8 de noviembre de 2020
Hermano:
«Padre. Donde dos o tres están reunidos en mi nombre allí estoy en medio de ellos»
«Quiero vivir volcado en Dios, en su amor que todo lo llena. Necesito ahondar, cavar hondo dentro de mi alma. Buscar a ese Dios escondido que quiere darme la paz para que viva en su presencia»
Asturias alcanzó ayer un nuevo máximo diario de infectados: 581; los médicos del HUCA temen el colapso como en Cabueñes.
Hoy me he puesto la ropa de trabajo. Levantando mi alma por encima del viento. Y he pensado, y he soñado, levantar el vuelo o caminar despacio. Apuntar las cosas que se me olvidan para nunca olvidarlas. Recoger en una bolsa lo que me ha sobrado para cuando me falte. Limpiar la mesa y todo lo que me rodea para tener buen ánimo, despejando la pena. Olvidar los insultos, las difamaciones y las injurias que un día guardé cansado, para no mantener el rencor en el alma, ese rencor que tanto duele. Pintar el amanecer despacio, a golpe de pincel, lleno todo de sol y de claros, justo en medio de la tormenta. Cantar una canción alegre cuando las melodías que entono parecen tan tristes, concordes con el tiempo. Recorrer a paso firme el cielo estrellado caminando sobre nubes. Sostener en volandas las ilusiones benditas, esas que la vida se empeña en marchitar de vez en cuando. Acariciar cansado la piel que más me duele, allí donde la herida avisa con revivir. Sostener los recuerdos que amenazan con irse dejándome vacío. Dibujar una cruz bendita sobre el cielo, señalando el camino, el más seguro fin de tantos pasos. Labrar un sendero oculto entre los bosques, un sendero escondido, virgen, nuevo que mis pasos quieren hollar primero. Silenciar con un gesto los gritos más airados que escucho entre las sombras, y mantener un silencio, una paz acordada, sin muchas estridencias. Escribir con mano firme los sueños que he engendrado, casi sin darme cuenta, a base de mirar más alto, o más lejos. Posponer sin miedo las citas prescindibles y agendar citas nuevas, haciéndolo todo nuevo una vez más en mi vida. Inventarme excusas para no vivir triste, conteniendo sollozos. Sofocar con un grito los miedos de mi alma, esos miedos guardados intentando acallarlos. Saber con certeza que más tarde o quizá más temprano saldrá el sol de nuevo en medio de mi vida. Todo esto he pensado mientras pasaba el tiempo muy dentro de mí mismo. Mientras el cielo azul se tornaba grisáceo con el paso del día. Mientras el mar se alejaba muy dentro de mi alma, calmándome las olas. Ese lugar recóndito en el que Dios habita, allí donde a veces no sé mirar, quizás estoy ciego. Retomo la nostalgia que acalla muy ufana los ecos del mañana. Negándome a vivir lleno de amargos gestos. Miro con esperanza más allá de los miedos. La confianza grata de saberme querido en medio del camino. La mano que sostiene mi mano a cada paso. Ese abrazo sincero que ahora, en estos tiempos de distancias seguras, el alma añora. Quiero inventarme el día con la fuerza de un parto. Un nacimiento nuevo en medio de mi vida. Me quedo sonriendo mientras las horas pasan, dibujando palabras en un blanco preciso. No quiero perder el tiempo. Me levanto tranquilo. Sé que la vida es grata y los sueños preciosos. No me canso de amar, quizás por haber sido amado. No tengo las respuestas a todas las preguntas. Y vago tan ufano por esta vida grande, que supera mis fuerzas y todos mis afanes. Quiero abrazar muy quedo las almas que contiene mi corazón herido. Y miro sin tristeza la vida que he vivido. Las sombras y las nubes. Los vientos y los fuegos. Sostengo entre los dedos los hilos de mi trama, esa que voy tejiendo, de la mano de Dios para que todo encaje. Levantaré las manos al cielo, alabando. Sólo puedo dar gracias, es tanto lo vivido, lo que tengo, lo que he sido, lo que sigo siendo más allá del tiempo que ahora se me escapa. No grito a los que gritan. No huyo del que ataca. Aguardo hoy paciente las noticias más gratas. Y espero a que la vida surja desde la muerte. Tengo hoy en mi alma un anhelo infinito. Seguro que fue Dios el que lo puso un día. No puedo esconderlo, ni dejarlo olvidado. Siempre de nuevo brota esa nostalgia de cielo que consume mis fuerzas. Soy como los niños, río y espero a que me abrace ese Dios escondido en medio de las olas. Calmando mis angustias, levantando mis miedos. Ese Dios que me dice que valgo más que nada y sonríe muy quedo. Ese Dios que me ama como a nadie. Sé que soy su predilecto. Vuelvo a abrir la ventana soñando con el día que amanece. Ahora ya ha pasado el tiempo de la noche. Sonrío, el aire se calma y el alma duerme.
