22 de diciembre de 2020
Hermano:
«Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del
Señor, enderezad sus sendas Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo; no
soy digno de desatarle las sandalias»
«Dios me puede dar la paz que necesito. Puede regalarme esa
confianza que aún no tengo para poder vivir cuidando cada día a mi rebaño.
Necesito más fe y esa mirada de niño confiado»
Asturias registra el número más bajo de contagios por
coronavirus de los dos últimos meses.
Salud informa de 115 nuevos positivos.
Es este Adviento un tiempo de esperanza. Y la esperanza es
el deseo de poseer lo que aún no tengo en plenitud. Es la esperanza de María
camino a Belén sin saber cómo sucederá todo. Aún no posee entre sus manos a
Dios hecho hombre y ya lo sueña. Es la esperanza que tengo yo de ser mejor, de
ser más pleno, más feliz, más niño, más trasparente de Dios. Es el deseo de
plenitud que alberga mi corazón herido. Siento una sed insaciable, un ansia de
infinito que brota dentro de mi alma. La esperanza me lleva a pensar que mañana
va a ser todo mejor que hoy, más pleno, si es que estoy sufriendo. Y si estoy
feliz con lo que vivo me lleva a desear que ese presente sea eterno. La
esperanza me hace desear que no falte nunca nadie de los míos, que nadie muera
ni se vaya. No quiero sillas vacías, ni sueños rotos. Durante muchos años en mi
vida las cosas se fueron repitiendo año tras año. Sólo pasaba el tiempo, pero
no se movían las fichas de mi tablero. Todo parecía en un orden perfecto,
inamovible, intocado y frágil al mismo tiempo. Ni la enfermedad ni la muerte
parecían tocarme. Ni el odio ni las divisiones ponían en peligro mi seguridad.
Cuando miro atrás en mi vida veo cómo ha cambiado todo desde hace poco tiempo.
Y ahora más con esta pandemia que llena el alma de miedos. Quizás en esos
momentos de estabilidad pensaba que poseería a los míos para siempre, que no se
irían mis padres o la estabilidad formaría parte de mi rutina año tras año. El
corazón desea que la alegría sea eterna, cuando tiene paz. Era esa la esperanza
de una continuidad en ese amor que parecía infinito siendo finito. Y de repente
todo se tambalea en medio de esta guerra que ahora toca mis puertas. Y muy
dentro siento que se rompe la esperanza de lo perenne. Entonces asomo la cabeza
por mi ventana, con miedo, temblando. Siento el olor de las hojas caídas del
otoño, son las tormentas de este invierno que se ha llevado la paz estival.
Esas hojas caídas, rojas, amarillas antes eran verdes, parecían eternas. Su
verdor se ha convertido en fuego. Esas hojas sin vida a mis pies son como las
páginas pasadas de un viejo libro de historia. Mi diario, en el que recojo las
anécdotas de cada día, esas que ya no vuelven. Pienso en esas fotos de entonces
que vuelven a recordarme un tiempo que ya no es presente, sólo pasado. Pero
estando todo vivo dentro de mi alma. Siento que la esperanza sigue muy viva
dentro de mí. Es una esperanza que me dice que estoy llamado a algo más grande,
más pleno. Al cielo en la tierra. A esa vida eterna que llenará de luz todas
mis noches. Esa esperanza me levanta cada mañana, soñando. Ahora amo el
presente, porque Dios me ha dado el don de amar mi vida ahora, como es, sin
tener miedo a que pase. Sin temblar al ver que los días transcurren apresurados
buscando una salida, un camino al pasado. No quiero vivir sin esperanza, porque
sin esa luz la vida se vuelve noche. Me escondo entre las sábanas sin encontrar
nada que justifique alzar la mirada. Es este tiempo de Adviento un tiempo de
esperanza. en una vida nueva, más llena, más verdadera. Me gusta pensar que
todo puede ser más bello. Y lo sé, yo puedo contribuir a que así sea. Decía S.
