Convirtamos el desierto de la creación en un jardín de
comunión con Dios
Para los 40 días anteriores a la Pascua, el Papa
propone este 2019 “entrar en el desierto de la creación” para que vuelva a ser
“aquel jardín de la comunión con Dios” para llevar la “esperanza de Cristo a la
creación y liberarla de la esclavitud de la corrupción.
¿Y cómo se puede lograr esto? Francisco vuelve a
proponer, en su mensaje para la próxima Cuaresma publicado hoy martes, las 3
herramientas de los tiempos de crecimiento espiritual: el ayuno, la oración y
la limosna.
Ayunar, o sea aprender a cambiar nuestra actitud con
los demás y con las criaturas: de la tentación de “devorarlo” todo, para saciar
nuestra avidez, a la capacidad de sufrir por amor, que puede colmar el vacío de
nuestro corazón.
Orar para saber renunciar a la idolatría y a la
autosuficiencia de nuestro yo, y declararnos necesitados del Señor y de su
misericordia.
Dar limosna para salir de la necedad de vivir y
acumularlo todo para nosotros mismos, creyendo que así nos aseguramos un futuro
que no nos pertenece.
El mensaje para la Cuaresma 2019 usa el lenguaje de la
ecología y muestra una gran esperanza: “volver a encontrar así la alegría del
proyecto que Dios ha puesto en la creación y en nuestro corazón, es decir amarle,
amar a nuestros hermanos y al mundo entero, y encontrar en este amor la
verdadera felicidad”.
“La “Cuaresma” del Hijo de Dios fue un entrar en el
desierto de la creación para hacer que volviese a ser aquel jardín de la
comunión con Dios que era antes del pecado original (cf. Mc 1,12-13; Is 51,3)”,
escribe.
Y añade: “Que nuestra Cuaresma suponga recorrer ese
mismo camino, para llevar también la esperanza de Cristo a la creación, que
será liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en la gloriosa
libertad de los hijos de Dios”.
Francisco une ser humano y creación destacando que “si
el hombre vive como hijo de Dios, si vive como persona redimida, que se deja
llevar por el Espíritu Santo, y sabe reconocer y poner en práctica la ley de
Dios, comenzando por la que está inscrita en su corazón y en la naturaleza,
beneficia también a la creación, cooperando en su redención”.
“La creación —dice san Pablo— desea ardientemente que
se manifiesten los hijos de Dios, es decir, que cuantos gozan de la gracia del
misterio pascual de Jesús disfruten plenamente de sus frutos, destinados a
alcanzar su maduración completa en la redención del mismo cuerpo humano”,
añade.
Todo queda unido, entonces cuando el amor cambia la
vida de las personas -espíritu, alma y cuerpo- y “con la oración, la
contemplación y el arte hacen partícipes de ello también a las criaturas, como
demuestra de forma admirable el “Cántico del hermano sol” de san Francisco de
Asís.
En cambio, advierte, “cuando no vivimos como hijos de
Dios, a menudo tenemos comportamientos destructivos hacia el prójimo y las
demás criaturas —y también hacia nosotros mismos—, al considerar, más o menos
conscientemente, que podemos usarlos como nos plazca”.
“Si no anhelamos continuamente la Pascua, si no
vivimos en el horizonte de la Resurrección, está claro que la lógica del todo y
ya, del tener cada vez más acaba por imponerse”, constata el Papa.
“El hecho de que se haya roto la comunión con Dios,
también ha dañado la relación armoniosa de los seres humanos con el ambiente en
el que están llamados a vivir, de manera que el jardín se ha transformado en un
desierto”, añade.
Francisco escribe que el pecado “lleva al hombre a
considerarse el dios de la creación, a sentirse su dueño absoluto y a no usarla
para el fin deseado por el Creador, sino para su propio interés, en detrimento
de las criaturas y de los demás” y que “cuando se abandona la ley de Dios, la
ley del amor, acaba triunfando la ley del más fuerte sobre el más débil”.
Pero “el camino hacia la Pascua nos llama precisamente
a restaurar nuestro rostro y nuestro corazón de cristianos, mediante el
arrepentimiento, la conversión y el perdón, para poder vivir toda la riqueza de
la gracia del misterio pascual”.
