29 de noviembre de 2020
Hermano:
«¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis
asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?»
«Ojalá pudiera siempre crear a mi alrededor este tipo de
ambientes. Donde la competitividad no enturbia el ánimo. Donde la ayuda al
hermano es siempre lo primero. Donde la paz reina»
Asturias ya es la comunidad con los peores datos de
contagios de la última semana.
La incidencia de la Covid-19 por cada 100.000 habitantes a
siete días se sitúa en el Principado en 345 casos.
Asturias es una de las comunidades que más está sufriendo la
segunda ola del coronavirus no es ningún secreto. A pesar del pequeño alivio de
los dos últimos días en cuanto al número de infectados, la región sigue en una
situación crítica y su sistema sanitario está próximo a la saturación. Y ahora
hay un nuevo dato que confirma la gravedad del momento: Asturias es la
comunidad con la tasa más alta de contagiados por cada 100.000 habitantes en
los últimos 7 días, con 345. La media española se sitúa en 193 casos.
La presión hospitalaria es del 16% con 20.007 pacientes
hospitalizados por la covid-19 en España. En las UCI la ocupación de las camas
es del 32%, con 3.127 ingresados. En cuanto a esas hospitalizaciones, Asturias
también tiene el récord negativo en porcentaje de ocupación de camas en planta
por enfermos de Covid-19, con el 30%. En las UCI, el porcentaje sube al 47%,
tan solo por detrás de Aragón (49%) y La Rioja (61%). Por otro lado, las
instalaciones del hospital provisional instalado en el pabellón central del
recinto ferial gijonés Luis Adaro acoge a fecha de este martes a un total de 29
pacientes
No sólo la muerte y la enfermedad me incomodan e inquietan.
La misma vida que tengo por delante se convierte en un problema. No sé qué
hacer con mi vida, no sé cómo vivir el presente y soñar el futuro. A menudo no
encuentro un sentido, una razón, un camino seguro y válido. ¡Cuántas veces veo
a personas que viven su vida sin un rumbo, sin claridad sobre lo que han de
hacer, sin paz en el alma! Deja de ser un problema la muerte. Y es la propia
vida la que incomoda. ¿Cómo se programa la vida para que funcione bien? ¿Cómo
se delinea un futuro y se levantan los cimientos de mi camino para que resistan
firmes en medio de los vientos? Vivir puede llegar a ser una tortura. Enfrentar
un nuevo día. Soñar con mi vida dentro de años. Mientras me toca darle el sí al
sol que amanece. No es tan fácil comenzar de nuevo. Reinventar mis pasos.
Abrazar mis horas con un corazón alegre y confiado. El problema es entonces
aprender a vivir. Sólo cuando sé vivir la muerte es un problema. En ese momento
me angustia perder el camino que amo, los pasos que me enamoran. Me han abandonado
en el mundo sin un manual de instrucciones. Simplemente me han aconsejado que
siga lo que manda el corazón. Pero el corazón a menudo se equivoca. Desea lo
que no le conviene y se obsesiona con lo que no le da paz. Y vive angustiado
por los caminos de la vida. Mi pobre corazón que está hecho para el amor y se
queda a veces atado en rencores y en heridas. Aprender a vivir no es tan
sencillo. Encontrarle un sentido a todo lo que hago. Disfrutar lo que tengo sin
echar de menos lo que me falta. Valorar las ventanas de luz que se me abren en
la noche. Como esas estrellas rebeldes que pretenden iluminar mi camino.
Quisiera amar sin retener. Querer bien sin exigir lo que no me pueden dar.
Sonreír incluso cuando broten las lágrimas por el dolor. Acariciar mis heridas
sin sentir que son injustas. Sobreponerme a los golpes y tener esa resiliencia
que mi alma anhela. Aprender a comprender las razones de los otros, aunque no
las comparta. No vivir pensando que el mundo me debe algo, la vida, Dios mismo.