Agustín: «Toda mi esperanza estriba sólo en tu muy grande misericordia. ¡Dame
lo que me pides y pídeme lo que quieras!». Mi esperanza descansa en la
misericordia de Dios. Él me ha creado, me ha dado la vida y la fuerza para
componer un día. Me ha dado la luz de mis ojos, el tono de mi voz, la fuerza de
mis pasos. Me ha dado la ilusión de mis palabras y ha sembrado en mi alma un
jardín sin otoño, siempre en flor. Su misericordia es la que justifica todas
mis esperanzas. Puedo seguir creyendo, lo necesito. Nunca voy a dejar de creer
en un tiempo nuevo que está por venir, en una victoria al final del camino, en
el último suspiro. Vuelvo a levantarme en Adviento, como José y María que no se
desalientan. Saben que el camino es largo. Y que en Belén no es seguro lo que
encontrarán sus pasos. No importa si tienen que buscar allí un lugar para que
nazca Jesús. Algo sucederá que lo haga todo más fácil. Una fuerza de Dios que
se una a mi impotencia. No soy yo el que puede levantar el mundo entre mis
manos. No soy yo el que sostiene el orden del universo. Me quedo dormido
tranquilo porque es Dios quien vela mis sueños y dibuja mi sonrisa cada mañana.
Es su poder, no es el mío. Es la esperanza de creer en lo que aún no veo, en lo
que no toco, en lo que no alcanzo a vislumbrar detrás de tantas nubes. Cuando
la victoria final parece imposible porque todo está en contra. No importa, sigo
esperando, tengo fe.
En este segundo domingo de Adviento me detengo a contemplar
a los pastores. Forman parte de mi pesebre. Siempre están con sus ovejas, o
trayendo alimentos a Jesús. Algunos llevan todo tipo de regalos. Se detienen
felices ante el portal. Descubren los signos que los ángeles les anunciaron. Un
niño envuelto en pañales. Llegan los pastores y encuentran a un niño y unos
padres con él: «Cerca de Belén había unos pastores que pasaban la noche en el
campo cuidando sus ovejas. De pronto se les apareció un ángel del Señor, la
gloria del Señor brilló alrededor de ellos y tuvieron mucho miedo. Pero el
ángel les dijo: - No tengáis miedo, porque os traigo una buena noticia que será
motivo de gran alegría para todos: - Hoy os ha nacido en el pueblo de David un
salvador, que es el Mesías, el Señor. Como señal, encontraréis al niño envuelto
en pañales y acostado en un pesebre». ¿Qué tiene de especial un bebé recién
nacido? ¿En qué me puede cambiar la vida si está indefenso? No puede salvarse a
sí mismo, ¿a mí me va a salvar? Los pastores tienen miedo. Están acostumbrados
a la noche, a permanecer en vela. La vida es dura para ellos. Tienen miedo a
perder lo poco que tienen. Llevan vidas rudas y no son tan inofensivos e
inocentes como las figuritas que coloco en el pesebre. Esos pastores no siempre
tenían buenas intenciones. No todo lo hacían bien. Pero hoy me detengo ante
estos hombres audaces, valientes, que velan en la noche cuidando sus rebaños.
Los peligros acechan y ellos están atentos y despiertos para defender a sus
ovejas e incluso dar la vida por ellas. Me gusta esa imagen del pastor que
cuida a sus ovejas y está despierto y atento en la noche. Vence el miedo y el
frío. En torno a una hoguera deja pasar las horas. Y de repente esa noche todo
se ilumina con la presencia de unos ángeles. Tienen que alegrarse porque ha
nacido el Señor. Ni ellos mismos esperan que cambie su suerte. Pero esos
ángeles indican lo contrario. Algo está sucediendo que tiene que ver con ellos.
