jueves, 26 de noviembre de 2020

CARTAS DE ESPERANZA 26 NOVIEMBRE DE 2020

 



26 de noviembre de 2020

 

Hermano:

«Mi felicidad no pasa por vivir yo feliz, con paz, protegido. Mi felicidad crece cuando busco la felicidad del que sufre y me lanzo al agua para socorrer su vida en peligro».

Comidas y cenas con seis personas a la mesa y el toque de queda a la una en Navidad.

El Gobierno negocia hoy con las comunidades un plan de restricciones que propone que no haya más de seis comensales a la mesa ni cabalgatas.

Escucho con demasiada frecuencia que el mundo está fatal. Me hablan de la crisis de valores, económica y social. Veo los conflictos sociales que estallan en tantas partes. La pandemia que arrasa y se lleva vidas inocentes y acaba con las seguridades que antes parecían inamovibles. Siento que necesito un sicólogo para que vuelva a poner en orden el desorden de mi caos interior. Bulle el pesimismo en el alma y contagio negatividad. Parece como si nada valioso fuera a resistir en medio de la tormenta que me amenaza. Se caen los pilares del mundo en el que vivo. ¿Qué va a quedar cuando todo muera? ¿Qué surgirá de debajo de la tierra? No comparo el hoy con épocas pasadas. No pienso tampoco en las guerras que asolan y han asolado mi mundo. Me detengo asombrado ante este mundo inestable, en peligro de desaparecer. Pienso en todo en lo que creo, en todo lo que amo. Y en medio de tanto desánimo que veo a mi alrededor opto por la esperanza y elijo el camino de la luz. No me desanimo a la hora de hacer planes. Proyecto, sueño, espero, deseo. No quiero que se apague en mí ese fuego de amor que Dios ha encendido. Me gusta la mirada del Papa Francisco: «Dios sigue derramando en la humanidad semillas de bien. La reciente pandemia nos permitió rescatar y valorizar a tantos compañeros y compañeras de viaje que, en el miedo, reaccionaron donando la propia vida. Fuimos capaces de reconocer cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes que, sin lugar a duda, escribieron los acontecimientos decisivos de nuestra historia compartida: médicos, enfermeros y enfermeras, farmacéuticos, empleados de los supermercados, personal de limpieza, cuidadores, transportistas, hombres y mujeres que trabajan para proporcionar servicios esenciales y seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas... comprendieron que nadie se salva solo» . Pienso en los brotes verdes de esperanza en medio del desierto. Las luces sutiles que emergen en la oscuridad de la noche. Las gotas de agua que humedecen las arenas secas del alma. Y me quedo con las semillas de bien que observo en los que hacen el bien, en los que aman la vida, en los que respetan al que sufre, en los que se entregan por amor. No pienso que todo está fatal, no lo digo, porque el pesimismo se contagia con la fuerza de una pandemia. Son contagiosos la tristeza y el desánimo. No quiero ser yo canalizador de este espíritu oscuro. Elijo la luz, la esperanza, me