16 de mayo de 2021
Hermano:
«Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros,
y vuestra alegría llegue a plenitud»
«Tengo que aprender a creer siempre en lo bueno que hay en
cada persona. Incluso cuando he tocado su pecado y he visto su pobreza»
Dos de cada tres concejos de Asturias ya están en la «nueva
normalidad»
Por primera vez desde agosto se registra una semana con por
debajo de los 65 contagios diarios.
Hay una serie que me está tocando el corazón. Cada capítulo
que veo me abre el alma y me rompe un poco por dentro. Conozco la historia
porque la he leído muchas veces. En la serie «Chosen» se recrea la vida de
Jesús. Una historia que no trae la novedad de un guión novedoso. Pero en ella
me cuenta lo que ya conozco de una forma diferente. Poniendo color y vida a lo
que yo sueño en mi corazón. El otro día presencié la vocación de Mateo: «Vio a
un hombre llamado Mateo, que estaba sentado en el lugar donde cobraba los
impuestos para Roma. Jesús le dijo: –Sígueme. Mateo se levantó y le siguió». Mt
9,9. Muchas veces me la he imaginado en mi alma. Me gusta este apóstol que deja
todas sus seguridades por seguir a Jesús. Y nunca olvida de dónde viene, su
pasado. En su Evangelio, al hablar de sí mismo, no se olvida de su historia, de
su pecado público: «Mateo, el que cobraba impuestos para Roma». Mt 10,3. Era
publicano, recaudador de impuestos y siempre lo seguiría siendo. Porque uno no
renuncia nunca a su pasado. Era uno de los doce y se menciona de esta forma
para no caer en el orgullo de creerse especial. Como publicano había sido
odiado por los suyos, por los judíos y se había arrastrado con actitud servil
ante los romanos. Había sacado provecho de su inteligencia, haciendo de su
trabajo una fuente de dinero. Este hombre tenía un alma pura y empezó a
observar de lejos a Jesús. No se atrevía a acercarse, porque no era digno. En
realidad nadie es digno. En la ordenación sacerdotal el obispo pregunta:
«¿Saben si es digno?». Siempre me ha resultado difícil esa pregunta. Creo que
nadie es digno de nada. Y sé muy bien que en el momento en el que me sienta
digno me alejaré de Dios, porque no me hará falta ya su misericordia. Veré todo
como un derecho, como un pago por mis servicios, como si lo mereciera todo y no
me hiciera falta tocar la misericordia. En esa escena Jesús pasa un día delante
de su puesto donde él cobraba impuestos y lo llama por su nombre: «Mateo». Lo
llama y lo mira. Y le pide que lo siga. Pero él, que no se siente digno, no
entiende nada. ¿Él? Si no es digno. Así lo piensan también pedro y los otros
discípulos que miran la escena sorprendidos. Es diferente a ellos, es un
enemigo del pueblo. Alguien que se aprovecha de las circunstancias adversas
para sacar un provecho personal. ¿Por qué convivir con aquel al que todos
odian? Y entonces Jesús le pide a Pedro que se acostumbre a lo diferente. Y él
no lo entiende. Y Mateo ese día se va con Jesús a una cena que dará en su
propia casa. Lo deja todo por culpa de esa llamada tan clara. No sabe lo que va
a hacer ahora. Sólo es consciente de lo que tiene que dejar detrás para poder
seguir al Maestro. Y lo deja todo. Deja su dinero, su posición, su seguridad.
Sigue a Jesús a cambio de nada. Parece todo tan absurdo en ese seguimiento sin
rumbo. Ese seguimiento sin beneficio, ni ventajas. Lo deja todo por culpa de
esa mirada, por esa voz que pronuncia con claridad su nombre en medio de tantos
ruidos. ¿Es eso posible? ¿Merece la pena? Yo digo que sigo a Jesús. Que lo he
dejado todo por Él más de una vez. Pero luego veo cómo me aferro a mi puesto, a
mi lugar, a mis bienes, a mi prestigio, a mi gente, a mi posición. Estoy
dispuesto a acallar todas esas voces que pretendan sacarme de mi seguridad para
seguir a Jesús por caminos extraños. Mateo ese día estaba apegado a muchas
seguridades. Era un privilegiado de su pueblo. Era un protegido. Tenía dinero y
posición. El odio de sus hermanos no le importaba. En su soledad estaba seguro.
