La fraternidad y la amistad social son las vías indicadas
por el Pontífice para construir un mundo mejor, más justo y pacífico, con el
compromiso de todos: pueblo e instituciones. Reafirmado con fuerza el no a la
guerra y la globalización de la indiferencia.
¿Cuáles son los grandes ideales, pero también los caminos
concretos a recorrer para quienes quieren construir un mundo más justo y fraterno
en sus relaciones cotidianas, en la vida social, en la política y en las
instituciones? Esta es la pregunta a la que pretende responder, principalmente
“Fratelli tutti”: el Papa la define como una “Encíclica social” (6) que toma su
título de las “Admoniciones” de san Francisco de Asís, que usó esas palabras
“para dirigirse a todos los hermanos y las hermanas, y proponerles una forma de
vida con sabor a Evangelio” (1). El Poverello “no hacía la guerra dialéctica
imponiendo doctrinas, sino que comunicaba el amor de Dios”, escribe el Papa, y
“fue un padre fecundo que despertó el sueño de una sociedad fraterna” (2-4). La
Encíclica pretende promover una aspiración mundial a la fraternidad y la
amistad social. A partir de una pertenencia común a la familia humana, del
hecho de reconocernos como hermanos porque somos hijos de un solo Creador,
todos en la misma barca y por tanto necesitados de tomar conciencia de que en
un mundo globalizado e interconectado sólo podemos salvarnos juntos. Un motivo
inspirador citado varias veces es el Documento sobre la Fraternidad humana
firmado por Francisco y el Gran Imán de Al-Azhar en febrero de 2019.
La fraternidad debe promoverse no sólo con palabras, sino
con hechos. Hechos que se concreten en la “mejor política”, aquella que no está
sujeta a los intereses de las finanzas, sino al servicio del bien común, capaz
de poner en el centro la dignidad de cada ser humano y asegurar el trabajo a
todos, para que cada uno pueda desarrollar sus propias capacidades. Una
política que, lejos de los populismos, sepa encontrar soluciones a lo que
atenta contra los derechos humanos fundamentales y que esté dirigida a eliminar
definitivamente el hambre y la trata. Al mismo tiempo, el Papa Francisco
subraya que un mundo más justo se logra promoviendo la paz, que no es sólo la
ausencia de guerra, sino una verdadera obra “artesanal” que implica a todos.
Ligadas a la verdad, la paz y la reconciliación deben ser “proactivas”,
apuntando a la justicia a través del diálogo, en nombre del desarrollo
recíproco. De ahí deriva la condena del Pontífice a la guerra, “negación de
todos los derechos” y que ya no es concebible, ni siquiera en una hipotética
forma “justa”, porque las armas nucleares, químicas y biológicas tienen enormes
repercusiones en los civiles inocentes.
También es fuerte el rechazo de la pena de muerte, definida
como “inadmisible” porque “siempre será un crimen matar a un hombre”, y central
es la llamada al perdón, conectada al concepto de memoria y justicia: perdonar
no significa olvidar, escribe el Pontífice, ni renunciar a defender los propios
derechos para salvaguardar la propia dignidad, un don de Dios. En el trasfondo
de la Encíclica está la pandemia de Covid-19 que – revela Francisco – “cuando
estaba redactando esta carta, irrumpió de manera inesperada”. Pero la
emergencia sanitaria mundial ha servido para demostrar que “nadie se salva
solo” y que ha llegado el momento de que “soñemos como una única humanidad” en
la que somos “todos hermanos” (7-8).
