Enero de 2022
Hermano:
«No temáis, traigo una buena noticia, una gran alegría: hoy,
en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor.
Encontraréis un niño envuelto en pañales»
«Tengo el corazón tranquilo en medio de la vida. Me
arrodillo conmovido ante el nacimiento. No sé cómo lo hará ese niño para
cambiar este mundo lleno de guerras y odios»
«Asturias volverá a arrinconar al coronavirus» dice el
mensaje de fin de año del presidente que apela a aprovechar los fondos europeos
en la recuperación.
2.000 contagios diarios y preocupación por ómicron: así
encara Asturias el puente de Año Nuevo.
En lo que va de mes se diagnosticaron 18.000 nuevos
positivos, seis veces más que en todo noviembre.
¿Qué es lo más grande que me ha pasado en la vida? ¿Qué ha
sido lo más emocionante, lo más profundo, lo más bello? ¿Dónde se esconde el
misterio de todo mi caminar? No sé responder a menudo. Es como si todo fuera
muy natural, nada tan extraordinario. Una vida como otras muchas. No tiene nada
de especial. Me quedo pensando. ¿Qué cambiaría? ¿Qué hubiera hecho de forma
diferente? Tampoco encuentro una respuesta rápida. No sé qué borraría. Los
dolores tal vez, o las pérdidas. Los errores y esos pecados que han dolido. Las
omisiones de las que me arrepiento. Esos silencios incómodos que no me dejaron
crecer. Sacaría todas las cárceles en las que yo mismo me hice esclavo.
Borraría de un plumazo los miedos que no me dejaron ser feliz. Eliminaría mis
ansiedades que me hicieron huir muchas veces hacia delante. Y le daría un sí
grande a todo lo vivido. Lo pasado está pisado, queda atrás, no hay como
levantar el tiempo que se ha ido. Simplemente aprendo a dar gracias por lo
vivido. Así llego ante el Belén, el nacimiento oculto en medio de la noche.
Unos ángeles me anuncian que ha nacido la salvación. ¿Quiero que algo cambie en
mi vida, es acaso necesario? Miro mi corazón herido y necesitado de cariño y de
esperanza. Sí, quiero cambiar. Pero al mismo tiempo quiero aceptar lo
inaceptable. ¿Cómo se puede perdonar al que me ha hecho daño? A mí, o a alguno
de los míos, un hijo, un papá o una mamá, un hermano. ¿Cómo hago para no
condenar a los causantes de injusticias que viven junto a mí? El alma se
envenena al pensar en cómo podían cambiar las cosas y ser diferentes. No lo sé,
tiemblo. Me duele el alma ante la cueva. Quiero tomar al niño entre mis brazos.
Me siento tan indigno. Como ese pastor que corría desde sus rebaños para
abrazar, estando sucio, a un niño recién nacido. No llegaba sin manchas, más
bien manchado, sucio, maloliente, despreciado. Un hombre indigno. Y quiero que
cambie todo en esa noche. Con la impaciencia propia de mi alma. Me gustaría que
fuera ya el cambio, que todo se arreglara de repente, que la noche amaneciera,
y la tormenta se apaciguara, que el frío menguara y el calor refrescara. Me
cuesta tanto aceptar la realidad llena de aristas. Sufro. Y entonces como ese
pastor me arrodillo ante un niño, sin comprender nada. ¿Cómo podrá esa familia
indefensa mejorar mi vida? ¿Qué podrán cambiar ellos que no pueden elegir
siquiera un lugar digno para su hijo? Me desilusiono y busco a los poderosos, a
los que pueden cambiar algo, a los que tienen poder en esta tierra para mejorar
las cosas. Ellos podrán, pienso, traer la paz. ¿Cómo se hace para calmar las
guerras y apaciguar los odios? ¿No será necesario alguien poderoso que ponga
fin a las injusticias? Vuelvo a pensar en mi vida. En los grandes regalos
vividos. En los momentos de luz y fiesta que me llenaron el corazón de alegría.
