viernes, 31 de diciembre de 2021

CARTAS DE ESPERANZA ENERO 2022

 


Enero de 2022

 

Hermano:

«No temáis, traigo una buena noticia, una gran alegría: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Encontraréis un niño envuelto en pañales»

«Tengo el corazón tranquilo en medio de la vida. Me arrodillo conmovido ante el nacimiento. No sé cómo lo hará ese niño para cambiar este mundo lleno de guerras y odios»

«Asturias volverá a arrinconar al coronavirus» dice el mensaje de fin de año del presidente que apela a aprovechar los fondos europeos en la recuperación.

2.000 contagios diarios y preocupación por ómicron: así encara Asturias el puente de Año Nuevo.

En lo que va de mes se diagnosticaron 18.000 nuevos positivos, seis veces más que en todo noviembre.

¿Qué es lo más grande que me ha pasado en la vida? ¿Qué ha sido lo más emocionante, lo más profundo, lo más bello? ¿Dónde se esconde el misterio de todo mi caminar? No sé responder a menudo. Es como si todo fuera muy natural, nada tan extraordinario. Una vida como otras muchas. No tiene nada de especial. Me quedo pensando. ¿Qué cambiaría? ¿Qué hubiera hecho de forma diferente? Tampoco encuentro una respuesta rápida. No sé qué borraría. Los dolores tal vez, o las pérdidas. Los errores y esos pecados que han dolido. Las omisiones de las que me arrepiento. Esos silencios incómodos que no me dejaron crecer. Sacaría todas las cárceles en las que yo mismo me hice esclavo. Borraría de un plumazo los miedos que no me dejaron ser feliz. Eliminaría mis ansiedades que me hicieron huir muchas veces hacia delante. Y le daría un sí grande a todo lo vivido. Lo pasado está pisado, queda atrás, no hay como levantar el tiempo que se ha ido. Simplemente aprendo a dar gracias por lo vivido. Así llego ante el Belén, el nacimiento oculto en medio de la noche. Unos ángeles me anuncian que ha nacido la salvación. ¿Quiero que algo cambie en mi vida, es acaso necesario? Miro mi corazón herido y necesitado de cariño y de esperanza. Sí, quiero cambiar. Pero al mismo tiempo quiero aceptar lo inaceptable. ¿Cómo se puede perdonar al que me ha hecho daño? A mí, o a alguno de los míos, un hijo, un papá o una mamá, un hermano. ¿Cómo hago para no condenar a los causantes de injusticias que viven junto a mí? El alma se envenena al pensar en cómo podían cambiar las cosas y ser diferentes. No lo sé, tiemblo. Me duele el alma ante la cueva. Quiero tomar al niño entre mis brazos. Me siento tan indigno. Como ese pastor que corría desde sus rebaños para abrazar, estando sucio, a un niño recién nacido. No llegaba sin manchas, más bien manchado, sucio, maloliente, despreciado. Un hombre indigno. Y quiero que cambie todo en esa noche. Con la impaciencia propia de mi alma. Me gustaría que fuera ya el cambio, que todo se arreglara de repente, que la noche amaneciera, y la tormenta se apaciguara, que el frío menguara y el calor refrescara. Me cuesta tanto