Dejar de pensar que estoy tirando mis horas y mis días cuando realmente son
oportunidades que tengo ante mis ojos. Empezar a andar con paso firme sin
volver atrás la mirada añorando días mejores. Amar a los que Dios pone a mi
lado, sin cuestionarle a Dios el porqué de su presencia. Aceptar la enfermedad
y la muerte como el peaje de toda vida. Descubrir que yo mismo no le puedo dar
sentido a mis pasos. Que hay un Alguien oculto en el camino hacia el que yo
avanzo torpemente. Pero no es fácil descubrirlo porque mis pasos son torpes,
finitos, lentos. Tengo mi alma rota, mi vasija quebrada. Tal vez por eso a
veces no sé encontrarles un sentido a mis pasos doloridos. Y me cuestiono la
vida y el porqué de tantas cruces. El dolor de las heridas. Cuando los
japoneses reparan objetos rotos, enaltecen la zona dañada rellenando las
grietas con oro. Creen que cuando algo ha sufrido un daño y tiene una historia,
se vuelve más hermoso. El pasado con su dolor me embellece. Las heridas
causadas me hacen más hondo, más maduro en mis grietas. Y ese oro de la vasija
la hace más valiosa. Antes de las heridas valía poco, era igual quizás a otras
muchas vasijas. Pero después, la forma en que está rota, las grietas que la
recorren le dan una entereza nueva. Su historia es sagrada. Es más bella, más
valiosa. En mi historia encuentro el sentido de mis pasos. En mis decisiones y
en mis fracasos. En mis éxitos y en mis logros. En el amor recibido y en el
amor entregado. En el amor que me han negado, en el que deseándolo nunca lo
tuve. Toda esa historia mía está llena de oro, que tapa con cuidado las
profundas heridas de mi alma. Soy muy distinto al niño que miraba sonriendo al
comenzar sus primeros pasos. Ese niño sin heridas. Puro, virgen. Ahora soy
mejor, más hondo y verdadero. He sufrido, amado, reído. Y el sentido está
escondido en los pliegues que duelen de mi alma enferma. Y sé que voy bien por
donde voy sin tener que cuestionar lo que ahora vivo. Sólo deseo aprender a
vivir con una mirada ancha y un corazón humilde. Sin exigirle a la vida lo que
no puede darme.
Me dicen que el cristianismo se ha contagiado siempre por
envidia. El que no cree ve la forma como vive el que sí cree y se admira. Veo
al creyente enamorado de Dios y pienso que me gustaría tener su fe y su amor.
Surge la envidia. Quiero ser como él es para poder enfrentar la muerte con la
misma entereza, y la enfermedad, y la incertidumbre. El creyente, el que de
verdad ama a Dios, despierta mi envidia. No cualquier creyente, no cualquier
cristiano. Tiene que ser una fe transformada en vida. Y no me refiero tanto a
su comportamiento perfecto, correcto, impecable. Eso quizás no despierta tanto
la envidia. Me refiero a otra cosa. Se ve, se huele, hay formas de vivir que
despiertan vida. Una forma diferente de mirar a los demás. Un respeto que viene
de Dios. Una pasión por la vida que es algo sano y hondo. Una manera de vivir
en la dificultad, en las incertidumbres. Jesús no atrajo a nadie por cumplir
todos los preceptos de la ley. Fue otra cosa. Fue su forma de mirar, de hablar,
de vivir, de amar. Fue su manera de vivir tan diferente, tan única. Cumplir
normas morales puede resultar hasta sencillo, exige esfuerzo, cierto, pero es
posible. Me pongo rígido y voy cumpliendo una tras otra. Ahora esta norma,
luego esta otra. Pero eso no cautiva, no enamora, no atrae. Es algo diferente
que a veces no alcanzo a ponerle nombre. Es una presencia del Espíritu que hace
