5 de SEPTIEMBRE de 2021
Hermano:
«Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está
lejos de mí. El culto que me dan está
vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos»
«Necesito elevar mi grito al cielo para que Dios me escuche
y saber que estoy vivo. Sueño con que su voz llene mi alma y me cambie por
dentro haciéndome más dócil, más niño, más hijo»
Salud augura un inicio de curso «infinitamente mejor» en
Asturias con la mayoría de alumnos vacunados.
A fecha de hoy el 90% del grupo entre 12 y 19 años ya tiene
al menos una dosis a pocos días del comienzo de las clases.
A veces me detengo a pensar. Miro hacia atrás y se me
ocurren otras historias con otros desenlaces para mi vida. ¿Qué hubiera pasado
si hubiera decidido otra cosa? Entre dos bienes posibles no es fácil tomar un
camino u otro. ¿Cómo encuentro la paz después de la decisión tomada? ¿Acierto
en el camino emprendido? Hay una paz que viene con el tiempo y no siempre de
forma inmediata. El tiempo me hace pensar que sí, que era lo que Dios quería.
Pero ¿y si hubiera tomado el otro camino también posible, también bueno, sería
feliz? Mi vida habría sido diferente, y quizás hubiera pensado que era de Dios.
Sé que nunca es fácil elegir un camino u otro. Busco señales claras, incluso
les pido a otros su consejo tratando de aclarar mi corazón. No saben, o no
tienen la respuesta. Soy yo en mi interior el que tiene que descubrir el querer
de Dios, percibir sus voces, claras o a veces confusas. Y optar por uno u otro
camino. No importa cuál sea. Sólo en mi corazón lo sabré con certeza. No habrá
flechas claras como en el camino a Santiago. No tendré un Gps preciso que me
indique el camino. No habrá ángeles que bajen del cielo por la noche para
hacerme ver cómo seguir mis pasos. Sólo Dios en mi alma y otras percepciones de
su voluntad en personas, en sucesos, en mociones del Espíritu me muestran su
querer. Y sabré más o menos por dónde ir. Con miedo, con paz, con calma y con
llanto. Y me pondré a andar que es lo importante. Sabiendo que voy con Dios
aunque a menudo no sepa bien hacia dónde. Elegiré un camino y no dejaré al azar
los pasos que doy. Me gusta pensar que cada día vuelvo a elegir mi camino de
felicidad. Con riesgo a confundirme de nuevo. Con paz porque sé que Dios no se
baja nunca de mi barca, no me deja solo en mis pasos. Siento que todo hombre
sufre las mismas dudas y siente los mismos miedos. ¿Acertaré siempre? No creo
que se trate de acertar o de fallar. La vida es mucho más que eso. Dios es
mucho más grande que todas mis decisiones. No me mira en mis fracasos para
echarme en cara mi ineptitud. Mira mi vida entera, con su grandeza y su pobreza
y se conmueve, tiembla ante mí feliz y enamorado. Esa imagen de Dios es la que
me salva siempre. Incluso en esos momentos en los que dudo y no sé bien el
camino a seguir. Cuando la vida es incierta y la tormenta arrecia. Me hace bien
decidir con otros, discernir escuchando y compartiendo, encontrar salidas,
oyendo dentro de mí y dentro de otros. Decía Leonardo Boff hablando de S.
Francisco y Santa Clara: «En sus búsquedas y dudas ambos se consultaban, y
buscaban un camino en la oración». Me hace bien escuchar a otros en mis
búsquedas. Abrirme a la opinión y juicios de los que van a mi lado. No tienen
la respuesta correcta, seguro, porque esa es mía. Soy yo el que decido, pero
escuchar ensancha mi alma y me hace más diestro en la búsqueda del querer de
Dios. Caminar con otros y amar en profundidad a las personas que van conmigo es
lo que me hace más sabio. El amor me hace más conocedor de la vida. Cuanto más
amo a Dios, más capacidad tengo para percibir sus deseos. Igual que cuando amo
a una persona, con solo mirar sus ojos sé muy bien lo que desea. Como dice S.
