1 de noviembre de 2020
Hermano:
«No tengáis miedo; no hay comparación entre vosotros y
los gorriones. Si uno se pone de mi parte ante los hombres, Yo me pondré de su
parte ante mi Padre del cielo»
«Lo importante es que la falta de perdón no me aleje
de nadie y no haga crecer en mí el rencor y la rabia. Quiero la paz que me da
perdonar a todos como a mí me han perdonado tantas veces»
Con un récord de 435 casos, la tasa de positividad se
eleva al 8,8% y las hospitalizaciones ronzan los 500 ingresados.
Los contagios se desbocan y Asturias suma 10 nuevas
muertes por el coronavirus.
Son duras la enfermedad, la muerte y la pérdida. Es
duro vivir el dolor en soledad, o el abandono. Es duro este tiempo de pandemia
que me aísla, para cuidarme, para cuidar a otros. Veo los estragos del virus y
me duele el alma. En estos tiempos duros siento el desconcierto. ¿Cómo se puede
consolar en el dolor? ¿Cómo se puede acompañar al que sufre? ¿Cómo compartir el
dolor cuando no se puede estar cerca en este tiempo difícil? Sé que no bastan
las palabras. No devuelven la vida, ni la paz, ni la esperanza. Son sólo
palabras que se las lleva el viento y no dejan nada cuando pasan. Valen más un
abrazo, un te quiero, una mirada, un acompañar en silencio. Valen más, sin
duda. Las palabras se quedan siempre cortas, no alcanzan a dar esperanza, ni
paz suficiente. ¿Cómo puedo enfrentar este tiempo que vivo? No es tan sencillo
intentar encontrar la luz en la oscuridad o dar calor en el frío de la
tormenta. Supone dar un salto de fe, una entrega audaz de la vida. Me exige
Dios soltar lo que me ata. Dejar ir al que parte. Llorar con el que llora.
Acompañar en distancias prudentes como me pide el tiempo. Orar sin dejar de
confiar en un Jesús que no se baja de mi barca ni tan siquiera en medio de la
tormenta. Cuando todo parece hundirse ante mis ojos. Leía el otro día: «Ni el
dolor ni la cesación de la vida proceden de Aquél que creó al mundo y al ser
humano a su imagen y semejanza. Realmente, la muerte, y todo lo que ella
involucra, como la enfermedad, el dolor, la amenaza contra la vida y la
inseguridad existencial que nos genera, no forma parte alguna de la obra
creadora del Señor. El ser humano fue creado por Dios para vivir en medio de la
bondad y la hermosura. Y, como consecuencia, en paz y alegría» . Estoy hecho para
la vida, para el encuentro, para el amor que no se muere nunca. Estoy hecho
para una alegría que no pase. Mi corazón tiembla en estos momentos de
incertidumbre. No puedo asegurar el futuro. ¿Antes podía? Tampoco. Pero vivía
como si pudiera hacerlo, como si lo estuviera haciendo. Era yo el dueño de mi
destino, el hacedor de mi camino. Vana ilusión la mía. Estaba seguro de mis
fuerzas, como si la juventud no fuera nunca a dejar paso a la vejez. Como si
nunca las arrugas del tiempo o de la muerte fueran a tocar mi piel, o la piel
de los que amo. Tan seguro estaba de morir en la vejez, nunca antes de tiempo.
Dueño de mi vida y de la vida de los míos. Y ahora, cuando todo es fugaz,
frágil y pobre, me siento desprovisto de esa seguridad que tuve un día. Ya las promesas
de Dios no parecen convencerme. Tampoco encuentro palabras para convencer a
otros. Estoy perdido en este desierto lleno de amenazas y tiemblo. ¿Cómo se
puede dar seguridad estando yo inseguro? ¿Dónde queda la fe en el Dios de mi
vida? Ese Dios que anduvo conmigo desde mis primeros pasos. Sostuvo mis
lágrimas en momentos duros. Y rio con mi risa cuando todo era más fácil.
