domingo, 20 de junio de 2021

CARTAS DE ESPERANZA 21 DE JUNO DE 2021


 

21 de junio de 2021

 

Hermano:

«¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe? Se quedaron espantados y se decían unos a otros: - ¿Pero quién es este? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!»

«Quiero un corazón paciente, tranquilo. Para que muchos en mi interior encuentren la paz que les falta. Un corazón que integre a los que son diferentes y reconcilie a los enemistados»

La protección facial, símbolo de la pandemia, comenzará a rebajarse en unos días.

Israel vuelve a imponer el uso de mascarilla en algunas zonas tras dos nuevos brotes.

En algunas zonas será obligatorio su uso tan solo cinco días después de que eliminase esta medida.

Urgen a poner «cuanto antes» las segundas dosis de la vacuna para proteger contra la variante delta.

Los expertos aseguran que con un solo pinchazo la protección contra la cepa originada en la India podría no ser suficiente, pero la pauta completa proporciona una respuesta inmune adecuada y previene la hospitalización.

Me gustan las tormentas en la noche, mientras duermo. No alteran mis planes, dejan la tierra llena de agua y traen fecundidad. Me gustan los vientos cuando estoy protegido, lejos de las olas violentas. Amo su fuerza y su rabia. Llenan de vida mi silencio. Me gustan los momentos de pausa en medio del trabajo, de la carrera, de la lucha. Pausas en las que miro al cielo y me pregunto por el sentido último de mi esfuerzo. Me gusta correr despacio y caminar de prisa, para no perder el tiempo. Subir los montes donde alguien me espera cuando llego arriba. Amo vivir con una meta, con un destino, con un sentido. Me gustan las palabras profundas que desvelan misterios y las miradas mudas que dicen mucho más de lo que callan. Me gustan esos abrazos largos que no terminan nunca y el adiós sentido sabiendo que hay un regreso. Prefiero andar perdido antes que perder mi camino. Y sé que las mañanas rompen siempre la oscuridad de mi noche. Albergo en el alma un deseo infinito de vivir para siempre, sin importarme dónde. Pero llevo en la piel pegados esos lugares que un día fueron mi tierra o lo son ahora, no importa el tiempo. He cortado el tronco seco de mi árbol helado, sabiendo que le vida brota de nuevo, desde las raíces. No dejo de sorprenderme al ver cómo es la vida. Quizás igual en mí es posible cercenar lo podrido, lo seco, lo que duele. Y comenzar de nuevo venciendo las nostalgias y los resentimientos. «Bruno le mostró que había maneras distintas de encarar la vida, que se podía asumir el pasado y disfrutar del presente con el fin de preparar el futuro» . Por eso me alegra el nuevo día, ese que me ilumina y llena de esperanza. Me conmueven las lágrimas al recordar la vida, lo amado, lo vivido. Construyo desde los cimientos que se han ido asentando dentro de mi alma. Sé que no lo sé todo y eso también me calma. No me pongo presiones cuando alguien me pregunta. Y dejo más preguntas que respuestas. No sé bien cómo vestirme por dentro cada día. Y deseo pintar el cielo con un azul muy claro e intenso. Me alegran las palabras alegres y positivas. Las personas que sonríen. Aquellos que más perdonan. Me gustan los resilientes, que de la lucha hacen una virtud. Me emociona la presencia silenciosa del que cuida a un enfermo. Me parece un don esa capacidad de abrazar al que está malherido. Tengo nostalgia de tiempos pasados. Y anhelo también tiempos que no llegan. Y sé que el presente es el mayor don que Dios me regala cada día. Lo acojo con una sonrisa. Y no me tiembla el pulso al besar lo que llega. Soy ciudadano del cielo, peregrino de esta tierra y me gusta el ancho mar, sin orillas, mar adentro. Me alegra ver el cielo abierto, sin nubes, todo claro. Y siento en lo más hondo que soy hombre, soy pobre, soy niño. Me gusta lo que decía Tim Guenard: «Para no olvidarse, hay que reelegirse. Y volverse a dar mutuamente para quererse más». Esa actitud me parece esencial. Me gusta esa forma de enfrentar la vida con sus desafíos más grandes. No basta con vivir con alguien para quererlo. No basta con compartir el día y los sueños. Hay que volver a elegir a quien amo. Decirle que sí de nuevo, que es lo primero en mi vida. Sólo así se puede reinventar uno el presente y soñar con tierras lejanas y maravillosas. Sin miedo, con las raíces bien puestas y las alas lanzadas al viento. No me olvido de mis elecciones. Decido reelegir lo que he amado. Y me pongo en camino dejando atrás lo que no me gusta y me pesa demasiado. Acojo con misericordia el dolor ajeno. Lo comparto, lo hago mío. No dudo de la verdad de todo lo que vivo, de lo que siento. Acepto mis miserias. Y soy más misericordioso de lo que fui algún día. El tiempo me ayuda a mirar con más paz mi vida, sin caer en juicios ni críticas innecesarias. Aprendo de los demás, no pienso que lo sé todo. Me pongo en la fila a esperar mi turno, sin querer imponerme, sin pretender ser especial. Soy uno más, un hombre en camino esperando su momento. Tengo que ahondar en mi tierra para sembrar mi futuro. Quito piedras y malezas. Y logro así que mi tierra pueda llegar a ser fecunda.