Agustín: «Conocemos en la medida en la que amamos». El amor me hace más conocedor
de la vida y de las personas. Y amando a Dios cada día más me vuelvo más capaz
de descubrir sus deseos, su voluntad. No es tan sencillo pero es el camino de
mi vida. Navegar a tientas, buscar luces en la oscuridad y voces en medio del
silencio. No acertaré siempre, eso lo tengo claro, no entenderé cada paso que
doy. Pero sé que la vida se juega en decisiones pequeñas. Cuando voy caminando
en medio de la vida buscando el querer más sagrado de ese Dios que va conmigo.
Vivir sin miedo a equivocarme es imposible. Pero saber que de mis errores
aprendo es el camino para ser feliz. Si me equivoco no es el fin del mundo.
Puedo volver a empezar. Puedo retomar el paso con alegría. Puedo avanzar en
medio de la noche tomado de la mano de Dios. Puedo mirar las estrellas y
confiar. Desde lo alto Dios me cuida. Desde lo más hondo de mi alma me
sostiene. Su voz, apenas perceptible, es más audible cuando callo. Cuando me
quedo en silencio aguardando. Dios sabe mejor lo que me conviene. Y yo asiento
esperando su abrazo.
La vida que no se entrega no sirve para nada. El amor que no
se convierte en servicio no es amor verdadero. El corazón que no se pone en la
piel del que está enfrente no logra ayudar de verdad. Los ojos que no ven el
dolor del que me mira no han aprendido a mirar como me mira Dios. La vida que
guardo egoístamente por miedo a que se pierda, se vuelve inservible. Como la
sal que no sala. Como la semilla que muere fuera de la tierra fecunda. Nada
tiene total sentido si no es para mirar un horizonte más amplio que el que
delimitan mis deseos y proyectos personales. Romper esa línea mágica que me ata
es lo que de verdad me salva. Leía el otro día: «Ahora estaba empezando a
comprender, de una manera brutal, que hasta que no se ha sufrido en carne
propia una pérdida, con el consiguiente dolor, es imposible empatizar realmente
con otras personas en igual situación» . Hasta que no he sufrido lo que el otro
sufre no puedo de verdad comprender lo que está viviendo. ¿Tengo que sufrir yo
la enfermedad para entender al enfermo? ¿O padecer yo la muerte de alguien
amado para acercarme al dolor del que sufre una ausencia? No lo sé, pero es lo
más fácil. Me sirven más las palabras y consejo del que ha vivido o está
viviendo lo mismo que yo. Entonces veo qué difícil resulta cuando no he vivido
lo que otros viven y tengo que ayudarles igualmente. No tengo la misma
autoridad moral del que ha padecido la cruz y ha vivido la resurrección. Tal
vez no sientan mi comprensión verdadera o no crean en la autoridad de mis
palabras al no haber sufrido lo mismo. Aún así no me puedo eximir de mi
obligación de ponerme en su lugar. De acercarme de rodillas a su misterio
aunque no acabe de comprenderlo. Sólo tengo que mirar conmovido esa vida suya
que es tan frágil y se abre ante mí. Sólo puedo respetar con ojos bien abierto
todo lo que viven al ver cómo confían en mis palabras. El corazón de mi hermano
es siempre un misterio, es un regalo que se me entrega sin yo merecer nada. Y
yo tengo que ayudarle a pasar ese momento difícil que atraviesa, en ese preciso
instante en el que se encuentra conmigo. La antropóloga Margaret Mead explica:
«Ayudar a alguien a atravesar la dificultad es el punto de partida de la