El otro día me definían a una persona con palabras fuertes. Me decían que esa persona era ególatra, que buscaba el poder de forma desmedida y que si no lo poseía y dejaba de estar en el centro haría cualquier cosa para recuperar su posición de liderazgo. Me impresionó el juicio sobre aquel a quien yo no conocía. No sabía muy bien el motivo de su desahogo. Quizás me parecieron exageradas sus palabras. Tal vez nadie debería describir así a otra persona, sin caridad. Quizás podía tener razón en alguna de sus percepciones. Dejé de pensar en la persona en concreto y me centré en aquello que despertaba en mí disgusto. El ansia de poder desmedida, el deseo de estar siempre en el centro. Me quedé pensando en mi vida y en la de tantos. ¿No es acaso la búsqueda de poder una tendencia muy común en el alma? Quiero controlarlo todo, quiero saberlo todo, quiero estar al mando, en el centro, quiero que las cosas se hagan a mi manera, como yo creo que es mejor. Me cuesta exponerme a que fracase un plan por haber delegado demasiado. Los demás fallan y cometen errores, yo no, pienso. Es el deseo de poder un ansia que crece en el alma con fuerza. ¡Cuántas veces busco el centro de forma desmedida! Mi ego, mi pobre y herido ego, crece por encima de cualquier otra motivación queriendo ser amado. Es como si quisiera vivir en el centro para experimentar el reconocimiento y descubrir que soy valioso. Es como si quisiera que todo pasara por mí para que nada quedara navegando a la deriva. Quisiera que me informaran siempre, que me pidieran consejo, que me pidieran incluso permiso para hacer tal o cual cosa. Cuando mi ego es desmedido acaba enfermando el alma. Es así de duro. Cuanto más giro en torno a mi yo, a mis necesidades insatisfechas, a mis proyectos incumplidos, a mis sueños no realizados, más frustrado me siento con este mundo que no valora todo lo que hago, todo lo que doy, todo lo que sé y controlo. Vivir pendiente del ego es una enfermedad en la que el hombre cae con facilidad volviéndose un ser egoísta y ególatra. Adora su ego. Adoro a mi persona. ¿No soy acaso testigo de esta debilidad en mi propia vida y en la de tantos? El deseo de poder, de control, de saber. Un ansia desmedida de ser reconocido por el mundo, por Dios. El egocentrismo me lleva a vivir limitado, atado, encerrado dentro de las barreras y murallas que va construyendo mi ego enfermo. «Si la naturaleza humana se retira de su prisión en Dios, cae en la prisión de un ídolo. En última instancia, tarde o temprano se ahogará, esclava del yo y poseída por el yo. Enfermará psíquicamente y arrastrará también al cuerpo a la enfermedad. Esta es la imagen que ofrece el hombre moderno, fugitivo de Dios y psíquicamente enfermo. Para recuperar la salud, el hombre moderno depende esencialmente de su regreso al tú personal divino. Si no halla el camino hacia él, su naturaleza no alcanzará plenitud y no podrá sanar» . Esa enfermedad del egoísmo acaba turbando mi alma. Tengo claro que el corazón que vive así acaba enfermo, raquítico y herido por dentro, como comenta el Padre. ¡Qué difícil resulta salir de mi prisión interior! Todo me afecta, todo me duele, todo me inquieta y me pone inseguro. Necesito crecer para salir fuera de mí, de esa prisión interior que me he construido adorando mi ego. Un ídolo que ha reemplazado a Dios en mi corazón. Me digo que es Él el centro, que sin Él no puedo vivir ni caminar. Me equivoco. Soy yo el que está en el centro. Yo el que quiere sobresalir siempre. Quiero que el mundo gire en torno a mí. que las personas reaccionen como yo deseo. Mi alma enferma se busca a sí misma. «El amor propio es un impulso primordial de desarrollo y conservación de sí mismo. Está originariamente asociado y relacionado con la naturaleza de todos los seres vivientes. Un ser viviente que no se ame a sí mismo habrá de sucumbir. Sólo que puede resultar difícil