Si tuviésemos un momento de calma para tomar en las
manos nuestra vida, vendríamos a la conclusión serena de que llevamos como
sabemos y cómo podemos las fatigas y pesares que tantas veces nos afligen. No
todo lo controlamos ni sabemos siempre explicar lo que nos pasa. Tienen nombre
los límites que nos generan sufrimiento, incertidumbre, cansancio y
desesperanza. Es la humana condición y cada uno ha vivido su elenco de
situaciones que ponen a prueba nuestra confianza.
Jesús nos permite entrever una oración filial que dirige
al Padre Dios. Tras dar gracias porque el Padre esconde a los poderosos los
secretos que se les revelan a los sencillos, añade esa expresión de verdadera
cercanía del Hijo Dios que quiso ser hermano de nuestra humanidad: “Venid a mí
todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo
y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro
descanso” (Mt 11, 25-30).
Una de las preguntas que nos hacemos ante una tragedia
cualesquiera: catástrofe natural, lo terrible de una guerra o del terrorismo,
una cotidiana enfermedad, cualquier situación personal que nos pone a prueba,
es ¿dónde está Dios ahí? ¿Por qué calla? Son preguntas que conseguirían
desmontar cualquier seguridad religiosa y pondrían en crisis una vivencia
espiritual tranquila si, efectivamente, Dios no hubiera respondido. Estamos
ante un misterio cuando hablamos del dolor. Y ni siquiera Jesús mismo quiso
estar al margen de él. Sea cual sea el rostro del dolor, de la carencia, del
desajuste, del sinsentido, del miedo, de la soledad, ahí hallamos a Jesús que
no ha querido eludir tan incómodo encuentro.
Jesús pondrá lágrimas humanas en los ojos de Dios. Es
la incomprensible imagen de un Dios Todopoderoso: que también Él supo y quiso
llorar. Y hay situaciones en las que necesitamos el respetuoso abrazo del mismo
Dios, que no viene a contarnos increíbles historias para distraernos en nuestro
disgusto, sino la divina solidaridad de quien tanto entendió en carne propia lo
que significa sufrir y lo que significa morir. Hay momentos en los que
necesitamos las lágrimas del mismo Dios, un Todopoderoso que tiene entraña y se
deja conmover hasta hacerse, por amor, frágil y abatible.
En la parábola del así llamado Buen Samaritano, hay un
apunte autobiográfico del mismo Jesús, como enseña de lo que supone la
misericordia cálida, la acogida incondicional de un Dios vulnerable que
comparte con el hombre los lances más hermosos del amor, así como los momentos
más oscuros del dolor; lo que hay en las personas de más luz y coherencia, así
como comprende los rincones más alejados del destino para el que fuimos hechos.
No es un Dios cansino o indiferente, un Dios escandalizado y saturado de nuestra
lentitud y transgresión, sino un Dios que se deja alcanzar, vulnerar, que tiene
presentes nuestras torpezas y pecados, porque son las que, abrazándolas, ha
venido a salvar.
Este es el Corazón abierto de nuestro Redentor que
vive para siempre tras la resurrección. Es un corazón humano que palpita en el
cielo eterno de Dios, para que nos acerquemos al trono de su gracia en donde su
yugo es suave, su carga ligera y su misericordia nos llena de paz. Tenemos en
Oviedo una imagen que desde el Monte Naranco preside la ciudad con su abrazo
tierno y misericordioso. En el centenario de la consagración de España al
Corazón de Jesús en el Cerro de los Ángeles, desde nuestra atalaya nos unimos a
la efeméride. Dulce pálpito de misericordia como regalo para el alma y para la
sociedad. Bendito lugar en donde ese Corazón nos recuerda en su imagen que sabe
latir samaritanamente por todos nosotros sus humildes hermanos.
Artículo enviado por: Jesús Manuel Cedeira Costales
Fuente: Carta
semanal del Sr. Arzobispo. jueves, 27 de junio de 2019 + Jesús Sanz Montes O.
F. M. Arzobispo de Oviedo
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