«La puerta de la fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce
en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está
siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se
anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar
esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida. Éste empieza con
el bautismo (cf. Rm 6, 4), con el que podemos llamar a Dios con el nombre de
Padre, y se concluye con el paso de la muerte a la vida eterna, fruto de la
resurrección del Señor Jesús que, con el don del Espíritu Santo, ha querido
unir en su misma gloria a cuantos creen en él (cf. Jn 17, 22). Profesar la fe
en la Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo– equivale a creer en un solo Dios
que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8): el Padre, que en la plenitud de los tiempos envió a
su Hijo para nuestra salvación; Jesucristo, que en el misterio de su muerte y
resurrección redimió al mundo; el Espíritu Santo, que guía a la Iglesia a
través de los siglos en la espera del retorno glorioso del Señor.
La exigencia de redescubrir el camino de la fe para
iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del
encuentro con Cristo. En la homilía de la santa Misa de inicio del Pontificado
decía: «La Iglesia en su conjunto, y en ella sus pastores, como Cristo han de
ponerse en camino para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al
lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da
la vida, y la vida en plenitud». Sucede hoy con frecuencia que los cristianos
se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su
compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto
obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal,
sino que incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era
posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su
referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no
parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una
profunda crisis de fe que afecta a muchas personas.
No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz
permanezca oculta (cf. Mt 5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre
actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a
Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente
(cf. Jn4, 14). Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la
Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida,
ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). En
efecto, la enseñanza de Jesús resuena todavía hoy con la misma fuerza:
«Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para
la vida eterna» (Jn6, 27). La pregunta planteada por los que lo escuchaban es
también hoy la misma para nosotros: «¿Qué tenemos que hacer para realizar las
obras de Dios?» (Jn 6, 28). Sabemos la respuesta de Jesús: «La obra de Dios es
ésta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6, 29). Creer en Jesucristo es,
por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación.
La renovación
de la Iglesia pasa también a través del testimonio ofrecido por la vida de los
creyentes: con su misma existencia en el mundo, los cristianos están llamados
efectivamente a hacer resplandecer la Palabra de verdad que el Señor Jesús nos
dejó. Precisamente el Concilio, en la Constitución dogmática Lumen gentium,
afirmaba: «Mientras que Cristo, “santo, inocente, sin mancha” (Hb 7, 26), no
conoció el pecado (cf. 2 Co 5, 21), sino que vino solamente a expiar los
pecados del pueblo (cf. Hb 2, 17), la Iglesia, abrazando en su seno a los
pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación, y busca sin
cesar la conversión y la renovación. La Iglesia continúa su peregrinación “en
medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios”, anunciando la
cruz y la muerte del Señor hasta que vuelva (cf. 1 Co 11, 26). Se siente
fortalecida con la fuerza del Señor resucitado para poder superar con paciencia
y amor todos los sufrimientos y dificultades, tanto interiores como exteriores,
y revelar en el mundo el misterio de Cristo, aunque bajo sombras, sin embargo,
con fidelidad hasta que al final se manifieste a plena luz».
Esta perspectiva, es una invitación a una auténtica y
renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. Dios, en el misterio de
su muerte y resurrección, ha revelado en plenitud el Amor que salva y llama a
los hombres a la conversión de vida mediante la remisión de los pecados (cf.
Hch 5, 31). Para el apóstol Pablo, este Amor lleva al hombre a una nueva vida:
«Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que
Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también
nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6, 4). Gracias a la fe, esta vida nueva
plasma toda la existencia humana en la novedad radical de la resurrección. En
la medida de su disponibilidad libre, los pensamientos y los afectos, la
mentalidad y el comportamiento del hombre se purifican y transforman
lentamente, en un proceso que no termina de cumplirse totalmente en esta vida.
La «fe que actúa por el amor» (Ga 5, 6) se convierte en un nuevo criterio de
pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre (cf. Rm 12, 2;Col 3,
9-10; Ef 4, 20-29; 2 Co 5, 17).