Entonces sí creía, porque no había dudas, ni miedos, ni angustias. Entonces sí,
pero ¿ahora? ¿Cómo hago para confiar de nuevo como un niño? No es un juego. La
vida no es una actuación, ni una obra de teatro. La vida es seria y se juega en
cada paso que doy. Hoy me detengo sujetando el dolor de muchos, el mío propio.
Le miro a Dios que me quiere con locura. Le pido que aumente mi fe tan débil. Y
que ponga en mis labios palabras de esperanza. Que sepa abrazar sin romper las
distancias. Y consolar sin tener que decir nada. Que pueda abrir rutas en
cañadas oscuras. Y mostrar amaneceres que llenen de paz el alma. Está hecha mi
vida para el cielo. Y no desdeño los pasos por la tierra. Quiero vivir con paz,
aunque me duela. Entregando mis miedos y nostalgias. Sabiendo que Jesús viene
para cada día. Para llenar de luz todas mis noches. Y hacerme reír de mi
ignorancia. Quiere que siembre luz y color allí por donde pase. Y cuando no lo
logre por torpeza mía, u omisiones de mi alma. Cuando no esté a altura de lo
que otros esperan. Aún entonces confíe en que Él lo hará con o sin mi ayuda. Yo
entregaré mis fracasos y caídas. Mis fiascos y mis miedos. Y sabré que es su
obra, su tierra y su cielo y yo sólo su hijo que apenas logra caminar seguro.
En Él confío. Le pido que aumente mi fe que ha de ser profunda si quiere
resistir tormentas. Que ponga su Espíritu en mis palabras si quiere lograr algo
conmigo. Sólo eso le pido.
Hay personas que son felices con muy poco. Se
conforman con lo que la vida les ofrece cada mañana. Sonríen y caminan despacio
sujetando el alma al cielo, alegres y tranquilos con lo que la vida les regala.
No llevan cuentas del mal que reciben y tampoco del bien que ellos hacen por
los demás. Valoran cada detalle, cada sonrisa, cada palabra, cada gesto. No
guardan rencor cuando son heridos y perdonan, o pasan por alto. No viven
orgullosos perdonando la vida a los que no responden a sus requerimientos. Son
más felices que otros porque se toman con paz lo que les sucede. Seguramente
vivirán más, puede ser. Y si no es así, al menos habrán vivido con más paz y
alegría en el alma. Saben sacarle el lado bueno a todo lo que les pasa, incluso
cuando todo se oscurece a su alrededor por culpa de la tormenta. Cuando están
enfermos aprovechan el tiempo que Dios les regala y aprenden a dejarse cuidar
por los demás. No les incomoda despertar la compasión de los otros. Lo viven
con humildad y sencillez. Cambian sus hábitos, se adaptan a la nueva vida,
recogen velas y se quedan con la barca en la orilla sin llorar la ausencia del
mar hondo cuando navegaban. Ante la pérdida de lo que aman, de los que aman
aprenden a valorar lo que les queda, y a quienes están a su lado. Siempre
encuentran caminos de salida en lugares imposibles, cuando a su alrededor todos
están perdidos. Saben reírse de la vida, de ellos mismos, cuando parece no
haber motivos para la risa. Esperan siempre algo bueno de la vida cuando muchos
pierden la esperanza junto a ellos. Se inventan nuevas formas de vivir, de
amar, de soñar. No sobreviven en medio de las dificultades. Viven en plenitud,
sin tapujos. No dejan de esperar cada mañana un nuevo día que les alegre el
corazón. No tienen expectativas imposibles de cumplir sobre las personas. No
las miden ni las alaban cuando se portan bien. No pretenden que se adapten los
que les rodean a su forma de ver las cosas. No exigen que tengan su mismo punto
de vista. No reclaman, no piden. Saben ponerse en el lugar del otro, en sus
zapatos, en su alma y así pueden mirarlo con respeto. Aceptan sus límites sin
exigirles lo imposible. Valoran sus actos sin pretender que hagan otras cosas.
Dicen lo que piensan cuando les preguntan. No se callan sus percepciones. Pero
no estallan con rabia y dolor cuando las cosas no salen como ellos esperaban.
