miércoles, 6 de enero de 2021

CARTAS DE ESPERANZA 6 ENERO DE 2021

 



6 de enero de 2021

 

Hermano:

 

 

 «Él estaba en el principio junto a Dios. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió»

«Es un lujo levantarme cada mañana con salud. Un lujo tener un lugar donde vivir y personas que me quieren. Es un lujo poder amar a los míos y saberme amado por ellos»

Los brotes de Avilés y del Sporting obligan a Salud a pedir a los jóvenes de seis concejos que limiten su vida social.

El llamamiento del Principado, que estudia la relación de los casos de cepa británica con un brote en un colegio, está dirigido a los que residen en los concejos de Gijón, Avilés, Castrillón, Corvera, Carreño y Gozón.

Salud pide a los jóvenes de 15 a 25 años que restrinjan su vida social en los próximos días.

Esta noche, como todas las noches, tiene algo mágico que asusta y conmueve a partes iguales. La noche con sus sombras inquieta. Recoge la luz de todo un día. Y guarda lo vivido como algo sagrado. En la noche Dios me habla en sueños. En la noche el cansancio me invita a descansar. En la noche nace un Niño en un pesebre, en un portal, en Belén y muy pocos comprenden lo que sucede. Es sólo una noche, el final de un día, el comienzo del siguiente y la vida sigue igual. Estoy tan acostumbrado a pasar la página de mi día. Es tan habitual ir olvidando lo que vivo a medida que pasa y lo guardo dentro del alma. Es como si el sueño dejara de dibujar los contornos de lo amado, de lo entregado, de lo vivido. Me da miedo vivir pasando páginas y dejando que todas se consuman en un fuego extraño lleno de olvido. Quisiera ser un maestro en sacar del pozo del recuerdo oleadas de sabiduría. Pero sé que lo que vivo nunca cae en saco roto. Me importa vivir amando para grabar dentro de mí las experiencias más hondas, las que me han dado la vida. Que nunca llegue a olvidarlas. Merece la pena vivir, amar, sentir. Merece la pena escribir una historia santa, digna de ser recordada. Entre el olvido y el recuerdo elijo siempre hacer memoria. Incluso cuando al sacar de dentro del alma encuentro experiencias difíciles que casi siempre quiero olvidar. Pero no puedo, justo esas no se olvidan. Caprichosa la memoria que guarda fielmente las heridas, los rencores, los agravios sufridos. Pero en esta noche que es santa quiero recordar la bondad, la vida, la alegría, los abrazos, las palabras importantes, los silencios sagrados. Quiero traerlos todos a la conciencia. Que no se me olvide nada. Ni la fecha, ni la hora, ni el momento del día, ni la luz que percibía dentro de mi pecho. Todo quiero retenerlo, es sagrado. No para aprender de mi pasado. No es esa la idea. Sé que tengo una tendencia casi innata a repetir de forma obsesiva mis comportamientos torpes. Palabras dichas en el momento menos oportuno. Omisiones que me cuestan perder el momento para hacer algo importante. No quiero recordar para aprender a vivir. Es más bien que los recuerdos me construyen, me sanan por dentro, me levantan. Son como las raíces sobre las que mi vida se asienta firme. Esos pilares que me identifican. Un bálsamo en el dolor. Y en esta noche ante el Niño vengo con el alma llena de recuerdos. De historias vividas, y de otras que ahora vivo con la fuerza de un niño, con la pasión de un hombre. No le tengo miedo al futuro porque el pasado guardado me sostiene, me mantiene en pie, me alegra. Pase lo que pase, creo poder decir que he vivido. Que mi vida ha merecido la pena y que hasta mis errores y torpezas embellecen mi pobreza. No me guardo nada oculto dentro de mi alma. Todo lo pongo ante el Niño que sólo mira conmovido. Son mis manos vacías las que más le impresionan. Porque hace falta tener paz en el alma para no traer nada ante el Niño. Solo mi vida, sólo yo y mi pobreza. ¿Es eso lo que Él quiere? Ya no lo sé con certeza, pero lo intuyo. Creo que sí, que sólo necesita esa memoria del alma que guarda lo vivido como un don sagrado. Sólo temo dejar de vivir con pasión la vida que me toca. Con alegría el presente. Con paz mirar la vida pasada. Soy el que soy fruto de mis decisiones y cada día es una segunda oportunidad que Dios me da para recomponer mi vida. Quiero aceptarme tal y como soy, en mi pequeñez. Es lo más valioso que puedo entregarle al Niño en esta noche de olvidos y recuerdos. En esta noche en la que todo comienza, justo cuando muere el día. Todo surge con una luz nueva, justo al apagarse todas las luces de la vida. Y en medio del olvido brota la memoria. Porque reconciliarme con mi propia historia es lo más grande que le puede pasar a una persona. Y Jesús, ese niño envuelto en pañales, me hace ver que mi vida merece tanto la pena. No quiero guardar rencores en esta noche santa. No quiero olvidarme de lo importante que he vivido. Lo escribiré todo para leerle al Niño mi carta más profunda. Mis palabras más ciertas. Mis silencios más bellos. Jesús escuchará con el alma abierta. Dispuesto a dejarme pasar dentro de su vida en esta noche. Mis manos vacías, nada temo.

