1. El hermoso signo del pesebre, tan estimado por el
pueblo cristiano, causa siempre asombro y admiración.
La representación del acontecimiento del nacimiento
de Jesús equivale a anunciar el misterio de la encarnación del Hijo de Dios
con sencillez y alegría.
El belén, en efecto, es como un Evangelio vivo, que
surge de las páginas de la Sagrada Escritura.
La contemplación de la escena de la Navidad, nos
invita a ponernos espiritualmente en camino, atraídos por la humildad de Aquel
que se ha hecho hombre para encontrar a cada hombre.
Y descubrimos que Él nos ama hasta el punto de unirse
a nosotros, para que también nosotros podamos unirnos a Él.
Con esta Carta quisiera alentar la hermosa tradición
de nuestras familias que en los días previos a la Navidad preparan el belén,
como también la costumbre de ponerlo en los lugares de trabajo, en las
escuelas, en los hospitales, en las cárceles, en las plazas...
Es realmente un ejercicio de fantasía creativa, que
utiliza los materiales más dispares para crear pequeñas obras maestras llenas
de belleza.
Se aprende desde niños: cuando papá y mamá, junto a
los abuelos, transmiten esta alegre tradición, que contiene en sí una rica
espiritualidad popular.
Espero que esta práctica nunca se debilite; es más,
confío en que, allí donde hubiera caído en desuso, sea descubierta de nuevo
y revitalizada.
2. El origen del pesebre encuentra confirmación ante
todo en algunos detalles evangélicos del nacimiento de Jesús en Belén.
El evangelista
Lucas dice sencillamente que María «dio a luz a su hijo primogénito, lo
envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para
ellos en la posada» (2,7).
Jesús fue colocado en un pesebre; palabra que procede
del latín: praesepium.
El Hijo de Dios, viniendo a este mundo, encuentra
sitio donde los animales van a comer.
El heno se
convierte en el primer lecho para Aquel que se revelará como «el pan bajado
del cielo» (Jn 6,41).
Un simbolismo
que ya san Agustín, junto con otros Padres, había captado cuando escribía:
«Puesto en el pesebre, se convirtió en alimento para nosotros» (Serm. 189,4).
En realidad, el belén contiene diversos misterios de
la vida de Jesús y nos los hace sentir cercanos a nuestra vida cotidiana.
Pero volvamos de nuevo al origen del belén tal como
nosotros lo entendemos.
Nos trasladamos con la mente a Greccio, en el valle
Reatino; allí san Francisco se detuvo viniendo probablemente de Roma, donde el
29 de noviembre de 1223 había recibido del Papa Honorio III la confirmación
de su Regla.
Después de su
viaje a Tierra Santa, aquellas grutas le recordaban de manera especial el
paisaje de Belén.
Y es posible
que el Poverello quedase impresionado en Roma, por los mosaicos de la Basílica
de Santa María la Mayor que representan el nacimiento de Jesús, justo al lado
del lugar donde se conservaban, según una antigua tradición, las tablas del
pesebre.
Las Fuentes Franciscanas narran en detalle lo que
sucedió en Greccio.
Quince días antes de la Navidad, Francisco llamó a
un hombre del lugar, de nombre Juan, y le pidió que lo ayudara a cumplir un
deseo: «Deseo celebrar la memoria del Niño que nació en Belén y quiero
contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de
niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre
el buey y el asno»[1].
Tan pronto como lo escuchó, ese hombre bueno y fiel
fue rápidamente y preparó en el lugar señalado lo que el santo le había
indicado.
El 25 de diciembre, llegaron a Greccio muchos frailes
de distintos lugares, como también hombres y mujeres de las granjas de la
comarca, trayendo flores y antorchas para iluminar aquella noche santa.
Cuando llegó
Francisco, encontró el pesebre con el heno, el buey y el asno.
Las personas
que llegaron mostraron frente a la escena de la Navidad una alegría
indescriptible, como nunca antes habían experimentado.
Después el sacerdote, ante el Nacimiento, celebró solemnemente
la Eucaristía, mostrando el vínculo entre la encarnación del Hijo de Dios y
la Eucaristía.
En aquella
ocasión, en Greccio, no había figuras: el belén fue realizado y vivido por
todos los presentes[2].
Así nace nuestra tradición: todos alrededor de la
gruta y llenos de alegría, sin distancia alguna entre el acontecimiento que se
cumple y cuantos participan en el misterio.
El primer biógrafo de san Francisco, Tomás de
Celano, recuerda que esa noche, se añadió a la escena simple y conmovedora el
don de una visión maravillosa: uno de los presentes vio acostado en el pesebre
al mismo Niño Jesús.
De aquel belén de la Navidad de 1223, «todos
regresaron a sus casas colmados de alegría»[3].