¿Un niño tan pequeño? ¿Cuánto tendrán que esperar para que algo cambie en sus
vidas? No parece sencillo. Ese niño sin poderes no iba a sacarles de la
pobreza, ni iba a traer la paz que todos necesitaban. ¿Por qué se alegran
entonces? No creo que entendieran lo que estaba ocurriendo. Pero aun así son
los primeros testigos presenciales. Lo ven allí, en la humildad de aquel
establo, un niño, un padre y una madre. Y creen. Esa fe de niño de los pastores
me conmueve. Ese respeto infinito ante lo que no entienden. Yo quisiera ser así
y no lo soy. Me gustaría entender más cosas de las que entiendo. Busco
respuestas en este mundo esquivo. Me falta fe. Esta actitud de los pastores es
la que hoy le quiero pedir a Dios. Ellos se alegran sin comprender nada, porque
tienen alma de niños y creen en lo imposible. En aquella cueva estaba cambiando
la historia, pero era imposible verlo. Y ellos lo ven sin verlo. Creen sin
tocarlo. No tengo esa mirada ingenua. No soy tan niño. Todo lo quiero
racionalizar, busco que tenga un sentido, que sea creíble, razonable, lógico.
No deseo que las cosas cambien demasiado, pero sí deseo la paz, la salvación,
la alegría. El coro de los ángeles me anuncia que ha nacido Dios entre los
hombres. Y yo hoy lo creo. Y eso que a mi alrededor los signos son de muerte,
de pandemia, de conflicto social, de guerras, de injusticias, de abusos, de
violencia. Signos que me hablan de desesperanza y soledad, de desamor y odio. Y
yo me arrodillo ante un pesebre con corazón de niño. Me pongo en camino
buscando a ese niño recién nacido al que todavía no conozco. ¿No será una
pérdida de tiempo? No lo creo. Confío y sigo caminando. No voy solo, me uno a
tantos otros pastores que como yo también han creído. Dejo a un lado mi rebaño
para buscar a Dios porque lo he oído: «Ahí está vuestro Dios. Ahí viene el
Señor con poder. Como pastor pastorea su rebaño: recoge en brazos los
corderitos, en el seno los lleva, y trata con cuidado a las paridas». Ese Dios
que es pastor es el que viene a hacerse carne en mi vida y puede cambiar todo
si tengo fe. No sé el cuándo ni el cómo, pero confío con una fe ciega. Me falta
fe. No tengo esa fe de los pastores. Y quisiera vivir confiado y con paz.
Comenta Sta. Margarita de Alacoque: «Conservad la paz del corazón, que es el
mayor tesoro. Para conservarla, nada ayuda tanto como el renunciar a la propia
voluntad y poner la voluntad del Corazón divino en lugar de la nuestra, de
manera que sea ella la que haga en lugar nuestro todo lo que contribuye a su
gloria, y nosotros, llenos de gozo, nos sometamos a Él y confiemos en Él
totalmente». La paz me la da el confiar totalmente en Dios en circunstancias
difíciles. Es eso lo que necesito, caminar como esos pastores con la confianza
de saber que voy a encontrar a un niño envuelto en pañales. Eso basta para
tener paz. Esa promesa escondida en una cueva es suficiente. Me impresionan la
confianza y la fe de los pastores. Necesitan paz y esa paz, en esa noche de
ángeles, llega a sus corazones. Han puesto sus vidas en las manos de Dios y
desaparecen sus miedos. Me gusta esa actitud filial y confiada. Es la que necesito
tener siempre. Especialmente en estos tiempos de pandemia, oscuridad y
desesperanza. Dios me puede dar la paz que necesito. Puede regalarme esa
confianza que aún no tengo para poder vivir cuidando cada día a mi rebaño.
Necesito más fe y esa mirada de niño confiado.