Los problemas globales requieren una acción global, no a la
“cultura de los muros”
Abierta por una breve introducción y dividida en ocho
capítulos, la Encíclica recoge – como explica el propio Papa – muchas de sus
reflexiones sobre la fraternidad y la amistad social, pero colocadas “en un
contexto más amplio” y complementadas por “numerosos documentos y cartas”
enviados a Francisco por “tantas personas y grupos de todo el mundo” (5). En el
primer capítulo, “Las sombras de un mundo cerrado”, el documento se centra en
las numerosas distorsiones de la época contemporánea: la manipulación y la
deformación de conceptos como democracia, libertad o justicia; la pérdida del sentido
de lo social y de la historia; el egoísmo y la falta de interés por el bien
común; la prevalencia de una lógica de mercado basada en el lucro y la cultura
del descarte; el desempleo, el racismo, la pobreza; la desigualdad de derechos
y sus aberraciones, como la esclavitud, la trata, las mujeres sometidas y luego
obligadas a abortar, y el tráfico de órganos (10-24). Se trata de problemas
globales que requieren acciones globales, enfatiza el Papa, dando la alarma
también contra una “cultura de los muros” que favorece la proliferación de
mafias, alimentadas por el miedo y la soledad (27-28). Además, hoy en día, hay
un deterioro de la ética (29) a la que contribuyen, en cierto modo, los medios
de comunicación de masas que hacen pedazos el respeto por el otro y eliminan
todo pudor, creando círculos virtuales aislados y autorreferenciales, en los
que la libertad es una ilusión y el diálogo no es constructivo (42-50).
El amor construye puentes: el ejemplo del buen samaritano
A muchas sombras, sin embargo, la Encíclica responde con un
ejemplo luminoso, un presagio de esperanza: el del Buen Samaritano. El segundo
capítulo, “Un extraño en el camino”, está dedicado a esta figura, y en él el
Papa destaca que, en una sociedad enferma que da la espalda al dolor y es
“analfabeta” en el cuidado de los débiles y frágiles (64-65), todos estamos
llamados – al igual que el buen samaritano – a estar cerca del otro (81),
superando prejuicios, intereses personales, barreras históricas o culturales.
Todos, de hecho, somos corresponsables en la construcción de una sociedad que
sepa incluir, integrar y levantar a los que han caído o están sufriendo (77).
El amor construye puentes y estamos “hechos para el amor” (88), añade el Papa,
exhortando en particular a los cristianos reconocer a Cristo en el rostro de
todos los excluidos (85). El principio de la capacidad de amar según “una
dimensión universal” (83) se retoma también en el tercer capítulo, “Pensar y
gestar un mundo abierto”: en él, Francisco nos exhorta a “salir de nosotros mismos”
para encontrar en los demás “un crecimiento de su ser” (88), abriéndonos al
prójimo según el dinamismo de la caridad que nos hace tender a la “comunión
universal” (95). Después de todo – recuerda la Encíclica – la estatura
espiritual de la vida humana está definida por el amor que es siempre “lo
primero” y nos lleva a buscar lo mejor para la vida de los demás, lejos de todo
egoísmo (92-93).
Los derechos no tienen fronteras, es necesaria la ética en
las relaciones internacionales
Una sociedad fraternal será aquella que promueva la
educación para el diálogo con el fin de derrotar al “virus del individualismo
radical” (105) y permitir que todos den lo mejor de sí mismos. A partir de la
tutela de la familia y del respeto por su “misión educativa primaria e
imprescindible” (114). Dos son, en particular, los “instrumentos” para lograr
este tipo de sociedad: la benevolencia, es decir, el deseo concreto del bien
del otro (112), y la solidaridad que se ocupa de la fragilidad y se expresa en
el servicio a las personas y no a las ideologías, luchando contra la pobreza y
la desigualdad (115). El derecho a vivir con dignidad no puede ser negado a
nadie, dice el Papa, y como los derechos no tienen fronteras, nadie puede
quedar excluido, independientemente de donde haya nacido (121). Desde este
punto de vista, el Papa recuerda también que hay que pensar en “una ética de
las relaciones internacionales” (126), porque todo país es también del
extranjero y los bienes del territorio no pueden ser negados a los necesitados
que vienen de otro lugar. Por lo tanto, el derecho natural a la propiedad
privada será secundario respecto al principio del destino universal de los
bienes creados (120). La Encíclica también subraya de manera específica la
cuestión de la deuda externa: sin perjuicio del principio de que debe ser
pagada, se espera, sin embargo, que ello no comprometa el crecimiento y la
subsistencia de los países más pobres (126).
