. Isabel
Serrano-Rosa comenta: «Las personalidades más proclives a mentirse a sí mismas
son las narcisistas, cuya idea grandiosa de su persona no se corresponde con la
realidad». Y así vivo una mentira que para mí se convierte en una verdad
irrefutable. ¿Cómo puedo conocer la verdad de lo que soy? ¿Cómo distinguir mis
intenciones más ocultas? ¿Por qué vivo pensando que el mundo me debe algo? Vivo
en tensión porque no quiero que los demás me conozcan en mi interior. Veo
heridas y pecados que quiero ocultar. Entonces no miento, pero tapo con pudor.
No tengo por qué exponer mi fragilidad. Eso sí, mi debilidad expuesta me hace
más humilde. Que los demás me traten de acuerdo con mi verdad es una
humillación que me hace más libre, más niño. Las mentiras sobre mí mismo no me
hacen bien. Como leía el otro día: «Con las mentiras se puede llegar muy lejos.
Pero lo que no se puede es volver». No puedo volver desde mis mentiras. Me
alejo de mi camino de felicidad, de mi plenitud. Aceptar que soy frágil me
ayuda a crecer. Decía Rafa Nadal: «Mi cabeza tiene el talento para seguir
dándome oportunidades, continuar trabajando y aceptar los fallos para seguir
haciéndolo mejor». Y su tío Toni Nadal decía de él: «La búsqueda de la
objetividad y evitar el engaño no ha impedido que tuviera la máxima confianza
en las posibilidades de Rafael». Cometer errores, ser torpe y débil no es el
final de nada. Es más bien el comienzo de un nuevo camino de plenitud. Aceptar
los límites es lo que me permite crecer. No ver los límites es vivir en la
mentira. Me siento mejor por un tiempo, pero no crezco. Por eso es tan
importante besar la realidad como es y soñar con lo que puedo llegar a ser.
Puedo hacerlo mejor, puedo crecer, no estoy condenado siempre al fracaso. Puedo
crecer por encima de mis fragilidades y roturas. La verdad de lo que soy es
sanadora. Me enfrenta con mis límites y pecados pero siempre desde la verdad de
lo que hay en mí. En ocasiones un pecado público, una caída humillante, un
fracaso flagrante, ese olvido de los que antes me ensalzaban, pueden ser una
oportunidad para ser más de Dios, para vivir más en la verdad, para crecer en
mi camino de santidad. No quiero vivir engañándome a mí mismo. Tengo claro que
mi pecado me ha dejado dañado por dentro y quiero darle mi sí a lo que soy.
Acepto lo que hay en mí, lo que vivo y tengo. Escucho lo que los demás me
dicen, porque en ellos veo a Dios hablándome siempre. Cuando me critican por
algo que he hecho mal, me alegro porque esas críticas me ayudan a profundizar
en lo que de verdad soy. No me siento herido en mi orgullo, no me aferro a esa
imagen idealizada que tengo de mí mismo. Tengo claro que no merezco ninguna
alabanza. Sé que una crítica puede hacerme crecer mucho más que cientos de
alabanzas recibidas. Esa verdad que hay en mí es la que acepto y reconozco sin
pudor. Soy yo con mis límites y torpezas. ¿Por qué no logro ver lo que otros
ven? Me engaño de forma obsesiva. Es como si no necesitara a Dios. Me empeño en
poder llegar yo solo sin ayuda a todas partes y no lo logro. Vivir desnudo es
muy difícil. Me escondo, me protejo, me guardo. Estoy dividido y sólo Dios es
el que logra que esté unido en mi interior. Quiero alabar a Dios en mí, en lo
que hace conmigo. Mis heridas y enfermedades, mis roturas y límites me hacen
daño. Quiero reconocerme pobre ante los demás, ante Dios. sin protegerme, sin
vivir defendiéndome. Si alguien me dice que soy orgulloso, no tengo que pedirle
que me lo demuestre. Si alguien ve en mí debilidades, no tengo que apartarlo de
mí ofendido echándole en cara sus propios defectos. Quizás me ha mandado Dios a
esa persona para ayudarme a cambiar, a crecer, a aceptarme en mi realidad.
Cuando caigo, y escucho los juicios ofensivos de los que no me quieren, en mi
cabeza, en mi corazón, me doy una nueva oportunidad. Dios me ama por encima de
todo y me quiere en mi pobreza. Ese amor incondicional me levanta, me eleva, me
sana. Dejo de lado todas las mentiras que me hacen daño. Y veo con alegría ese
niño herido que hay en mi corazón.
Soy un incapaz en mi forma de amar y darme a los demás. No
sé amar con toda mi alma, no sé renunciar cuando amo. Es como si temiera salir
herido. Puede ser por mi historia, por mi pasado. Pienso que en la vida voy
dañando con una mano y con la otra prodigando ternura. Puedo ensalzar y
denigrar casi al mismo tiempo. Puedo sanar y herir sin poder evitarlo. Siempre
aparecen ante mí los dos caminos y yo elijo. Y lo que elijo me hace crecer o
disminuir. Ser mejor o peor persona. Con un corazón más grande o con un corazón
más mezquino. «Si bien usted ama, ama primariamente ideas, no tanto personas.