trazar la línea divisoria entre amor propio y egoísmo» . El paso que me lleva a convertirme en un ególatra enfermo es una línea muy sutil. Puedo traspasarla sin darme cuenta buscando calmar la sed de amor que sufro. Quiero ser reconocido más de lo que realmente necesito. Me obsesiono. La obsesión es una enfermedad que atenaza mi voluntad impidiéndome dar un paso fuera de mí, un paso que me libere de mis esclavitudes. Por eso necesito anclarme en el corazón de Dios para dejar de vivir buscando ídolos que calmen mi sed infinita, mi necesidad de amar y ser amado. Quiero vivir volcado en Dios, en su amor que todo lo llena. Necesito ahondar, cavar hondo dentro de mi alma. Buscar a ese Dios escondido que quiere darme la paz para que viva en su presencia. La paz de Dios que tanto necesito. Quiero descansar en Él y que Él lleve el gobierno de mi vida. No quiero mandar yo, no quiero ser el centro, ni decidir lo que se hace o se evita a cada paso. Es una decisión que tomo buscando mi libertad, mi plenitud. Lejos del amor a los ídolos brota con más fuerza un amor generoso. Lejos de mi ego enfermo el tú se convierte en alguien que despierta mi misericordia. Me acerco al que más me necesita. Lo busco junto a mí, pero fuera de mí, saliendo de mi prisión ególatra. Vivir es vivir amando, entregando, no guardando.
Una cosa es la fe, mi experiencia de Dios que me lleva a creer y otra aquello en lo que creo. Creo porque amo. Creo porque me he encontrado con Jesús y Él lo ha cambiado todo en mi vida. Creo en Él que me acompaña en medio del caos, en medio de la incertidumbre y sostiene mis pasos. Esta fe es la más importante. A menudo le pido a Dios que aumente mi fe, que la haga más sólida, más firme. No le estoy pidiendo que aumente el número de cosas en las que creo. Lo que deseo es que aumente esa fe en Jesús que me hace amarlo con más fuerza. Le pido que me enseñe el camino más claro, que me abrace por la espalda para no sentirme solo. Esa experiencia profunda es la que determina si soy realmente creyente o no lo soy. La profundidad de mi fe. Las raíces hondas que se adentran dentro de la tierra de mi alma. En lo más hondo de mi ser. Esa fe es la que necesito reforzar. Nada podrá cuestionarla. Comentaba Sor Verónica, fundadora de Iesu Comunio: «Nuestra fe es en un Dios que se entrega y se derrama. Cuerpo entregado, sangre derramada. ¿Tú te crees que se puede tocar a Jesús? Extiende la mano y cree que está. Si no te lo crees te paralizas. Tengo que extender la mano. Estás tocando la vida. Esto es la fe». Mi fe es muy concreta, es personal. Creo en Él. Creo en su verdad en mi vida. Creo que puedo tocarlo en medio de mi camino. Creo que me mira conmovido cada mañana y me enseña a caminar. Esta fe es la que me sostiene en tiempos de incertidumbre. Siempre he sentido la vulnerabilidad en mi vida. He notado mi fragilidad y he visto la fugacidad de los momentos de cielo. He palpado la herida en la piel, en el alma. Y he sabido que sólo su poder, el de ese Jesús enamorado, podría sanar mi corazón herido. Esa fe es la que me sostiene cuando no sé muy bien cómo va a seguir el camino. No alcanzo a comprender la niebla que oculta mis siguientes pasos. La fe en Jesús me ilumina siempre. Así ha sido desde que me encontré con Él en el camino. Eso me da tanta paz. No sé si mi fe es a prueba de golpes. La vida me los dará, ya lo ha hecho, y pondrá a prueba la hondura de mi amor creyente. ¿Dejaré de creer cuando las cosas no sean como yo había soñado? Veo a personas que pierden su fe cuando las circunstancias se tornan muy adversas. Perecía que Dios era estupendo cuando sus planes se realizaban sin contratiempos. Y súbitamente todo cambia y se complica. ¿Permanece viva la fe? Es como si muriera de golpe y aquel Dios amoroso en el que se creía desapareciera delante de los ojos. Se esfuma la fe como un leve barniz extendido sobre la