civilización». La solidaridad en medio del dolor es el rasgo más humano. Puede
llegar a superar a instinto de la supervivencia. Por ayudar al que está a punto
de padecer llego a arriesgar mi propia vida. Es lo más humano esa capacidad mía
de dejar de pensar en mí mismo, en mis intereses, en mi bienestar y en mi
comodidad para abrirme generoso al que está frente a mí sufriendo. No le cierro
mi carne cuando suplica misericordia. No corto el diálogo y me acerco, sin
guardar las distancias sagradas. Y pienso en lo que el otro siente, en su
dolor, en su angustia. No pienso en mí, ni en lo que necesito. Tampoco pongo
por delante mi dolor o mis miedos, mis recelos e inseguridades. Pienso sólo en
aquel que está ante mí. Contemplo como algo sagrado su vida, su enfermedad, su
miseria. Me vuelvo misericordioso y acepto ser sólo el camino al cielo, al
Padre, a la misericordia de Dios. No soy yo el centro ni el salvador. Tengo
claro que el centro siempre es Dios y sólo Él salva la vida de los hombres. Por
eso sé que lo que de verdad importa es lo que necesita quien me busca en ese
momento. El dolor de muchos que se hace viral a mi alrededor. Las injusticias
gritadas al viento que yo mismo denuncio. Quiero tender la mano a mi hermano
aún con el riesgo de sufrir, de perder, de no ganar nada. Es el camino de la
solidaridad. El camino de la ayuda a superar las dificultades. Este tiempo que
vivo está lleno de dolor y de angustia. Y me desborda lo inabarcable del
sufrimiento. No logro consolar a tantos que sufren con mis palabras y con mis
abrazos. Tengo que meterme en mi corazón para hallar la paz que pueda entregar
al que le falta. Estar con Dios para poder dar tranquilidad a los que la han
perdido. No paso de largo ante el que me pide ayuda. Miro a Jesús «¿Cómo amó el
Señor a los hombres? Nadie tiene mayor amor que quien da su vida por sus amigos
(Jn 15, 13). ¡Y cómo amó él al prójimo! Al precio de su propia vida, entregando
su propia vida. ¿Qué significa: el amor al prójimo es idéntico con el amor a
Dios? El Señor coloca ambos mandamientos uno junto al otro. Y si examinan al
apóstol Pablo, es algo peculiar, en la culminación de su himno sobre el amor,
cómo uno y otro amor fluyen uno hacia el otro y cómo el amor a Dios opera en el
amor al prójimo» . El amor a Dios, el amor de Dios, despierta mi solidaridad,
mi amor al que necesita, mi amor humano y generoso con el que está a mi lado.
Ese amor es el que me salva de la soledad egoísta del que no necesita a nadie y
al que nadie necesita. Miro a Jesús que me enseña esa forma concreta de amar a
mi hermano. Rompiendo los límites y venciendo las resistencias de mi alma.
Quiero una vida para servir. Quiero vivir sirviendo. Quiero
servir para poder vivir de verdad, a manos llenas. Po eso no quiero olvidar de
dónde vengo. Recuerdo con nitidez mi primer amor, esa perla escondida que
descubrí un día. Toco entre mis manos ese tesoro encontrado en el terreno a
veces confuso de mi alma. Vuelvo a revivir el motivo por el que me enamoré un
día de Dios sin llegar a comprender ese día las consecuencias. Hago memoria de
la razón por la que pensé que mi vida merecía la pena sólo si me disponía a
seguir los pasos de Jesús con calma y pasión. Con paz en el alma, con el rostro
radiante de felicidad. Sabiendo lo que dejaba, aquello a lo que renunciaba.
