2 de mayo de 2021
Hermano:
«Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da la vida por las
ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al
lobo, abandona las ovejas y huye»
«Estoy dispuesto a navegar a la deriva sólo si Él va
conmigo. Porque solo creo en mí cuando Él cree y solo creo en el mar cuando Él
está navegando conmigo y lleva el timón de mi barca»
La vacunación despega en abril: Asturias administra más
dosis este mes que en el primer trimestre.
El Principado se sitúa a la cabeza de España en porcentaje
de inmunización y de personas con una dosis.
Asturias no relajará restricciones hasta el fin del estado
de alarma.
El Principado presentará la próxima semana una adaptación
del sistema 4+ con «medidas proporcionadas y adaptadas a cada momento».
Me conmueve cómo Jesús sigue llamando hoy a personas para
que sigan su camino en el sacerdocio ministerial y estén con Él, a su lado,
toda su vida. Sigue despertando la vocación en los corazones jóvenes en un
tiempo en el que es fácil vivir en la superficie de las cosas, sin más
profundidad ni hondura. Sigue llamando a una vida a su lado. Con el tiempo he
comprendido que el sacerdocio no consiste en hacer muchas cosas por los demás.
No consiste en lograr grandes éxitos y ser reconocido en medio del camino por
corazones nobles que buscan a Dios en la carne. Me he dado cuenta de que ser
sacerdote no es sólo un trabajo, ni tan solo un servicio, es aún más que una
forma de vivir. No soy mejor sacerdote si predico bien, si doy buenas charlas o
dirijo bien un grupo. Al menos en mi experiencia he comprobado que ser
sacerdote es mucho más que todo eso. Es una forma de ser, una pertenencia.
Porque Jesús no me llama para ayudarle en un montón de empresas que la mayor
parte de las veces me parecen imposibles. No me pide que cree una pastoral
inmejorable y logre que mucha gente recupere la fe perdida y llegue al cielo.
No me exige un comportamiento intachable en el que no quepa ninguna duda y todo
esté claro y perfecto. No me busca porque yo cumpla todas las normas y sea un
caso preclaro para los que me siguen. Quizá es el hombre el que ha convertido
el sacerdocio en una especie de modelo perfecto para justificar la imperfección
propia. Que alguien al menos haga las cosas bien para que yo pueda seguir
siendo infiel en lo pequeño y en lo grande. Tal vez yo mismo he convertido el
sacerdocio en una especie de máquina perfecta. Atada totalmente al cielo y
desprendida totalmente de la tierra. Hombres que viven en una especie de limbo
perfecto en el que cumplir se da por supuesto y ser perfecto es la máxima
ambición. Quizás el paso de los años me ha hecho comprender que ser sacerdote
no me exime de ser pecador. Y tampoco me libera de mi condición errante y
vagabunda por este mundo. Quizás lo único que me pide Jesús no es que lo
comprenda todo y sea capaz de explicarlo de la forma más clara posible. No me
pide que me mantenga incólume y sin mancha a los ojos de los hombres. Sabe cómo
soy y quizás por eso me ha elegido para dar la vida, para entregar su vida.
Pero no me siento orgulloso de su llamada, tan solo agradecido. No porque
piense que mi vocación es la mejor, o la más perfecta, sino porque simplemente
creo que me ha dado un lugar en el mundo en el que poder permanecer a su lado.
Y siento que todos los caminos llevan a Dios tanto el mío como cualquier otro.