Migrantes: gobernanza mundial para proyectos a largo plazo
Al tema de las migraciones está dedicada parte del segundo y
todo el cuarto capítulo, “Un corazón abierto al mundo entero”, con sus “vidas
que se desgarran” (37), huyendo de guerras, persecuciones, desastres naturales,
traficantes sin escrúpulos, desarraigados de sus comunidades de origen, los
migrantes deben ser acogidos, protegidos, promovidos e integrados. Hay que
evitar migraciones no necesarias, afirma el Pontífice, creando en los países de
origen posibilidades concretas de vivir con dignidad. Pero al mismo tiempo, el
derecho a buscar una vida mejor en otro lugar debe ser respetado. En los países
de destino, el equilibrio adecuado será aquel entre la protección de los
derechos de los ciudadanos y la garantía de acogida y asistencia a los
migrantes (38-40). Concretamente, el Papa señala algunas “respuestas
indispensables” especialmente para quienes huyen de “graves crisis
humanitarias”: aumentar y simplificar la concesión de visados; abrir corredores
humanitarios; garantizar la vivienda, la seguridad y los servicios esenciales;
ofrecer oportunidades de trabajo y formación; fomentar la reunificación
familiar; proteger a los menores; garantizar la libertad religiosa y promover
la inclusión social. El Papa también invita a establecer el concepto de
“ciudadanía plena” en la sociedad, renunciando al uso discriminatorio del
término “minorías” (129-131). Lo que se necesita sobre todo – se lee en el
documento – es una gobernanza mundial, una colaboración internacional para las
migraciones que ponga en marcha proyectos a largo plazo, que vayan más allá de
las emergencias individuales (132), en nombre de un desarrollo solidario de
todos los pueblos basado en el principio de gratuidad. De esta manera, los
países pueden pensar como “una familia humana” (139-141). El otro diferente de
nosotros es un don y un enriquecimiento para todos, escribe Francisco, porque
las diferencias representan una posibilidad de crecimiento (133-135). Una
cultura sana es una cultura acogedora que sabe abrirse al otro, sin renunciar a
sí misma, ofreciéndole algo auténtico. Como en un poliedro – una imagen
apreciada por el Pontífice – el conjunto es más que las partes individuales,
pero cada una de ellas es respetada en su valor (145-146).
La política, una de las formas más preciosas de la caridad
El tema del quinto capítulo es “La mejor política”, es
decir, una de las formas más preciosas de la caridad porque está al servicio
del bien común (180) y conoce la importancia del pueblo, entendido como una
categoría abierta, disponible para la confrontación y el diálogo (160). Este es,
en cierto sentido, el popularismo indicado por Francisco, que se contrapone a
ese “populismo” que ignora la legitimidad de la noción de “pueblo”, atrayendo
consensos para instrumentalizarlo a su propio servicio y fomentando el egoísmo
para aumentar su popularidad (159). Pero la mejor política es también la que
tutela el trabajo, “una dimensión irrenunciable de la vida social” y trata de
asegurar que todos tengan la posibilidad de desarrollar sus propias capacidades
(162). La mejor ayuda para un pobre, explica el Papa, no es sólo el dinero, que
es un remedio temporal, sino el hecho de permitirle vivir una vida digna a
través del trabajo. La verdadera estrategia de lucha contra la pobreza no tiene
por objeto simplemente contener o hacer inofensivos a los indigentes, sino
promoverlos desde el punto de vista de la solidaridad y la subsidiariedad
(187). También es tarea de la política encontrar una solución a todo lo que
atente contra los derechos humanos fundamentales, como la exclusión social; el
tráfico de órganos, tejidos, armas y drogas; la explotación sexual; el trabajo
esclavo; el terrorismo y el crimen organizado. Fuerte es el llamamiento del
Papa a eliminar definitivamente el tráfico, la “vergüenza para la humanidad” y
el hambre, que es “criminal” porque la alimentación es “un derecho inalienable”
(188-189).