«Caritas
Christi urget nos» (2 Co 5, 14): es el amor de Cristo el que llena nuestros
corazones y nos impulsa a evangelizar. Hoy como ayer, él nos envía por los
caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra
(cf. Mt 28, 19). Con su amor, Jesucristo atrae hacia sí a los hombres de cada
generación: en todo tiempo, convoca a la Iglesia y le confía el anuncio del
Evangelio, con un mandato que es siempre nuevo. Por eso, también hoy es
necesario un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización
para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de
comunicar la fe. El compromiso misionero de los creyentes saca fuerza y vigor
del descubrimiento cotidiano de su amor, que nunca puede faltar. La fe, en
efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se
comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace fecundos, porque ensancha
el corazón en la esperanza y permite dar un testimonio fecundo: en efecto, abre
el corazón y la mente de los que escuchan para acoger la invitación del Señor a
aceptar su Palabra para ser sus discípulos. Como afirma san Agustín, los
creyentes «se fortalecen creyendo». El santo Obispo de Hipona tenía buenos
motivos para expresarse de esta manera. Como sabemos, su vida fue una búsqueda
continua de la belleza de la fe hasta que su corazón encontró descanso en Dios.Sus
numerosos escritos, en los que explica la importancia de creer y la verdad de
la fe, permanecen aún hoy como un patrimonio de riqueza sin igual, consintiendo
todavía a tantas personas que buscan a Dios encontrar el sendero justo para
acceder a la «puerta de la fe».
Así, la fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay
otra posibilidad para poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse,
en un in crescendo continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre
como más grande porque tiene su origen en Dios.
Habrá que intensificar la reflexión sobre la fe para
ayudar a todos los creyentes en Cristo a que su adhesión al Evangelio sea más
consciente y vigorosa, sobre todo en un momento de profundo cambio como el que
la humanidad está viviendo. Tendremos la oportunidad de confesar la fe en el
Señor Resucitado en nuestras catedrales e iglesias de todo el mundo; en
nuestras casas y con nuestras familias, para que cada uno sienta con fuerza la
exigencia de conocer y transmitir mejor a las generaciones futuras la fe de
siempre.
Que suscite en todo creyente la aspiración a confesar
la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza. Será
también una ocasión propicia para intensificar la celebración de la fe en la
liturgia, y de modo particular en la Eucaristía, que es «la cumbre a la que
tiende la acción de la Iglesia y también la fuente de donde mana toda su
fuerza». Al mismo tiempo, esperamos que el testimonio de vida de los creyentes
sea cada vez más creíble. Redescubrir los contenidos de la fe profesada,
celebrada, vivida y rezada, y reflexionar sobre el mismo acto con el que se
cree, es un compromiso que todo creyente debe de hacer propio.
No por casualidad, los cristianos en los primeros
siglos estaban obligados a aprender de memoria el Credo. Esto les servía como
oración cotidiana para no olvidar el compromiso asumido con el bautismo. San
Agustín lo recuerda con unas palabras de profundo significado, cuando en
unsermón sobre la redditio symboli, la entrega del Credo, dice: «El símbolo del
sacrosanto misterio que recibisteis todos a la vez y que hoy habéis recitado
uno a uno, no es otra cosa que las palabras en las que se apoya sólidamente la
fe de la Iglesia, nuestra madre, sobre la base inconmovible que es Cristo el
Señor. […] Recibisteis y recitasteis algo que debéis retener siempre en vuestra
mente y corazón y repetir en vuestro lecho; algo sobre lo que tenéis que pensar
cuando estáis en la calle y que no debéis olvidar ni cuando coméis, de forma
que, incluso cuando dormís corporalmente, vigiléis con el corazón».
En este sentido, esbozar un camino que sea útil para
comprender de manera más profunda no sólo los contenidos de la fe sino,
juntamente también con eso, el acto con el que decidimos de entregarnos
totalmente y con plena libertad a Dios. En efecto, existe una unidad profunda
entre el acto con el que se cree y los contenidos a los que prestamos nuestro
asentimiento. El apóstol Pablo nos ayuda a entrar dentro de esta realidad
cuando escribe: «con el corazón se cree y con los labios se profesa» (cf. Rm
10, 10). El corazón indica que el primer acto con el que se llega a la fe es
don de Dios y acción de la gracia que actúa y transforma a la persona hasta en
lo más íntimo.
A este propósito, el ejemplo de Lidia es muy
elocuente. Cuenta san Lucas que Pablo, mientras se encontraba en Filipos, fue
un sábado a anunciar el Evangelio a algunas mujeres; entre estas estaba Lidia y
el «Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo» (Hch 16,
14). El sentido que encierra la expresión es importante. San Lucas enseña que
el conocimiento de los contenidos que se han de creer no es suficiente si
después el corazón, auténtico sagrario de la persona, no está abierto por la
gracia que permite tener ojos para mirar en profundidad y comprender que lo que
se ha anunciado es la Palabra de Dios.