piel. Le pido cada día a Jesús que aumente mi fe. Que la haga honda para que no dude de su presencia, de su amor. He escuchado oraciones tan valientes que se han quedado reducidas a poesía cuando la vida ha seguido otro rumbo. Cuidado con lo que prometo, con el amor eterno que aseguro. Cuidado con esas promesas dichas en el momento de felicidad, como Pedro en lo alto del Tabor que quería que ese momento fuera eterno. La fe probada es la que merece la pena, la que importa. Sobre esa fe de raíces firmes quiero yo asentar mi vida. Tocar a Jesús con manos firmes. Sujetándome a Él en medio de mis miedos. Leía el otro día hablando sobre el verdadero cristiano: «No se ve liberado del sufrimiento, pero sí de la pena de sufrir en vano. Su fe no es una droga ni un tranquilizante frente a las desgracias. Pero la comunión con el Crucificado le permite vivir el sufrimiento sin autodestruirse ni caer en la desesperación» . Vivir unido al crucificado me da fuerzas para caminar, para subir montes, para aguantar enhiesto fuertes tormentas. Esa es la fe que suplico cada mañana. Luego está la otra fe. Es la que me permite creer en ciertas cosas, en aquello que la Iglesia predica como valores fundamentales de nuestra fe. Es el contenido del depósito de la fe. Aquello en lo que creo por el hecho de ser cristiano y seguir a Jesús. Ese contenido de mi fe determina mi manera de vivir. Va modelando mi estilo de vida. Configura mi forma de enfrentar las dificultades, la vida misma. Tengo que saber dar razones de mi fe cuando los que no creen me pidan que explique por qué yo sí creo. El contenido es menos importante que la persona en la que creo. Pero es valioso confrontarme con esas verdades y ver cuánto creo en ellas. Tienen que ver con la vida de Jesús, con su forma de amar y entregarse por los demás. Creo en ese Jesús que ama y vive anclado en el corazón de su Padre. Necesito profundizar en esas verdades. Saber por qué la Iglesia afirma ciertas cosas. Pero esa fe sin estar apegada a la persona de Jesús se queda convertido en algo superficial que no me da la vida. Hoy le pido a Jesús que aumente mi fe en Él. «Una fe garantizada y sostenida por Dios, que de todas maneras tiene la seguridad de un ‘péndulo’ que cuelga flojamente. Vivimos frecuentemente en verdades que consideramos muy evidentes, pero que en sí mismas constituyen una gran audacia» . Le pido a Dios esa fe que me haga creer y confiar contra toda esperanza. Que me permita vivir atado a su corazón para saber en qué creer y qué pasos dar.
Mi corazón no está tan abierto al cambio como a veces afirmo con los labios. Digo que sí, que soy flexible y abierto a lo diferente, a las novedades, a las innovaciones necesarias en la vida. Que estoy dispuesto a dejar de hacer lo que no me da vida y elegir siempre lo que me hace crecer como persona. Que voy a optar, digo, por los demás, antes de buscar egoístamente mi propio interés, pero luego veo que no es así. No acabo de querer cambiar porque cualquier cambio es difícil. Y cuando luego cambio, y me libero, en cuanto comienza la sed y el hambre tan propios del camino, tiemblo y me acuerdo de placeres pasados nunca olvidados. Hoy escucho lo que Dios le decía a su pueblo que le había mostrado su rebeldía: «No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masa en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras». Ese pueblo, hijo de sus entrañas, había dudado de su amor infinito en medio de las dificultades del desierto. Había tocado el hambre y la sed (Ex 17,3): «¿Para qué nos hiciste salir de Egipto? ¿Para matarnos de sed, junto con nuestros hijos y nuestros animales?». A menudo me quejo de Dios cuando las cosas no van tan bien como esperaba. Y le echo la culpa a Él de mis propias decisiones, por haber sido valiente. Algunas de esas decisiones fueron acertadas. Otras tal vez no lo fueron tanto. Ya no lo sé bien. Creí