Puede que la pandemia me haya vuelto perezoso y acomodado. ¿Acaso no es más cómodo trabajar desde casa que tener que soportar atascos en el camino al lugar de trabajo? ¿No prefiero una reunión por pantalla desde mi cuarto que tener que ir a otro sitio a reunirme con otros? ¿Y una misa desde mi computador sin necesidad de hacer mucho esfuerzo, incluso viéndola horas después de haber sido celebrada? Puede que me esté aburguesando en todos los sentidos. Evito el esfuerzo y salir. Es más seguro, me digo, mientras que me voy quedando seco por dentro. Porque este tiempo de pandemia me ha enseñado muchas cosas: el valor de la familia y del hogar, la importancia de cuidar a los que tengo más cerca, la calidad del tiempo con los míos. Al mismo tiempo puede que se hayan perdido otras cosas: el valor del encuentro personal, cara a cara, las conversaciones triviales compartiendo una comida o una bebida, el esfuerzo de llegar a un lugar para encontrarme con otros, la importancia del abrazo, del beso, del contacto. No puedo todavía volver a lo de antes, pero sí puedo aprovechar los resquicios que este tiempo me va dejando. La posibilidad de ciertas reuniones presenciales. La oportunidad de recibir a Jesús en la eucaristía o asistir de forma presencial a una hora santa. Nada reemplaza lo personal. Puede que mi fe se haya acomodado. Y la mediocridad de forma sigilosa se ha ido adueñando de mi voluntad. ¿Para qué esforzarme si las pantallas me hacen la vida más cómoda? Todo desde mi sillón, desde mi comodidad. Y no sé por qué pero creo que la vida espiritual que no se comparte se vuelve más tibia. Ya no tengo el deseo misionero de llevar la fe fuera de mi círculo más estrecho. De repente veo que me basta con lo que ya tengo. Y es cierto que la fe que no se cuida se muere, la fe que no tiene obras se seca. El otro día escuchaba: «La fe al comunicarla crece». Y así es. Pero ¿cómo se comunica la fe? En ocasiones quiero aprender muchas cosas, leer muchos libros, formarme en aspectos fundamentales de mi fe. Para tenerlo todo claro y que cuando me cuestionen mi fe tenga argumentos convincentes. Y sé que es importante. ¿Podré lograr que alguien se convierta escuchando mis razones bien fundamentadas? Puede que le convenza mi exposición, pero no comenzarán un camino de conversión gracias a mis palabras. La fe se contagia por contacto. Al ver cómo vive alguien surge en mí el deseo de vivir cómo él. Nadie se casa porque valore todos los principios, deberes y derechos de una vida matrimonial. Sin amor nadie da un paso tan importante. Nadie se queda en la Iglesia porque valore mucho tener claro lo que puede hacer y lo que no. Sin amor nada de esto es posible. Lo que atrae en la vida es ver a personas enamoradas de algo. El que ama su trabajo, el que ama su familia, el que ama a Dios y se toca su amor en todo lo que dice o hace. Su amor contagia, enamora y enciende. Un cristianismo seco, sin fuerza, sin pasión, sin amor, no es convincente, no atrae, no arrastra. Los misioneros arrasaron no por tener buenas razones, sino por su pasión al vivir a Dios en su vida diaria, por su forma de tratar a los hombres, por su manera de amar en lo humano. Ese Dios en la carne es el que puede con mis reticencias a seguir sus pasos. Por eso creo que necesito que aumente mi fe. Sin amor mi fe se enfría. Las pantallas pueden mantener el fuego, pero no lo hacen crecer. Son las experiencias de Dios las que aumentan mi amor y mi necesidad de entregar la vida. Sin esas experiencias comunitarias no avanzo, no crezco. El otro día leía: «La fe, cuando se interioriza, cuando se convierte en algo personal, te ayuda a vibrar con palabras cargadas de significados, con sensibilidades compartidas, con formas de abrazar la vida» . La fe es una experiencia individual que crece cuando se comparte. La amistad construida en Cristo es más honda, es eterna. Necesito una fe personal que pueda compartir y vivir en comunidad. Cuando la guardo por miedo a perderla. Cuando no la cultivo porque estoy más cómodo en mi mediocridad, no avanzo, más bien retrocedo. Hoy le pido a Jesús que aumente mi fe. Y que me ayude a encender el fuego de mi corazón. Sin salir de casa me seco. Ahora, en la medida de lo posible, puedo cuidar la fe en mi Iglesia. Y ese amor encendido se convierte en semilla de nuevos cristianos. La fe que se comparte se multiplica y se hace fecunda. Hoy miro mi vida y pienso en mis actitudes aburguesadas y acomodadas. ¿Qué puedo hacer para vencer en mí el conformismo? ¿Dónde está el fuego que un día me empujó a hacer locuras de amor por Dios y por María? Tal vez he perdido el fuego de la juventud. El corazón joven no se conforma, no se queda quieto, se pone en camino y sale de su quietud para dar la vida con alegría. Ese corazón alegre es el que le pido a Dios en este tiempo difícil que atravieso. Que nada pueda apagar el eco de su voz en mi corazón. Que nada acabe con mi generosidad para amar hasta el extremo a mis hermanos.

Enviado por:

Jesús Manuel Cedeira Costales.


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