Profesar con la boca indica, a su vez, que la fe
implica un testimonio y un compromiso público. El cristiano no puede pensar
nunca que creer es un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor
para vivir con él. Y este «estar con él» nos lleva a comprender las razones por
las que se cree. La fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige
también la responsabilidad social de lo que se cree. La Iglesia en el día de
Pentecostés muestra con toda evidencia esta dimensión pública del creer y del
anunciar a todos sin temor la propia fe. Es el don del Espíritu Santo el que
capacita para la misión y fortalece nuestro testimonio, haciéndolo franco y
valeroso.
La misma profesión de fe es un acto personal y al
mismo tiempo comunitario. En efecto, el primer sujeto de la fe es la Iglesia.
En la fe de la comunidad cristiana cada uno recibe el bautismo, signo eficaz de
la entrada en el pueblo de los creyentes para alcanzar la salvación. Como
afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: «“Creo”: Es la fe de la Iglesia
profesada personalmente por cada creyente, principalmente en su bautismo.
“Creemos”: Es la fe de la Iglesia confesada por los obispos reunidos en
Concilio o, más generalmente, por la asamblea litúrgica de los creyentes.
“Creo”, es también la Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios por su fe y
que nos enseña a decir: “creo”, “creemos”».
Como se puede ver, el conocimiento de los contenidos
de la fe es esencial para dar el propio asentimiento, es decir, para adherirse
plenamente con la inteligencia y la voluntad a lo que propone la Iglesia. El
conocimiento de la fe introduce en la totalidad del misterio salvífico revelado
por Dios. El asentimiento que se presta implica por tanto que, cuando se cree,
se acepta libremente todo el misterio de la fe, ya que quien garantiza su
verdad es Dios mismo que se revela y da a conocer su misterio de amor.
Por otra parte, no podemos olvidar que muchas personas
en nuestro contexto cultural, aún no reconociendo en ellos el don de la fe,
buscan con sinceridad el sentido último y la verdad definitiva de su existencia
y del mundo. Esta búsqueda es un auténtico «preámbulo» de la fe, porque lleva a
las personas por el camino que conduce al misterio de Dios. La misma razón del
hombre, en efecto, lleva inscrita la exigencia de «lo que vale y permanece
siempre». Esta exigencia constituye una invitación permanente, inscrita
indeleblemente en el corazón humano, a ponerse en camino para encontrar a Aquel
que no buscaríamos si no hubiera ya venido. La fe nos invita y nos abre
totalmente a este encuentro.
Para acceder a un conocimiento sistemático del
contenido de la fe, todos pueden encontrar en el Catecismo de la Iglesia
Católica un subsidio precioso e indispensable. Es uno de los frutos más
importantes del Concilio Vaticano II. En la Constitución apostólica Fidei
depositum, firmada precisamente al cumplirse el trigésimo aniversario de la
apertura del Concilio Vaticano II, el beato Juan Pablo II escribía: «Este
Catecismo es una contribución importantísima a la obra de renovación de la vida
eclesial... Lo declaro como regla segura para la enseñanza de la fe y como
instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial».
Precisamente este horizonte, expresa un compromiso
unánime para redescubrir y estudiar los contenidos fundamentales de la fe,
sintetizados sistemática y orgánicamente en el Catecismo de la Iglesia
Católica. En efecto, en él se pone de manifiesto la riqueza de la enseñanza que
la Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido en sus dos mil años de historia.
Desde la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los Maestros de
teología a los Santos de todos los siglos, el Catecismo ofrece una memoria
permanente de los diferentes modos en que la Iglesia ha meditado sobre la fe y
ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los creyentes en su vida de
fe.
En su misma estructura, el Catecismo de la Iglesia
Católica presenta el desarrollo de la fe hasta abordar los grandes temas de la
vida cotidiana. A través de sus páginas se descubre que todo lo que se presenta
no es una teoría, sino el encuentro con una Persona que vive en la Iglesia. A
la profesión de fe, de hecho, sigue la explicación de la vida sacramental, en
la que Cristo está presente y actúa, y continúa la construcción de su Iglesia.
Sin la liturgia y los sacramentos, la profesión de fe no tendría eficacia, pues
carecería de la gracia que sostiene el testimonio de los cristianos. Del mismo
modo, la enseñanza del Catecismo sobre la vida moral adquiere su pleno sentido
cuando se pone en relación con la fe, la liturgia y la oración.
Así, pues, el Catecismo de la Iglesia Católica podrá
ser en este Año un verdadero instrumento de apoyo a la fe, especialmente para
quienes se preocupan por la formación de los cristianos, tan importante en
nuestro contexto cultural. Para ello, he invitado a la Congregación para la
Doctrina de la Fe a que, de acuerdo con los Dicasterios competentes de la Santa
Sede, redacte una Nota con la que se ofrezca a la Iglesia y a los creyentes
algunas indicaciones para vivir la fe de la manera más eficaz y apropiada,
ayudándoles a creer y evangelizar.