Estas personas tienen algo de Dios en sus maneras, en sus gestos, en sus
palabras. Son capaces de aceptar la vida como es, aunque a veces hubieran
elegido otro camino, o esperado algo diferente. Pero no se turban ante la
contrariedad. Esperan alegres sabiendo que la vida siempre merece la pena y que
cada día vuelve a salir el sol. Estén donde estén saben entonar notas de
esperanza en lo que hacen o sufren. Siempre sueñan con mares lejanos y dan un
salto audaz para navegar más hondo. Construyen hogares con sus manos débiles.
Por eso me gustan estas personas realistas y soñadoras que no pretenden quedar
bien con todos, ni responder siempre a sus expectativas. No se atan a lo que
los demás esperan de ellos. Y son fieles a la verdad que Dios sembró en sus
almas un día como una misión para sus vidas. Por todo eso me gustan las
palabras de Víctor Hugo: «No, no me estoy poniendo viejo. Llevo en el alma
lozanía y en el corazón la inocencia de quien a diario se descubre. Llevo en mi
rostro la sonrisa que se escapa traviesa al observar la simplicidad de la
naturaleza. Llevo en mis oídos el trinar de las aves alegrando mi andar. Me
estoy volviendo más prudente, he dejado los arrebatos que nada enseñan, estoy
aprendiendo a hablar de cosas trascendentes, estoy sembrando ideales y forjando
mi destino. No es por vejez por lo que a veces se guarda silencio, es
simplemente porque no a toda palabra hay que hacerle eco». Quiero vivir yo así.
No quiero contentar a todos los que me piden. Tampoco espero el aplauso en todo
lo que hago. Quiero conservar una paz profunda ante la vida que me toca ahora.
No pretendo negar la realidad, ni cambiar lo que es imposible. Acepto la vida
que Dios quiere para mí. Soy capaz de besar una vida que es imperfecta y
perfecta al mismo tiempo. Bendita paradoja de mis pasos humanos, cuando sólo
acaricio y saboreo destellos del paraíso que anhelo con toda mi alma. Me gustan
esas personas que me quieren por lo que soy. No por lo que les doy, no por lo
que les resulta útil de mí, no por mi buen comportamiento. No espero que todos
me quieran así. Pero sí conozco algunos. Y ese amor hondo y misericordioso que
no espera mi conversión, ni el cambio de mi forma de ser, refleja en mis pasos
el amor de Dios, ese amor que me tiene Jesús. Me gustaría querer siempre así a
las personas. Con libertad, sin querer que se adapten a mis expectativas. A
veces me cuesta querer bien. Pero es el deseo más profundo de mi alma. Amar
respetando, enalteciendo, perdonando, agradeciendo. Es el camino para ser
feliz, pleno. Aunque sea de barro y falle y decepcione mil veces. Cuando no amo
así, vivo con tristeza y dejo de apreciar los pequeños regalos que me entregan
las personas. Porque no me bastan y espero más y rechazo ese poco que me
entregan, como si no significara nada.