¿Por qué tiene que dejarlo todo? Por una mirada que lo hace sentirse valioso y
amado. Jesús lo elige a Él. Él, en realidad, no elige ser su discípulo. Ni se
imagina esa opción. Jesús se salta toda la lógica y llama a un enemigo del
pueblo. Comer con publicanos y pecadores es lo peor que Él puede hacer. Y lo
hace. Come con los miserables, con los indignos. A veces me preocupa sentir que
tengo derecho a la vida, a la alegría, al amor, a que las cosas salgan según
mis planes. Es como si creyera que tengo derecho a todo lo bueno que me pasa en
esta vida. Me asusta dejar de pensar que necesito la misericordia para caminar
cada mañana. Sin esa misericordia de Jesús con Mateo mi vida no tiene sentido.
Necesito que Jesús me mire, me llame por mi nombre y me pida que lo siga.
Necesito que se detenga ante mi puesto donde vivo seguro en mis posesiones y
bienes. Y me diga que me llama, que quiere estar conmigo. Que me lo diga cada
día. Para que no me crea digno. Para que saboree de nuevo mi pobreza, mi
pecado, mi mediocridad. Y escuche de nuevo con fuerza esa voz que me levanta,
me sana y me hace sentirme querido.
La confianza es un don que doy y un don que recibo. Es muy
difícil confiar en las personas. Saber que me pueden fallar y abrir mi alma,
entregar el corazón. Tengo que aprender a regalar confianza fijándome en lo
bueno que hay en cada uno. Cuando me fijo sólo en lo negativo no confío en lo que
veo. Y aquel al que digo amar no se siente amado. Cuando confío en la belleza
escondida en quien tengo ante mí todo cambia. Y a partir de ese momento
comienza una relación nueva. He descubierto su don, su belleza, su tesoro. Y al
mostrárselo se crea una relación nueva de confianza. Es el camino del educador.
Del que ama y desea el bien de la persona amada. Tengo que aprender a creer
siempre en lo bueno que hay en cada persona. Incluso cuando he tocado su pecado
y he visto su pobreza. Ese amor incondicional es el que regala una confianza
que es la piedra firme de mi vida. Cuando me miran y descubren en mi interior
un don escondido, cambia todo en mi alma. Me siento amado desde lo que soy, no
desde lo que debería ser. Hace falta una mirada aguda para ver el tesoro
escondido. Tengo que buscarlo y encontrarlo en mi interior y en el de aquellos
que se me confían. La confianza es frágil. Su piel muy fina. Si me descuido
puedo dañarla y ya no habrá un camino de vuelta. No es tan fácil recuperar la
inocencia perdida del que confiando se ha visto traicionado. ¡Qué importante
guardar como un tesoro todo lo que me cuentan! Lo guardo como un tesoro inmenso
que me confían. Me arrodillo ante la vida de aquel que se detiene ante mis
ojos. Aguardo paciente y en silencio. Me admiro ante esa vida que es siempre un
misterio. Y ante todo lo que hay en él guardo un respeto inmenso. Necesito
tener una y otra vez paciencia porque los procesos que se darán en su corazón
son lentos. No puedo empujar las aguas del río, ni forzar al capullo para que
estalle y me deje ver la flor. El crecimiento siempre es lento y desde dentro,
desde lo más profundo, hacia el exterior. No tengo que claudicar. Empiezo
siempre de nuevo porque la confianza se renueva cada mañana. Tengo que creer en
la bondad escondida en cada persona aunque sienta que no responde a mis
expectativas. Una actitud de confianza en quien amo es capaz de despertar y
desarrollar en el amado energías positivas. Cuando creen en mí se despierta la
fe y la confianza. Creo que puedo llegar más lejos porque alguien me ha mirado
con amor, con misericordia. Sin exigirme dar lo que no tengo. No es tan
sencillo vivir de esa manera. Confiando siempre en todo lo que Dios ha puesto
en el corazón de los demás. Confiar en mí mismo, en los demás, en los que amo.