En efecto, la fe está sometida más que en el pasado a
una serie de interrogantes que provienen de un cambio de mentalidad que, sobre
todo hoy, reduce el ámbito de las certezas racionales al de los logros
científicos y tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha tenido miedo de mostrar
cómo entre la fe y la verdadera ciencia no puede haber conflicto alguno, porque
ambas, aunque por caminos distintos, tienden a la verdad.
Será decisivo volver a recorrer la historia de nuestra
fe, que contempla el misterio insondable del entrecruzarse de la santidad y el
pecado. Mientras lo primero pone de relieve la gran contribución que los
hombres y las mujeres han ofrecido para el crecimiento y desarrollo de las
comunidades a través del testimonio de su vida, lo segundo debe suscitar en
cada uno un sincero y constante acto de conversión, con el fin de experimentar
la misericordia del Padre que sale al encuentro de todos.
Durante este tiempo, tendremos la mirada fija en
Jesucristo, «que inició y completa nuestra fe» (Hb12, 2): en él encuentra su
cumplimiento todo afán y todo anhelo del corazón humano. La alegría del amor,
la respuesta al drama del sufrimiento y el dolor, la fuerza del perdón ante la
ofensa recibida y la victoria de la vida ante el vacío de la muerte, todo tiene
su cumplimiento en el misterio de su Encarnación, de su hacerse hombre, de su
compartir con nosotros la debilidad humana para transformarla con el poder de
su resurrección. En él, muerto y resucitado por nuestra salvación, se iluminan
plenamente los ejemplos de fe que han marcado los últimos dos mil años de
nuestra historia de salvación.
Por la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó
en el anuncio de que sería la Madre de Dios en la obediencia de su entrega (cf.
Lc 1, 38). En la visita a Isabel entonó su canto de alabanza al Omnipotente por
las maravillas que hace en quienes se encomiendan a Él (cf. Lc 1, 46-55). Con
gozo y temblor dio a luz a su único hijo, manteniendo intacta su virginidad
(cf. Lc 2, 6-7). Confiada en su esposo José, llevó a Jesús a Egipto para
salvarlo de la persecución de Herodes (cf. Mt 2, 13-15). Con la misma fe siguió
al Señor en su predicación y permaneció con él hasta el Calvario (cf. Jn19,
25-27). Con fe, María saboreó los frutos de la resurrección de Jesús y,
guardando todos los recuerdos en su corazón (cf. Lc 2, 19.51), los transmitió a
los Doce, reunidos con ella en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo (cf.
Hch 1, 14; 2, 1-4).
Por la fe, los Apóstoles dejaron todo para seguir al
Maestro (cf. Mt 10, 28). Creyeron en las palabras con las que anunciaba el
Reino de Dios, que está presente y se realiza en su persona (cf.Lc 11, 20).
Vivieron en comunión de vida con Jesús, que los instruía con sus enseñanzas,
dejándoles una nueva regla de vida por la que serían reconocidos como sus
discípulos después de su muerte (cf. Jn 13, 34-35). Por la fe, fueron por el
mundo entero, siguiendo el mandato de llevar el Evangelio a toda criatura (cf.
Mc 16, 15) y, sin temor alguno, anunciaron a todos la alegría de la
resurrección, de la que fueron testigos fieles.
Por la fe, los discípulos formaron la primera
comunidad reunida en torno a la enseñanza de los Apóstoles, la oración y la
celebración de la Eucaristía, poniendo en común todos sus bienes para atender
las necesidades de los hermanos (cf. Hch 2, 42-47).
Por la fe, los mártires entregaron su vida como
testimonio de la verdad del Evangelio, que los había trasformado y hechos
capaces de llegar hasta el mayor don del amor con el perdón de sus
perseguidores.
Por la fe, hombres y mujeres han consagrado su vida a
Cristo, dejando todo para vivir en la sencillez evangélica la obediencia, la
pobreza y la castidad, signos concretos de la espera del Señor que no tarda en
llegar. Por la fe, muchos cristianos han promovido acciones en favor de la
justicia, para hacer concreta la palabra del Señor, que ha venido a proclamar
la liberación de los oprimidos y un año de gracia para todos (cf. Lc 4, 18-19).