“Toda la creación está llamada a salir, junto con
nosotros, de la esclavitud de la corrupción para entrar en la gloriosa libertad
de los hijos de Dios”, insiste.
Y recuerda que “la Cuaresma es signo sacramental de
esta conversión, es una llamada a los cristianos a encarnar más intensa y
concretamente el misterio pascual en su vida personal, familiar y social, en
particular, mediante el ayuno, la oración y la limosna”.
Este es el mensaje completo del Papa para la Cuaresma
de 2019, titulado “La creación, expectante, está aguardando la manifestación de
los hijos de Dios” (Rm 8,19):
Queridos hermanos y hermanas:
Cada año, a través de la Madre Iglesia, Dios «concede
a sus hijos anhelar, con el gozo de habernos purificado, la solemnidad de la
Pascua, para que […] por la celebración de los misterios que nos dieron nueva
vida, lleguemos a ser con plenitud hijos de Dios» (Prefacio I de Cuaresma).
De este modo podemos caminar, de Pascua en Pascua,
hacia el cumplimiento de aquella salvación que ya hemos recibido gracias al
misterio pascual de Cristo: «Pues hemos sido salvados en esperanza» (Rm 8,24).
Este misterio de salvación, que ya obra en nosotros
durante la vida terrena, es un proceso dinámico que incluye también a la
historia y a toda la creación.
San Pablo llega a decir: «La creación, expectante,
está aguardando la manifestación de los hijos de Dios» (Rm 8,19). Desde esta
perspectiva querría sugerir algunos puntos de reflexión, que acompañen nuestro
camino de conversión en la próxima Cuaresma.
1.
La redención de la creación
La celebración del Triduo Pascual de la pasión, muerte
y resurrección de Cristo, culmen del año litúrgico, nos llama una y otra vez a
vivir un itinerario de preparación, conscientes de que ser conformes a Cristo
(cf. Rm 8,29) es un don inestimable de la misericordia de Dios.
Si el hombre vive como hijo de Dios, si vive como persona
redimida, que se deja llevar por el Espíritu Santo (cf. Rm 8,14), y sabe
reconocer y poner en práctica la ley de Dios, comenzando por la que está
inscrita en su corazón y en la naturaleza, beneficia también a la creación,
cooperando en su redención.
Por esto, la creación —dice san Pablo— desea
ardientemente que se manifiesten los hijos de Dios, es decir, que cuantos gozan
de la gracia del misterio pascual de Jesús disfruten plenamente de sus frutos,
destinados a alcanzar su maduración completa en la redención del mismo cuerpo
humano.
Cuando la caridad de Cristo transfigura la vida de los
santos —espíritu, alma y cuerpo—, estos alaban a Dios y, con la oración, la
contemplación y el arte hacen partícipes de ello también a las criaturas, como
demuestra de forma admirable el “Cántico del hermano sol” de san Francisco de
Asís (cf. Enc. Laudato si’, 87).
Sin embargo, en este mundo la armonía generada por la
redención está amenazada, hoy y siempre, por la fuerza negativa del pecado y de
la muerte.
2.
La fuerza destructiva del pecado
Efectivamente, cuando no vivimos como hijos de Dios, a
menudo tenemos comportamientos destructivos hacia el prójimo y las demás
criaturas —y también hacia nosotros mismos—, al considerar, más o menos
conscientemente, que podemos usarlos como nos plazca.
Entonces, domina la intemperancia y eso lleva a un
estilo de vida que violalos límites que nuestra condición humana y la
naturaleza nos piden respetar, y se siguen los deseos incontrolados que en el
libro de la Sabiduría se atribuyen a los impíos, o sea a quienes no tienen a
Dios como punto de referencia de sus acciones, ni una esperanza para el futuro
(cf. 2,1-11).
Si no anhelamos continuamente la Pascua, si no vivimos
en el horizonte de la Resurrección, está claro que la lógica del todo y ya, del
tener cada vez más acaba por imponerse.
Como sabemos, la causa de todo mal es el pecado, que
desde su aparición entre los hombres interrumpió la comunión con Dios, con los
demás y con la creación, a la cual estamos vinculados ante todo mediante
nuestro cuerpo.