seguir a Jesús en muchas de ellas y eso alegró mi corazón. En otras decisiones seguro que esquivé sus pasos y seguí intuiciones falsas creyendo optar por su camino. Lo cierto es que cuando vuelvo a tener sed, o hambre de cielo en medio de mi desierto. O cuando mi alma sueña con tierras más verdaderas o con manjares más exquisitos que los que ahora poseo. En esos momentos en los que deseo un vergel que dé descanso a mis huesos. Entonces cuando sólo encuentro ante mí un secarral, es cuando todo mi ser desea un abrazo eterno que calme esa necesidad tan mía de ser amado. En esos momentos tan fríos y duros en los que me siento solo. Es entonces cuando vuelvo la mirada altiva a Dios y le exijo obras que no veo y frutos que no contemplo y una paz que no me abandone. Y entonces me veo como ese pueblo en el desierto recordando, siendo libres, esa tierra de la esclavitud abandonada a sus espaldas, esa tierra llena de manjares nunca olvidados. Esa tierra que retenía mis pasos cuando eran esclavos y se apegaban a la tierra sin alzar la vista al cielo. Porque en la esclavitud el pueblo judío, como yo mismo, no tenía hambre, ni sed. El corazón busca saciarse con bienes pasajeros que colman sólo por un tiempo. Pero con el paso de la vida me olvido de su fragilidad y los idealizo. Y pienso que aquellos manjares tan fútiles eran mejores que las renuncias de este camino. Y sueño con el pasado ya pisado. Y anhelo un futuro que se torna incierto. Sé que llevo grabado en mi pecho el deseo de un paraíso que aún no veo. Y por eso me duelen más las piedras del camino. Pero sé que esa promesa de Dios en mi vida es real, porque por algo he nacido con ese vacío tan grande en el corazón. Me identifico con las palabras de C. S. Lewis, hablando de este anhelo de vivir en el lugar perfecto: «El hambre del hombre prueba que proviene de una raza que repara su cuerpo cuando come, y que habita un mundo donde comer sustancia existe. De la misma manera mi deseo de habitar en el paraíso es una buena indicación que tal lugar existe» . El paraíso existe dentro de mí como un deseo. Y se proyecta en el tiempo hacia la eternidad donde será cierto. Si no fuera real tengo muy claro que mi corazón no lograría dibujarlo con tanta nitidez todos los días en mis entrañas. Lo que anhelo tiene que ser real, aunque aún no logre poseerlo. Por eso no quiero olvidar la tierra prometida por Dios para mi vida, ni dejar que ese sueño de plenitud se desdibuje de mis ojos. Miro el desierto y tiemblo detenido delante de la roca seca que no me da agua. Y clamo a Dios indignado echándole la culpa hasta de mis pecados, bendita ingenuidad de niño pequeño y torpe que estalla delante de su padre. Le acuso de aquello de lo que solo yo soy culpable. Si me hubiera ayudado entonces, pienso enojado, no hubiera cedido a esa tentación seductora. Si hubiera detenido mis pasos orgullosos no habría caído de nuevo. Pero Dios no es así. No es un Dios que evite mi caída. Respeta mi libertad. Él seduce mi corazón, nunca lo fuerza. Él no se impone a mi voluntad tan débil buscando que lo siga por los caminos. Él espera paciente a la puerta de mi corazón, pidiéndome que no se endurezca. Y al mismo tiempo que me llama a dar la vida, no me lo pone tan fácil. No pone a mi disposición todo lo que preciso, todo lo que anhelo. Deja crecer en mí un deseo insaciable, para que no me quede quieto, para que no me conforme. Eso lo he ido descubriendo con los años. Simplemente me pide que confíe en sus planes, y aprenda de su forma de hacer las cosas. Quiere que lo descubra a Él oculto en la roca áspera del desierto de mi vida. Que sepa probar su dulzura en los días amargos. Y que sepa mantener la calma en las tormentas aciagas, cuando todo se oscurece. Quiere que sepa encontrar su mano sueva en medio de mi vida cuando siento que voy a la deriva. Me gusta ese Dios que me enamora con su presencia.