diferente a esa persona. Un toque de Dios como con un dedo que ha cambiado su
corazón para siempre. Entonces surge la envidia sana. Deseo en mi vida ese
mismo toque de Dios. Deseo mirar así, para tener más paz, para dar más paz. Ser
santo no es un fruto de mi abnegado esfuerzo. Y eso que en mi vida tengo que
hacer muchos esfuerzos. Porque la vida es exigente y el amor demanda que me rompa,
que me parta por los demás. Pero creo que la santidad que a mí me enamora es la
que veo en algunas personas. Lo hacen todo fácil, aun siendo difícil lo que
pretenden. Siempre tienen palabras sabias sin buscarlo. No se creen especiales,
y lo son sin saberlo. Dimanan una luz que no es suya, no son sus talentos
extraordinarios, ni su inteligencia fuera de lo normal. Es algo diferente. Una
paz que no viene de ellos. Una alegría que no es forzada. Una esperanza que va
más allá de cualquier miedo. Saben mirar con optimismo cuando el cielo es
oscuro. Y sonríen abrazando con miedo, porque son humanos, los pasos que dan
temblando. Me gusta esa humanidad abrazada por la gracia. Sus pecados lavados.
Su alma impura llena de pureza. Me desborda la paradoja de su vida. Sonríen
mientras les duele. Perdonan mientras caen por el dolor de la herida. Abrazan
mientras los golpean. Y miran a Dios ante cada paso que dan, ante cada decisión
que toman. Mi envidia es sana, sólo quiero ser como ellos. Quiero el don que
tienen, la gracia que los transforma. «Una aspiración individual y comunitaria
a una santidad heroica. Una aspiración de tal naturaleza solo es posible cuando
los dones del Espíritu Santo se despliegan sin obstáculos». Necesito dejar que
el Espíritu Santo actúe en mí venciendo los obstáculos que pongo en mi
debilidad. La envidia que tengo hace que no deje de luchar por allanar el
camino. Yo pongo de mi parte tratando de cuidar la intención que me mueve por
dentro. No busco ser yo el centro, el primero. Dejo que sea Dios con su
Espíritu el que me vaya cambiando. La santidad que anhelo es la que vive la
vida como un paso hacia el cielo. No se trata de cumplirlo todo sino de hacer
mejor lo que Dios me pide. Hacerlo con alegría. Vivir anclado en el cielo,
navegando hondo en los mares de mi alma, en los mares de Dios. Me gusta esa
sonrisa amplia de los santos. Esa mirada misericordiosa que siempre tienen. Esa
paz que no sé de dónde la sacan. No hacen todo bien, no cumplen con todo. Eso
también me gusta. Porque a veces me parece que no puedo cometer errores, tomar
caminos equivocados o desviarme lo más mínimo. Y esa férrea tensión y
disciplina acaban matando mi ánimo. Me gusta más esa santidad que es
pertenencia. Que se mueve en el juego del perdón constante y no se dedica a esquivar
grandes pecados. Un confesor le preguntaba a una persona con mirada pura: «¿Y
no tienes nada que sea materia grave de confesión?». Ella sólo había mencionado
su egoísmo como actitud del alma. El confesor esperaba pecados más concretos.
«Eso es sólo un sentimiento», le dijo. Eran quizás dos miradas enfrentadas. Dos
puntos de vista muy diferentes. Me despierta envidia esa sensibilidad que era
capaz de ver egoísmo donde yo sólo veo entrega. Y era incapaz de mencionar
hechos dignos de una gran penitencia, tal vez no los había. Esas almas puras a
mí me enamoran y despiertan en mi corazón el deseo de dejarme tocar por Dios
hasta lo más hondo. Sólo así mi mirada será más verdadera.