El hecho de que se haya roto la comunión con Dios,
también ha dañado la relación armoniosa de los seres humanos con el ambiente en
el que están llamados a vivir, de manera que el jardín se ha transformado en un
desierto (cf. Gn 3,17-18).
Se trata del pecado que lleva al hombre a considerarse
el dios de la creación, a sentirse su dueño absoluto y a no usarla para el fin
deseado por el Creador, sino para su propio interés, en detrimento de las
criaturas y de los demás.
Cuando se abandona la ley de Dios, la ley del amor,
acaba triunfando la ley del más fuerte sobre el más débil. El pecado que anida
en el corazón del hombre (cf. Mc 7,20-23) —y se manifiesta como avidez, afán
por un bienestar desmedido, desinterés por el bien de los demás y a menudo
también por el propio— lleva a la explotación de la creación, de las personas y
del medio ambiente, según la codicia insaciable que considera todo deseo como
un derecho y que antes o después acabará por destruir incluso a quien vive bajo
su dominio.
3.
La fuerza regeneradora del arrepentimiento y del perdón
Por esto, la creación tiene la irrefrenable necesidad
de que se manifiesten los hijos de Dios, aquellos que se han convertido en una
“nueva creación”: «Si alguno está en Cristo, es una criatura nueva. Lo viejo ha
pasado, ha comenzado lo nuevo» (2 Co 5,17).
En efecto, manifestándose, también la creación puede
“celebrar la Pascua”: abrirse a los cielos nuevos y a la tierra nueva (cf. Ap
21,1).
Y el camino hacia la Pascua nos llama precisamente a
restaurar nuestro rostro y nuestro corazón de cristianos, mediante el
arrepentimiento, la conversión y el perdón, para poder vivir toda la riqueza de
la gracia del misterio pascual.
Esta “impaciencia”, esta expectación de la creación
encontrará cumplimiento cuando se manifiesten los hijos de Dios, es decir
cuando los cristianos y todos los hombres emprendan con decisión el “trabajo”
que supone la conversión.
Toda la creación está llamada a salir, junto con
nosotros, «de la esclavitud de la corrupción para entrar en la gloriosa libertad
de los hijos de Dios» (Rm8,21).
La Cuaresma es signo sacramental de esta conversión,
es una llamada a los cristianos a encarnar más intensa y concretamente el
misterio pascual en su vida personal, familiar y social, en particular,
mediante el ayuno, la oración y la limosna.
Ayunar, o sea aprender a cambiar nuestra actitud con
los demás y con las criaturas: de la tentación de “devorarlo” todo, para saciar
nuestra avidez, a la capacidad de sufrir por amor, que puede colmar el vacío de
nuestro corazón.
Orar para saber renunciar a la idolatría y a la
autosuficiencia de nuestro yo, y declararnos necesitados del Señor y de su
misericordia.
Dar limosna para salir de la necedad de vivir y
acumularlo todo para nosotros mismos, creyendo que así nos aseguramos un futuro
que no nos pertenece.
Y volver a encontrar así la alegría del proyecto que
Dios ha puesto en la creación y en nuestro corazón, es decir amarle, amar a
nuestros hermanos y al mundo entero, y encontrar en este amor la verdadera
felicidad.
Queridos hermanos y hermanas, la “Cuaresma” del Hijo
de Dios fue un entrar en el desierto de la creación para hacer que volviese a
ser aquel jardín de la comunión con Dios que era antes del pecado original (cf.
Mc 1,12-13; Is 51,3).
Que nuestra Cuaresma suponga recorrer ese mismo
camino, para llevar también la esperanza de Cristo a la creación, que «será
liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en la gloriosa libertad
de los hijos de Dios» (Rm 8,21).
No dejemos transcurrir en vano este tiempo favorable.
Pidamos a Dios que nos ayude a emprender un camino de verdadera conversión.
Abandonemos el egoísmo, la mirada fija en nosotros
mismos, y dirijámonos a la Pascua de Jesús; hagámonos prójimos de nuestros
hermanos y hermanas que pasan dificultades, compartiendo con ellos nuestros
bienes espirituales y materiales.
Así, acogiendo en lo concreto de nuestra vida la
victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, atraeremos su fuerza
transformadora también sobre la creación.
Artículo
enviado por: Jesús Manuel Cedeira Costales
Fuente:
Aleteia
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