El Adviento es un tiempo de consolación. Jesús viene a nacer
en medio de los hombres para consolar sus angustias. Hoy escucho: «Consolad,
consolad a mi pueblo. Ya está cerca su salvación para quienes le temen, y la
Gloria morará en nuestra tierra». Dios viene a consolar a su pueblo, trae la
salvación. A menudo la desolación viene a mi corazón por las cosas que ocurren
en mi vida. Son dolores que me llenan de pena y angustia. ¿Quién me puede
consolar? Me quedo mirando al pasado, atado a lo que no puedo cambiar.
Sucedieron cosas difíciles que no perdono, que no me perdono. Tengo heridas que
no sanan, no cierran. Cuentas pendientes que no acabo de saldar. Hice algo de
lo que me arrepiento. Me causaron un daño que no logro perdonar. Me trataron de
una forma humillante e injusta. No sucedió aquello que tanto deseaba. No
encuentro consuelo. Me dicen que siga adelante, que no mire hacia atrás. Pero
yo quiero hacer el duelo por lo que he perdido, por lo que no me han dado, por
lo que me han hecho, por lo que me han quitado. Esa herida duele y sangra.
¿Dónde voy a encontrar la consolación? No me la dan los demás, no pueden. No
logran reparar lo que no tiene arreglo. Con frecuencia veo en mí reacciones que
son desproporcionadas. Vienen de algún lugar dentro de mi alma. En lo más hondo
de mí falta el consuelo. No estoy reconciliado con mi historia. Esa pena se
adueña de mí como una marea negra. Y no entiendo porque no es tan grave lo que
ha sucedido. En ese momento me doy cuenta de algo. Me falta consuelo en mi
interior. Dios viene a consolarme en mis dolores ocultos, escondidos dentro de
mí. Viene a darme el perdón, para que pase página, para que me libere de esos
rencores y resentimientos que me duelen en lo más hondo. En ocasiones no
entiendo por qué me duele tanto por dentro. Y Jesús viene para hacerme ver lo
que tengo que entregar, que soltar, que liberar. Él me muestra el camino para
ser libre, para vivir con paz. La consolación de Dios es como esa mano que me
acaricia justo donde me duele. Mis reacciones repetitivas y exageradas revelan
que algo está herido, en desorden en mi interior. Me muestra Dios así que
quiere nacer en ese lugar interior para traer la paz y la calma. Quiere
consolar mis miedos y mis dolores. Yo quiero llenar de luz mi cueva oscura. Ese
lugar casi desconocido para mí mismo. Jesús nace en ese establo de mi mundo
interior. Allí donde no hay sol, ni esperanza. Allí de donde brotan tantos
sentimientos de frustración, de miedo, de ira, de tristeza. Viene a consolarme
en todo lo que no logro aceptar en mí. Llega a mi memoria más olvidada, a mis
recuerdos más escondidos. Viene a consolar mi historia sagrada en la que Él
manifiesta su poder. Pero también sé que no siempre seré consolado y en todo.
Decía santa Teresita del Niño Jesús: «No vaya a creer que nado en las
consolaciones. ¡Oh no!, mi consolación consiste en no tener ninguna en esta
tierra. Sin dejarse ver, sin dejar oír su voz». No siempre la paz va a llegar
de forma casi mágica. No siempre se me regala una gracia que no puedo exigir.
Pero sí puedo suplicar cada día que me consuele Dios. El Adviento es un tiempo
para suplicar el consuelo. Y al mismo tiempo es una oportunidad para consolar a
otros y traer esperanza a los corazones desesperanzados. Isaías dice que ha
sido enviado a «curar a los de corazón quebrantado y consolar a los afligidos».
Yo puedo consolar a otros, y traer paz. Comenta el Papa Francisco: «No
olvidemos las obras de misericordia espirituales: dar consejo al que lo
necesita, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, consolar al triste,
perdonar las ofensas, soportar con paciencia las personas molestas, rogar a
Dios por los vivos y por los difuntos». Obras de misericordia. Una de ellas me
pide consolar al triste, aliviar al que tiene el corazón roto, al que está
hundido en su dolor, en su amargura. Yo puedo ser motivo de alegría y de
esperanza. Puedo ser bálsamo para los que están sufriendo. Me gustaría serlo.