apego al bien de los que hacen el bien. Quiero ser imitador, hacedor de buenas obras. No le tengo tanto miedo a un futuro imprevisible. Si me obsesiono con lo que está mal me deprimo. Si pienso en lo que florece, sonrío. Me abrazo como un niño a esa esperanza última que nunca se pierde. Después de la enfermedad viene la salud, después de la noche el día, después de la muerte la vida. Y sé que tendré que echar de menos lo que haya perdido. Y enfrentar como un hombre las desgracias en mi vida. Asumir con madurez lo que nunca volverá a ser igual. Aceptar la derrota y comprender que la mirada negativa engendra negatividad. Me visto con un traje de gala para enfrentar esta nueva andadura. Sé que los sueños se construyen sobre sólidos pilares, los que Dios coloca en el fondo de mi alma. No temo, sonrío. Deseo que las cosas sean más hondas, más verdaderas. No pienso en lo que puede salir mal, en lo que no resulta. Pienso más bien en la ventana abierta cuando se cierran las puertas. Pienso en el futuro inmenso que tengo ante mis ojos y en todo lo que puedo hacer yo. Puedo construir un mundo mejor que el que ahora veo. Puedo abrazar cuando la sequedad se apodere del alma. Puedo cantar cuando el llanto se asome a mi garganta. Puedo sonreír cuando las lágrimas se impongan en mi ánimo. Me gusta más ver el bien que quedarme detenido en el mal. Tomo nota de los paisajes llenos de luz que alegran mi ánimo. Leo aquellas paginas que me elevan el corazón. Escribo lo que sale de mi alma que suele ser positivo. No me deprimo con facilidad, no me recuerdo deprimido. Soy capaz de adaptarme en situaciones difíciles. Sé ver el lado bueno de las derrotas, aunque me cueste pasar página y olvidar lo ocurrido. Pero lo olvido y vuelvo a la batalla. Pienso que la vida se juega en el presente, por más que a veces me cueste perdonar cosas de mi pasado. Pero sé que el perdón es de Dios, Él es el que lo logra. Mi alma se resiste a olvidar las ofensas. Y el día logra con el paso de las horas que el dolor se amortigüe. Tengo en mi corazón heridas y alegrías. Recuerdos sagrados que alimentan mi esperanza y son esa agua que calma la sed de amor que tengo muy dentro. Sé que lo que ahora decido hacer no está ya hecho, porque a menudo he palpado mi debilidad para ser fiel en el camino emprendido. He aprendido a llevar cuenta del bien que me hacen y eso me ayuda a ser agradecido con frecuencia. Tengo en la piel grabado el nombre de los que amo, y de los que me han amado. He vertido muchas lágrimas, algunas al recordar momentos duros, la mayoría al pensar en la hondura de lo que vivo. Me emocionan escenas muy diversas, cuando lo que veo, escucho o siento encuentra un eco en mi propia alma, en mi misma historia. Son lágrimas de verdad, llenas de esperanza, porque el sol lo dibujo siempre de nuevo con mis dedos. Nada es tan negro ni tan oscuro como para que no pueda brotar de su interior una luz escondida que me muestre el camino a seguir. 

