Quiso ser recordado por la Historia,
y acabó devorado por sus propios gusanos.
En su juventud mató a Malic, el
hombre que había envenenado a su padre. Encarceló a su propio hermano, Fasael,
que, llevado por la desesperación, acabó suicidándose. Mató a su propia esposa,
Marianne I, y, unos años más tarde, mató también a los dos hijos que había
tenido con ella, Alejandro y Aristóbulo. Cinco días antes de morir, aún llegó a
mandar ejecutar a otro hijo, Antípatro, nacido de Doris, que había sido otra de
sus esposas.
Mandó construir obras a la altura de
lo que consideraba su “grandeza”. Dedicó diez años a la reconstrucción del
Templo de Jerusalén, ese mismo templo respecto que tanto enorgullecía a los
judíos, y del cual, una vez, dijeron fascinados los discípulos de Cristo:
“Mira, Maestro, ¡que piedras y que construcciones!” (Mc 13,1). Pero no quedó
piedra sobre piedra pues el templo, hecho por manos humanas, fue destruido en
la guerra judía de 67-70 d.C.
Y no sólo mandó construir el Templo.
También ordenó la edificación de templos paganos, incluso en honra del “divino
Augusto”, el emperador romano. Hizo en Jerusalén un teatro y un anfiteatro.
Después de reformar la fortaleza de los Macabeos, le cambió el nombre por el de
Fortaleza Antonia, por halagar a su protector romano, Marco Antonio.
Mandó edificar un magnífico palacio
real al noroeste de la ciudad. Revitalizó la ciudad de Samaria, que rebautizó
como Sebaste para adular a Augusto – porque Sebastos es el término original
griego para el latinizado Augustus. Mandó construir el palacio-fortaleza
Haerodium, al sur de Belén. Hizo levantar Cesarea Marítima, la nueva capital,
en la costa del Mar Mediterráneo.
Se sentaba en el trono de una corte
pagana que sobrepasaba en mucho a todas las demás de Oriente en podredumbre y
obscenidad.
Quería ser uno de los “grandes” de
la historia.
Y la historia, siempre dispuesta a
adular de alguna forma a los humanamente poderosos, le concedió el título tan
obsesivamente deseado.
El es Herodes, el Grande.
Pero Herodes, el Grande, quedó un
día profundamente perturbado (cf. Mt 2,3).
Fue porque algunos magos le habían
anunciado que había nacido el “Rey de los judíos”. Y la supuesta “grandeza” de
Herodes, desde ese momento en adelante, se empequeñeció aún más hasta tener el
tamaño de una única y determinante preocupación: “¿Quién era ese que podría
derribarle del trono?”.
El grito de alarma latía en su mente
enferma e hizo que su inhumanidad concibiera a un monstruo: si el “Rey de los
judíos” había nacido hace poco tiempo, no podría tener más de un año de edad.
Tal vez un año y medio. ¿Cómo identificarlo? No era necesario. Bastaba
destruirlo, fuera quien fuera. Bastaba exterminar a todos los niños menores de
dos años de edad.
Y Herodes, el Grande, lo hizo.
Pasó el tempo.
Después de seis meses de una
enfermedad cruel y devastadora, inmune a las “grandezas” de los hombres y
acompañada por un cortejo de gusanos que ya en vida le corroían el cuerpo,
murió en Jericó el rey Herodes, el Grande.
Flavio Josefo, el célebre historiador
de esos tiempos, relata que el funeral del “grande” rey fue del máximo
esplendor: su cadáver, podrido en todos los sentidos, yacía sobre una litera de
oro, tachonada de perlas y piedras preciosas de varios colores, recubierta de
un manto púrpura; también el muerto vestía púrpura y una tiara a la que se
sobreponía una corona de oro; a su derecha yacía el cetro.
Pero los seis meses de agonía
dolorosa no habían encendido en el alma cruel de ese rey ninguna chispa de
conciencia. Lejos de eso, Herodes, el Grande, aún maquinó su barbaridad
postrera y dio ordenes a su hermana, Salomé, de que detuviera a todos los
nobles del reino en Jericó para ser ejecutados en el mismo instante en que él
muriera.
Según Flavio Josefo, Herodes habría
dicho a Salomé: “Sé que los judíos festejarán mi muerte. Mientras tanto, aún
puedo ser llorado por otras razones y tener un funeral espléndido si sigues mis
orientaciones. Estos hombres que están presos, cuando yo expire, mátalos a
todos, después de rodearlos de soldados, para que todos en Judea y todas las
familias, aunque no quieran, derramen lágrimas por mí”.
Salomé, felizmente, desobedeció y
libertó a los prisioneros después de la muerte del “Grande” hermano.
La tragedia perpetrada por los
“Grandes” de la historia, sin embargo, nunca terminó. De “Grande” en “Grande”,
la matanza de los inocentes continua hasta nuestro tiempo, y al mismo tiempo
también prosiguen las grandiosas construcciones dirigidas a aumentar la
apariencia de grandeza de nuestra civilización y de su poderío material. Entre
las faraónicas y admirables obras que la grandeza humana no cesa de
incrementar, permanece vivo Herodes, el Grande, en la violencia, la corrupción,
la promiscuidad, el asesinato, la guerra, la explotación, el hambre y, muy
significativamente, en el exterminio voluntario e implacable de los pequeños
inocentes. Herodes vive.
Pero no consiguió matar a Jesús.
No lo consigue porque, hoy como
ayer, incluso en medio de la más densa de las noches, Dios siempre manda
ángeles a miles de Josés que aún oyen sus consejos y se disponen, con
prontitud, a renunciar a todo con el fin de salvar la vida de los pequeños e
inocentes.
Josés soñadores, tal vez, a los ojos
de los hombres. Pero muy despiertos a los ojos de Dios.
Artículo
enviado por: Jesús Manuel
Cedeira Costales
Fuente:
aleteia.org
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