Llegan las fiestas de Navidad y no sé bien cómo mirar al cielo. Dejo de pensar solo en mí, en lo que a mí me angustia y quita la paz. Dejo de pensar sólo en mis problemas. Quizás no encuentro hoy las palabras para vivir con paz en la tierra. El otro día leí una frase que movió mi alma: «Para que te ocupes de lo que realmente importa en la vida». Y la frase acompañaba la historia de un abuelo que hacía ejercicio para estar en forma y poder alzar a su nieta en brazos y que ella pudiera colocar en lo alto del árbol de Navidad la estrella. Una estrella que iluminara sus vidas. Pienso en las cosas pequeñas que de verdad importan. ¿Qué es lo que realmente importa en mi vida al arrodillarme en estos días delante del Nacimiento del Señor? Viene Dios a hacerse hombre entre mis brazos, pequeño, humano, frágil. ¡Qué curioso! Un Dios frágil. Cuando yo pierdo tanto tiempo en querer ser como Dios. Quiero hacerlo todo bien, llegar a todo y a todos, ser perfecto. Y siento que pierdo el tiempo en cosas poco importantes. Vivo compitiendo con competidores que imagino en mi propio corazón. Parece que intento hacerlo todo mejor que otros. ¿Es eso realmente lo importante? Vivo mendigando el reconocimiento de los que me rodean. Quiero que me quieran más que a otros. Quiero tener el mejor lugar y que todos me lo agradezcan. Quiero que valoren mi esfuerzo, mi sacrificio, mi vida entregada como ofrenda. Que vean todo lo que hago y aplaudan ante mis ojos. Y si no lo hacen, y si otros son mejor vistos o más valorados y tomados en cuenta que yo, entonces sufro sintiendo que soy poco valioso. ¡Cuánta pobreza hay en mi corazón! La angustia se apodera de mi alma y la tristeza. Me molesta que otros copien mis ideas. Que otros triunfen donde yo fracaso. ¿Es todo eso lo que realmente importa en esta vida que quiere ser habitada por Dios? Vivo tratando de cumplir, de hacer lo que corresponde. Mi orgullo es tan poderoso, mi amor propio. Yo intento cumplir para demostrarme algo quizás, no lo sé. Veo que a otros que no lo hacen todo bien les va mejor que a mí. El amor de Dios puede lograr milagros en mí: «Él nos regala gusto por ser buenos, alegría en ser buenos». Muchas veces he creído que ser bueno era un deber, una obligación, pero nunca un placer. Veía que hacer el bien era dejar a mi hermano el mejor regalo, u ocultarme yo para que él brillara, o ceder en mis planes aceptando los de los otros. Hacía el bien y era bueno. Y a veces me rebelaba contra esa aparente injusticia. Bueno para ceder, para sacrificarme. Era lo que Dios siempre esperaba de mí. Eso creía. El problema no es el bien que hago, sino la actitud de mi alma al hacerlo. ¿Dónde está mi orgullo? El orgullo de querer hacerlo todo bien. Como un deber grabado en la piel. Ahora me detengo ante Dios hecho hombre, niño y quiero aprender a ver que hacer el bien y ser bueno es un gusto, una alegría, más que una obligación. Quiero ser bueno y no competir en ese ser bueno y hacer el bien. A veces creo que quería ser bueno para ser mejor que otros, o incluso ser el mejor. Siento que en esos casos me he equivocado. No hay que ser mejor en nada en la vida, basta con ser bueno. El tenista Rafael Nadal decía: «Me gustaría que me recordasen como una buena persona». Basta con bueno para ser feliz, eso me va quedando claro. O más aún, creo que sólo seré feliz si soy mejor persona, mejor padre, mejor hijo, mejor trabajador. No el mejor en todo lo que hago, ni el más inteligente, ni el más capaz. Ser el mejor en algo, en lo mío, no es lo que me da la paz. Siempre puede surgir alguien que me supere. Miro con humildad mi vida y me alegro de lo que Dios hace conmigo. ¿De verdad ser bueno es lo más importante? El mundo con sus pasiones, con sus modas, con sus cantos de sirena, sigue despertando al hombre herido que llevo dentro. Ese hombre que busca la aprobación del mundo en todo lo que hace. Y quiere que el mundo se arrodille a sus pies. ¡Cuánta vanidad en mis gestos, en mis palabras! ¿Cómo lograré ser más humilde esta Navidad? A veces me descubro en mi pobreza alentando mi deseo de ser casi más grande que Dios. Se me olvida que soy pequeño, un niño desvalido, un hombre herido. Sólo necesito ser hijo necesitado, ser pobre, ser pequeño delante de este Nacimiento en el que Dios se hace carne de mi carne. No viene Dios mostrando su poder, sino su indefensión. Será que me está mostrando un camino. No tengo que ser el más grande, ni el mejor. Sólo la aceptación de mi pobreza es lo que me acerca a Dios. Tengo claro que la vanidad me aleja de Él porque, en esos momentos poderosos en los que triunfo, siento que no lo necesito. De rodillas ante Jesús renuevo mi deseo de ser simplemente bueno esta Navidad. No el mejor, sólo bueno. Y eso ya es mucho. Y alegrarme en esa bondad que es un don de Dios inmenso, un don, no un deber. Algo que se me da como un regalo, no algo que conquisto. Esta Navidad acepto la bondad de los que me aman más de lo que yo puedo demostrarles. No estoy en deuda con ellos. Todo es gratuidad. Y esa bondad humana que se me regala, se convierte en un alimento que saca lo mejor de mí.