Jesús me invita a trabajar en su viña. Esa imagen siempre me
ha gustado. Él sale a mi encuentro y viene a buscarme para que trabaje a su
lado: «El Reino de los Cielos se parece a un propietario que al amanecer salió
a contratar jornaleros para su viña. Después de ajustarse con ellos en un
denario por jornada, los mandó a la viña. Salió otra vez a media mañana, vio a
otros que estaban en la plaza sin trabajo, y les dijo: - Id también vosotros a
mi viña, y os pagaré lo debido. Ellos fueron. Salió de nuevo hacia mediodía y a
media tarde e hizo lo mismo. Salió al caer la tarde y encontró a otros,
parados, y les dijo: - ¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar? Le
respondieron: - Nadie nos ha contratado. Él les dijo: - Id también vosotros a
mi viña». Me gusta la viña en la que tengo un lugar y puedo trabajar. Quiero
trabajar al lado de Jesús, que Él esté en lo que hago, en mi misión diaria. No
quiero trabajar sin Él, sin tomarle en cuenta a Él. El gran desafío en la vida
es encontrar ese lugar en el que puedo desplegar mis talentos y ser feliz
trabajando en su presencia. El trabajo es una necesidad del corazón. Necesito
encontrar ese lugar en el que soy útil y necesario para Dios, para los hombres.
Sé que no hay nada más indigno que esos trabajos que no respetan mi dignidad.
Trabajos en los que se explota a los que trabajan por necesidad, para mantener
a su familia, para sobrevivir. Jesús quiere que tenga un trabajo que me
dignifique como persona, que me haga feliz. Una ocupación que saque lo mejor de
mi alma. Que permita que mis talentos se exploten y sean útiles para muchas personas.
¡Cuántas personas conozco que no son felices haciendo el trabajo que hacen!
¡Cuántos buscan trabajos dignos y justos! No es tan sencillo tener un trabajo
justo. Un trabajo que me permita conciliar mi vida familiar y mi vida laboral.
Dios me ha confiado una misión en la vida y quiere que la realice, que no me
quede quieto al borde del camino. Él ha pensado un camino para mí, una forma de
vivirlo en la que sea pleno. Sé que no todo se reduce sólo al trabajo que
realizo. Mi misión es más amplia y tiene que ver con mi vida personal,
familiar, laboral, todo va unido. Lo abarca todo, lo integra todo. No basta con
la inteligencia racional, con la capacidad para especular, para pensar
soluciones a los problemas que se me presentan. Eso no basta para llevar una
vida plena. No basta con ser brillante a la hora de exponer cualquier tema. Sin
inteligencia emocional no soy nada. Las personas más felices no son las que han
conseguido el puesto más alto en una empresa o han triunfado a nivel
profesional. No es más feliz el que más gana. La felicidad y la vida lograda va
más allá de mi trabajo. Pero es cierto que lo que hago en mi trabajo importa y
mucho. Necesito encontrar un lugar en el que echar raíces, una misión clara en
mi vida en la que me sienta útil. Es eso más valioso que ser importante. Por
supuesto todo tiene que estar integrado en una vida plena en lo familiar, en lo
afectivo, en mi desarrollo espiritual. La vida está llena de trabajos que
realizo durante el día. Desde que me levanto hasta que me acuesto trabajo,
sirvo, hago cosas por los demás que podrían ser consideradas parte de mi
trabajo. Dios me invita a su viña que es la vida en la cual puedo entregar lo
que soy, lo que tengo. A menudo la sociedad me invita a ver como trabajo sólo
lo que tiene un precio, lo que es bien valorado, lo que brilla, el trabajo
remunerado. Y deja de apreciar los trabajos que no son vistosos o no están bien
pagados o directamente no son pagados. El trabajo en la casa, la limpieza del
hogar, el hacer la comida diaria y lavar la ropa, el cuidar a los hijos, el
atender a un familiar enfermo, el cuidar a los propios padres, el servicio en
voluntariados, sirviendo a los más necesitados. Parece que no son trabajos
importantes porque nadie paga nada por ellos. Todo lo que parece gratuito es
como si no contara como trabajo. Hoy Jesús me invita a trabajar en su viña. Y
ese trabajo tiene que ver con todo lo que hago en mi vida. Trabajo por Él
cuando cuido mis relaciones personales, cuando ayudo a los que me necesitan,
cuando sirvo en el silencio, en lo oculto. Trabajo en su viña cuando acepto su
voluntad en mi vida y me pongo a su servicio. Cuando amo de forma desinteresada
sin buscar sólo mi bien, mi provecho. La viña es la vida, mi vida como misión,
como lugar para entregarme y amar a mi hermano. «No simplemente lo grande, ni
lo más grande, sino lo más excelso ha de ser el objeto de vuestras
aspiraciones». Mi corazón debe amar, ser generoso, ser creativo allí donde Dios
me invita a dar la vida. Me viene a buscar cuando vivo lejos de Él, sin
entregarme, sin crear con mi vida ambientes en los que el amor de Dios pueda
crecer. Lugares en los que se respiran altos ideales y la vida tiene belleza y
hondura. Ojalá pudiera siempre crear a mi alrededor este tipo de ambientes.