Así es también su amor a Dios. Usted ama en Dios mucho más una idea que a Él
mismo» . Puedo quedarme en las ideas. La idea que tengo de esa persona, la idea
que tengo de Dios. Pero no me confronto con su humanidad, con su fragilidad,
con sus límites. Amar en lo humano, más allá de las ideas que me atraen, pasa
por amar la realidad de la persona amada. Amarla con sus talentos y sus
defectos. Amarla con sus complejos y virtudes. Con su cobardía y su valor. Con
su estrechez de miras y con su anhelo de santidad. Es amar al otro en su verdad
y no en esa verdad que prefiero querer. Un amor nuevo es el que necesito para
dejar de ser un discapacitado en el amor. Quiero querer bien, sin barreras que
me impidan crecer. Pero el propio desamor en mi vida me ha dejado herido. He
tocado mis propias experiencias con dolor. Y no sé percibir lo que el otro
necesita. Interpreto, prejuzgo, tengo la medida tomada y creo saber lo que
quiere. Pero me equivoco. Muchas veces pretendo hacer el bien, salvar a los
otros amándolos. Y no lo consigo. Hago que huyan y se vuelvan esquivos.
Malinterpretan mis palabras, mis gestos, mis silencios, mis omisiones. Quiero
amar bien y amo mal. O tal vez es como he aprendido a amar a fuerza de ser
amado o herido. Y anhelo un amor perfecto que no poseo. Una intimidad que no logro.
Un respeto que no tengo ni recibo. Deseo el bien de aquel a quien amo y a
menudo es mi bien el que consigo. La herida, de nuevo esa torpeza mía para
querer. Busco educar a quien amo. Pretendo que cambie, que mejore. Me digo a mí
mismo que es por su bien, que luego será más feliz. Pero a veces creo que lo
que busco es mi propio bien. No quiero que sus defectos me molesten y trato de
pulirlos a golpe de hacha. Intento cercenar las partes incómodas, limar las
aristas, pulir lo que está sin brillo. Me erijo en educador de otros como si yo
ya estuviera educado. Mi pobre amor tan limitado. Hoy escucho cómo es el amor
de Dios, el de ese buen Pastor que cuida a sus ovejas: «El Señor es mi pastor,
nada me falta, en verdes praderas me hace recostar. Me conduce hacia fuentes
tranquilas y repara mis fuerzas; me guía por el sendero justo, por el honor de
su nombre. Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la
cabeza con perfume, y mi copa rebosa. Tu bondad y tu misericordia me acompañan
todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin
término». Yo no sé amar así. No logro salir de mí mismo de esa manera para
ponerme frente a quien me ama. No soy un remanso en el que pueda descansar. No
soy el lugar en el que pueda beber en aguas tranquilas. Estoy en tensión, no me
detengo. Quiero escuchar con respeto y paciencia al que llega hasta mí a
descansar en mis verdes praderas. Pero el tiempo urge y no puedo detenerme sin
hacer nada. Como si escuchar no fuera tan importante. La vida se juega en
compromisos, en entregas, en cumplimientos. Y la escucha parece una pérdida de
tiempo innecesaria. Miro hoy a Jesús para que me enseñe. Un amor paciente, un
amor que calla, un amor que no juzga, un amor que enaltece, un amor que se
asombra, un amor que admira, un amor que busca siempre el bien del amado, un
amor que aguarda sin exigencias, un amor que acepta al otro sin querer
cambiarlo, un amor que no manda, un amor que es dócil, un amor generoso, un
amor transparente. ¿Y si después de amar así a mí no me aman de la misma forma?
¿Y si no me aman a mi manera? Se rompe mi esperanza y me lleno de amargura.
Decido no dar más y me guardo mi tiempo, mi vida, por miedo a no recibir lo
mismo que he entregado. Si a mí no me acogen, ¿para qué voy a seguir yo
acogiendo? Si a mí no me respetan, ¿Por qué tengo que seguir respetando?
Entonces me comparo desde mis heridas. Son las que deciden lo que está bien y
lo que está mal. Si no logro perdonar, si no logro superar mis decepciones, voy
a sembrar siempre desamor a mi paso. Voy a fracasar en todos los amores que
trate de hacer crecer.
La soledad es un mal de mi tiempo. Esa soledad que la
pandemia ha acentuado al confinarme en mi casa, solo. Miro la vida de tantas
personas que se encuentran solas y viven atrapadas en redes sociales. Solos sin
contacto humano y con muchos vínculos virtuales. Faltan abrazos y caricias.
Diálogos y silencios en intimidad. Falta compartir las penas y las alegrías.
Falta amor en los vínculos que sanan el alma. Y el corazón llora en silencio.
