Septiembre de 2020
Hermano:
¿Cómo es posible que de la sequedad del desierto pueda
venir la vida que fecunde los bosques? Así es como la nube de polvo que viene
del Sahara fecunda la Amazonia. El otro día leía sobre lo que explica Luis
Ladino, investigador titular del Centro de Ciencias de la Atmósfera de la
Universidad Nacional Autónoma de México: «El polvo del Sahara llega a la
Amazonía. Los vientos del Orinoco arrastran este polvo y lo introducen dentro
del continente. El científico explica que los minerales que carga el polvo del
Sahara funcionan como nutrientes para los suelos que los han perdido como
consecuencia de una práctica excesiva de la agricultura, así como para los
océanos. Trae hierro, que es importante para el fitoplancton y de mucho
beneficio para los océanos». El polvo del desierto da vida porque aporta muchos
minerales. Me impresiona cómo funciona la naturaleza. Lo imposible se vuelve
posible. Hoy escucho en el salmo: «La semilla cayó en tierra buena y dio
fruto». Yo me preocupo contantemente por regar mi jardín para que tenga vida.
Procuro cuidar las plantas que están más necesitadas. Intento que los frutales
den mejores frutos. Me angustian las plagas que afectan a los árboles sin que
yo pueda hacer nada por impedirlo. Me duele si no llueve lo suficiente y si el
sol es demasiado fuerte. Me asusta esta naturaleza que se escapa a mi control.
Y Dios en la naturaleza hace que la Amazonia se ren¡ueve con polvo del
desierto. Parece magia. Hoy nos preocupa tanto el daño que el hombre hace a la
naturaleza. Y es verdad. La naturaleza es sabia. Tiene sus ritmos y caminos
para dar vida. La semilla cae en tierra fértil y da fruto. Eso me impresiona.
Dios actúa como quiere, donde y cuando quiere. Pienso entonces en mi propia
vida, en mi alma que es un desierto con frecuencia. Me duele la sequedad de
todo lo que vivo. Quisiera que en mi corazón hubiera ríos y pozos. Me gustaría
que surgieran huertas completas y árboles diversos. Quiero ser fecundo, tierra
fecunda. Pero aún así ese fenómeno del Sahara me muestra que mi desierto puede
dar vida. La sequedad de mi polvo, de mi tierra árida, puede fecundar otras
vidas. No lo entiendo muy bien, pero sé que Dios puede sacar hijos de debajo de
las piedras. Puede sacar vida de la muerte y abundancia del hambre. Eso me
consuela. Yo veo a menudo mi vida estéril, el desierto de mis vínculos, la
soledad de mi alma y pienso que no es posible, que no va a salir vida. Pero me
equivoco, para Dios nada es imposible. El polvo recorre miles de kilómetros
desde el desierto para cumplir su misión. La espera es larga, pero el polvo y
sus minerales llegan a la meta. Eso me gusta. La paciencia es lo propio del
jardinero, del cuidador de la tierra fecunda. Pienso en el desierto de este
tiempo que vivo. Un desierto de pandemia en el que tantas cosas buenas y
posibles se quedan sin hacer. Un desierto en el que la vida no parece ir hacia
ningún lugar. Y tengo miedo. Me asusta la soledad del desierto, la arena seca.
Me asusta no tener la vida que tenía antes y pensar que por eso este tiempo
puede ser infecundo. Es todo lo contrario. En el desierto de este tiempo que
vivo confinado Dios me va a hacer fecundo para muchos. Me olvido de algo que
vivo cada día en el santuario. Allí entrego mi vida en manos de María como mi
capital de gracias y veo cómo mi entrega da frutos en corazones que no conozco.
Me gusta esa mirada positiva sobre este tiempo. Ofrezco mis renuncias, mis
sacrificios, mis soledades, mis planes cancelados, mis ilusiones perdidas, mis
desafíos postergados. Mis metas que quedan tan lejos de mis pasos de ahora. Y
en medio de ese desierto Dios me habla al corazón. Y me dice que todo eso dará
vida sin que yo lo vea, sin que yo lo sepa. Será como una nube de polvo que
trae fecundidad en el silencio. La fecundidad dentro de mi alma no depende solo
de mí. Yo puedo esforzarme, puedo luchar y dar pasos. Pero es Dios el que me
regala una fecundidad que no es mía. En este tiempo más que nunca valoro la
renuncia que no puedo evitar. Valoro la muerte que no puedo eludir. Y el
sufrimiento que querría dejar para otro momento. Valoro no poder salir y hacer
lo que deseo. Es mi entrega silenciosa y voluntaria. Como ese polvo que, sin
hacer ruido, fecunda la naturaleza. Ese milagro me habla de lo que es este
tiempo para mí, para muchos que no conozco. Estoy sembrando semillas de
eternidad y eso es lo que de verdad importa.