Pero también creo que mi alma estaba hecha para seguir sus pasos de esta
manera. Tal como Él me creó así me llamó. Y por eso me sigue conmoviendo que
haya corazones jóvenes que en medio de este mundo tan disperso y poco profundo
escuchen en lo recóndito de su alma una llamada suave, silenciosa y profunda
que les pide que vayan a caminar a su lado. Me sigue conmoviendo que haya
corazones jóvenes que digan que sí a esta forma de vida en un mundo tan
expuesto, en el que ninguno de nosotros está libre de la caída, del error, de
ser cuestionado por aquellos a los que sirve. En este mundo que busca una
perfección que no encuentra en su propia alma. No me siento especialmente
valioso a los ojos del mundo aunque a veces inconscientemente busque el
reconocimiento. Más bien creo que el único reconocimiento que merece la pena es
el del Jesús al caer la tarde cuando vuelvo cansado. Muere el sol sobre la
playa y simplemente le digo a Jesús con mis manos vacías: «Esto es lo que hay,
aquí me tienes». Y Él, conmovido por mi franqueza, sujeta mis manos vacías y
las eleva al cielo. Y de repente, no sé bien cómo, siento que hay un montón de
estrellas llenando el cielo. Acepta mi renuncia y mi entrega. Acepta mis vacíos
y mis miedos. Acepta mis alegrías y mis logros. Es todo tan pequeño al lado del
cielo lleno de estrellas. Y entonces me dice en mitad del mar que vuelva a
remar mar adentro. Y yo le digo que tengo miedo, que estoy cansado y que no he
pescado nada en todo el día. Pero Él insiste y yo le digo que por su palabra
echaré las redes. Y entonces me rompo como tantas veces lo he hecho. En medio
de mis lágrimas siento que estoy hecho para Dios y para el cielo. Y comprendo
que no son mis logros lo que Él busca sino solamente que cada día de nuevo, al
acabar el día, le diga que le quiero y que no pienso abandonarlo nunca. Y que
estoy dispuesto a navegar a la deriva sólo si Él va conmigo, en mi barca.
Porque solo creo en mí cuando Él cree y solo creo en el mar cuando Él está
navegando conmigo y lleva el timón de mi barca. Yo creo en la vida cuando Él la
está despertando en mi propio corazón cada mañana. Y entiendo que el amor
humano que ha ido tejiendo en mi corazón es solamente el camino predilecto que
Él ha elegido para mí. Para llevarme al cielo. No me ha llamado para no amar la
tierra y a los hombres. Al contrario, me ha llamado para amarlos desde mi
corazón de Pastor. Así me ha hecho Él a su imagen. Pastor herido, caminante
cansado que busca encontrarse con Él a cada paso. Por eso me alegra ver que una
y otra vez Dios despierta la vocación donde menos lo espero. Llama corazones
jóvenes y los enciende por su amor. Eso me llena de alegría.
No es fácil tomar decisiones, ni saber muy bien lo que Dios
me pide. No sé si acierto cada vez que elijo o me estoy dejando llevar por mi
debilidad, por las tentaciones que me seducen. No sé si la elección que tomo es
la correcta. Por eso he llegado a la conclusión que la decisión tomada es
siempre la mejor. Cuando opto por algo no vivo pensando en los otros posibles
caminos no elegidos. Si decido subir a la montaña es la mejor elección. Si
decido no hacerlo, también lo es. Dejaré una de las opciones sin probar. Y no
busco comparaciones que lo que logran es quitarme la paz. Elijo desde lo que
soy, desde mi verdad. Y miro a Dios en mi corazón para saber lo que quiere de
mí. Quizás no me queda claro, todo lo cubre una nebulosa. No hay luz. En este
tiempo de Pascua me dejo iluminar por el Espíritu Santo para saber siempre qué
es lo que tengo que hacer. ¿Cuáles son las prioridades en mi vida, mis opciones
fundamentales? No siempre lo tengo claro. Es como si todo fuera importante. O
tal vez nada lo fuera. Cada decisión es difícil porque tiene que ver con la
verdad de mi corazón. Dios quiere que saque lo mejor que hay en mí. Quiere que
me entregue desde mi verdad. ¿Hay caminos más correctos que otros? ¿Hay
decisiones que debí haber tomado y no tomé? ¿Dejé pasar alguna oportunidad ante
mis ojos sin hacer nada? La Pascua es el paso de Dios por mi vida. ¿Lo he visto
pasar? A veces no estoy en el momento exacto, en el lugar correcto, para
encontrarme con Dios. ¿O quizás es Él quien me busca en mi camino para decirme
que me ama sin importarle dónde me encuentro? No lo sé. Mis omisiones me pesan.