aceptar la realidad llena de aristas. Sufro. Y entonces como ese pastor me arrodillo ante un niño, sin comprender nada. ¿Cómo podrá esa familia indefensa mejorar mi vida? ¿Qué podrán cambiar ellos que no pueden elegir siquiera un lugar digno para su hijo? Me desilusiono y busco a los poderosos, a los que pueden cambiar algo, a los que tienen poder en esta tierra para mejorar las cosas. Ellos podrán, pienso, traer la paz. ¿Cómo se hace para calmar las guerras y apaciguar los odios? ¿No será necesario alguien poderoso que ponga fin a las injusticias? Vuelvo a pensar en mi vida. En los grandes regalos vividos. En los momentos de luz y fiesta que me llenaron el corazón de alegría. Pienso en mi historia, tanto es lo vivido, lo disfrutado, lo sufrido. No estoy triste, más bien la alegría llena mis entrañas de paz y optimismo. Dios puede cambiar mi corazón naciendo de nuevo en mi alma. Puede tocar las campanas que tengo ya oxidadas en mi interior, en el fondo del mar. Puede cambiar mis sueños despertando alegrías dormidas. Lo más grande que me ha pasado en la vida fue encontrarme con Jesús. O más bien, todo lo que vino después ha sido como es ahora gracias a aquel encuentro. Porque un día me dejé abrazar por la espalda cuando me escapaba de sus manos y tapaba mis oídos a sus voces. Y escuché entonces una voz que no era la mía dentro del alma. Y supe que su amor era poderoso porque vencía mis resistencias y me llevaba donde yo nunca hubiera pensado ir. Es curioso ese plan de Dios que altera todos mis proyectos tan humanos, tan ordinarios y cotidianos. Lo extraordinario en mi vida ha sido ver a Dios caminando a mi lado cuando no comprendía yo nada. Y saber que en mis manos Él se hacía carne, era Navidad. Lo más grande que me ha pasado ha sido esa fe que me dio Dios como sacada de debajo de las piedras. Y puso en mi alma sin merecerlo una fuente de luz, de agua, de alegría que yo desconocía. Lo más grande ha sido que me dio un mundo para amar ante mis ojos y la capacidad inmensa de dejarme amar en lo humano, sin ascender a las alturas alejándome del mundo. No quiero borrar nada de mi historia, tampoco mis pecados. Ellos siempre me han hecho más humilde y más niño, más necesitado y pobre. Más indigno como ese cordero con mancha que no cumple el requisito de perfección. Pero no importa porque Jesús me llama a mí a que le siga por los caminos, sin miedo, sin reservas. Tengo el corazón tranquilo en medio de la vida. Me arrodillo conmovido. No sé cómo lo hará ese niño para cambiar este mundo lleno de guerras y odios. No sé cómo lo hará para gestar unidad en medio de las divisiones. Cómo armonizará en mí y en todos, esa tensión entre lo humano y lo de divino. Cómo logrará hacer que mis palabras sean las suyas. No sé cómo y por eso me impaciento, quiero más, quiero el cielo en la tierra de forma inmediata. A mi manera y en mis tiempos. Es imposible, lo acepto y miro a Dios conmovido.