La verdad me hará libre, lo sé. Aceptar la verdad de
mi vida, mi propia verdad, es el camino para ser feliz y ser pleno. Siempre me
impresiona esa frase de Pilatos ante Jesús: «¿Qué es la verdad?». Creo que esa
pregunta recorre a todos los hombres. A mí también. ¿Es verdad lo que afirmo de
forma contundente como una opinión? ¿Es mi juicio sobre la realidad verdadero
sólo porque yo lo percibo así? ¿Es verdadero mi sentimiento provocado por la
interpretación subjetiva que hago de los hechos? ¿Son verdaderos mi dolor, mi
rabia, mi alegría, mi pasión? ¿Puede ser verdadero un sentimiento? ¿O lo son
sólo los hechos? En realidad, un mismo hecho, una misma palabra, puede ser
interpretado de muchas formas. Cada persona lo vive de una forma diferente.
¿Dónde está la verdad? ¿Cómo hago compatible mi sentimiento con el hecho
objetivo? Mi manera de verlo no es la única. Ni mi sentimiento es la verdad
absoluta. Pero creo que es bueno saber mirarlo. Mirar hacia el río de mi alma
por el corre mi vida. Allí dentro se encuentra lo que en verdad soy. Vivo en
una época en la que manda el sentimiento. Eso es lo verdadero. En parte es
cierto, porque lo que siento es real y auténtico, aunque el hecho que lo
provoca no sea tal como yo lo dibujo. Lo que yo he sentido al verme mirado por
ti de forma injusta es una verdad que hay en mi alma. Y necesito que me
respetes, que me mires con misericordia, que me pidas perdón y aceptes mi
dolor. Quizás mi corazón tiene una herida que ha hecho que esas palabras o esos
hechos los haya recibido de esa forma dolorosa. Cada uno interpreta lo que mira
o lo que oye unido a una historia única y original. Quizás, aunque tú no
estuvieras siendo injusto en tu interior, yo he percibido una injusticia. Mi
interpretación es auténtica. No es mentira, es verdadera. Quizás, tengo derecho
a que la aceptes. Forma parte de mí. Pero tu verdad también cuenta, tu propia
historia, las intenciones con las que has dicho o hecho algo. Mi verdad no es
la única. Creo que sólo Dios es la verdad absoluta en la que caben mis pequeñas
verdades. Yo sólo tengo trozos de verdad, retazos limitados de una verdad
infinita. Y cuanto más ame, cuanto más escuche a mi corazón y al de los otros,
más amplia será mi mirada. El mar es más de lo que veo. Yo sólo veo una parte
con sus límites, con orillas y horizonte que se pierde a lo lejos. Dios es el
mar completo, inabarcable para mí. Él es más que lo que siento. Y el otro tiene
un alma que no cabe en mi juicio, ni en mi opinión. Dios conoce mi verdad,
quizás mejor que yo mismo. Conoce y pronuncia mi nombre único. Sólo Él sabe los
rincones escondidos de mi alma. Conoce mis mares y mis playas. Mis montes
interiores. Mis valles oscuros. Mejor que yo mismo. Por encima de todo, mi
verdad es que soy hijo de Dios, que le pertenezco. Y sé que Él me ama
tiernamente. Y esa verdad no cambia por el reconocimiento o la desvalorización
de los otros. La verdad de mi historia, de mi vida, no la cambia que alguien me
vea distinto, me vea culpable, me vea mala persona. O me vea maravilloso y
perfecto, sin mancha. Yo sigo siendo el mismo, antes de la condena y después de
la condena. Sigo siendo el mismo, antes y después de una opinión o de una
noticia que sale a la luz. Tendré mis mismos defectos, debilidades y pecados. Y
también las mismas virtudes y talentos. Mis sombras y mis luces son las mismas
antes de que alguien opine sobre mí. Todo estaba ahí, en mi interior, aunque el
mundo no lo conocía, Dios sí. ¡Cuántas veces, en un segundo, creo que ya
conozco todo del otro! Incluso sus lados ocultos que imagino. ¡Cuántas veces
por una sola cosa que veo o que oigo de una persona, hago mi valoración de su
vida entera y la salvo o la condeno! Reconozco que yo soy más que mi pecado,
soy más que un acto o una palabra concreta, más que mis vacíos y mis silencios.