El otro día leía una reflexión de Inma Álvarez en Aleteia: «La percepción
subjetiva de soledad: el 38,5% afirma que no se siente querido por nadie, el
21,1% afirma que no tiene un grupo de amigos. El 17,6 % siente que no tiene a
nadie a quien llamar. Las relaciones personales también flaquean: El 10,8% dice
que no tiene a nadie de confianza con quien hablar, y más de una de cada cuatro
personas dice que no habla nunca o casi nunca sobre sus sentimientos o
inquietudes con otros». Me impresionan los datos. Son cifras frías que hablan
de una realidad dura. La soledad forzada, el silencio obligado, el corazón
cerrado a la fuerza. Veo a muchas personas que están solas pero no desean
estarlo. No tienen a nadie con quien hablar de su vida, nadie con quien
compartir sus sentimientos, nadie en quien dejar su dolor, nadie que les ayude a
calmar su angustia, nadie que les haga sonreír y les quite algo de su pena. Hay
muchas vidas solitarias y perdidas. ¿Qué puedo hacer? Me conmueve ese dolor que
hiere las entrañas. Brota con fuerza ese deseo de encontrar a alguien en medio
del camino, del desierto. El amor nunca se puede exigir, ni un abrazo. Este
confinamiento obligado sólo ha aumentado la sensación de aislamiento de muchos.
Han surgido más barreras, más distancias, más muros. Hay más soledad a mi
alrededor para ser precavidos y evitar el contagio. La soledad se convierte en
un mal frecuente. ¿Me encuentro solo? Dentro de mi camino, de mi familia, entre
mucha gente, ¿me siento solo? Quizás tengo muchos amigos en cifras, mucha gente
conocida, muchas personas que me conocen y yo las conozco. Muchos en mis redes
sociales, pero nadie con quien hablar de mis cosas más íntimas. Nadie que
permanezca en los momentos más difíciles, en medio de mis dudas y lágrimas. Sé
que no ha nacido el hombre para estar solo, para no tener vínculos, para vivir
en esa soledad de paredes vacías y puertas cerradas. Uno puede vivir el
infierno en la tierra. Rechazo esa soledad muda que me empobrece y me endurece.
Hoy escucho que Dios va a salir a buscarme cuando esté solo y perdido: «Yo
mismo en persona buscaré a mis ovejas, siguiendo su rastro. Como sigue el
pastor el rastro de su rebaño, cuando las ovejas se le dispersan, así seguiré
yo el rastro de mis ovejas y las libraré, sacándolas de todos los lugares por
donde se desperdigaron un día de oscuridad y nubarrones. Buscaré las ovejas
perdidas, recogeré a las descarriadas; vendaré a las heridas; curaré a las
enfermas: a las gordas y fuertes las guardaré y las apacentaré como es debido».
Dios va a venir a mi soledad, cuando esté perdido, desperdigado, herido. Cuando
me encuentre sin rumbo y sin nadie a quien recurrir. Cuando no tenga a nadie
con quien compartir la vida y no sepa dónde ir. Él va a venir a mí para que
pueda descansar a su lado, recostado sobre su pecho, dormido sobre sus hombros.
«Nunca tendremos un motivo justificado para quejarnos de una soledad
insoportable. Dios está presente en nosotros en todo momento como nuestro
compañero de amor. Y no sólo del modo en que lo está en las demás criaturas
sino de una forma inefablemente más íntima y viva a través de la gracia» . Dios
no quiere que esté solo. Quiere que ame y me sienta amado. Quiere que tenga
vínculos sanos que me enseñen cómo es el amor de Dios en mi vida. Por eso viene
hasta mí para que note su presencia, para que no pierda la paz. No quiere que
esté solo, quiere que viva en comunión de amor con otros. Y me enseña a salir
de mí. Comenta T. S. Eliot: «¿Qué es el infierno? El infierno es uno mismo, y
es solitario. No hay allí nada de lo que se pudiese huir ni adonde se pudiese huir.
Se está siempre solo» . La soledad en la que me encierro es mi infierno.
Contradiciendo a Sartre que decía que el infierno eran los otros creo yo que es
justo lo contrario. Los otros pueden ser mi cielo, mi salvación, mi salida.
Pueden ser el abrazo que me saque de mi amargura en soledad, el beso que me
levante de la muerte, la mirada que crea en mí cuando yo dudo. Los otros pueden
ser mi camino de esperanza, mi hogar donde echar raíces, mi entorno sagrado en
el que poder ser yo mismo. Entonces la soledad es el infierno del que huyo. No
quiero esa soledad que me atrapa en la que me alimento de mi propia indigencia
y frustración. Dios no quiere que me amargue en soledad. Eso es lo contrario al
cielo, no me salvo solo, no soy feliz solo. Jesús viene a mí para que
experimente su amor y pueda salir de mí a dárselo a otros. Que no me aísle es
lo que desea. Que no tema arriesgar mi vida amando. No puede ser que haya tanta
gente sola. Algo está fallando. El infierno es esa soledad.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira
Costales.
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