El mercado por sí solo no lo resuelve todo. Es necesaria la
reforma de la ONU
La política que se necesita, subraya Francisco, es la que
dice no a la corrupción, a la ineficiencia, al mal uso del poder, a la falta de
respeto por las leyes (177). Se trata de una política centrada en la dignidad
humana y no sujeta a las finanzas porque “el mercado solo no resuelve todo”:
los “estragos” provocados por la especulación financiera lo han demostrado
(168). Los movimientos populares asumen, por lo tanto, una importancia
particular: verdaderos “poetas sociales” y “torrentes de energía moral”, deben
involucrarse en la participación social, política y económica, sujetos, sin
embargo, a una mayor coordinación. De esta manera – afirma el Papa – se puede
pasar de una política “hacia” los pobres a una política “con” y “de” los pobres
(169). Otro auspicio presente en la Encíclica se refiere a la reforma de las
Naciones Unidas: frente al predominio de la dimensión económica que anula el
poder del Estado individual, de hecho, la tarea de las Naciones Unidas será la
de dar sustancia al concepto de “familia de las naciones” trabajando por el
bien común, la erradicación de la pobreza y la protección de los derechos
humanos. Recurriendo incansablemente a “la negociación, a los buenos oficios y
al arbitraje” – afirma el documento pontificio – la ONU debe promover la fuerza
del derecho sobre el derecho de la fuerza, favoreciendo los acuerdos
multilaterales que mejor protejan incluso a los Estados más débiles (173-175).
El milagro de la bondad
Del capítulo sexto, “Diálogo y amistad social”, surge
también el concepto de la vida como “el arte del encuentro” con todos, incluso
con las periferias del mundo y con los pueblos originarios, porque “de todos se
puede aprender algo, nadie es inservible” (215). El verdadero diálogo, en
efecto, es el que permite respetar el punto de vista del otro, sus intereses
legítimos y, sobre todo, la verdad de la dignidad humana. El relativismo no es una
solución – se lee en la Encíclica – porque sin principios universales y normas
morales que prohíban el mal intrínseco, las leyes se convierten sólo en
imposiciones arbitrarias (206). En esta óptica, desempeñan un papel particular
los medios de comunicación, que, sin explotar las debilidades humanas ni sacar
lo peor de nosotros, deben orientarse al encuentro generoso y a la cercanía con
los últimos, promoviendo la cercanía y el sentido de la familia humana (205).
Particular, a continuación, es el llamamiento del Papa al “milagro de una
persona amable”, una actitud que debe ser recuperada porque es “una estrella en
medio de la oscuridad” y “una liberación de la crueldad que a veces penetra las
relaciones humanas, de la ansiedad que no nos deja pensar en los demás, de la
urgencia distraída” que prevalecen en los tiempos contemporáneos. Una persona
amable, escribe Francisco, crea una sana convivencia y abre el camino donde la
exasperación destruye los puentes (222-224).
El arte de la paz y la importancia del perdón
Reflexiona sobre el valor y la promoción de la paz, en
cambio, el séptimo capítulo, “Caminos de reencuentro” en el que el Papa subraya
que la paz está ligada a la verdad, la justicia y la misericordia. Lejos del
deseo de venganza, es “proactiva” y tiene como objetivo formar una sociedad
basada en el servicio a los demás y en la búsqueda de la reconciliación y el
desarrollo mutuo (227-229). En una sociedad, todos deben sentirse “en casa” –
escribe el Papa –. Por esta razón, la paz es un “oficio” que involucra y
concierne a todos y en el que cada uno debe desempeñar su papel. La tarea de la
paz no da tregua y no termina nunca, continúa el Papa, y por lo tanto es
necesario poner a la persona humana, su dignidad y el bien común en el centro
de toda acción (230-232). Ligado a la paz está el perdón: se debe amar a todos
sin excepción, dice la Encíclica, “pero amar a un opresor no es consentir que
siga siendo así; tampoco es hacerle pensar que lo que él hace es aceptable”. Es
más: los que sufren la injusticia deben defender con firmeza sus derechos para
salvaguardar su dignidad, un don de Dios (241-242). El perdón no significa
impunidad, sino justicia y memoria, porque perdonar no significa olvidar, sino
renunciar a la fuerza destructiva del mal y al deseo de venganza. No hay que
olvidar nunca “horrores” como la Shoah, los bombardeos atómicos en Hiroshima y
Nagasaki, las persecuciones y las masacres étnicas – exhorta el Papa –. Deben
ser recordados siempre, una vez más, para no anestesiarnos y mantener viva la llama
de la conciencia colectiva. Es igualmente importante recordar a los buenos,
aquellos que han elegido el perdón y la fraternidad (246-252).
¡Nunca más la guerra, fracaso de la humanidad!