Por la fe, hombres y mujeres de toda edad, cuyos
nombres están escritos en el libro de la vida (cf.Ap 7, 9; 13, 8), han
confesado a lo largo de los siglos la belleza de seguir al Señor Jesús allí
donde se les llamaba a dar testimonio de su ser cristianos: en la familia, la
profesión, la vida pública y el desempeño de los carismas y ministerios que se
les confiaban.
También nosotros vivimos por la fe: para el
reconocimiento vivo del Señor Jesús, presente en nuestras vidas y en la historia.
Una buena oportunidad para intensificar el testimonio
de la caridad. San Pablo nos recuerda: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y
la caridad, estas tres. Pero la mayor de ellas es la caridad» (1 Co 13, 13).
Con palabras aún más fuertes —que siempre atañen a los cristianos—, el apóstol
Santiago dice: «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si
no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si un hermano o una hermana andan
desnudos y faltos de alimento diario y alguno de vosotros les dice: “Id en paz,
abrigaos y saciaos”, pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve?
Así es también la fe: si no se tienen obras, está muerta por dentro. Pero
alguno dirá: “Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las
obras, y yo con mis obras te mostraré la fe”» (St 2, 14-18).
La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe
sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se
necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino. En
efecto, muchos cristianos dedican sus vidas con amor a quien está solo,
marginado o excluido, como el primero a quien hay que atender y el más
importante que socorrer, porque precisamente en él se refleja el rostro mismo de
Cristo. Gracias a la fe podemos reconocer en quienes piden nuestro amor el
rostro del Señor resucitado. «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis
hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40): estas palabras suyas
son una advertencia que no se ha de olvidar, y una invitación perenne a
devolver ese amor con el que él cuida de nosotros. Es la fe la que nos permite
reconocer a Cristo, y es su mismo amor el que impulsa a socorrerlo cada vez que
se hace nuestro prójimo en el camino de la vida. Sostenidos por la fe, miramos
con esperanza a nuestro compromiso en el mundo, aguardando «unos cielos nuevos
y una tierra nueva en los que habite la justicia» (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1).
Llegados sus
últimos días, el apóstol Pablo pidió al discípulo Timoteo que «buscara la fe»
(cf. 2 Tm 2, 22) con la misma constancia de cuando era niño (cf. 2 Tm 3, 15).
Escuchemos esta invitación como dirigida a cada uno de nosotros, para que nadie
se vuelva perezoso en la fe. Ella es compañera de vida que nos permite distinguir
con ojos siempre nuevos las maravillas que Dios hace por nosotros. Tratando de
percibir los signos de los tiempos en la historia actual, nos compromete a cada
uno a convertirnos en un signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el
mundo. Lo que el mundo necesita hoy de manera especial es el testimonio creíble
de los que, iluminados en la mente y el corazón por la Palabra del Señor, son
capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida
verdadera, ésa que no tiene fin.
«Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea
glorificada» (2 Ts 3, 1): que cada vez se haga más fuerte la relación con
Cristo, el Señor, pues sólo en él tenemos la certeza para mirar al futuro y la
garantía de un amor auténtico y duradero. Las palabras del apóstol Pedro
proyectan un último rayo de luz sobre la fe: «Por ello os alegráis, aunque
ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas; así la autenticidad de
vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se aquilata a
fuego, merecerá premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo; sin
haberlo visto lo amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en él y así os
alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe;
la salvación de vuestras almas» (1 P1, 6-9). La vida de los cristianos conoce
la experiencia de la alegría y el sufrimiento. Cuántos santos han experimentado
la soledad. Cuántos creyentes son probados también en nuestros días por el
silencio de Dios, mientras quisieran escuchar su voz consoladora. Las pruebas
de la vida, a la vez que permiten comprender el misterio de la Cruz y
participar en los sufrimientos de Cristo (cf.Col 1, 24), son preludio de la
alegría y la esperanza a la que conduce la fe: «Cuando soy débil, entonces soy
fuerte» (2 Co 12, 10). Nosotros creemos con firme certeza que el Señor Jesús ha
vencido el mal y la muerte. Con esta segura confianza nos encomendamos a él:
presente entre nosotros, vence el poder del maligno (cf. Lc 11, 20), y la
Iglesia, comunidad visible de su misericordia, permanece en él como signo de la
reconciliación definitiva con el Padre.
Confiemos en la Madre de Dios, proclamada
«bienaventurada porque ha creído» (Lc 1, 45).
Artículo
enviado por:
Jesús Manuel
Cedeira Costales.
Fuente:
Carta Apostólica en
Forma de Motu Proprio Porta Fidei del Sumo Pontífice Benedicto XVI con la que se
convocó el Año de la Fe
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