A menudo pretendo que la vida se adapte a mis necesidades. Que los demás se adapten a mis planes y deseos. Que los sueños se adapten a la realidad o la realidad a los sueños. Pretendo que se haga posible lo que busco, lo que anhelo, lo que aún no poseo. Lanzo los brazos al aire queriendo retener pájaros al vuelo, sujetándolos con fuerza para que no se escapen, para que no vuelen. Pretendo esconder el sol con la palma de la mano, como si ya no existiera. Y detengo el viento escondiéndome tras un muro, para que no me haga daño, para que no tenga fuerza. Busco que los demás cambien porque yo estoy bien y los demás son los imperfectos. Y siento que yo hago todo por ellos y no recibo nunca a cambio la misma moneda. Pretendo dibujar un mundo irreal, que no existe fuera de las fronteras de mi fantasía. Niego con rabia lo que toco, lo que duele, para que no sea verdad lo que ahora veo. Esa actitud mía de no querer aceptar lo que tengo, ni desear lo que vivo, es la raíz de mi infelicidad, de mi desasosiego, de mi falta de paz. Parece que no soy feliz con lo que tengo. Quiero algo diferente y busco que todo se adapte a mí para que se haga posible el paraíso en la tierra. También me sucede con Dios y con la religión. Imagino a un Dios como el que deseo. Le pinto el rostro, le pongo las manos y lo hago manejable. Quiero que obedezca mis órdenes y haga posible todos mis deseos. El otro día Rafael Nadal comentaba en una entrevista: «No me ha apetecido hacerme mayor, siempre estuve bien en la edad que me tocaba. A mí nunca me apetecía avanzar». Me gusta esa forma de ver la vida. Estar feliz con lo que tengo es el camino de mi santidad. Sonreír alegre con lo que vivo en este momento, sin querer adelantar el calendario para pasar de puntillas por el presente. Hoy escucho: «Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos. Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien. Esta es la bendición del hombre que teme al Señor». Dichoso seré cuando viva temiendo al Señor. Pero no con ese temor que me impide caminar y dar saltos audaces en la vida. No con ese temor reverencial por el que tengo miedo de la reacción del que amo. No me gusta ese miedo que me lleva a ocultar mi debilidad por miedo al rechazo, al enojo, a la rabia de quien dice amarme. Es como si no quisiera decepcionar a nadie con mis pecados, con mis caídas, con mis torpezas. ¿Es que mi amor no es capaz de amar la debilidad del amado? Si alguien, para que yo lo quiera, necesita ocultar su verdad y mentirme, por miedo a mi rechazo. Si eso sucede tengo que preguntarme qué estoy haciendo mal. Si para sentirme amado tengo que ocultar una parte de lo que soy, por miedo a que me rechacen, tengo que cuestionarme cómo es mi amor. El miedo y el amor me parecen incompatibles. Un amor con miedos es un amor tibio, torpe, huidizo. Un amor que exige del otro continuamente una actitud perfecta y no tolera el más mínimo fallo, es un amor muy débil. Un amor incondicional es el que me hace feliz. Cuando lo recibo. Cuando lo entrego. No esperar del otro lo que no puede darme es mi camino a la felicidad. Esperar lo que no me van a dar, es un engaño. Siempre me estarán ocultando lo que no me gusta ver. Y así parecerá que todo está en orden, pero es mentira. Un amor construido sobre mentiras se desmorona muy fácilmente. Quiero vivir en la verdad. Aceptar la verdad de mi vida sin temer que me engañen. Mirar a los ojos y ver la verdad dibujada en ellos, aceptar lo que no me gusta, besar lo que no es perfecto. Quiero que Dios entre en mí venciendo los obstáculos que yo le pongo, a veces le construyo murallas para que no entre dentro. Leía el otro día: «Dios actúa en nosotros cuando le dejamos activar lo mejor que hay en nuestro ser. Toma cuerpo en nuestra existencia en la medida en que lo acogemos. Su presencia se va configurando en cada uno de nosotros adaptándose a lo que le dejamos ser» . Dios respeta al máximo mi libertad. Se adapta a mis formas, a mis maneras. Deja que tenga en el corazón ideas equivocadas sobre Él. No intenta cambiarlas a la fuerza. Ve que hablo mucho de Él y que todavía no vivo en comunión con Él, amándolo. Pero no me fuerza, me deja vivir con mis miedos sabiendo que con esos miedos lo único que consigo es no ser feliz. No puedo vivir con miedo tratando de contentar a todos, incluido a Dios. A la larga me quebraré y no lograré ser quien quiero ser. Mi pobreza es parte de mi verdad. Mis pecados son parte de mi vida. No puedo renunciar a lo que soy tratando de abrazar a un Dios que sólo existe en mi fantasía. Dios es mucho más grande de lo que imagino. Es más misericordioso que ese Dios del que huyo. Cuando no me acepto como soy, cuando no me perdono en mis debilidades y torpezas, cuando no me amo sabiendo que habrá cosas que nunca van a cambiar en mí, me alejaré de Dios porque sentiré que es imposible que pueda quererme viendo como soy. Y viviré pretendiendo tapar el sol con la mano, ocultar las estrellas cerrando las ventanas, hacer desaparecer la lluvia cerrando los ojos. La realidad se impone. Las cosas son como son, aunque yo no quiera aceptarlas. Sólo tengo que amar mi vida como es para ser más feliz.