Una parte del séptimo capítulo se detiene en la guerra: no
es “un fantasma del pasado” – subraya Francisco – sino “una amenaza constante”
y representa la “negación de todos los derechos”, “un fracaso de la política y
de la humanidad”, “una claudicación vergonzosa, una derrota frente a las
fuerzas del mal”. Además, debido a las armas nucleares, químicas y biológicas
que golpean a muchos civiles inocentes, hoy en día ya no podemos pensar, como
en el pasado, en una posible “guerra justa”, sino que debemos reafirmar con
firmeza “¡Nunca más la guerra!” Y considerando que estamos viviendo “una
tercera guerra mundial en etapas”, porque todos los conflictos están
conectados, la eliminación total de las armas nucleares es “un imperativo moral
y humanitario”. Más bien – sugiere el Papa – con el dinero invertido en
armamento, debería crearse un Fondo Mundial para eliminar el hambre (255-262).
La pena de muerte es inadmisible, debería abolirse en todo
el mundo
Francisco expresa una posición igualmente clara sobre la pena
de muerte: es inadmisible y debe ser abolida en todo el mundo. “Ni siquiera el
homicida pierde su dignidad personal – escribe el Papa – y Dios mismo se hace
su garante”. De ahí dos exhortaciones: no ver el castigo como una venganza,
sino como parte de un proceso de sanación y reinserción social, y mejorar las
condiciones de las prisiones, respetando la dignidad humana de los presos,
pensando también que la cadena perpetua “es una pena de muerte oculta”
(263-269). Se reafirma la necesidad de respetar “la sacralidad de la vida”
(283) allá donde hoy “partes de la humanidad parecen sacrificables”, como los
no nacidos, los pobres, los discapacitados, los ancianos (18).
Garantizar la libertad religiosa, derecho humano fundamental
En el octavo y último capítulo, el Pontífice se ocupa de
“Las religiones al servicio de la fraternidad en el mundo” y reitera que la
violencia no encuentra fundamento en las convicciones religiosas, sino en sus
deformaciones. Actos tan “execrables” como los actos terroristas, por lo tanto,
no se deben a la religión, sino a interpretaciones erróneas de los textos
religiosos, así como a políticas de hambre, pobreza, injusticia, opresión. El
terrorismo no debe ser sostenido ni con dinero ni con armas, ni con la
cobertura de los medios de comunicación, porque es un crimen internacional
contra la seguridad y la paz mundial y como tal debe ser condenado (282-283).
Al mismo tiempo, el Papa subraya que es posible un camino de paz entre las
religiones y que, por lo tanto, es necesario garantizar la libertad religiosa,
un derecho humano fundamental para todos los creyentes (279). En particular, la
Encíclica hace una reflexión sobre el papel de la Iglesia: no relega su misión
a la esfera privada – afirma –, no está al margen de la sociedad y, aunque no
hace política, sin embargo, no renuncia a la dimensión política de la
existencia. La atención al bien común y la preocupación por el desarrollo
humano integral, de hecho, conciernen a la humanidad y todo lo que es humano
concierne a la Iglesia, según los principios del Evangelio (276-278). Por
último, recordando a los líderes religiosos su papel de “auténticos mediadores”
que se dedican a construir la paz, Francisco cita el “Documento sobre la
fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común”, firmado por él
mismo el 4 de febrero de 2019 en Abu Dabi, junto con el Gran Imán de Al-Azhar,
Ahmad Al-Tayyeb: de este hito del diálogo interreligioso, el Pontífice recoge
el llamamiento para que, en nombre de la fraternidad humana, se adopte el diálogo
como camino, la colaboración común como conducta y el conocimiento mutuo como
método y criterio (285).
El Beato Carlos de Foucald, “el hermano universal”
La Encíclica concluye con la memoria de Martin Luther King,
Desmond Tutu, Mahatma Gandhi y sobre todo, el Beato Carlos de Foucald, modelo
para todos de lo que significa identificarse con los últimos para convertirse
en “el hermano universal” (286-287). Las últimas líneas del documento están
confiadas a dos oraciones: una “al Creador” y la otra “cristiana ecuménica”,
para que en el corazón de los hombres haya “un espíritu de hermanos”.
Enviado por: Jesús
Manuel Cedeira Costales
Fuente: vaticannews
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