No es necesario que mi historia íntegra, mi esencia, lo que soy, mi verdad más
profunda, sea conocida por todos. No tengo que hacer públicos mis pecados. Esa
verdad es sólo mía y de Dios, y de aquellos con los que la quiera compartir.
Nadie me puede exigir que me muestre, que cuente, que me exponga. Los que me
aman intuyen mi verdad, aunque no capten todo. Los que me aman no dudan de mí.
Eso es lo más sanador que existe en la vida. Que crean en mí. Que no tenga que
estar permanentemente defendiéndome o justificándome ante el mundo. O
explicándome y defendiendo mis actitudes. Sé que me aman por mi verdad, por lo
que soy, porque están de mi parte. Como Dios mismo me ve, ellos me ven. Dios
mira mi corazón en lo más hondo. Él sabe lo que se mueve en mí. Por eso tengo
que estar en paz con mi verdad y aceptarla, y quererla. Leía el otro día: «La
voz de Dios comenzamos a escucharla cuando escuchamos hasta el fondo nuestra
verdad» . Necesito aceptar mi verdad, lo que de verdad soy, para dejar entrar a
Dios en lo más hondo. Porque Dios siempre actúa en la verdad. Y tantas veces
estoy desconectado de mi interior, de lo que me sucede. Ortega y Gasset decía:
«No sabemos lo que nos pasa, y eso es precisamente lo que nos pasa». Me
desconozco. Y también desconozco a los que viven a mi lado tantas veces.
Pero la realidad es que no siempre estoy dispuesto a
aceptar la verdad: «Estamos dispuestos a creer cualquier cosa menos la verdad»
. Prefiero a veces mentiras que maquillen la verdad que duele. Esa verdad que
habla de mi pasado, de mi presente, de mi realidad, de mi fragilidad y
necesidad. Esa verdad contra la que me rebelo como un niño inmaduro queriendo
que sea distinta. Cuando vivo en la verdad soy libre, cuando me apego a las
mentiras, soy esclavo. Sé que sólo si me siento amado tal como soy, sin
caretas, sin condiciones, seré profundamente libre. Pero mi verdad no es sólo
lo negativo, el pecado que me confunde. A veces lo veo así. Me detengo en la
debilidad. La verdad tiene sus luces y sus sombras. Pero ante todo es la belleza
la que define mi verdad. Dios me creó para la luz y puso en mi alma al
modelarme su aliento más puro y su capacidad de amar. «La imitación de Cristo»
de Kempis: «En este libro, las debilidades humanas son acentuadas muy
fuertemente. Habla de cerdos, de acervos de estiércol. Todo esto son verdades,
pero inducen a detenerse demasiado en la pequeñez del hombre, en su ser nada».
La verdad de mi pecado importa. No quiero negarla. Es parte de mí. Pero no quiero
que esa realidad oscurezca mi belleza, mi luz interior. Soy mucho más que mis
caídas. No soy blanco o negro. No soy noche o día luminoso. Soy una mezcla de
bondades y maldades, de fortalezas y debilidades. De alturas y de abismos. Y
más allá de todo, mi corazón está hecho para el cielo. Y soy profundamente
amado y elegido tal como soy. Dios me espera cada noche y cada mañana. Para Él
soy precioso y único. Ha soñado conmigo desde siempre. El juicio de los demás
sobre mi vida, sea injusto o cierto, no me cambia. No aumenta mi maldad. No
engrandece mi bondad. Hoy parece que un juicio lanzado en las redes sociales
vale más que muchas investigaciones minuciosas sobre un caso, sobre una
persona. Lo que se publica en seguida se acepta como veraz, o por lo menos
surgen las dudas, las sospechas, los miedos. Anthony C. Grayling comenta sobre
la «posverdad» que impera ahora: «Todo es relativo. Se inventan historias todo
el tiempo, ya no existe la verdad». Parece que lo único verdadero es lo que
siento. Lo que en mí despierta un hecho concreto, o una noticia. La decepción y
la rabia, la duda y el miedo. Los hechos objetivos que no conozco importan
poco. Y a veces parece que lo sé todo. Puedo hundir a una persona o elevarla
con una sola opinión, con un juicio lanzado al aire de forma temeraria. Brota
la sospecha. No importa si es verdad lo que digo, o no lo es, o sólo lo es en
parte. No siempre podré saber toda la verdad de los hechos. Puedo entonces
dejarme llevar por los juicios que vierten los hombres. Y me haré una idea
falsa o verdadera de las personas. Pero no es mi criterio, es el de otros que