No quiero pensar en este tiempo de pandemia como un
tiempo perdido. Me resisto a creer que detrás de este confinamiento no se
esconde una oportunidad para mi vida. No acepto que me digan que pronto volveré
a la normalidad de antes. No quiero aceptar como un mal menor una nueva
normalidad para mi vida. Como si este tiempo tuviera que ser un detener mis
pasos, un cambiar mis hábitos y renunciar a todos mis deseos de amar y dar la
vida. Me niego a resignarme. Todo lo contrario. En esta contrariedad de un
tiempo tan difícil. En medio del dolor de tantos y las pérdidas que laceran
tantos corazones. Agobiado por una crisis que amenaza con echar por tierra
pilares firmes que sostenían mi vida. Mi corazón se levanta y mira al cielo
confiado. Pienso que un pájaro al posarse sobre una rama no tiene miedo de su
debilidad. No le asusta que su peso pueda romperla. No mira hacia abajo con
temor, porque tiene puesta su confianza no en la resistencia de su rama, sino
en la fuerza de sus alas dispuestas a elevar el vuelo en cualquier momento. Esa
actitud del pájaro es la que yo tengo en medio de estas adversidades que
amenazan con hundir la barca de mis seguridades. Mi confianza no está puesta en
la fortaleza de las circunstancias que me rodean. Como si mi estado de ánimo
pudiera depender de un cambio súbito de todas las variables. Tengo puesta mis
esperanzas en el cielo hacia el que se eleva mi vuelo. No tanto en las ramas
sobre las que camino tranquilo. No tiemblo por si se rompen. No me angustia que
no salgan adelante mis proyectos. Creo en el amor de Dios en mi vida y sé que
ese amor está por encima de mis miedos. Ahora se me presente una oportunidad,
un desafío ante mis ojos. Puedo crecer, puedo renovarme, puedo reinventarme. O
puedo simplemente vivir amargado por la mala suerte que tengo. Lamentando todos
mis fracasos. Hundido ante un momento histórico que me va a cambiar para
siempre. Escribía el ahora papa Francisco: «El náufrago se enfrenta al desafío
de sobrevivir con creatividad. O espera que lo vengan a rescatar o él mismo
empieza su propio rescate. En la isla donde se llega tiene que empezar a
construir una choza para la que puede utilizar tablones del barco hundido y,
también, elementos nuevos que encuentra en el lugar» . Me encuentro en medio de
un naufragio. Pero yo decido ahora qué hacer con mi vida. Puedo permanecer
quieto esperando un milagro. Puedo vivir quejándome de la vida, de Dios que no
hace nada y del mundo que es injusto y cruel. O puedo ponerme manos a la obra.
Puedo emprender un camino imposible entre restos del naufragio. Puedo hacerlo
si me dejo hacer antes por Dios. Él puede hacerlo en mí. No tengo miedo. Dios
sabe que soy capaz de comenzar de nuevo. No me da miedo volver a fracasar o
dejar escapar la oportunidad que se presenta ante mis ojos. No me quedo en lo
negativo ni me angustio cayendo en la autocrítica. Leía el otro día: «Deseo no
criticarme en demasía, sino siempre con bondad, nunca para hundirme en el vacío
del desaliento y la depresión o autocompasión, sino que intentando siempre
avanzar un pequeño paso hacia una mayor conciencia» . No busco la
autocompasión. Me pongo decidido a hacer algo. Está en mi mano la posibilidad
de salir de esta crisis renovado, cambiado por dentro, mejorado. Puedo crecer,
puedo inventar nuevas rutas. Puedo creer en mí mismo mucho más de lo que nunca
había creído. No quiero perder la esperanza. La fortaleza de la rama no me
preocupa. Yo estoy hecho para volar, para soñar, para luchar por vivir una vida
más plena de la que ahora tengo. Por eso quiero aprovechar este tiempo extraño
de confinamiento y distancias, de miedos e incertidumbre, de enfermedad y de
muerte. Un tiempo que no puedo soslayarlo pretendiendo que no existe. Está ahí
ante mis ojos. Las cosas no van a cambiar en dos días. Lo que ahora me
atemoriza no va a pasar al olvido de pronto. No le tengo miedo a mi vida como
es hoy. No me quejo, no me amargo. La tomo entre mis manos y me digo que Dios
la va a hacer maravillosa. Él puede hacer milagros conmigo. Puede atraerme a su
descanso. Puede lograr que sueñe con una vida mejor, con una vida nueva. No me
detengo. Este tiempo no es un tiempo perdido, un paréntesis en mi vida. Quiero
aprovecharlo al máximo de muchas maneras. Mis vínculos no se van a enfriar, se
harán más profundos, aunque medien pantallas en la distancia. No dejaré de
invertir tiempo en crecer como persona, sin esperar a que cambien las
circunstancias. El futuro no está en mi mano. Sí lo está el decidir con qué
actitud quiero enfrentar mi vida aquí y ahora, en el presente. Es este el
momento en el que Dios me pide que le siga.