Hoy Jesús me pide que ablande mi corazón para que sepa amar a mi prójimo. Quiere que él esté en el centro de mi corazón caritativo: «A nadie le debáis nada, más que amor; porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de la ley. De hecho, el no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no envidiarás» y los demás mandamientos que haya, se resumen en esta frase: - Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir la ley entera». Y tiene razón Jesús. Si lo amo a Él en el prójimo tendré vida para siempre. Leía el otro día algo muy verdadero: «La única forma de reconocer con seguridad nuestra relación con Dios es reunir y revisar todas nuestras relaciones humanas. Lo que existe en estas relaciones, también existe en nuestra relación con Dios. Esta identificación de las relaciones entre los hombres y Dios es la única forma de saber cómo la fe está o no plenamente arraigada en la vida» . La forma que tengo para relacionarme con mi prójimo tiene mucho que ver con la forma que tengo para estar cerca de Dios. Pienso en todos los aspectos que marcan mis relaciones. Peco de egocéntrico y dejo de mirar a los demás. Se me olvida que soy familia, que tengo hermanos, que amo de forma concreta al que vive a mi lado. Sus problemas son mis problemas. Sus preocupaciones son las mías. Sus miedos los comparto. ¿Cómo cuido a mi hermano? A ese que está a mi lado y me cuesta por detalles pequeños. Lo ignoro y no me pregunto qué siente, qué le pasa, qué le preocupa, qué le alegra. No sé cuáles son sus sueños en estos momentos. Desconozco dónde residen sus miedos más profundos. No quiero deber nada más que amor. No quiero dar nada más que mi vida. Pero mis relaciones humanas se centran a veces en la utilidad. Las ventajas que me da la amistad de una persona, o su amor conyugal. El beneficio que saco, el bien que me hace. Alejo de mí a los que no son tan válidos, a los que no me aportan tanto, a los que no me benefician. Y busco al que todos buscan, al exitoso, al que produce y hace las cosas bien, al eficiente. Hoy Jesús va más allá y quiere que en mis relaciones aprenda a ser sincero y a ayudar a crecer a los que Dios me confía. Me lo dice con palabras duras que me resultan difíciles de entender. Hoy Jesús quiere que ayude a mi hermano a ser mejor. No se trata de que pretenda que sea como a mí me gustaría que fuera. No se trata de eso. Sólo quiere que le diga lo que sería bueno mejorar. A veces hay personas empeñadas en que yo sea como ellos desean. Leía el otro día: «Deberías ser como yo, me dicen. Cuando muestro mi verdad todos quieren controlar mi comportamiento. Investigan cómo convencerme para hacer lo que ellos quieren. Son capaces de llegar a donde sea para controlarme». Eso no lo quiero. No deseo controlar a los demás ni decirles lo que tienen que hacer. Ellos harán su camino. Pero sí lo que Jesús quiere es que no me calle, que hable, que le diga, que rece por él, que le acompañe, cuando siento que tengo que hacerlo. Tendré que verlo en mi corazón. Miro a mi hermano y si veo que peca, que sigue un mal camino y se va a perder. En ese caso puedo hacer lo que hoy escucho: «Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano». Jesús quiere que no me calle lo que veo que mi hermano puede mejorar. El profeta me decía que yo era como una atalaya: «A ti, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel». Me ha colocado en lo alto para que vea cómo educar a los que pone en mis manos. Es verdad que mi religión me une con mi hermano, no me aísla. Por eso entiendo cómo es mi amor a Dios: «¿Qué religión es la nuestra?, ¿hace crecer nuestra compasión por los que sufren o nos permite vivir tranquilos en nuestro bienestar?, ¿alimenta nuestros propios intereses o nos pone a trabajar por un mundo más humano?» . Puedo callar para caer bien. Puedo ser cobarde y no decir lo que pienso para que no me hieran, para que no me ataquen. Puedo no exponerme ni arriesgarme callando lo que muchos piensan. Es cobardía quizás. Otras veces puede ser prudencia cuando sé que mi hermano no va a aceptar mi comentario. No va a ver en mis palabras una buena intención. Pero tengo claro que soy parte de un todo. Y lo que le afecta a mi hermano me afecta a mí. Sus caídas son las mías. Y sus errores se adentran también en mi piel. Jesús lo expresa con claridad: «Os aseguro, además, que, si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». ¡Qué importante es aceptar que soy parte de una comunidad de cristianos que aspiran a la santidad! Nuestras vidas están unidas en solidaridad. Todo lo de mi prójimo tiene que ver conmigo. Vivir en comunidad es el camino para vivir en Dios. No estoy solo. El amor me une al que está a mi lado y formo entonces parte de una gran familia. Esta conciencia me gusta. Donde dos o más se reúnen en el nombre de Jesús, Él está en medio. Allí donde dos o tres lloran y claman al cielo. El dolor de mi hermano es mío y también su alegría. Por eso no me es indiferente su pecado ni su mal. Tampoco su mentira, su orgullo o vanidad. Todo tiene que ver conmigo. Mi lucha por la santidad afecta a todos. «Así el amor de la Familia nos da alas para refrenar con ahínco las malas pasiones y esforzarnos por la más alta santidad, con vigoroso espíritu de sacrificio y sencilla alegría». El amor de la familia me da fuerzas para luchar. Igualmente, el pecado y la debilidad de los míos, de los que amo, tira de mí hacia abajo, abandonándome si rumbo. Mi vida está tan unida a la vida de los que forman parte de mi camino.