yo hago mío. Tengo claro que la opinión que escucho sobre alguien a quien
quiero o incluso el saber algo verdadero de su vida, no altera mi relación con
él que es verdadera y está basada en muchos más elementos. Tengo un vínculo
personal, conozco su historia. He tocado su verdad y su mentira. Conozco su
bondad y su maldad, su debilidad y su fortaleza. Sus heridas y su historia. Me
he enamorado de su estilo, de su impronta personal. De su carisma que es
sagrado, porque viene de Dios. Podrán lanzar juicios al aire sobre él, o
hablarme de hechos que no puedo demostrar. Y quizás dudo sobre él, tengo
sospechas. Pero ¿quién soy yo para juzgar su vida? Sólo Dios lo puede hacer. Y
ante los ojos de Dios es él lo más valioso, el hijo más amado. Y si lo amo, ese
amor entre nosotros es la verdad para mí. Porque yo estuve a su lado y toqué su
corazón. Y lo que viví es verdad. Eso no me lo quita nadie. No dudo de esa
verdad. Porque mi fe en él ha ido creciendo con los años. Y esa fe se sostiene,
aunque otros emitan juicios sobre él, opiniones desvelando hechos desconocidos.
Incluso aunque en mi ignorancia de todo no pueda refutar cada una de sus
críticas. Mi amor es más firme, no se desalienta. Es mi forma de mirar la
verdad sobre las personas. Me gustaría también que los que me aman sean así
conmigo. Que crean en mí. Que por encima de un juicio que escuchen, o incluso
algo que vean y que no les guste, me sigan amando. Y sigan confiando en mí, en
lo que hay entre los dos. Una opinión sobre mí vertida al aire, o el desvelar
un pecado de mi pasado, no altera lo que yo soy. Ya estaba todo ahí en mi
corazón antes de salir a la luz. Soy el mismo con mi verdad, con mi dolor, con
mis miedos, con mis pecados. Es importante aceptar la verdad. La mía y la del
otro. La verdad de los hechos. Puede que no siempre esté preparado para
hacerlo. Cada uno necesita su tiempo, hacer su camino, vivir su duelo. La
verdad y el amor van de la mano. Sin amor la verdad es dura como un cuchillo. Y
sin verdad el amor es un sentimentalismo fugaz, superficial e inmaduro. La cruz
de Cristo está sostenida sobre el brazo de la verdad y del amor. A veces
necesito tiempo para aceptarlo. Quizás no estoy maduro en cualquier momento para
enfrentar verdades dolorosas. Puede ser que una verdad me aleje de los que amo.
Porque creí ingenuamente en su pureza inmaculada. Los encumbré creyéndolos
perfectos, poniendo en ellos expectativas que en realidad suplían mis propias
carencias y estaban por encima de sus límites humanos. Y cualquier hecho
imperfecto de su historia me parece punible y me aleja de él. Quisiera tener un
corazón grande, humano, amplio, como el de Jesús, para acoger a las personas en
su verdad completa y sin miedo. Aceptarlos en sus límites, en sus heridas, en
sus pecados. Y no quedarme en una imagen idealizada de su vida que no es real.
Quiero mirar con los ojos de Cristo. Con humildad y respeto. Es la tarea de
toda mi vida.
Me asusto muchas veces al ver sentimientos en mí que
creía superados. O al descubrir bajo la piel miedos inconfesables. O percibir
pasiones desbordantes que creía controladas. ¿No estaba ya todo educado en mí?
¿Educar significa reprimir lo que no me gusta de mí, lo que simplemente no
acepto o es algo más? Recuerdo en una ocasión a un seminarista ya ordenado
diácono despidiéndose del seminario. Al irse comentó: «La educación en mí no ha
resultado». Me quedé pensando. Después de tantos años de camino, después de
todo lo vivido, después de dejarme educar por Dios, por mis formadores, por mis
hermanos, ¿me siento ya una persona educada? Me duele detenerme a observar mi
ira, mi rabia, ese sentimiento tan negro que pensaba que no existía dentro de
mí. Me veo por fuera manso, pero por dentro veo que no lo soy. Brotan con
facilidad la rabia, los gritos, las palabras fuera de lugar. ¿Estará todo mal
en mi autoeducación? ¿Habré fracasado en el intento? ¿Soy sólo el hombre
refinado y educado que quiero mostrar hacia fuera, todo bajo control, como
cuando voy de visita? ¿O soy también ese otro lleno de impulsos ingobernables,
que se desborda en sentimientos difíciles de contener dentro de un molde?