Donde la competitividad no enturbia el ánimo. Ni las envidias, ni los egoísmos.
Donde la ayuda al hermano es siempre lo primero. Donde no hay violencias ni
iras. Donde la paz reina.
Me parece injusto lo que Jesús me propone. Es verdad que el
dueño de la viña puede hacer con lo suyo lo que quiera, pero parece injusto:
«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: " Cuando
oscureció, el dueño de la viña dijo al capataz: - Llama a los jornaleros y
págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros.
Vinieron los del atardecer y recibieron un denario cada uno. Cuando llegaron
los primeros, pensaban que recibirían más, pero ellos también recibieron un
denario cada uno. Entonces se pusieron a protestar contra el amo: - Estos
últimos han trabajado sólo una hora, y los has tratado igual que a nosotros,
que hemos aguantado el peso del día y el bochorno. Él replicó a uno de ellos: -
Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo
tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo
libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia
porque yo soy bueno?». Lo escucho y me parece injusto. ¿Acaso no trabajaron más
los del principio del día? Sí. Así fue. Entonces, ¿por qué no les pagó más? No
es así. Dios ha prometido un denario. Me lo ha prometido a mí, a todos. ¿Qué
más da el momento en el que me convierto y me acerco a Dios? Lo importante es
estar en la viña, con Cristo, no importa la hora a la que llegue. Vale más
llegar pronto que tarde. El que lo hace al final del día se ha perdido muchas
horas de alegría, de descanso, de paz. El pago es el mismo, pero la vida que
vivo no es la misma. El que estuvo al borde del camino, o en la plaza sin hacer
nada se perdió la posibilidad de llevar una vida plena, con un sentido. Llegar
tarde es una pérdida, da igual que al final me paguen lo mismo. A veces los
cristianos parecen que viven a regañadientes en la Iglesia. Peleados con las
normas a las que se someten libremente. Haciéndolo todo bien como si ese hecho
fuera en sí una tortura. No ven el hecho de ser cristianos como una alegría,
sino más bien como una carga. Esa forma de ver la fe es limitante y pobre. Me
han prometido el mismo pago, la felicidad eterna. Pero no importa cuando llegue
a la casa. En la parábola del hijo pródigo el hijo mayor reclama a su padre por
su actitud con el hijo pequeño que ha dilapidado su fortuna lejos de casa. Pero
ese hijo ha perdido mucho. Ha perdido la alegría de estar en casa con su padre.
Ha perdido la paz de saberse amado y seguro cada mañana. Por eso es tan feliz
el padre al recuperarlo. En la parábola de la viña el dueño es feliz al lograr
que un trabajador llegue a la viña al final de la tarde, cuando ya anochece.