Decido sin decidir. Me alejo de Dios sin pretenderlo. Y dejo pasar la oportunidad
que la vida me brinda sin prestar mucha atención. Estoy tan obsesionado con mis
cosas que nada fuera de mis inquietudes me parece importante. Y no veo en una
ordenación sacerdotal una llamada de Dios en mi vida a la conversión. No veo en
el sí que un joven da a Dios una oportunidad para preguntarme si yo estoy
dispuesto a dar tanto o prefiero optar por un camino más fácil. Cada uno en su
lugar. Yo en el mío. Sigue pareciéndome un milagro que un ser humano pueda
pronunciar con voz firme la palabra siempre. Si mi corazón es tan limitado,
¿cómo es posible? No sé si mañana estaré aquí y con fuerzas. No sé si seré
capaz de cargar más tarde esta misma carga. No sé si sonreiré de golpe o
mantendré el rostro serio y preocupado. No sé nada y aún así, ¿Soy capaz de
pronunciar un sí para siempre? No lo sé. Un impulso, una pasión, un
enamoramiento repentino. Siempre que veo en una película la escena en que Pedro
reconoce a Jesús en la pesca milagrosa y se enamora, yo me emociono. Porque es
ese momento en el que Pedro le dice a Jesús en su alma que sí, que lo seguirá a
donde vaya. Ahí me rompo. Le dice que no tendrá dudas de que Él es su lugar. Y
no tanto por los muchos peces que rebosan junto a la barca. El motivo no es la
promesa de fecundidad. Es más bien esa mirada que rompe todas mis barreras y me
deja indefenso. Y entonces mi corazón, como otros corazones, en cualquier
vocación a la que Dios les llama, puede decir que sí, que quiere la plenitud
para siempre, que está dispuesto a dar hasta el extremo, que quiere vivir
amando de la forma como Jesús ama. Y todo porque mi corazón se supo amado. Eso
es lo que gatilla mi deseo. Lo que despierta mi anhelo de volar las más altas
cumbres. Sin ese encuentro en la barca no habría un sí para siempre. Cada uno
sabe cuándo cruzó con Jesús su mirada. Por eso entiendo que muchos jóvenes hoy
no quieran amar para siempre, ni jurar fidelidad eterna. Lo entiendo. Un sí
sostenido en mi carne débil es tan frágil que cualquier desencuentro lo puede
hacer tambalear, cualquier tentación del mundo, cualquier acontecimiento
inesperado. Por eso sólo entiendo el infinito sostenido en la mirada de Dios.
De otra forma me cuesta verlo. Puede que otros lo vivan sin Dios, para mí sería
imposible. Hoy mismo al repetir mi propio sí de nuevo vuelvo a sentir el abismo
bajo mis pies. Y le digo a Dios con la timidez de un hijo esa frase que ha
marcado mi vida: «Sí, por la gracia de Dios». La pronuncié por primera vez el
día de mi ordenación, la repito desde entonces cada día. Sí, estoy dispuesto si
Dios me sostiene. Sí, le seguiré si Él mismo navega conmigo y marca con el
timón el rumbo que ignoro. Y entonces mi decisión es la correcta. La que un día
fue clara y el tiempo no ha logrado nublar. Porque los sueños siguen estando
vivos en mi corazón de niño. Y me siento tan pequeño que su amor me levanta por
encima de mis inseguridades. Y sueño con llegar a las cumbres que aún no veo.
Tengo el alma en paz. Y sea lo que sea lo que decido, lo tengo claro, Dios
decide dentro de mi alma.
La paciencia es un don que Dios tiene y que a mí me falta.
Sé que siempre me mira con paciencia y misericordia. ¿Cómo puedo aprender yo a
tener paciencia? Es difícil. Me obsesiono con las cosas que deseo y me dejo
llevar por mis fijaciones. ¿Cómo puedo alterar el ritmo al que el tiempo avanza
cada día? Tengo prisa por llegar a la meta y alcanzar los sueños. En esta vida
tener demasiada prisa no es bueno porque me tensiona. Tengo claro que todo
llega a su tiempo, cuando tiene que ser. Como la planta que crece al ritmo del
agua y del sol. A su tiempo, sin prisas. Sin que yo pueda acelerar su
crecimiento desde dentro hacia fuera, desde el interior a la superficie, desde
lo hondo a las alturas. Sin que pueda forzar al capullo para poder ver la flor.
