Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado
Simón, y lo forzaron a que llevara la cruz.
Jesús había dicho a sus discípulos: «El que quiera
venir conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga».
San Mateo 27, 32;
16, 24
EL párrafo es de Marcos y en pocas palabras narra una
historia que todos podríamos reconocer como la nuestra: "Y obligaron a uno
que pasaba, a Simón de Cirene, que volvía del campo, el padre de Alejandro y de
Rufo, a que llevara la cruz de Jesús" (Mc. 15,21). Se hacía tarde, la
sentencia había de ejecutarse y Cristo, quebrado por el brutal castigo, parecía
no poder alcanzar el Gólgota. Los soldados, temerosos de no cumplir la ley,
buscaron entonces a alguien que ayudase al Condenado en su tránsito hacia la
infamia.
Es fácil imaginar el enojo de Simón. Nada le unía a
Jesucristo. Ni tan siquiera la ira ciega de los acusadores. Él, al regresar de
su faena, sólo pasaba por allí. Con certeza, protestó y se resistió. Compartir
camino con un reo de muerte debía considerarse un acto ofensivo para el honor
de un hombre libre. Aun así, de nada sirvió su oposición. Obligado, según
precisa el evangelista, tomó sobre sus hombros el madero y acompañó al Nazareno
en sus últimos pasos.
¿Qué somos nosotros sino cirineos que repudiamos y
maldecimos el dolor con el que nos hace cargar la vida? Un dolor que jamás
consideramos justo, que destroza nuestra lógica y se nos representa siempre
impuesto, ajeno e incomprensible. También en nuestro caso se nos fuerza a beber
del cáliz de la amargura, a soportar las cuchilladas que, de pronto y porque
sí, se nos cruzan en cualquier momento y en cualquier esquina.
Ante una realidad tan inobjetable, constante y
universal, puede uno insultar a los cielos, pedir cuentas del infortunio y
cerrar el corazón al tenue y casi imperceptible sentido del sinsentido. O
puede, como Simón, el africano, seguir adelante a pesar de todo, esperar luz en
la negrura, confiar en esa calma improbable que quizás llegará tras la
tormenta.
Para los que nos decimos cristianos, el primer cirineo
recibió el maravilloso don de ser convertido por el Hijo de Dios en copartícipe
de su obra salvífica, de ser instruido, de forma singular y directísima, en el
conocimiento del evangelio de la cruz. Es digno de Cristo quien lleva su cruz
con Él. Hay datos para concluir que Simón al cabo lo entendió. El hecho mismo
de que en el texto se cite a sus hijos como personas conocidas por la primitiva
comunidad cristiana nos hace pensar que el de Cirene, en aquellos metros
esenciales, transmutó su humanísima rebeldía en bendita disponibilidad.
Esa llamada, que surge de la pesadumbre y ofrece una
dimensión distinta a cuanto anubla nuestra alma y entristece nuestro tiempo, se
nos hace sin duda a todos. Y aguarda ahí, eternamente paciente, la voluntad de
unos brazos que, contra la propia razón y hasta contra la cordura, se
manifiesten dispuestos a sobrellevar el enorme peso de la fe. De cirineo a
cirineo, en mitad de esta dura chicotá que se alarga, ojalá que nunca se nos
olvide oírla.
Simón de Cirene, de camino hacia casa volviendo del
trabajo, se encuentra casualmente con aquella triste comitiva de condenados, un
espectáculo quizás habitual para él. Los soldados usan su derecho de coacción y
cargan al robusto campesino con la cruz. ¡Qué enojo debe haber sentido al verse
improvisamente implicado en el destino de aquellos condenados! Hace lo que debe
hacer, ciertamente con mucha repugnancia. El evangelista Marcos menciona
también a sus hijos, seguramente conocidos como cristianos, como miembros de
aquella comunidad (Mc 15, 21). Del encuentro involuntario ha brotado la fe.
Acompañando a Jesús y compartiendo el peso de la cruz, el Cireneo comprendió
que era una gracia poder caminar junto a este Crucificado y socorrerlo. El
misterio de Jesús sufriente y mudo le llegado al corazón. Jesús, cuyo amor
divino es lo único que podía y puede redimir a toda la humanidad, quiere que
compartamos su cruz para completar lo que aún falta a sus padecimientos (Col 1,
24). Cada vez que nos acercamos con bondad a quien sufre, a quien es perseguido
o está indefenso, compartiendo su sufrimiento, ayudamos a llevar la misma cruz
de Jesús. Y así alcanzamos la salvación y podemos contribuir a la salvación del
mundo.
Señor, a Simón de Cirene le has abierto los ojos y el
corazón, dándole, al compartir la cruz, la gracia de la fe. Ayúdanos a socorrer
a nuestro prójimo que sufre, aunque esto contraste con nuestros proyectos y
nuestras simpatías. Danos la gracia de reconocer como un don el poder compartir
la cruz de los otros y experimentar que así caminamos contigo. Danos la gracia
de reconocer con gozo que, precisamente compartiendo tu sufrimiento y los
sufrimientos de este mundo, nos hacemos servidores de la salvación, y que así
podemos ayudar a construir tu cuerpo, la Iglesia.
Artículo
enviado por: Jesús Manuel Cedeira Costales
Fuente:
texto de Rafael Padilla y vatican.va
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