Esa mirada me conmueve. Se alegra por el hijo que llega a trabajar a casa. Le
pregunta por qué no ha venido antes. Y la respuesta es que no sabía, nadie le
dijo. Puede ser. Porque los cristianos no hacemos atractiva la Iglesia con
nuestra vida. La hemos convertido en una casa de normas imposibles de cumplir.
Una casa sin sonrisas, sin alegría, sin fiesta. Pero no es así. Lo importante
es estar con Jesús toda mi vida. Tal vez pienso como hombre y no como Dios.
Estoy acostumbrado a que me paguen por mi servicio. A que me den lo que me
merezco. Me parece injusto que me den menos que a otros si trabajo más que
ellos, o que me den lo mismo. No reclamo cuando es al revés y recibo más sin
hacer mucho. Pero lo cierto es que no aprecio el valor de mi vida junto a Dios,
en su Iglesia. Es como si pensara que es una carga. Mucho más que en un bien
que tengo que disfrutar lo antes posible. Es lo que me viene a decir hoy Jesús.
Quiere que viva la vida a su lado, con sus valores y principios, con su mirada.
Eso hará que sea más feliz, más pleno. No lo contrario. No quiero permanecer
perdido al borde del camino. Quiero que me llame, que me busque. Quiero
encontrarlo en la vida y dejarme invitar por Él. Hoy Jesús sale a buscarme como
cada día. Sale a pedirme que no pierda mi tiempo lejos de Él. ¿Qué puedo hacer
por Él? ¿Dónde me necesita hoy? Sé que el pago es el mismo para todos. Dios me
promete la plenitud, el cielo, el paraíso en el que todo tendrá un sentido. Y
se ordenarán las fichas de mi vida que aquí en la tierra viven en desorden. La
promesa es la misma sin importar el momento en el que acepto su invitación a
cambiar de vida y vivir a su lado. Me gusta esa generosidad de Dios. No me echa
en cara lo tarde que le he dado mi sí. No me recrimina por haber perdido gran
parte de mi vida. Simplemente se alegra al ver regresar al hijo pródigo, o al
recuperar, llevándola sobre sus hombros, a la oveja perdida. La misericordia de
Dios me sorprende e incómoda. ¿No debería haber cielos diferentes? Unos para
los que han dado su vida por amor a los demás. Otros de peor calidad para los
que se han decidido más tarde por Dios. Él no es así. No escatima en su amor.
Es el mismo para todos. Es como la madre que ama lo mismo al primer hijo, fruto
de ese comienzo lleno de esperanza. como al último hijo al que quizás ya no
esperaba. Su amor es el mismo. Lo ama con todo su corazón, no lo ama menos. Así
es Dios. su misericordia no depende del momento de mi sí. Me ama con locura sin
importar cuando. Hoy escucho: «Los últimos serán los primeros y los primeros
los últimos». No importa el momento. El abrazo es más fuerte. Su mirada, su
amor. Incluso cuando llego tarde parece que sonríe más. Ha recuperado a ese
hijo que parecía deambular perdido por los caminos.
El problema en mi vida es la envidia. Cuando me comparo me
doy cuenta de lo infeliz que puedo llegar a ser. Me comparo con otros, miro sus
vidas felices y sufro porque yo no estoy tan bien. Leía el otro día: «La
envidia es fuente de numerosos pecados de pensamiento, palabra y obra. De esa
turbia fuente brotan pensamientos faltos de amor, odiosos e injustos, palabras
detractoras y difamatorias como también actos hostiles y hasta criminales». La
envidia se introduce en mi ánimo y me amarga por dentro. Me quita la paz y la
felicidad. Cada vez que me comparo encuentro a personas que son más felices que
yo, tienen más bienes, han tomado decisiones mejores, les va mejor en la vida,
tienen más éxitos, son más queridos y valorados. La gente los aprecia y respeta
mucho más que a mí. Los toman más en cuenta. Los invitan a lugares a los que yo
no puedo ir. Los elogian por lo que hacen mucho más de lo que a mí me elogian.