3. San Francisco realizó una gran obra de
evangelización con la simplicidad de aquel signo.
Su enseñanza
ha penetrado en los corazones de los cristianos y permanece hasta nuestros
días como un modo genuino de representar con sencillez la belleza de nuestra
fe.
Por otro lado, el mismo lugar donde se realizó el
primer belén expresa y evoca estos sentimientos.
Greccio se ha convertido en un refugio para el alma que se esconde en la roca para dejarse envolver en el silencio.
Greccio se ha convertido en un refugio para el alma que se esconde en la roca para dejarse envolver en el silencio.
¿Por qué el belén suscita tanto asombro y nos
conmueve?.
En primer
lugar, porque manifiesta la ternura de Dios. Él, el Creador del universo, se
abaja a nuestra pequeñez.
El don de la vida, siempre misterioso para nosotros,
nos cautiva aún más viendo que Aquel que nació de María es la fuente y
protección de cada vida.
En Jesús, el Padre nos ha dado un hermano que viene a
buscarnos cuando estamos desorientados y perdemos el rumbo; un amigo fiel que
siempre está cerca de nosotros; nos ha dado a su Hijo que nos perdona y nos
levanta del pecado.
La preparación del pesebre en nuestras casas nos
ayuda a revivir la historia que ocurrió en Belén.
Naturalmente, los evangelios son siempre la fuente que
permite conocer y meditar aquel acontecimiento; sin embargo, su representación
en el belén nos ayuda a imaginar las escenas, estimula los afectos, invita a
sentirnos implicados en la historia de la salvación, contemporáneos del
acontecimiento que se hace vivo y actual en los más diversos contextos
históricos y culturales.
De modo particular, el pesebre es desde su origen
franciscano una invitación a “sentir”, a “tocar” la pobreza que el Hijo de
Dios eligió para sí mismo en su encarnación.
Y así, es implícitamente una llamada a seguirlo en
el camino de la humildad, de la pobreza, del despojo, que desde la gruta de
Belén conduce hasta la Cruz.
Es una llamada
a encontrarlo y servirlo con misericordia en los hermanos y hermanas más
necesitados (cf. Mt 25,31-46).
4. Me gustaría ahora repasar los diversos signos del
belén para comprender el significado que llevan consigo.
En primer lugar, representamos el contexto del cielo
estrellado en la oscuridad y el silencio de la noche.
Lo hacemos así, no sólo por fidelidad a los relatos
evangélicos, sino también por el significado que tiene.
Pensemos en cuántas veces la noche envuelve nuestras
vidas.
Pues bien, incluso en esos instantes, Dios no nos deja solos, sino que
se hace presente para responder a las preguntas decisivas sobre el sentido de
nuestra existencia: ¿Quién soy yo? ¿De dónde vengo? ¿Por qué nací en este
momento? ¿Por qué amo? ¿Por qué sufro? ¿Por qué moriré?.
Para responder a estas preguntas, Dios se hizo hombre.
Su cercanía trae luz donde hay oscuridad e ilumina a cuantos atraviesan las
tinieblas del sufrimiento (cf. Lc 1,79).
Merecen también alguna mención los paisajes que
forman parte del belén y que a menudo representan las ruinas de casas y
palacios antiguos, que en algunos casos sustituyen a la gruta de Belén y se
convierten en la estancia de la Sagrada Familia.
Estas ruinas
parecen estar inspiradas en la Leyenda Áurea del dominico Jacopo da Varazze
(siglo XIII), donde se narra una creencia pagana según la cual el templo de la
Paz en Roma se derrumbaría cuando una Virgen diera a luz.
Esas ruinas son sobre todo el signo visible de la
humanidad caída, de todo lo que está en ruinas, que está corrompido y
deprimido.
Este escenario dice que Jesús es la novedad en medio
de un mundo viejo, y que ha venido a sanar y reconstruir, a devolverle a nuestra
vida y al mundo su esplendor original.
5. ¡Cuánta emoción debería acompañarnos mientras
colocamos en el belén las montañas, los riachuelos, las ovejas y los
pastores!.
De esta manera recordamos, como lo habían anunciado
los profetas, que toda la creación participa en la fiesta de la venida del
Mesías.
Los ángeles y
la estrella son la señal de que también nosotros estamos llamados a ponernos
en camino para llegar a la gruta y adorar al Señor.
«Vayamos, pues, a Belén, y veamos lo que ha sucedido
y que el Señor nos ha comunicado» (Lc 2,15), así dicen los pastores después
del anuncio hecho por los ángeles.
Es una enseñanza muy hermosa que se muestra en la
sencillez de la descripción.
A diferencia de tanta gente que pretende hacer otras
mil cosas, los pastores se convierten en los primeros testigos de lo esencial,
es decir, de la salvación que se les ofrece.
Son los más humildes y los más pobres quienes saben
acoger el acontecimiento de la encarnación.