No siempre tengo esa capacidad. No siempre trato con cariño y delicadeza al que
lo necesita. No siempre acojo al que espera ser acogido. No trato con bondad al
que está más herido. No me doy cuenta y paso por alto sus necesidades. No soy
instrumento de sanación, no traigo consuelo. Me gustaría en este Adviento
tratar de consolar al que está desolado. No podré reemplazar a Dios en su vida.
No podré llegar tan lejos como llega el Espíritu Santo. Pero es posible ponerme
en manos de Dios para que haga milagros conmigo. Cuando estoy consolado, cuando
tengo paz, cuando ha desaparecido la rabia de mi corazón, entonces puedo
consolar mejor a los demás. Conocerme, aceptarme, perdonarme, perdonar, dejar
que la luz de Dios entre en mi cueva oscura, es el único camino para poder ser
yo instrumento de sanación y paz para muchos. Si dejo que Jesús nazca en mí,
aunque me resista con tanta violencia. Si dejo que su luz acabe con mis
sombras. Si nace en mí Jesús, sé que algo va a cambiar en mi interior. Y
entonces podré aliviar al afligido, consolar al que está roto. Podré hacer un
camino desde dentro hacia fuera. Desde lo más hondo de mi cueva a la luz que me
espera.
Me gusta la imagen del camino. El dinamismo, el movimiento.
No quiero quedarme quieto en este Adviento. Quiero comenzar a andar. Hacia el
mundo, hacia dentro. Quizás el camino más difícil es el que inicio hacia mi
corazón. Ese camino que pasa por la autoaceptación. Sé que sólo podré aceptarme
cuando me sienta y experimente muy amado y querido por Dios en lo más profundo
de mi corazón. Tal vez por eso tengo que preparar este camino del que me habla
el profeta. Preparo el camino que dejará que Dios venga a mí, calme mis ansias
y apacigüe mis miedos: «En el desierto abrid camino a Yahveh, en la estepa
trazad una calzada recta a nuestro Dios». Quiero que venga hasta mí porque Él
me quiere como soy, no como debería ser. Me acepta de forma incondicional, me
mira como nadie antes me ha mirado. ¿Por qué me cuesta tanto creerme su amor?
Porque en mi vida he encontrado a personas que no me han amado así, me han
despreciado y humillado. Y esa herida del desamor se la he achacado a Dios. He
pensado que Él era ese amor humano, o un reflejo de ese amor imperfecto. Me he
creído entonces que Dios sólo me amaba si lo hacía todo perfecto. Y poco a poco
esa idea de Dios juez ha cobrado fuerza en mi alma. Pero no es así. Dios no es
así, no es como yo, no es como ese juez que reúne pruebas contra mí y pone en
duda mi sanidad mental, mi capacidad, mi integridad moral. No es así Dios,
aunque me lo parezca a veces. No es ese el Dios en el que quiero creer. Me
cuesta sacarme del corazón esa imagen tan equivocada de Dios. Él me ama como
soy, quiere mi crecimiento y sueña con mi plenitud. Sabe cuál es mi potencial.