Tengo claro que me da miedo vivir sin construir nada, sin sembrar nada, sin
lograr nada. Y tal vez la vida no consiste en conseguir metas, en alcanzar
logros. Más bien consiste en luchar hasta el extremo por hacerlo posible. El
éxito de mis empresas no está en mis manos. Me da miedo no llegar a escuchar la
voz de los que no piensan como yo. Y así no abrirme a la crítica, al
complemento. Pues siempre el que no piensa como yo me enriquece, me complementa
y hace que lo que yo persigo llegue a ser mejor de lo que tengo ahora. Acepto
lo que piensan los demás, sin volverme loco. Sin querer contentar a todos, sin
querer que todos estén felices y satisfechos con mis obras y palabras. No
quiero trabajar para la galería, para que me aplaudan, eso sólo trae una
infelicidad profunda. Hay a mi alrededor más gente agobiada y triste que gente
contenta. Más personas que no logran sacar adelante sus vidas y se fijan
continuamente en las de los demás. Hay tantos descontentos con la vida que
lleva, con ese Dios que parece no responder a sus miedos y deseos, con el mundo
que no responde a todas sus expectativas. Y yo sin miedo a la vida sigo
pensando que es posible vestir de luz la noche y de esperanza la tristeza que
lucha por quitarme la paz. Veo que hay mucho miedo a la tormenta y a la
desgracia. Tanta preocupación por la incertidumbre de este mundo en el que nada
está claro y nada es seguro. El mal es poderoso y las desgracias que suceden
quitan la paz y la alegría. Comenta S. Agustín: «La auténtica vida no está en
la rebelión, sin en la adoración silenciosa. No tenemos respuesta al problema
del mal. No obstante nuestra tarea consiste en hacerlo menos insoportable y
darle remedio sin orgullo» . No entiendo el sentido del dolor, ni la herida que
deja la pérdida. No logro aceptar que las cosas no son como deseo. Y no tengo
respuesta a las mil preguntas que me hace el que no entiende. Yo mismo corro el
peligro de permanecer escondido esperando a que pase ante mis ojos la tormenta
en medio de la noche. Con miedo a salir en medio de las olas y arriesgarme a
perder la vida. Ese miedo a llorar por las velas rotas de la barca en un
intento inútil por apaciguar el mar. Entonces callo y espero y me asalta el
miedo de ser mediocre, blando, tibio, gris, mudo, inútil, vacío, necio. Por eso
me levanto cada mañana dispuesto a no caer en la tentación de la liviandad.
Tengo miedo de no llegar nunca a encender los corazones que se abren ante mí y
se me confían. Me asusta no llegar a ser capaz de dar respuesta en este tiempo
que vivo lleno de preguntas abiertas. Comparten mis mismos miedos y yo me
siento tan pequeño porque no es mi obra aquella en la que estoy sumido. No es
mi reino ese por el que tanto lucho y me esfuerzo tratando de dar la talla y
estar a la altura. Me queda claro que es su Reino, el de Cristo y eso me deja
más tranquilo. Él todo lo puede y yo solo no puedo nada. Pasa el tiempo ante
mis ojos y los sueños se elevan en forma de fuego. Siento que mi corazón se
enciende al revivir el primer amor que un día movió mis pasos. Han pasado los
años, ha crecido la vida en mí y a mi alrededor. He cerrado días pasados. He
guardado bellas memorias. Y ese fuego del amor vuelve a ponerme en camino. No
me desaliento y confío. Sé lo que dejo y lo que elijo. Por eso, por encima de
verdades dichas a medias, o de las mentiras que quedan ocultas bajo apariencia
de verdad, vuelvo a elegir a Aquel que me llama mientras la vida transcurre
lentamente. Sale a mi encuentro como ese hombre hijo de Dios que me ama con
locura y quiere que sea caminante a su lado. Y yo me siento en lo más hondo
indigno, como Pedro aquel día tras la pesca milagrosa. ¿Quién soy yo? Me sé
débil y pecador. Quizás como muchos. Nada especial. ¿Por qué me llama? Le
vuelvo a preguntar al ponerse el sol cada tarde. Y Él me contesta que porque
quiere, y necesita mi sí alegre y convencido, y mi vida vacía de méritos y
logros. Y es capaz de levantar montañas con mis brazos débiles y calmar los
vientos con mi voz muda. Él quiere sólo que yo le quiera. Eso le basta, no deja
de sorprenderme, a mí que valoro los logros en los demás y veo con facilidad
sus capacidades. Necesito elevar mi grito al cielo cada mañana, para que Dios
me escuche, para saber que estoy vivo. Sueño con que su voz llene mi alma cada
hora y me cambie por dentro haciéndome más dócil, más niño, más hijo. Deseo su
mano sobre la mía para calmar todos mis miedos y ansiedades. Y que el fuego
vuelva a elevarse desde lo más hondo de mi alma llenándolo todo con su
presencia. Eso es lo que quiero.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira Costales.
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