Confiar me da seguridad, me da libertad interior. No es tan sencillo confiar
siempre cuando las cosas no salen como yo espero, cuando los fracasos y las
decepciones forman parte de mi vida limitada. Cuando creen en mí brota en mi
alma una fuerza interior antes desconocida. Leía el otro día: «Necesito tener a
mi lado a un hombre que me haga creer que existo; que no desaparecí; que era
Mario el que no me veía pero que aun así yo sí existía; que soy una mujer real,
con sentimientos, ilusiones y deseos» . Cuando creen en mí es porque alguien me
ve. Existo. Soy visible. No he desaparecido del mundo. Tengo un valor inmenso
oculto en el alma. Esa mirada creyente sobre mi vida saca la mejor versión de mí
y me lleva al mismo tiempo a creer y confiar en los demás y en la vida. Esa
confianza recibida me lleva a Dios. Los hombres que Dios pone en el camino son
los lazos humanos que lanza Dios en mi vida para que me salven y me ayuden a
confiar en su poder. Es muy difícil llegar a creer en ese Dios al que no veo si
no confío en las personas que Él pone en mi camino. Son puentes al cielo.
Cuando confían en mí, cuando me valoran, todo cambia. Doy mi mejor versión y
soy más feliz. Cuando noto desconfianza. O veo que los demás no creen en mis
dones, en mis habilidades, en mi verdad. Entonces todo cambia y me cierro. Me
niego a dejarme herir de nuevo. La desconfianza que siento de muchas formas
posibles me hace daño. Puede ser indiferencia, puede ser olvido. Pueden ser
omisiones que me duelen porque esperaba algo más. O pueden ser palabras
hirientes, burlas que muestran en público mi debilidad. Siento que desconfían y
construyo un muro a mi alrededor para que nadie entre en él. Para que nadie más
me haga daño. Necesito confiar y sentir que confían en mí. Es un camino de ida
y vuelta. Desde dentro al corazón del otro. Desde su corazón al mío. Y desde
esa confianza humana brota la confianza en un Dios cercano que nunca me deja
solo.
Me sorprende cuando veo a personas que se engañan pensando
que es amor lo que viven, cuando a mí me parece que no lo es. Soportan la
violencia silenciosa, aceptan los gritos como algo normal y asumen el maltrato
como presión sicológica de quien dice amarlas. No se rebelan en ningún momento.
Quizás porque piensan que van a cambiar el corazón de quien en ese momento
parece no amar bien. O porque creen que aquel que no sabe amar va a aprender
con el tiempo. O tal vez entienden sus heridas del pasado, aceptan su miseria y
aman su debilidad. O a lo mejor aguantan porque no tienen dónde ir si huyen, si
emprenden una vida diferente. No es amor todo lo que se engloba bajo ese
nombre. La falta de respeto nunca es amor. Ni el insulto, ni el agravio. Me
impresiona cuando miro mi corazón lleno de ira y simplemente digo que soy así,
que no puedo evitarlo, que reacciono por mis heridas del pasado. ¿Acaso no
puedo cambiar? El verdadero amor no levanta la voz, no se altera, no denigra a
quien dice amar, no insulta, no expone en público sus debilidades, no condena,
no ridiculiza. El verdadero amor es dulce y tierno. Comprensivo y
misericordioso. Es enaltecedor y veraz. Cauto y silencioso. Es un amor que
construye, nunca destruye. Es un amor que ve lo bueno en el corazón amado y no
se fija sólo en lo malo. No expone los defectos de la persona amada en público,
no se ríe delante de otros. El amor sano cuida el pudor como lo más sagrado,
protege la inocencia de aquel a quien ama, guarda sus secretos como el mayor
tesoro y venera lo sagrado que descubre en el alma amada. Si no soy amado de
esta forma, es mejor no ser amado. Y si yo no amo de esa manera, mejor aprender
a amar antes de seguir haciendo daño a quien me ama. No es fácil aprender a