Ha sembrado en mi alma una semilla que un día dará su fruto. Sabe cómo soy por
dentro. Y es curioso, resulta que es mi debilidad, mi pecado, mi pobreza e
imperfección lo que despierta su misericordia. No me ama gracias a todos mis
méritos y buenas obras. No me quiere con locura porque haya realizado grandes
milagros. No son mis actos inmaculados los que más despiertan su amor. Es una sorpresa,
pero es mi pecado el que me acerca a Él. Entonces ya no me alejo de su rostro,
no me escondo. Llego hasta su lado con todo mi pecado, humillado y siento que
mi dolor, mi fragilidad me acercan a Él en lugar de alejarme. En su presencia
recibo un perdón misericordioso e incondicional. ¿Cuál es el camino que me une
con Él? Es mi camino, ese que recorro a su lado. Él está junto a mí y siento
que es un Dios impotente, indefenso. Es casi como si yo tuviera que protegerlo
a Él. Y Dios me mira como ese niño en el pesebre, pobre e indefenso y despierta
mi ternura. Y creo que yo soy el poderoso y Él el indefenso. Que yo lo protejo
y Él suplica mi protección. Hasta que sufro mi pecado, mi humillación, mi
debilidad. Y entonces siento que su poder sacar lo mejor de mí y me eleva por
encima de todo mi barro. Es entonces mi camino un camino llano por el que puedo
transitar con Él a mi lado. Tomado de la mano de ese niño que parece no
salvarme, pero lo hace cuando no me doy ni cuenta. Quiero preparar ese camino
donde tiene lugar el encuentro. Quiero salir de mí mismo, tirando los muros,
destruyendo las barreras que no me dejan darme. Quiero tocar su amor que me
salva cuando yo ya no soy capaz de salvarme a mí mismo, cuando me he
decepcionado una y otra vez de mi poco poder. Cuando ya no puedo hacer nada por
llegar a la meta, Él sale a mi encuentro y me ama. ¿He experimentado alguna vez
ese amor inmenso que Dios me tiene? Ese amor sana todas mis heridas. Y sólo
entonces, en ese abrazo en medio de mi camino, surge la propia aceptación de mi
debilidad. Sólo puedo aceptarme si he experimentado el amor incondicional de
Dios en mi espacio interior, en la oración, o a través de personas concretas
que me han amado así. Dios me elige una y otra vez y toma mi mano. No lo elijo yo
a Él, es Él quien me busca. Yo debo ser capaz de afirmar esta verdad, incluso
aunque el mundo no me elija y me olvide. Mientras sean el mundo, mis amigos,
parientes, jefes, conocidos, quienes decidan si he sido elegido o no, si valgo
o no, si soy digno de ser amado o no lo soy, estaré condenado a la infelicidad
y viviré cada día intentando demostrarles a todos cuánto valgo. La presión del
mundo es muy fuerte y tiende a empujarme a las tinieblas de la duda sobre mi
valor. Caigo en el menosprecio o el rechazo. Me pongo inseguro, dudo de mí,
tengo miedo de ser rechazado, y soy entonces fácilmente manipulable por quienes
me rodean. Veo con claridad mi pecado, mi debilidad y creo que nadie podrá
quererme como soy. Me equivoco. Quiero recorrer el camino eterno que me separa
de ese abrazo con Dios. Sueño con el cielo, con estar siempre con Él. Hoy dice
el apóstol: «Pero esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y
nueva tierra, en lo que habite la justicia. Por lo tanto, queridos, en espera
de estos acontecimientos, esforzaos por ser hallados en paz ante Él, sin
mancilla y sin tacha». Quiero cuidarme en este Adviento, intentar vivir sin
mancha a su lado. Sé que fracasaré muchas veces, pero no temo ningún mal porque
Dios me ama con locura. Él me quiere más allá de mis pecados y caídas. Él ama
mi alma como es, débil y con heridas. No me quiere perfecto, sabe cómo soy, y
desea estar conmigo cada día.
Quiero en este Adviento allanar la montaña de mi vanidad y
mi orgullo. Quiero que se levante el valle de mi tristeza, de mi desaliento y
cobardía. Miro mi corazón enfermo y siento que es una tarea ingente la que
tengo por delante. ¿Por qué me afectan tanto ciertas cosas que oigo, que me
dicen? ¿Por qué reacciono de forma desproporcionada? Hay orgullo dentro de mí.