Me cuesta herir a las personas. Me duele hacerles
daño. Me siento frágil cuando digo lo que no corresponde, o lo escribo. Cuando
omito esos gestos de cariño que los demás necesitan o esperan. El tamaño de mi
cariño está relacionado con mis gestos que lo expresan. Pero no siempre lo hago
bien, o no lo hago como esperan de mí, de la forma que desean. Hiero pasando
por alto los gustos de los que me aman. No valoro sus opciones dejándome llevar
por lo que yo deseo. Ignoro sus preferencias haciendo caso omiso de sus
reclamos. Y hago daño. Me cuesta hacer daño de forma gratuita. Causar heridas
que quedan grabadas en el alma para siempre. Es tan sencillo quebrar un jarrón
sin pretenderlo. Y luego es imposible que las piezas encajen perfectamente. La
herida ya está ahí y yo no puedo borrarla. Aunque lo intento con perdones, en
forma de palabras y de gestos. No bastan. Ya nada basta. Nada sirve para
reparar la herida causada. No puedo volver al instante previo al daño. El mal
está hecho. Por eso me duele tanto herir, no responder al amor que me tienen,
no dar lo que esperan de mí. No quiero hacer daño, ni tampoco abusar de mi
poder cuando lo tengo. Olvidarme de hacer lo que me piden que haga. Ignorar al
que necesita ser escuchado en un momento determinado, cuando yo no me doy
cuenta. Me duele tanto causar daño a los que están ya heridos, por otros o por
mí mismo con anterioridad. Me espanta cometer errores que nunca se olvidan ni
perdonan. Una palabra mal dicha, un silencio mal guardado, una respuesta
incorrecta, un gesto estúpido. Me duele no ser tan capaz de hacer el bien que
deseo en lugar de ese mal que detesto. Me oprime el alma esa sensación de pena
por no lograr los resultados que mi amor siempre ha soñado. Ese deseo de
hacerlo todo bien, perfecto. Pero no puedo. Por eso me da miedo que la
profundidad del daño sea irreparable. La percepción de mis acciones y omisiones
es subjetiva, impredecible su eco. A menudo el daño que causo es sin intención.
La convivencia, el compartir la vida, los roces, la cercanía, la intimidad.
Todo hace que cometa errores. Y temo que mi ofensa nunca sea perdonada. Incluso
cuando yo no me siento tan culpable. Pero creo que quizás no merezco ese perdón
que busco. He hecho daño a aquel que es vulnerable. He herido sin cuidarme en
mis gestos. Sé que llevar cuenta del daño que me hacen es algo habitual.
Guardar en el ánimo los golpes recibidos es una actitud común. ¿Cómo se puede
perdonar al que me ha hecho daño, al que me ha herido? ¿Cómo olvidar al que me
ha ignorado? Los daños causados y recibidos. Las heridas que sufro y las que
alguien me causa. Los olvidos que me duelen y mis olvidos que les duelen a
otros. Y todo esto en un vaivén que tiene la vida. Paso de causar daño a
alguien a que me lo causen a mí. Paso de perdonar a que me tengan que perdonar.
Todo en un continuo ir y venir. Mi deseo de ser perdonado. El deseo de otros de
que yo les perdone. A menudo me siento yo herido y tengo que perdonar. Y mi
orgullo me lo pone difícil. Y confundo el perdón con el olvido. Y vivo en esas
luchas internas que sufre el alma. Para no herir a nadie tendría que protegerme
más. Quizás no vincularme tanto y así no crear expectativas. Tratar de no amar
más de la cuenta, para no herir ni ser herido. Pero me doy cuenta de cómo es mi
alma. Y no puedo evitarlo. Sé muy bien que cuanto más amo más puedo ofender y
herir, y más expectativas creo. Y cuanto menos amo quizá menos daño causo,
porque nada esperan de mí. Pero no amar me empobrece y no tiene nada que ver
conmigo. No puedo vivir sin vincularme. Y tal vez prefiero llegar a herir sin
pretenderlo, antes que no amar pasando de puntillas por la vida. Escondido en
mi guarida, olvidado entre mis muros. Me veo siempre ante esa disyuntiva. O amo
más hiriendo más al mismo tiempo, haciendo daño o siendo yo dañado. O amo menos
hiriendo menos, escondiéndome más y viviendo sin alegría. Ese juego constante
que se da entre los amantes es el que el alma desea. La vida es más rica cuando
soy capaz de entregarme, de darme, de amar y servir la vida que se me confía.