El desconocimiento de lo que hay en el propio corazón es un mal muy común. Cuánta gente conozco que no se conoce de verdad. No saben por qué sienten tal o cual cosa. Y serían incapaces de ponerle nombre a lo que les pasa. Sienten dolor, pena, rabia, tristeza, alegría. Pero desconocen las razones más profundas que alteran el mar de su alma. Viven creyendo que los que están mal son los otros, que todo lo que ellos hacen está justificado. Se sienten contentos con su vida incluso cuando reciben críticas que rápidamente descartan. Achacan estos comentarios a la envidia y a los celos de los demás. Nunca ven en sus actitudes algo defectuoso. Si pecan de egoísmo dirán que se lo merecen, que otras veces han tenido menos y han renunciado a más. Si los acusan de falsos, dirán que son veraces y son los demás los que ven las cosas de forma equivocada cayendo en la sospecha. Si los acusan de mentirosos, encontrarán alguna razón para haber ocultado la verdad. Si es la pereza lo que llama en ellos la atención, argumentarán que ellos han trabajado más que nadie y se merecen ahora un buen descanso. Se sienten puros, sin mancha y todo lo que hacen es perfecto. Y son capaces de ver con claridad los defectos del prójimo, la paja en el ojo ajeno, eso sí, salta a la vista fácilmente. Es como si la vida siempre les debiera algo. En esa lucha por sobrevivir desde el desconocimiento de su corazón viven en tensión con su prójimo. Se sienten siempre amenazados. No aceptan las críticas, porque nunca ven su lado verdadero, su cara oculta. No se conocen y se engañan justificando todas sus deficiencias. Incluso en su ignorancia se convierten ellos en los que están en lo alto de la atalaya criticando y juzgando las actitudes del mundo. No sólo no se conocen, sino que se creen con derecho a condenar a los demás por lo que hacen mal. No resulta tan sencillo entonces decirle a veces a mi prójimo aquello en lo que puede mejorar. No siempre va a entender mis palabras y va a aceptar agradecido mis comentarios. No siempre va a creer en mi buena intención. Hoy Jesús es muy claro con sus palabras y su petición me toca por dentro. Tengo que acercarme al que va por el camino equivocado para ayudarle a mejorar. Y luego no apartarme de su lado. No dejarlo solo. Socorrerlo cuando necesite mi ayuda para caminar. En definitiva, mis relaciones humanas y lo que predomina en ellas reflejan mi forma de relacionarme con Dios. Todo está muy unido en mi corazón roto. Lo humano y lo divino van de la mano. Mis vínculos humanos y la forma como los vivo me ayudan a vivir más anclado en Dios, a vivir más dentro de Él. Mi manera de mirar a los demás tiene que ver con mi forma de mirar a Dios. Mi forma de ayudarles, mi actitud cuando me ayudan a mí diciéndome lo que podría hacer mejor, tiene que ver con Dios. Tengo mucho margen de mejora y puedo acoger las críticas para mejorar y hacer las cosas de forma diferente. Hoy miro a Jesús que me enseña a vivir en familia, en comunidad. Tengo que abrirme para dejarme ayudar. Tengo que mirar a mi prójimo para ayudarle y no pensar solo en mí. Una mirada así es la que Dios me regala.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira Costales.
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