Pienso en mi historia, tanto es lo vivido, lo disfrutado, lo sufrido. No estoy
triste, más bien la alegría llena mis entrañas de paz y optimismo. Dios puede
cambiar mi corazón naciendo de nuevo en mi alma. Puede tocar las campanas que
tengo ya oxidadas en mi interior, en el fondo del mar. Puede cambiar mis sueños
despertando alegrías dormidas. Lo más grande que me ha pasado en la vida fue
encontrarme con Jesús. O más bien, todo lo que vino después ha sido como es
ahora gracias a aquel encuentro. Porque un día me dejé abrazar por la espalda
cuando me escapaba de sus manos y tapaba mis oídos a sus voces. Y escuché
entonces una voz que no era la mía dentro del alma. Y supe que su amor era
poderoso porque vencía mis resistencias y me llevaba donde yo nunca hubiera
pensado ir. Es curioso ese plan de Dios que altera todos mis proyectos tan
humanos, tan ordinarios y cotidianos. Lo extraordinario en mi vida ha sido ver
a Dios caminando a mi lado cuando no comprendía yo nada. Y saber que en mis
manos Él se hacía carne, era Navidad. Lo más grande que me ha pasado ha sido
esa fe que me dio Dios como sacada de debajo de las piedras. Y puso en mi alma
sin merecerlo una fuente de luz, de agua, de alegría que yo desconocía. Lo más
grande ha sido que me dio un mundo para amar ante mis ojos y la capacidad
inmensa de dejarme amar en lo humano, sin ascender a las alturas alejándome del
mundo. No quiero borrar nada de mi historia, tampoco mis pecados. Ellos siempre
me han hecho más humilde y más niño, más necesitado y pobre. Más indigno como
ese cordero con mancha que no cumple el requisito de perfección. Pero no
importa porque Jesús me llama a mí a que le siga por los caminos, sin miedo,
sin reservas. Tengo el corazón tranquilo en medio de la vida. Me arrodillo
conmovido. No sé cómo lo hará ese niño para cambiar este mundo lleno de guerras
y odios. No sé cómo lo hará para gestar unidad en medio de las divisiones. Cómo
armonizará en mí y en todos, esa tensión entre lo humano y lo de divino. Cómo
logrará hacer que mis palabras sean las suyas. No sé cómo y por eso me impaciento,
quiero más, quiero el cielo en la tierra de forma inmediata. A mi manera y en
mis tiempos. Es imposible, lo acepto y miro a Dios conmovido.
Me detengo ante muchas puertas cerradas. Intento que me
abran, deseo abrirlas. No quiero forzarlas, aguardo impaciente, en el frío, en
el calor, no importa. El respeto es lo más sagrado que conozco. El respeto a
los deseos de mi hermano, de mi propia alma. El respeto que aguarda ante la
puerta cerrada sin querer forzarla. El amor es respeto, vive del respeto y sin
respeto muere. Corro buscando respuestas a las preguntas guardadas. Son muchas,
siempre lo han sido, no me importa caminar con preguntas sin respuestas. Soy
impaciente, pido el don de la paciencia. Esa actitud que pacifica mi alma. Me
quedo quieto, callado, aguardando. Busco respuestas en medio de la noche.
Aguardo a que el día nazca, a que la noche caiga, a que la hora llegue. Espero
a que amanezca el esperado. Ese Dios que trae respuestas y sueños. Confío, en
medio de mi dolor, a que todo pase y lleguen épocas mejores o simplemente deseo
nacer a una nueva mirada, a una forma distinta de afrontar la vida y los
caminos que suben y bajan, salen y se adentran, se detienen y avanzan. Confío
en el abrazo de un niño Dios con brazos pequeños en medio de la pandemia.
Espero a que todo salga bien, cuando es bastante incierto el futuro, siempre lo
es, ahora y antes. Se llena de esperanza mi mirada cuando he vivido ya muchos
fracasos o intentos frustrados. Me limpio el alma o me la limpia Dios estando
sucio. No viene para premiar a los puros, sino para salvar a los heridos, a los
perdidos, a los que se alejaron. Me levanto una vez más en la lucha, estando ya
caído. Hablo con fuerza y altura, después de haber callado largo tiempo. La
respuesta a mis preguntas brota en medio de una noche de estrellas. Tienen que
saberlo todos, no puedo callarlo. Está vacío el portal, el pesebre, el establo,
la gruta. Está vacía la vida y el corazón que sueña estrellas. Y yo me abajo
agachándome, para entrar por esa puerta pequeña dibujada en la roca. Quizás la
humildad es la única actitud que de verdad me salva en este tiempo de luchas.