Me puede. Ese orgullo mío me mata. Quiero vencer las aristas que me hacen
inabordable. No soy puerto seguro en el que otros puedan descansar y anclar su
barca. Las olas de mi rabia, de mi rencor, me matan por dentro. Algo se quema
dentro de mí y no lo entiendo. No logro atisbar una paz lejana. Si el viento de
su poder lograr calmar mis propios vientos. Si la calma de su corazón limpiara
mi propia violencia interior. Se desbordan dentro de mí emociones ocultas en lo
más secreto de mi alma. Que asoman en lágrimas o en tristezas que no controlo.
Y yo quiero que la razón se imponga. Y el buen juicio. Y no dejarme llevar por
la marea de emociones de la que no soy dueño. ¿Cómo se calman las olas del mar
embravecido? ¿Cómo se apaciguan las llamas del incendio? ¿Cómo logro alegrarme
cuando estoy triste? Jesús quiere que le prepare el camino, que me vista de
espera y anhelo, que cambie la violencia de mi alma por la paz de un Niño que
viene a llenar el vacío de mi corazón. Pienso en la carrera que tengo que
recorrer. Sé que los cambios no son fáciles. No quiero que sucedan de repente.
Todo lleva su tiempo y tal vez tocaré el fracaso en muchas de las cosas que
quiero sanar. Sólo sé que es verdad lo que hoy escucho: «No se retrasa el Señor
en el cumplimiento de la promesa, sino que usa de paciencia con vosotros».
¿Cómo puedo hacer para que se cumpla su promesa en mi vida? Necesito la misma
paciencia que Dios usa conmigo. Vencer mi orgullo y vanidad. Aceptar con
humildad todo lo que me sucede. No enojarme cuando nada resulta como deseo.
Vivir con paz en el alma incluso en medio de las tormentas. Mi peor enemigo
sigue siendo la tristeza. Se apodera de mí como una nube negra, como una marea
oscura que me quita la paz y la alegría. Y la cobardía me impide luchar y
aspirar a las cumbres más altas. En este Adviento me pongo en pie. Le preparo
el camino al Señor. Invierto tiempo en esta tarea inmensa que pone ante mis
ojos. No me desaliento. A pesar de la tristeza que pueda quitarme la paz. Decía
Sor Verónica fundadora de Iesu Comunio: «Quien ama a sus hermanos más que a sí
mismo es liberado de la envidia, de la indiferencia. Quien ama y se sabe amada
lejos de entristecerse por el don del hermano puede llenarse de gozo por el
bien que obra Dios en sus hermanos». Amar a los otros más que a mí mismo. El
Adviento hace que ponga la mirada en mi hermano. Somos familia. Salgo de mi
egoísmo para abrirme al otro. Quiero que sea feliz, que sea pleno. Quiero que
su vida sea dichosa. No tengo miedo a perder la vida por amor. Entonces la tristeza
desaparece porque estoy pensando en la alegría de los demás. Y me alegro de sus
logros, de sus éxitos. No vivo pensando en lo que a mí me falta. Un camino
fácil abro ante Dios. Así es el camino que voy forjando en mi corazón. Lejos
del orgullo vivo la humildad de los que no tienen nada, de los despojados, de
los pobres que lo han perdido todo. Vivo con paz en medio de la carencia y no
me turbo con las contrariedades. Esa paz es la que le suplico a Dios en esta
segunda semana de camino. Pienso en mis orgullos y vanidades. Pienso en mi
cobardía que no me deja avanzar y vencer lo que no le pertenece a Dios en este
tiempo. Pienso en todas las batallas que tengo por delante y el corazón se
alegra. No me desaliento, no pierdo la fuerza. Sigo adelante con alegría
sabiendo que sólo Dios puede calmarme y construir sobre la piedra de mi
miseria. Sólo confío en el poder de Dios que lo puede hacer todo nuevo en mí.
Puede allanar todos los caminos y hacer posible una vida nueva, más alegre y
plena. No dejo de confiar y me abro a su presencia. Dios viene, se hace carne y
acampa en medio de mis miedos y nostalgias, de mis angustias y tristezas. Y me
da su alegría.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira
Costales.
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