Me abismo en mis miedos queriendo que todo suceda como yo espero. He puesto mi
confianza en mis fuerzas, pensando que soy yo el que puede lograrlo todo y
alcanzar las metas. Y me asusta que no se arreglen los problemas y la vida no
sea como tengo planeado. Y me altero. Tengo que respirar con calma mientras me
aferro al presente. No quiero angustiarme por aquello que no depende de mí y no
controlo. Me gustaría que fueran las cosas diferentes. Que las aguas tuvieran
otro ritmo. Es como cuando el tiempo amenaza lluvia y yo no puedo hacer nada para
detener las nubes. ¿La paciencia es un don que viene del cielo? Eso espero, por
eso lo pido. Pido ser paciente conmigo mismo, con mis ritmos, con mis talentos
y defectos. Paciente al ver que mis imperfecciones complican el ritmo de la
vida. Y soy yo un obstáculo que no deja que funcionen las cosas. Paciencia al
ver cómo soy yo en mis límites. No me quiero alterar. Quiero perdonar mi
pobreza. Sueño con otros tiempos y con otras metas. Miro a mi prójimo y veo
también sus límites. Veo que no es como yo deseo y me impaciento. Le pido peras
al olmo, como dice el dicho. Espero frutos que la persona no me puede dar. Y me
impaciento cuando no se cumple lo que deseo. Como si yo pudiera cambiar a las
personas y acelerar sus ritmos sólo con mi deseo. Eso no sucede. Deseo tener la
paciencia de Dios. Él espera que la vida cumpla sus ritmos. No se altera, no se
enoja con el mundo, ni conmigo. No vive pidiéndole al hombre lo que no le puede
dar. Quisiera poseer la paciencia del que ama. «Los educadores son personas que
aman y no pueden dejar de amar, y las personas que padecen este estancamiento
de los afectos nos dan la ocasión de obrar como el buen samaritano y verter
bálsamo sobre sus llagas. Hace falta, además, mucha paciencia, porque ellas se
sienten inhibidas ante todo afecto humano» . Es la paciencia del padre que
cuida a su hijo en la enfermedad. La paciencia del educador que sabe que los
procesos interiores son lentos y profundos. La paciencia de ese Dios de mi vida
que me mira como lo hace el buen samaritano. Se detiene, observa y cura mis
heridas. Decía el Cura de Ars: «La paciencia de Dios nos aguarda». Pienso en la
paciencia del buen samaritano que se detiene al borde del camino para atender
al más herido, a aquel al que todos desprecian. Sé que la paciencia es un don
que pido todos los días y no me llega. Me impaciento con el amigo importuno que
golpea mi puerta una y otra vez. Me pongo nervioso con el que hace las cosas a
otro ritmo. No llega lo que deseo y me canso de esperar en mi impaciencia. Al
final todo llega, a su tiempo, cada día tiene su afán. El árbol crece a ritmo
de años. Y esa planta que parecía muerta después de las heladas cobra vida a
ritmo muy lento y pausado. Me gusta pensar en los planes de Dios que no son los
míos, porque no me pertenecen. Son suyos. Me adapto a su ritmo. En ocasiones
esperar una hora me parece mucho, un día entero demasiado. Un mes es una
inmensidad y un año parece eterno. Pero no hay plazo que no se cumpla, todo
llega. Para Dios diez años son un día, una sombra que pasa. En Él no hay
tiempo, ni prisas, ni plazos que cumplir. Y esa forma de medir la vida me gusta
más que mi ritmo agitado e inquieto. Vivo buscando que las cosas se adapten a
mí, igual que las personas, en lugar de pensar que soy yo el que tiene que
adaptarse a la realidad para no vivir triste y desesperado. No llevo cuentas
del mal que recibo ni de las promesas incumplidas. Me contento con poco, eso
que sucede es lo que deseo. Miro alegre lo que hay, y no pienso en lo que
debiera haber. No espero de la vida lo que no puede darme. Ni de las personas
lo que no les he pedido. Aguardo paciente al final del día a que todo suceda
según los deseos de Dios, no según los míos. Y beso agradecido la vida como es
sin querer que todo sea diferente. Amanezco cada mañana soñando con la noche. Y
me acuesto cada noche soñando con el día. Así de sencillo, sin prisas, sin
agobios, sin muchas pretensiones.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira Costales
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