Educar es mucho más que reprimir. Cuán a menudo he visto a personas
aparentemente mansas confesarse de estallidos abruptos de ira. ¿Estarán
exagerando? No lo creo. Seguro que bajo su aparente calma hay un mar revuelto
de emociones, un mundo interior lleno de fuego. Y estalla cuando aflojan las
barreras que intentan contener el mar. No quiero simplemente ahogar mis
sentimientos más profundos. Leía el otro día: «Las emociones, especialmente
cuando no son escuchadas y educadas, tienen la peculiar característica de
propiciar una reacción exagerada con respecto al hecho originario. Cuando una
reacción es desproporcionada, es señal de que su causa era fundamentalmente
interior, que está emergiendo algo muy personal, desencadenado por una causa
ocasional, generalmente irrelevante. una reacción exagerada (y quien observa
desde fuera se da cuenta de ello fácilmente) indica que hay algo no resuelto
que anida en el interior como un polvorín presto a estallar: ¡basta una
insignificante cerilla para que se produzca el desastre!» . Miro lo que todavía
en mi interior no está superado. Hay emociones que provienen de rencores
guardados en el alma. Siento que el perdón no ha resultado. Sigo sin perdonar y
la herida provoca emociones que se desbordan. Tengo que ser un observador
paciente de mi alma. Descubrir las corrientes interiores que fluyen bajo la
piel. No negarlas, no ignorarlas. Sólo me queda hacer consciente lo que siento,
aceptarlo y entregárselo a Dios. No lo niego, no lo tapo con mis manos como si
no existiera. No quiero olvidarlo porque cuando menos lo miro más fuerza
adquiere. Hoy escucho que «hasta hoy la creación entera está gimiendo toda ella
con dolores de parto». Yo también gimo en mi interior con dolores de parto. No
todo está ordenado dentro de mí. Sé que en el cielo será distinto. Pero ahora
mi pecado hace brotar en mi interior sentimientos que me descolocan, me
asustan, me incomodan. No los ignoro, pero tampoco me asusto. No soy una
persona sin solución. Dios me quiere como soy, también con ese volcán que tengo
en mi alma. También ese yo que pocas personas conocen. Dios sí conoce toda mi
verdad, todos mis exabruptos, todas mis negaciones y mis miedos. Ha mirado mi
alma con mirada compasiva y me recuerda que soy más que lo que siento, más que
lo que no me gusta de mí y que aflora a la superficie en días de tormenta. Me
mira con paciencia. Me ama con profundidad. No quiero negar lo que veo en mí.
Se lo entrego a Dios para que me calme y haga nacer el perdón con la paz en lo
más profundo de mi alma. Reconozco que la educación de Dios en mí no ha
acabado. No acabará hasta que cruce la puerta del cielo, hasta que exhale mi
último aliento y sienta que lo he dado todo. Mi corazón que ama hasta el
extremo no conoce de medidas razonables y prudentes. Tiene la fuerza interior
de los volcanes, esa velocidad terrible de los vientos. Busca a Dios escondido
en mi alma y en el alma de tantos. Y recorre los caminos de su mano, calmado en
su pecho.
¿Cómo es posible que queriendo hacer el bien sea el
mal lo que consiga? ¿Por qué si deseo ser libre totalmente acabo cediendo y me
hago esclavo? ¿Cómo puede ser que mi vida no sea tan perfecta como la he soñado,
ni mis actos, ni mis pensamientos? Es tan débil la vida que sostengo entre mis
dedos. ¿Cómo puede ser que se marchite esa planta que he cuidado con tanto
esmero? ¿Demasiada agua, demasiada poca? Rara vez muere una planta por tener
poca agua. Muchas veces se pudre cuando tiene demasiada. Tal vez mis pecados
pesan más, mucho más que mis obras buenas. Al menos me parece que pesan mucho
en el alma, dentro de mi cuerpo, como una losa pesada que no logro apartar del
pensamiento. ¿Cómo es posible que mi voluntad sea tan débil y no logre resistir
la tentación que me provoca? La culpa se adentra como una marejada dentro del
alma. Como una niebla gris que todo lo oculta. No logro ver el siguiente paso
por la oscuridad de esa culpa que me enceguece. Quisiera ser libre de toda
culpa, vivir desprovisto de toda falta o pecado, como un hombre perfecto, sabio
e inmaculado. Me gustaría hacer bien todo lo que intento, controlarlo todo. Mi
ánimo, mis gestos, mis movimientos, mis palabras, mis silencios. Incluso lo que
pienso o siento. No resulta. El silencio que busco no acalla mis gritos. La paz
que tanto deseo no calma mis rabias. Indefectiblemente caigo en la corriente
del pecado y la dejadez, la tibieza y la mediocridad, el olvido y el miedo.