Entre aquellos que abrazan y aquellos que se alejan, opto por el abrazo. ¡Qué
difícil amar sin herir nunca! ¡Qué difícil herir cuando no se ama! O tal vez sí,
porque la falta de amor daña a quien espera más de mí, más entrega, más amor,
más gestos. Entonces tampoco me sirve esconderme en una cueva. Siempre alguien
se sentirá herido por mi ausencia. Vuelvo a optar por el amor, por dar la vida,
por exponerme. Aunque hiera y tenga que ser perdonado o perdonar.
Hoy Jesús me pide que perdone siempre. No siete veces,
sino siempre. No algunas veces, sino siempre de nuevo. El perdón es una gracia
de Dios que tengo que suplicar. «Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces
tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?». Jesús le contesta: «No te digo
hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete». ¿Aunque mi hermano sea
reincidente en el daño? ¿Es eso posible? Perdonar al mismo por lo mismo. Mi
corazón se resiste al perdón como una fiera salvaje a entrar en el redil. Llevo
cuentas del mal. No quiero perdonar porque no quiere mi alma excusar al que
tanto daño me ha hecho. ¿Y si la ofensa ha sido porque yo esperaba más de él?
Puede ser que la culpa sea mía por esperar lo que no debía. Puse en él
expectativas imposibles. Siempre recuerdo ese dicho: «No le pidas peras al
olmo». Tal vez lo hice y sufrí, por no recibir lo que esperaba. Entonces no hay
solución y duele aún más el daño. Porque no tiene arreglo. Porque lo que yo
creía que era de una forma a lo mejor es de otra. No me aman tanto como yo amo.
El amor es asimétrico, no puedo olvidarlo. Una de las partes siempre ama más
que la otra. A veces puedo ser yo el que ama más. Otras es el otro el que más
me ama. No quiero buscar el equilibrio perfecto, no existe. Pero duele ver que
no me buscan tanto como yo los busco. No desean estar conmigo tanto como yo lo
deseo. Entonces sufro porque la realidad no se adapta a mis sueños. ¿Es culpa
mía? ¿Es culpa de los otros? Tal vez sería más feliz si no me sintiera herido
de esa forma al dejarme llevar por mis expectativas. Ese daño que experimento
me hace perder la paz. Pero no tiene sentido sufrir por lo que no puedo
cambiar. No puedo obligar a nadie a que me quiera más. Pero aún así el daño
permanece en mi corazón. ¿Puedo perdonarlo? No es sencillo. La decepción, la
indignación, la impotencia llenan el alma. También puede ser que me hayan hecho
daño a sabiendas, con maldad, con críticas y juicios, difamándome. Me han hecho
daño porque no me aman, no me quieren, me tienen envidia o simplemente no soy
importante para el que me ha herido. He sido víctima por sus actos llenos de
rabia, odio o indiferencia. Es más difícil aún el perdón. Pienso que no se lo
merece. Y mi alma se llena de ira y quiero la venganza. No quiero exculpar sus
actos malvados. Pero hoy escucho: «Rencor e ira también son detestables, el
pecador los posee. Perdona la ofensa a tu prójimo y, cuando reces, tus pecados
te serán perdonados. No guardes rencor a tu prójimo; acuérdate de la alianza
del Altísimo y pasa por alto la ofensa». Estas palabras me desconciertan. La
ira y el deseo de venganza me matan por dentro. Tendría que pasar por alto la
ofensa, pero me cuesta mucho. No logro perdonar tan fácilmente. No sé si es mi orgullo
o esa herida que tanto me duele. Es verdad que deseo la paz que trae consigo el
perdón, pero no es tan sencillo perdonar. El perdón me libera de la cárcel de
sufrimiento en el que vivo por mi rencor. Cuando mi corazón no olvida y la
rabia vuelve a surgir muy dentro cada vez que recuerdo lo ocurrido. Acaricio mi
piel herida y sufro. No me basta que me pidan perdón de rodillas, una y mil
veces. No acepto perdonar porque me siento mejor así, creo que así el que me
ofende está más atado a mí, pero no es verdad. Se me olvida lo más importante,
cuando perdono lo hago por egoísmo, por mí mismo. Porque yo necesito liberarme
de la prisión del rencor. Necesito tener paz y no vivir atormentado. Pero a
veces parece que lo que deseo es la misma muerte del que me ha herido y roto la
vida. Quiero que sufra lo que yo he sufrido, pero eso no es posible. Yo también
causo daño a otros. Yo no soy tan inocente. Y si no lo veo es que estoy ciego.