amar, porque aprendo de niño. Escucho una forma de expresar el cariño, me acostumbro
a unas caricias determinadas, me apropio de un lenguaje y de unas formas que
heredo de forma inconsciente. Y amo tal como he sido amado o no amado en mi
familia. Mis heridas me enseñan el camino del odio o del amor. Por eso no es
tan fácil comprender que puedo ser amado de una forma diferente a la que he
vivido siempre, desde niño. Si me acostumbro a los gritos y a la ira en mi
hogar es posible que repita los moldes aprendidos. Si veo cómo mis padres se
tratan sin respeto, con agresiones, sin cuidado, es fácil que yo acabe
repitiendo lo mismo incluso aunque me haya prometido no hacerlo. Expresar el
amor bien y que me entiendan es un don que necesito. Adaptarme a la forma de
amar del que me ama, es el camino. Aprender nuevas formas de amor nunca vividas
es mi senda de salvación. Puedo hacerlo, puedo lograrlo. Lo que no puedo es
acostumbrarme a una vida a medias sin hacer nada por cambiarla. Si me domina la
ira y no sé controlarme, no puedo conformarme diciendo que soy así. Si necesito
la ayuda de alguien la pediré. No me conformaré con lo que vivo. Si no sé amar
de la forma correcta, pediré que me enseñen. Si no me tratan de una forma
libre, enaltecedora, tomaré medidas para que eso cambie. No me conformaré con
la mediocridad en mi vida, cuando puedo aspirar a vivir un amor santo y hondo.
No viviré sometido, cuando estoy hecho para la verdad y la libertad. No viviré
con miedo, cuando el amor tiene que sacar lo mejor de mí. No dejaré de ser
quien soy por miedo al rechazo y a no ser aceptado. No viviré escondiéndome por
miedo a que me hagan daño. El verdadero amor al que aspiro es el de Jesucristo.
Es el que me tiene a mí y tuvo a los hombres cuando vivió entre ellos. Un amor
que protege al débil, sostiene al que se cae, levanta al caído. Un amor que
alaba y admira. Que perdona y confía. Un amor que no se detiene nunca ante los
problemas, sino que lucha por enfrentarlos y encontrar una salida. El amor con
el que sueño es el que lleva en su interior la semilla de la eternidad. Un amor
que se renueva cada mañana porque ha nacido para durar siempre. Creo en ese
amor que libera. En ese amor que se sacrifica buscando el bien de la persona
amada. Sabe renunciar a los planes y proyectos propios por amor. Se pone en un
segundo plano cuando es necesario. No se deja llevar por el orgullo, prefiere
cuidar lo que tiene antes que arriesgarse a perderlo por querer tener razón. El
amor en el que creo no discute por orgullo sino tratando de llegar a la verdad,
pero sin herir, sin querer vencer ni imponer su verdad. El amor que quiero
vivir se nutre de la misericordia y anhela en su interior ser incondicional. No
ama con la condición de que el amado cambie. Ama deseando que su amor logre
cambiarlo sacando lo mejor de su interior. El amor que deseo es un amor noble,
que no fuerza ni obliga. Un amor humilde que espera siempre con respeto a que
se abra la puerta del corazón amado. No exige, sólo aguarda. El amor que sueño
es un amor fiel que cuida los detalles y la ternura. El cariño y las caricias.
Es creativo y busca siempre nuevas metas que perseguir, se reinventa. El amor
que Dios sueña para mi vida se parece al suyo. Él mismo me ama de esa forma
aunque a veces no lo vea. Respeta todos mis pasos y me ama cada vez que me
alejo. Aguarda mi regreso y me busca cuando me pierdo. Le pido a Dios que me
enseñe los caminos del amor. Porque yo también deseo, bien lo sé, lo que todos
desean: amar y ser amado. Amar como Dios me ama, mejor de lo que yo con mi
torpeza puedo amarlo a Él.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira Costales.
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