El orgullo es sólo vanidad y me envenena el alma. Y el deseo de valer y ser
tomado en cuenta. Necesito aprender a bajar la cabeza e inclinar el corazón, con
la humildad de los niños que sólo buscan posada donde descansar la cabeza. Me
quiero postrar ante quien amo, ante ese Dios hecho carne de mi carne. Mi Niño
amado. ¿De qué me sirve vender la vida por unas cuantas monedas si al final no
encuentro un sentido? ¿Merece la pena ser esclavo de los hombres viviendo de
rodillas ante ellos o puedo vivir con felicidad y en libertad esta vida que
tengo agachándome sólo ante Dios? ¿Están rotos los vínculos que me forman y
guían en esta vida? ¿Están sesgados los lazos que me salvan y me elevan por
encima de la tierra? ¿Hay alguna voz lejana pronunciando mi nombre en la noche,
perdidos los vientos, calmadas las olas, apaciguados los fuegos? ¿Hay luz
después de haber caído el sol de nuevo este atardecer cuando las sonrisas se
nublan? ¿Podrá la luz de las estrellas iluminar mi camino para saber cuáles son
los siguientes pasos? La salvación tiene nombre de niño recién nacido. Es un
abrazo que me salva habiendo estado perdido demasiado tiempo, solo, con
nostalgia. Sueño con una Navidad que me cambie el alma para siempre y me llene
de vida. Una Navidad que transforme mis vínculos y los haga más verdaderos, más
hondos y nuevos. Una Navidad que me enseñe a amar, puede ser que nunca haya
aprendido a hacerlo. Pongo en mis labios con mucha frecuencia la palabra yo
antes que tú. Quiero conjugarlo todo en primera persona, para salvarme a mí
primero, por encima del mundo. Me equivoco al ser tan egoísta. Yo no soy el
importante. Seré más feliz cuando aprenda a vivir pensando en mi prójimo y
menos en mi bienestar. Cuando abra mi corazón y me entregue por entero a quien
camina a mi lado, seré más feliz, estaré más lleno. Hoy, en Navidad, escucho
todo lo que provoca el nacimiento del Salvador: «El pueblo que caminaba en
tinieblas vio una luz grande; habitaban tierra de sombras, y una luz les
brilló. Acreciste la alegría aumentaste el gozo; se gozan en tu presencia, como
gozan al segar, como se alegran al repartirse el botín». Dios se hace carne
para habitar en mi presencia regalándome su paz. Viene para darme su luz y su
esperanza, para pacificar mi alma y regalarme calma interior. Viene Jesús a
traer la paz a mi vida y quiere que yo pacifique a los que caminan a mi lado.
«Maravilla de consejero, Dios guerrero, Padre perpetuo, Príncipe de la paz». Es
el dueño de la paz verdadera, esa paz que no se apaga nunca. Esa paz que salva
mi vida. Quiero que acaben mis guerras interiores. Quiero dejar de lado mis
rencores y resentimientos. No me hacen feliz y logran que viva en tensión,
atacando y sintiéndome atacado, agrediendo y sabiéndome ofendido. Me gustaría
que no me importaran tanto esas injusticias que me afectan. Cuando no me dan lo
que creo merecer. O no me tratan como yo hubiera deseado. La vida no siempre es
como yo quisiera. Si me tratan mal no me lleno de rabia. No voy midiendo a los
demás por su amor, su forma de tratarme, sus palabras y decisiones. Cada uno me
da lo que puede. No les exijo lo que yo mismo les daría. No vivo de
expectativas imposibles. Mi esperanza es más honda y nadie puede frustrarla.
Jesús siempre vuelve de nuevo a nacer en mi alma. Es Navidad. El alma se calma
y alegra. Nada temo. Muchos tienen que saberlo. Si lo supieran dejarían de
caminar como ovejas sin pastor.
El fin de un año nos
aboca inmediatamente al comienzo de otro nuevo, pero no como un eterno retorno
de lo mismo, sino como un itinerario de profundización en nuestra vida
cristiana de nuestro conocimiento, amor e imitación de Jesucristo, y de deseo
de alcanzar la meta definitiva: la vida con Dios.
María, Madre de Dios, que abre este nuevo año, nos abrió
también la puerta a esa vida divina, la de su Hijo.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira
Costales.
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