Soy torpe y no logro ver las consecuencias de mis actos. Y si yo no perdono a
mi prójimo, ¿qué queda para mí? Mi corazón se resiste al perdón de forma
inmadura. Me gustaría poseer un corazón nuevo que sepa perdonar al que me
hiere. Me falta mucho amor en el alma. Me cuesta perdonar al que repite el daño
una y otra vez. Un reincidente en el mal no merece perdón. Tengo claro que sólo
el perdón me sana por dentro y me libera de todas mis cadenas. El perdón
humilde. El perdón que es don de Dios.
Quiero perdonar, pero muchas veces veo que el perdón
parece imposible. Mi corazón se resiste. A menudo he hecho mío el dicho: «Esto
no tiene perdón de Dios». Se me olvida que Dios perdona siempre. Se me quedan
hoy grabadas las palabras de Jesús: «¿No debías tener tú también compasión de
un compañero, como yo tuve compasión de ti?». Sí. Debería perdonar como Dios me
perdona a mí. Porque tengo claro que la misericordia es el rasgo esencial de
Dios: «El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en
clemencia. Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades. Te colma
de gracia y de ternura. No está siempre acusando ni guarda rencor perpetuo; no
nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas». Es
un rasgo divino, pero no parece muy humano. Lo normal del hombre es ofender y
guardar rencor. Brotan la ira y la rabia como respuesta a la ofensa. Surge el
deseo de venganza cuando sufro una injusticia. Quiero que le pase al abusador,
al que me ofende, al poderoso que se aprovecha del débil, lo mismo que yo he
sufrido. O que se muera para que nunca más vuelva a causar un daño a nadie. Que
el que hiere desaparezca de la faz de la tierra. Me cuesta creer que el malvado
pueda cambiar. No es posible. Va a seguir haciendo lo mismo, va a continuar
haciendo daño a los hombres. Hiriendo con sus gestos y palabras. No quiero que
haga más daño. Y quiero que sepa lo que se siente cuando alguien te hace daño
de esa forma. Es lo que el corazón desea. Pero Dios no es como yo. Es compasivo
y sufre con mis caídas. Mira mi miseria y necesita abrazarme para que
experimente su calor de Padre. Le duele en lo más profundo que yo no sea como
Él. Detesta mi falta de amor y de perdón. Él me mira a mí compasivo y perdona
siempre todas mis debilidades. Leía el otro día: «Ahora sabemos cómo nos mira
Dios cuando sufrimos, cómo nos busca cuando nos perdemos, cómo nos entiende y
perdona cuando lo negamos» . No me doy cuenta de ese poder que tiene el amor de
Dios. Él sí perdona siempre. No lleva cuentas del mal. Olvida todo lo que he
hecho y no recuerda ninguno de mis pecados. Su misericordia infinita me parece
inalcanzable. Yo la he vivido. He tocado su amor imposible. Por eso hoy Jesús
me plantea un ideal inalcanzable. Quiere que sueñe con perdonar siempre y a
todos. Miro mi propia vida. ¿Cuántas veces he acariciado la misericordia de
Dios? ¿Cuántas veces he sentido en mi piel su perdón poderoso? Una de las
oraciones más antiguas invita a orar diciendo: «Oh Dios que revelas tu
omnipotencia sobre todo en la misericordia y el perdón». El poder de Dios es la
misericordia. Y eso que a mí me suena a debilidad. Un Padre que perdona al hijo
pecador que regresa arrepentido. Un Jesús que no lapida a la mujer adúltera.