Me detengo ante muchas puertas cerradas. Intento que me abran, deseo abrirlas. No quiero forzarlas, aguardo impaciente, en el frío, en el calor, no importa. El respeto es lo más sagrado que conozco. El respeto a los deseos de mi hermano, de mi propia alma. El respeto que aguarda ante la puerta cerrada sin querer forzarla. El amor es respeto, vive del respeto y sin respeto muere. Corro buscando respuestas a las preguntas guardadas. Son muchas, siempre lo han sido, no me importa caminar con preguntas sin respuestas. Soy impaciente, pido el don de la paciencia. Esa actitud que pacifica mi alma. Me quedo quieto, callado, aguardando. Busco respuestas en medio de la noche. Aguardo a que el día nazca, a que la noche caiga, a que la hora llegue. Espero a que amanezca el esperado. Ese Dios que trae respuestas y sueños. Confío, en medio de mi dolor, a que todo pase y lleguen épocas mejores o simplemente deseo nacer a una nueva mirada, a una forma distinta de afrontar la vida y los caminos que suben y bajan, salen y se adentran, se detienen y avanzan. Confío en el abrazo de un niño Dios con brazos pequeños en medio de la pandemia. Espero a que todo salga bien, cuando es bastante incierto el futuro, siempre lo es, ahora y antes. Se llena de esperanza mi mirada cuando he vivido ya muchos fracasos o intentos frustrados. Me limpio el alma o me la limpia Dios estando sucio. No viene para premiar a los puros, sino para salvar a los heridos, a los perdidos, a los que se alejaron. Me levanto una vez más en la lucha, estando ya caído. Hablo con fuerza y altura, después de haber callado largo tiempo. La respuesta a mis preguntas brota en medio de una noche de estrellas. Tienen que saberlo todos, no puedo callarlo. Está vacío el portal, el pesebre, el establo, la gruta. Está vacía la vida y el corazón que sueña estrellas. Y yo me abajo agachándome, para entrar por esa puerta pequeña dibujada en la roca. Quizás la humildad es la única actitud que de verdad me salva en este tiempo de luchas. El orgullo es sólo vanidad y me envenena el alma. Y el deseo de valer y ser tomado en cuenta. Necesito aprender a bajar la cabeza e inclinar el corazón, con la humildad de los niños que sólo buscan posada donde descansar la cabeza. Me quiero postrar ante quien amo, ante ese Dios hecho carne de mi carne. Mi Niño amado. ¿De qué me sirve vender la vida por unas cuantas monedas si al final no encuentro un sentido? ¿Merece la pena ser esclavo de los hombres viviendo de rodillas ante ellos o puedo vivir con felicidad y en libertad esta vida que tengo agachándome sólo ante Dios? ¿Están rotos los vínculos que me forman y guían en esta vida? ¿Están sesgados los lazos que me salvan y me elevan por encima de la tierra? ¿Hay alguna voz lejana pronunciando mi nombre en la noche, perdidos los vientos, calmadas las olas, apaciguados los fuegos? ¿Hay luz después de haber caído el sol de nuevo este atardecer cuando las sonrisas se nublan? ¿Podrá la luz de las estrellas iluminar mi camino para saber cuáles son los siguientes pasos? La salvación tiene nombre de niño recién nacido. Es un abrazo que me salva habiendo estado perdido demasiado tiempo, solo, con nostalgia. Sueño con una Navidad que me cambie el alma para siempre y me llene de vida. Una Navidad que transforme mis vínculos y los haga más verdaderos, más hondos y nuevos. Una Navidad que me enseñe a amar, puede ser que nunca haya aprendido a hacerlo. Pongo en mis labios con mucha frecuencia la palabra yo antes que tú. Quiero conjugarlo todo en primera persona, para salvarme a mí primero, por encima del mundo. Me equivoco al ser tan egoísta. Yo no soy el importante. Seré más feliz cuando aprenda a vivir pensando en mi prójimo y menos en mi bienestar. Cuando abra mi corazón y me entregue por entero a quien camina a mi lado, seré más feliz, estaré más lleno. Hoy, en Navidad, escucho todo lo que provoca el nacimiento del Salvador: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierra de sombras, y una luz les brilló. Acreciste la alegría aumentaste el gozo; se gozan en tu presencia, como gozan al segar, como se alegran al repartirse el botín». Dios se hace carne para habitar en mi presencia regalándome su paz. Viene para darme su luz y su esperanza, para pacificar mi alma y regalarme calma interior. Viene Jesús a traer la paz a mi vida y quiere que yo pacifique a los que caminan a mi lado. «Maravilla de consejero, Dios guerrero, Padre perpetuo, Príncipe de la paz». Es el dueño de la paz verdadera, esa paz que no se apaga nunca. Esa paz que salva mi vida. Quiero que acaben mis guerras interiores. Quiero dejar de lado mis rencores y resentimientos. No me hacen feliz y logran que viva en tensión, atacando y sintiéndome atacado, agrediendo y sabiéndome ofendido. Me gustaría que no me importaran tanto esas injusticias que me afectan. Cuando no me dan lo que creo merecer. O no me tratan como yo hubiera deseado. La vida no siempre es como yo quisiera. Si me tratan mal no me lleno de rabia. No voy midiendo a los demás por su amor, su forma de tratarme, sus palabras y decisiones. Cada uno me da lo que puede. No les exijo lo que yo mismo les daría. No vivo de expectativas imposibles. Mi esperanza es más honda y nadie puede frustrarla. Jesús siempre vuelve de nuevo a nacer en mi alma. Es Navidad. El alma se calma y alegra. Nada temo. Muchos tienen que saberlo. Si lo supieran dejarían de caminar como ovejas sin pastor.

 El fin de un año nos aboca inmediatamente al comienzo de otro nuevo, pero no como un eterno retorno de lo mismo, sino como un itinerario de profundización en nuestra vida cristiana de nuestro conocimiento, amor e imitación de Jesucristo, y de deseo de alcanzar la meta definitiva: la vida con Dios.

María, Madre de Dios, que abre este nuevo año, nos abrió también la puerta a esa vida divina, la de su Hijo.

 

Enviado por:

 

Jesús Manuel Cedeira Costales.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.