21 de junio de 2021
Hermano:
«¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe? Se quedaron
espantados y se decían unos a otros: - ¿Pero quién es este? ¡Hasta el viento y
las aguas le obedecen!»
«Quiero un corazón paciente, tranquilo. Para que muchos en
mi interior encuentren la paz que les falta. Un corazón que integre a los que
son diferentes y reconcilie a los enemistados»
La protección facial, símbolo de la pandemia, comenzará a
rebajarse en unos días.
Israel vuelve a imponer el uso de mascarilla en algunas
zonas tras dos nuevos brotes.
En algunas zonas será obligatorio su uso tan solo cinco días
después de que eliminase esta medida.
Urgen a poner «cuanto antes» las segundas dosis de la vacuna
para proteger contra la variante delta.
Los expertos aseguran que con un solo pinchazo la protección
contra la cepa originada en la India podría no ser suficiente, pero la pauta
completa proporciona una respuesta inmune adecuada y previene la
hospitalización.
Me gustan las tormentas en la noche, mientras duermo. No
alteran mis planes, dejan la tierra llena de agua y traen fecundidad. Me gustan
los vientos cuando estoy protegido, lejos de las olas violentas. Amo su fuerza
y su rabia. Llenan de vida mi silencio. Me gustan los momentos de pausa en
medio del trabajo, de la carrera, de la lucha. Pausas en las que miro al cielo
y me pregunto por el sentido último de mi esfuerzo. Me gusta correr despacio y
caminar de prisa, para no perder el tiempo. Subir los montes donde alguien me
espera cuando llego arriba. Amo vivir con una meta, con un destino, con un
sentido. Me gustan las palabras profundas que desvelan misterios y las miradas
mudas que dicen mucho más de lo que callan. Me gustan esos abrazos largos que
no terminan nunca y el adiós sentido sabiendo que hay un regreso. Prefiero
andar perdido antes que perder mi camino. Y sé que las mañanas rompen siempre
la oscuridad de mi noche. Albergo en el alma un deseo infinito de vivir para
siempre, sin importarme dónde. Pero llevo en la piel pegados esos lugares que
un día fueron mi tierra o lo son ahora, no importa el tiempo. He cortado el
tronco seco de mi árbol helado, sabiendo que le vida brota de nuevo, desde las
raíces. No dejo de sorprenderme al ver cómo es la vida. Quizás igual en mí es
posible cercenar lo podrido, lo seco, lo que duele. Y comenzar de nuevo
venciendo las nostalgias y los resentimientos. «Bruno le mostró que había
maneras distintas de encarar la vida, que se podía asumir el pasado y disfrutar
del presente con el fin de preparar el futuro» . Por eso me alegra el nuevo
día, ese que me ilumina y llena de esperanza. Me conmueven las lágrimas al
recordar la vida, lo amado, lo vivido. Construyo desde los cimientos que se han
ido asentando dentro de mi alma. Sé que no lo sé todo y eso también me calma.
No me pongo presiones cuando alguien me pregunta. Y dejo más preguntas que
respuestas. No sé bien cómo vestirme por dentro cada día. Y deseo pintar el
cielo con un azul muy claro e intenso. Me alegran las palabras alegres y
positivas. Las personas que sonríen. Aquellos que más perdonan. Me gustan los
resilientes, que de la lucha hacen una virtud. Me emociona la presencia
silenciosa del que cuida a un enfermo. Me parece un don esa capacidad de
abrazar al que está malherido. Tengo nostalgia de tiempos pasados. Y anhelo
también tiempos que no llegan. Y sé que el presente es el mayor don que Dios me
regala cada día. Lo acojo con una sonrisa. Y no me tiembla el pulso al besar lo
que llega. Soy ciudadano del cielo, peregrino de esta tierra y me gusta el
ancho mar, sin orillas, mar adentro. Me alegra ver el cielo abierto, sin nubes,
todo claro. Y siento en lo más hondo que soy hombre, soy pobre, soy niño. Me
gusta lo que decía Tim Guenard: «Para no olvidarse, hay que reelegirse. Y
volverse a dar mutuamente para quererse más». Esa actitud me parece esencial.
Me gusta esa forma de enfrentar la vida con sus desafíos más grandes. No basta
con vivir con alguien para quererlo. No basta con compartir el día y los
sueños. Hay que volver a elegir a quien amo. Decirle que sí de nuevo, que es lo
primero en mi vida. Sólo así se puede reinventar uno el presente y soñar con
tierras lejanas y maravillosas. Sin miedo, con las raíces bien puestas y las
alas lanzadas al viento. No me olvido de mis elecciones. Decido reelegir lo que
he amado. Y me pongo en camino dejando atrás lo que no me gusta y me pesa
demasiado. Acojo con misericordia el dolor ajeno. Lo comparto, lo hago mío. No
dudo de la verdad de todo lo que vivo, de lo que siento. Acepto mis miserias. Y
soy más misericordioso de lo que fui algún día. El tiempo me ayuda a mirar con
más paz mi vida, sin caer en juicios ni críticas innecesarias. Aprendo de los demás,
no pienso que lo sé todo. Me pongo en la fila a esperar mi turno, sin querer
imponerme, sin pretender ser especial. Soy uno más, un hombre en camino
esperando su momento. Tengo que ahondar en mi tierra para sembrar mi futuro.
Quito piedras y malezas. Y logro así que mi tierra pueda llegar a ser fecunda.