A Dios que viene a nuestro encuentro en el Niño
Jesús, los pastores responden poniéndose en camino hacia Él, para un
encuentro de amor y de agradable asombro.
Este encuentro entre Dios y sus hijos, gracias a
Jesús, es el que da vida precisamente a nuestra religión y constituye su
singular belleza, y resplandece de una manera particular en el pesebre.
6. Tenemos la costumbre de poner en nuestros belenes
muchas figuras simbólicas, sobre todo, las de mendigos y de gente que no
conocen otra abundancia que la del corazón.
Ellos también están cerca del Niño Jesús por
derecho propio, sin que nadie pueda echarlos o alejarlos de una cuna tan
improvisada que los pobres a su alrededor no desentonan en absoluto.
De hecho, los pobres son los privilegiados de este
misterio y, a menudo, aquellos que son más capaces de reconocer la presencia
de Dios en medio de nosotros.
Los pobres y los sencillos en el Nacimiento recuerdan
que Dios se hace hombre para aquellos que más sienten la necesidad de su amor
y piden su cercanía.
Jesús, «manso y humilde de corazón» (Mt 11,29), nació
pobre, llevó una vida sencilla para enseñarnos a comprender lo esencial y a
vivir de ello.
Desde el belén emerge claramente el mensaje de que no
podemos dejarnos engañar por la riqueza y por tantas propuestas efímeras de
felicidad.
El palacio de Herodes está al fondo, cerrado, sordo
al anuncio de alegría.
Al nacer en el pesebre, Dios mismo inicia la única
revolución verdadera que da esperanza y dignidad a los desheredados, a los
marginados: la revolución del amor, la revolución de la ternura.
Desde el belén, Jesús proclama, con manso poder, la
llamada a compartir con los últimos el camino hacia un mundo más humano y
fraterno, donde nadie sea excluido ni marginado.
Con frecuencia a los niños —¡pero también a los
adultos!— les encanta añadir otras figuras al belén que parecen no tener
relación alguna con los relatos evangélicos.
Y, sin embargo, esta
imaginación pretende expresar que en este nuevo mundo inaugurado por Jesús
hay espacio para todo lo que es humano y para toda criatura.
Del pastor al herrero, del panadero a los músicos, de
las mujeres que llevan jarras de agua a los niños que juegan..., todo esto
representa la santidad cotidiana, la alegría de hacer de manera extraordinaria
las cosas de todos los días, cuando Jesús comparte con nosotros su vida
divina.
7. Poco a poco, el belén nos lleva a la gruta, donde
encontramos las figuras de María y de José. María es una madre que contempla
a su hijo y lo muestra a cuantos vienen a visitarlo.
Su imagen hace pensar en el gran misterio que ha
envuelto a esta joven cuando Dios ha llamado a la puerta de su corazón
inmaculado.
Ante el anuncio del ángel, que le pedía que fuera la
madre de Dios, María respondió con obediencia plena y total.
Sus palabras:
«He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38),
son para todos nosotros el testimonio del abandono en la fe a la voluntad de
Dios. Con aquel “sí”, María se convertía en la madre del Hijo de Dios sin perder
su virginidad, antes bien consagrándola gracias a Él.
Vemos en ella a
la Madre de Dios que no tiene a su Hijo sólo para sí misma, sino que pide a
todos que obedezcan a su palabra y la pongan en práctica (cf. Jn 2,5).
Junto a María, en una actitud de protección del
Niño y de su madre, está san José. Por lo general, se representa con el
bastón en la mano y, a veces, también sosteniendo una lámpara.
San José juega un papel muy importante en la vida de
Jesús y de María.
Él es el custodio que nunca se cansa de proteger a su
familia. Cuando Dios le advirtió de la amenaza de Herodes, no dudó en ponerse
en camino y emigrar a Egipto (cf. Mt 2,13-15).
Y una vez pasado el peligro, trajo a la familia de
vuelta a Nazaret, donde fue el primer educador de Jesús niño y adolescente.
José llevaba en su corazón el gran misterio que
envolvía a Jesús y a María su esposa, y como hombre justo confió siempre en
la voluntad de Dios y la puso en práctica.
8. El corazón del pesebre comienza a palpitar cuando,
en Navidad, colocamos la imagen del Niño Jesús. Dios se presenta así, en un
niño, para ser recibido en nuestros brazos.
En la debilidad
y en la fragilidad esconde su poder que todo lo crea y transforma.
Parece
imposible, pero es así: en Jesús, Dios ha sido un niño y en esta condición
ha querido revelar la grandeza de su amor, que se manifiesta en la sonrisa y en
el tender sus manos hacia todos.
El nacimiento de un niño suscita alegría y asombro,
porque nos pone ante el gran misterio de la vida.
