lunes, 15 de abril de 2019

CIRINEOS




Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo forzaron a que llevara la cruz.

Jesús había dicho a sus discípulos: «El que quiera venir conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga».

San Mateo 27, 32; 16, 24




EL párrafo es de Marcos y en pocas palabras narra una historia que todos podríamos reconocer como la nuestra: "Y obligaron a uno que pasaba, a Simón de Cirene, que volvía del campo, el padre de Alejandro y de Rufo, a que llevara la cruz de Jesús" (Mc. 15,21). Se hacía tarde, la sentencia había de ejecutarse y Cristo, quebrado por el brutal castigo, parecía no poder alcanzar el Gólgota. Los soldados, temerosos de no cumplir la ley, buscaron entonces a alguien que ayudase al Condenado en su tránsito hacia la infamia.

Es fácil imaginar el enojo de Simón. Nada le unía a Jesucristo. Ni tan siquiera la ira ciega de los acusadores. Él, al regresar de su faena, sólo pasaba por allí. Con certeza, protestó y se resistió. Compartir camino con un reo de muerte debía considerarse un acto ofensivo para el honor de un hombre libre. Aun así, de nada sirvió su oposición. Obligado, según precisa el evangelista, tomó sobre sus hombros el madero y acompañó al Nazareno en sus últimos pasos.

¿Qué somos nosotros sino cirineos que repudiamos y maldecimos el dolor con el que nos hace cargar la vida? Un dolor que jamás consideramos justo, que destroza nuestra lógica y se nos representa siempre impuesto, ajeno e incomprensible. También en nuestro caso se nos fuerza a beber del cáliz de la amargura, a soportar las cuchilladas que, de pronto y porque sí, se nos cruzan en cualquier momento y en cualquier esquina.

Ante una realidad tan inobjetable, constante y universal, puede uno insultar a los cielos, pedir cuentas del infortunio y cerrar el corazón al tenue y casi imperceptible sentido del sinsentido. O puede, como Simón, el africano, seguir adelante a pesar de todo, esperar luz en la negrura, confiar en esa calma improbable que quizás llegará tras la tormenta.

Para los que nos decimos cristianos, el primer cirineo recibió el maravilloso don de ser convertido por el Hijo de Dios en copartícipe de su obra salvífica, de ser instruido, de forma singular y directísima, en el conocimiento del evangelio de la cruz. Es digno de Cristo quien lleva su cruz con Él. Hay datos para concluir que Simón al cabo lo entendió. El hecho mismo de que en el texto se cite a sus hijos como personas conocidas por la primitiva comunidad cristiana nos hace pensar que el de Cirene, en aquellos metros esenciales, transmutó su humanísima rebeldía en bendita disponibilidad.

Esa llamada, que surge de la pesadumbre y ofrece una dimensión distinta a cuanto anubla nuestra alma y entristece nuestro tiempo, se nos hace sin duda a todos. Y aguarda ahí, eternamente paciente, la voluntad de unos brazos que, contra la propia razón y hasta contra la cordura, se manifiesten dispuestos a sobrellevar el enorme peso de la fe. De cirineo a cirineo, en mitad de esta dura chicotá que se alarga, ojalá que nunca se nos olvide oírla.

Simón de Cirene, de camino hacia casa volviendo del trabajo, se encuentra casualmente con aquella triste comitiva de condenados, un espectáculo quizás habitual para él. Los soldados usan su derecho de coacción y cargan al robusto campesino con la cruz. ¡Qué enojo debe haber sentido al verse improvisamente implicado en el destino de aquellos condenados! Hace lo que debe hacer, ciertamente con mucha repugnancia. El evangelista Marcos menciona también a sus hijos, seguramente conocidos como cristianos, como miembros de aquella comunidad (Mc 15, 21). Del encuentro involuntario ha brotado la fe. Acompañando a Jesús y compartiendo el peso de la cruz, el Cireneo comprendió que era una gracia poder caminar junto a este Crucificado y socorrerlo. El misterio de Jesús sufriente y mudo le llegado al corazón. Jesús, cuyo amor divino es lo único que podía y puede redimir a toda la humanidad, quiere que compartamos su cruz para completar lo que aún falta a sus padecimientos (Col 1, 24). Cada vez que nos acercamos con bondad a quien sufre, a quien es perseguido o está indefenso, compartiendo su sufrimiento, ayudamos a llevar la misma cruz de Jesús. Y así alcanzamos la salvación y podemos contribuir a la salvación del mundo.

Señor, a Simón de Cirene le has abierto los ojos y el corazón, dándole, al compartir la cruz, la gracia de la fe. Ayúdanos a socorrer a nuestro prójimo que sufre, aunque esto contraste con nuestros proyectos y nuestras simpatías. Danos la gracia de reconocer como un don el poder compartir la cruz de los otros y experimentar que así caminamos contigo. Danos la gracia de reconocer con gozo que, precisamente compartiendo tu sufrimiento y los sufrimientos de este mundo, nos hacemos servidores de la salvación, y que así podemos ayudar a construir tu cuerpo, la Iglesia.



Artículo enviado por: Jesús Manuel Cedeira Costales

Fuente: texto de Rafael Padilla  y vatican.va




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