Puede que la pandemia me haya vuelto perezoso y acomodado.
¿Acaso no es más cómodo trabajar desde casa que tener que soportar atascos en
el camino al lugar de trabajo? ¿No prefiero una reunión por pantalla desde mi
cuarto que tener que ir a otro sitio a reunirme con otros? ¿Y una misa desde mi
computador sin necesidad de hacer mucho esfuerzo, incluso viéndola horas
después de haber sido celebrada? Puede que me esté aburguesando en todos los
sentidos. Evito el esfuerzo y salir. Es más seguro, me digo, mientras que me
voy quedando seco por dentro. Porque este tiempo de pandemia me ha enseñado
muchas cosas: el valor de la familia y del hogar, la importancia de cuidar a
los que tengo más cerca, la calidad del tiempo con los míos. Al mismo tiempo
puede que se hayan perdido otras cosas: el valor del encuentro personal, cara a
cara, las conversaciones triviales compartiendo una comida o una bebida, el
esfuerzo de llegar a un lugar para encontrarme con otros, la importancia del
abrazo, del beso, del contacto. No puedo todavía volver a lo de antes, pero sí
puedo aprovechar los resquicios que este tiempo me va dejando. La posibilidad
de ciertas reuniones presenciales. La oportunidad de recibir a Jesús en la
eucaristía o asistir de forma presencial a una hora santa. Nada reemplaza lo
personal. Puede que mi fe se haya acomodado. Y la mediocridad de forma sigilosa
se ha ido adueñando de mi voluntad. ¿Para qué esforzarme si las pantallas me
hacen la vida más cómoda? Todo desde mi sillón, desde mi comodidad. Y no sé por
qué pero creo que la vida espiritual que no se comparte se vuelve más tibia. Ya
no tengo el deseo misionero de llevar la fe fuera de mi círculo más estrecho.
De repente veo que me basta con lo que ya tengo. Y es cierto que la fe que no
se cuida se muere, la fe que no tiene obras se seca. El otro día escuchaba: «La
fe al comunicarla crece». Y así es. Pero ¿cómo se comunica la fe? En ocasiones
quiero aprender muchas cosas, leer muchos libros, formarme en aspectos
fundamentales de mi fe. Para tenerlo todo claro y que cuando me cuestionen mi
fe tenga argumentos convincentes. Y sé que es importante. ¿Podré lograr que
alguien se convierta escuchando mis razones bien fundamentadas? Puede que le
convenza mi exposición, pero no comenzarán un camino de conversión gracias a
mis palabras. La fe se contagia por contacto. Al ver cómo vive alguien surge en
mí el deseo de vivir cómo él. Nadie se casa porque valore todos los principios,
deberes y derechos de una vida matrimonial. Sin amor nadie da un paso tan
importante. Nadie se queda en la Iglesia porque valore mucho tener claro lo que
puede hacer y lo que no. Sin amor nada de esto es posible. Lo que atrae en la
vida es ver a personas enamoradas de algo. El que ama su trabajo, el que ama su
familia, el que ama a Dios y se toca su amor en todo lo que dice o hace. Su
amor contagia, enamora y enciende. Un cristianismo seco, sin fuerza, sin
pasión, sin amor, no es convincente, no atrae, no arrastra. Los misioneros
arrasaron no por tener buenas razones, sino por su pasión al vivir a Dios en su
vida diaria, por su forma de tratar a los hombres, por su manera de amar en lo
humano. Ese Dios en la carne es el que puede con mis reticencias a seguir sus
pasos. Por eso creo que necesito que aumente mi fe. Sin amor mi fe se enfría.
Las pantallas pueden mantener el fuego, pero no lo hacen crecer. Son las
experiencias de Dios las que aumentan mi amor y mi necesidad de entregar la
vida. Sin esas experiencias comunitarias no avanzo, no crezco. El otro día
leía: «La fe, cuando se interioriza, cuando se convierte en algo personal, te
ayuda a vibrar con palabras cargadas de significados, con sensibilidades
compartidas, con formas de abrazar la vida» . La fe es una experiencia
individual que crece cuando se comparte. La amistad construida en Cristo es más
honda, es eterna. Necesito una fe personal que pueda compartir y vivir en
comunidad. Cuando la guardo por miedo a perderla. Cuando no la cultivo porque
estoy más cómodo en mi mediocridad, no avanzo, más bien retrocedo. Hoy le pido
a Jesús que aumente mi fe. Y que me ayude a encender el fuego de mi corazón.
Sin salir de casa me seco. Ahora, en la medida de lo posible, puedo cuidar la
fe en mi Iglesia. Y ese amor encendido se convierte en semilla de nuevos
cristianos. La fe que se comparte se multiplica y se hace fecunda. Hoy miro mi
vida y pienso en mis actitudes aburguesadas y acomodadas. ¿Qué puedo hacer para
vencer en mí el conformismo? ¿Dónde está el fuego que un día me empujó a hacer
locuras de amor por Dios y por María? Tal vez he perdido el fuego de la
juventud. El corazón joven no se conforma, no se queda quieto, se pone en
camino y sale de su quietud para dar la vida con alegría. Ese corazón alegre es
el que le pido a Dios en este tiempo difícil que atravieso. Que nada pueda
apagar el eco de su voz en mi corazón. Que nada acabe con mi generosidad para
amar hasta el extremo a mis hermanos.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira Costales.
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