Viendo brillar los ojos de los jóvenes esposos ante
su hijo recién nacido, entendemos los sentimientos de María y José que,
mirando al niño Jesús, percibían la presencia de Dios en sus vidas.
«La Vida se hizo visible» (1Jn 1,2); así el apóstol
Juan resume el misterio de la encarnación.
El belén nos hace ver, nos hace tocar este
acontecimiento único y extraordinario que ha cambiado el curso de la historia,
y a partir del cual también se ordena la numeración de los años, antes y después
del nacimiento de Cristo.
El modo de actuar de Dios casi aturde, porque parece
imposible que Él renuncie a su gloria para hacerse hombre como nosotros.
Qué sorpresa ver a Dios que asume nuestros propios
comportamientos: duerme, toma la leche de su madre, llora y juega como todos
los niños.
Como siempre, Dios desconcierta, es impredecible,
continuamente va más allá de nuestros esquemas.
Así, pues, el pesebre, mientras nos muestra a Dios
tal y como ha venido al mundo, nos invita a pensar en nuestra vida injertada en
la de Dios; nos invita a ser discípulos suyos si queremos alcanzar el sentido
último de la vida.
9. Cuando se acerca la fiesta de la Epifanía, se
colocan en el Nacimiento las tres figuras de los Reyes Magos.
Observando la estrella, aquellos sabios y ricos
señores de Oriente se habían puesto en camino hacia Belén para conocer a
Jesús y ofrecerle dones: oro, incienso y mirra.
También estos
regalos tienen un significado alegórico: el oro honra la realeza de Jesús; el
incienso su divinidad; la mirra su santa humanidad que conocerá la muerte y la
sepultura.
Contemplando esta escena en el belén, estamos
llamados a reflexionar sobre la responsabilidad que cada cristiano tiene de ser
evangelizador.
Cada uno de nosotros se hace portador de la Buena
Noticia con los que encuentra, testimoniando con acciones concretas de
misericordia la alegría de haber encontrado a Jesús y su amor.
Los Magos enseñan que se puede comenzar desde muy
lejos para llegar a Cristo.
Son hombres ricos, sabios extranjeros, sedientos de lo
infinito, que parten para un largo y peligroso viaje que los lleva hasta Belén
(cf. Mt 2,1-12).
Una gran alegría los invade ante el Niño Rey.
No se dejan escandalizar por la pobreza del ambiente;
no dudan en ponerse de rodillas y adorarlo.
Ante Él comprenden que Dios, igual que regula con
soberana sabiduría el curso de las estrellas, guía el curso de la historia,
abajando a los poderosos y exaltando a los humildes.
Y ciertamente, llegados a su país, habrán contado
este encuentro sorprendente con el Mesías, inaugurando el viaje del Evangelio
entre las gentes.
10. Ante el belén, la mente va espontáneamente a
cuando uno era niño y se esperaba con impaciencia el tiempo para empezar a
construirlo.
Estos recuerdos nos llevan a tomar nuevamente
conciencia del gran don que se nos ha dado al transmitirnos la fe; y al mismo
tiempo nos hacen sentir el deber y la alegría de transmitir a los hijos y a
los nietos la misma experiencia.
No es importante cómo se prepara el pesebre, puede
ser siempre igual o modificarse cada año; lo que cuenta es que este hable a
nuestra vida.
En cualquier lugar y de cualquier manera, el belén habla
del amor de Dios, el Dios que se ha hecho niño para decirnos lo cerca que
está de todo ser humano, cualquiera que sea su condición.
Queridos hermanos y hermanas: El belén forma parte
del dulce y exigente proceso de transmisión de la fe.
Comenzando desde la infancia y luego en cada etapa de
la vida, nos educa a contemplar a Jesús, a sentir el amor de Dios por
nosotros, a sentir y creer que Dios está con nosotros y que nosotros estamos
con Él, todos hijos y hermanos gracias a aquel Niño Hijo de Dios y de la
Virgen María.
Y a sentir que en esto está la felicidad.
Que en la escuela de san Francisco abramos el corazón
a esta gracia sencilla, dejemos que del asombro nazca una oración humilde:
nuestro “gracias” a Dios, que ha querido compartir todo con nosotros para no
dejarnos nunca solos.
Dado en Greccio, en el Santuario del Pesebre, 1 de
diciembre de 2019.
EL PAPA FRANCISCO.
Notas de Referencia:
[1] Tomás de
Celano, Vida Primera, 84: Fuentes franciscanas (FF), n. 468. [2] Cf. ibíd.,
85: FF, n. 469.
[3] Ibíd., 86: FF, n. 470.
Artículo
enviado por: Jesús Manuel Cedeira Costales.
Fuente: Texto
completo de la Carta Apostólica "Admirabile signum" del Papa
Francisco sobre el significado del pesebrehttps://www.romereports.com/
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