Toman en cuenta sus opiniones y puntos de vista más que los míos. Me comparo
con los que están mejor que yo, curiosamente no con los que están peor. Tal vez
por eso sufro más. Miro más a los que viven una vida aparentemente más plena
que la mía. Y de esa comparación brota siempre la envida. Deseo lo que ellos
tienen. Anhelo los mejores puestos, los lugares más bellos, los puestos de más
responsabilidad. Me comparo y es todo muy sutil. Me voy envenenando mientras
miro a mi alrededor. Y pierdo la paz inmediatamente. Me fijo, como en la
parábola, en los que han trabajado menos por llegar al final del día. Cuando el
trabajo era menos exigente porque el sol ya se estaba ocultando. Me fijo en lo
que los demás hacen y me quejo inmediatamente. Es injusto que ellos reciban lo
mismo que yo que llevo trabajando todo el día. Pero en realidad Dios es bueno y
hace lo que quiere con lo suyo. A mí me prometió un denario como pago y yo
estaba de acuerdo. Pero luego, cuando me comparo, creo que merezco más. He
trabajado más que los otros. No más de lo que prometí. Pero pienso que ellos
merecían menos pago o si no, yo más. No me parece justo. Siempre suelo apelar a
la justicia cuando a mí me conviene. Pienso en lo que es justo para mí, más que
para los otros. Creo que yo merezco más. No me importan los demás cuando la
vida es injusta con ellos. Me duele cuando conmigo es injusta. Y me rebelo
contra ese Dios que no me paga lo que creo que me corresponde. Las
comparaciones siempre me hacen daño. Hoy me lo vuelven a recordar: «Mis planes
no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos». Ese Dios al que
digo amar es mucho más misericordioso de lo que yo soy. Él es bueno y su forma
de actuar no es la mía. Yo tengo otros criterios más humanos, que brotan de mi
herida, de mi propio pecado. Dios no es así, es justo y misericordioso al mismo
tiempo. Y su justicia, cuando se aplica, trae la salvación a mi vida: «El Señor
es justo en todos sus caminos, es bondadoso en todas sus acciones; cerca está
el Señor de los que lo invocan, de los que lo invocan sinceramente». Quiero
cambiar por dentro para ser tan misericordioso como lo es Dios, pero me cuesta.
Vivo midiendo lo que recibo, lo que me dan, lo que merezco, lo que no tengo.
Dios es bueno y misericordioso. Aunque yo sienta que me debe algo y está en
deuda conmigo. ¡Cuántas personas viven echándole en cara a Dios su mala suerte!
Apostaron por un camino. Siguieron lo que creyeron era su voz. Tomaron decisiones
y las cosas no salieron como ellos esperaban. La promesa de felicidad que Dios
susurró en sus corazones parece no hacerse realidad y sienten que Dios, la
vida, el mundo, les debe algo. Esa mirada me sorprende. Tienen que perdonarle a
Dios por lo que no les ha dado. Viven llenos de quejas y protestas. Mirando a
su alrededor, buscando a personas más felices. Se olvidan de lo importante: «Lo
importante es que vosotros llevéis una vida digna del Evangelio de Cristo». Una
vida digna del Evangelio. Una vida concorde a lo que Jesús vivió. Una vida
hecha a la medida de Dios, con los criterios de ese amor de Jesús que se parte
hasta dar la vida. Estoy tan lejos de su amor, tan lejos de su voluntad. Y
necesito a la vez perdonarle porque no ha hecho en mí realidad muchas de las
cosas que yo deseé. No me ha dado el camino que esperaba. No ha ocurrido como
yo pensaba. Le perdono con paz en el alma. No me alejo de Él porque lo quiero.
Es bueno y su misericordia sana mi alma.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira
Costales.
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