Todo esto como si fuera llevado como un autómata allí donde no deseo ir, allí
donde me siento tan infeliz que no quepo dentro de mi rabia y tristeza. ¿Cómo
logro romper esa cadena de pesares que lentamente va atrapando mi cuerpo y mi
alma? Hoy escucho: «Sostengo que los sufrimientos de ahora no pesan lo que la
gloria que un día se nos descubrirá». El sufrimiento de la experiencia de la
propia debilidad, de la corrosión que produce en mi alma el pecado, de la
pobreza que experimento al no ser dueño de mi propia vida. Todo ese sufrimiento
que cargo sobre mis hombros no es nada si lo comparo con el cielo, con lo que
sueño al final del camino, con la paz que tendré al cruzar la santa puerta de
la vida. Leía el otro día: «El pecado consiste fundamentalmente en la
autoafirmación del ser humano, que se encierra en su propio poder para
asegurarse contra Dios y frente a su hermano» . Mi debilidad me lleva a
autoafirmarme. Valgo más que ese Dios al que tanto amo. Valgo más que los
sueños que tengo dentro de mi alma. Valgo más, es más poderosa la tierra que
encierro dentro de mi alma. Sólo Dios tiene la última palabra sobre mi vida. No
soy yo a fuerza de voluntad el que saca adelante mis semillas, la vida que hay
en mi alma, el camino santo que quiero recorrer. No, debo dejarme hacer por
Dios. «Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá sino
después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé
semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra, que sale de mi
boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo».
La palabra de Dios viene sobre la tierra de mi alma para hacerla fecunda. Pero
yo veo tanta dureza, tantas plantas que opacan la luz del sol, tanta sequedad y
tanta pobreza. Nada bueno parece poder salir de mi tierra enferma. Sólo el
pecado, y esa cadena pecaminosa que se pega al alma y la va enfermando
lentamente. El otro día me hablaron de la plaga de muérdago en los árboles. Un
árbol de mi jardín la tenía. Parecía una planta inofensiva. Los pájaros se
alimentan del fruto del muérdago y al defecar depositan las semillas sobre las
ramas. En las ramas germina el muérdago y se desarrolla. Hay que cortar la
planta que parece inofensiva para que el árbol no muera. Así sucede también en
mi vida. Algo en mí empieza a crecer con fuerza. Parece inofensivo. Hago algo
que es bueno, no es malo. Es bello, no es feo. Puede ser una relación, una
tarea que me parece positiva. Pero pronto comienzo a ver efectos negativos. Voy
perdiendo la paz, o la fuerza. Languidece mi energía. O es tóxico aquello que
parecía inofensivo. Me va quitando la vida poco a poco, sin darme cuenta. Puede
ser una relación que no me hace bien, o puede ser un encargo que ponen sobre
mis hombros y me va desgastando sin darme cuenta. O una exigencia que parece legítima,
pero que me va quitando la alegría y la paz. Tal vez tengo que quitar aquello
que no me hace bien, siendo aparentemente bueno y valioso. Esas plantas son
parásitos que viven de la vida del árbol. Puedo tener parásitos que viven de la
vida de mi alma y me hacen languidecer. El jardín interior de mi alma se va
secando, desgastando, por el peso de tareas que superan mi capacidad. Y pierdo
la alegría y la esperanza. Creo que puedo con todo. Pero me ahogo dentro de la
noche de mis miedos y pesares. ¡Cuánto pesa el pecado, cuánto pesa la dejadez
en la que me encierro! Necesito que Jesús sea el jardinero de mi vida. Necesito
su palabra que anide en los pliegues de mi alma.
Enviado
por:
Jesús Manuel
Cedeira Costales.
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