Una mirada de Cristo que perdona las negaciones de Pedro. Un Dios poderoso en
el perdón. Es la forma que tiene Dios de mostrar su omnipotencia. Lo puede
perdonar todo en mí, haga lo que haga. Eso me conmueve y me alegra. Pienso en
mis pecados. Analizo mi alma débil y llena de rencores, de ira, de odios
camuflados y justificados. Jesús me mira conmovido. Sabe cómo soy. Me perdona
sin condiciones. No espera que yo sea como Él. Pero a mí me gustaría vivir lo
que hoy dice Jesús: «Si cada cual no perdona de corazón a su hermano». Dios
quiere que se obre un milagro en mí. Que al ser perdonado cambien mi alma y mi
mirada. Se ensanche mi corazón y deje de ser rencoroso. Y pase a pensar como
hoy dice S. Pablo: «Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para
sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el
Señor». No vivo para mí, vivo para Cristo. Y por eso tiene sentido. No perdono
por mi fuerza de voluntad. Sino por la obra de su gracia en mi corazón. El
perdón es un don de Dios que no me puedo cansar de suplicar cada mañana. Pero
antes de recibirlo doy un paso y lo suplico. Quiero perdonar a mi hermano por
lo que me ha hecho. Haya sido de forma imprudente o movido por su malicia. No
importa. Lo perdono igual y le pido que me regale Dios el perdón. Que su gracia
me cambie. Ese perdón me salva, me libera, me hace más hijo, me alegra. Doy lo
que recibo. No actúo de forma diferente. Por eso es tan valioso no olvidar
nunca el perdón que me ha dado Dios. Y tampoco olvidar el perdón que me han
dado mis hermanos. Me han soportado muchas veces. Han olvidado mis
impaciencias, mis estados de ánimo cambiantes, mi mal carácter, mi genio, mis
exabruptos. Me han perdonado cuando no he estado a la altura, cuando he hecho
daño con mis palabras y gestos. Han pasado por alto mi orgullo y mi vanidad.
Han respetado mis tiempos, mis manías, mis costumbres. Se han adaptado a mis
deseos. Han seguido mi juego y se han dejado hacer por mis planes. Me han
perdonado una y otra vez. ¿Por qué siempre recuerdo con más facilidad las
ofensas que los perdones que he recibido de mis hermanos? El perdón que recibo
me recuerda que soy de barro. Estoy en deuda. Muchos en mi vida me han
perdonado. Mis padres tantas veces, mi familia, mis hermanos, mis amigos, mis
hijos. Me han perdonado por ser yo mismo, por tener este carácter, esta forma
de ser. Han perdonado mis omisiones y mis palabras duras. Han pasado por alto
tantas cosas y a mí se me olvida. Estoy en deuda. No están ellos en deuda
conmigo. Vivir en deuda me hace más humilde. Experimento mi pobreza y asumo que
no lo sé todo, no lo puedo todo. Si Dios quisiera ajustar cuentas conmigo
saldría perdiendo. Si lo quisieran hacer mis amigos y hermanos, lo mismo. Esa
deuda no la puedo pagar. Acepto que el amor es asimétrico. Pero me animo a
pedirle a Dios que cambie mi corazón y lo vuelva compasivo y misericordioso
como el suyo. Que sepa perdonar. Que se lo diga a quien me ha hecho daño. O
también me lo puedo callar. Lo importante es que la falta de perdón no me aleje
de nadie y no haga crecer en mí ni el rencor ni la rabia. Quiero la paz que me
da perdonar a todos como a mí me han perdonado tantas veces.
Enviado
por:
Jesús Manuel
Cedeira Costales.
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