No ha llegado aún el Adviento y ya me pide Jesús que esté muy atento. No sé la hora ni el día en el que vendrá Jesús a encontrarse conmigo: «En lo referente al tiempo y las circunstancias no necesitáis, hermanos, que os escriba. Sabéis perfectamente que el día del Señor llegará como un ladrón en la noche. Pero vosotros, hermanos, no vivís en tinieblas, para que ese día no os sorprenda como un ladrón, porque todos sois hijos de la luz e hijos del día; no lo sois de la noche ni de las tinieblas. Así, pues, no durmamos como los demás, sino estemos vigilantes y despejados». Soy hijo de la luz, no de las tinieblas. Me gusta esa imagen. Me gusta la luz. Esa luz del sol que todo lo llena de vida. Me cuesta la oscuridad, me duelen las tinieblas que me dejan sin ver. Los hijos de la luz llenan este mundo de esperanza. Viven en la verdad y no les importa enfrentarla, porque la verdad siempre me hace libre. Aunque duela encontrar lo que está oculto en la oscuridad. Descubrir lo que permanecía escondido. Saber lo que hay en mi interior que no sé sacar, ni contar, ni ponerle nombre. Pero dejar que entre la luz en mi alma acaba con esas tinieblas que no me dejan tener paz y alegría. La oscuridad siempre entristece. En ella no me reconozco. Una persona me decía hace algún tiempo: «Siento mucho dolor. No me reconozco. No sé quién soy realmente, no sé para qué valgo». Lo decía después de haber sufrido su pecado y sus consecuencias. Porque mis actos siempre tienen consecuencias. No me puedo olvidar. Mis actos negativos, pecaminosos, me envenenan, me oscurecen, me quitan la alegría y la pasión por vivir. Reconocer quién soy es más difícil cuando estoy turbado. Sin perdón no entra la luz en el alma. Y quizás el perdón a mí mismo es el que más me cuesta dar. Puedo llegar a perdonar al que me ha hecho daño. Al que me hirió sin saberlo. Al que por omisión o acción dejó una huella imborrable de dolor en mi corazón. Eso puedo llegar a perdonarlo por la gracia de Dios. Es un perdón muy importante. Pero el perdón que trae más luz a mi alma es el perdón a mí mismo. Perdonarme por mi pecado, por mis actos que me llenan de dolor, por mis caídas que parecen imperdonables, por mis decisiones equivocadas. Por mi mediocridad y debilidad para enfrentar las tentaciones de la vida. Quiero reconocer que tal vez esté enfermo en mi corazón. O roto por este caminar mío que me ha dejado herido. Y tal vez por eso mis actos son consecuencia de esa rotura interior que a veces no sé de dónde viene. Y tal vez no sea tan importante su origen. Pero sí es fundamental saber que estoy así, herido por dentro. Y que mis actos, esos que no perdono, o mis faltas de amor, esas de las que me acuso, siembran una oscuridad muy densa dentro de mi alma. El perdón a mí mismo trae mucha luz y mucha paz. Soy hijo de la luz. Necesito luz en mi interior para saber qué pasos dar. ¿Quién soy? Brota con fuerza esta pregunta en mi interior. A los ojos de Dios me muestro en mi verdad. No le puedo ocultar nada de lo que soy, de lo que pienso, de lo que hago y no hago. Él lo sabe todo, me conoce muy bien y sabe lo que hay en mi corazón. Sabe que tengo más luz que tinieblas, más fuerza que debilidad, más belleza que fealdad. Me gusta pensar así de Dios. Él me mira muy bien, mejor de lo que yo lo hago. Porque Dios es luz y en su luz todo es verdad. Todo se ve bello a la luz de Dios. Como ese sol que ilumina paisajes maravillosos, bosques llenos de vida. En la noche todos los bosques son iguales, y todos los árboles y todos los rostros. Pero a la luz del día todo se llena de vida, todo lo que observo tiene color. Veo con claridad esa belleza que me enamora. 

Enviado por:

 

Jesús Manuel Cedeira Costales.

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