Dejo caer entre mis dedos la nostalgia y el frío. El sol se ha puesto de repente o más bien es que nace Dios en una cueva y una luz extraña lo llena todo de alegría. ¿Cómo es posible que Dios quiera hacerse niño, tan débil, tan humano? Jamás lo entiende mi razonamiento que me lleva a querer dar razones de todo. Mientras tanto mi corazón se calla, no busca explicaciones, sólo acoge la luz cada mañana, o reposa cada noche cuando el sol se oculta entre las sombras. Es Navidad. Y me detengo donde estoy, en este presente eterno que se me regala. Quiero la vida, el amor y la esperanza. Quiero los abrazos que ahora se me niegan y las conversaciones que nunca mueren. Quiero lo que de verdad queda cuando disipo lo superficial de mi vida, lo que no vale tanto aunque a menudo me empeñe en darle más valor que a todo lo demás. Y me quedo pensando en ese deseo profundo que tiene mi alma. Abrazo en Navidad la alegría que se derrama de un nacimiento escondido. Nace Dios y su presencia ilumina mi camino. Me quedo con lo que cuenta, con las miradas de aceptación, con las palabras sin rencor, que enaltecen y elevan el ambiente. Me quedo con las frases limpias, escritas o pronunciadas a viva voz. Elijo la parte positiva de todo lo que me sucede, incluso cuando sufro o me duele la vida. Elijo los momentos sencillos, sin muchos más adornos, más bien desnudos, despojados de ropajes que todo lo disimulan. Elijo las sonrisas que lo llenan todo de vida y la paz antes que la guerra, porque levanta el ánimo. Elijo subir a la montaña para luego bajarla, no importa cuánto tarde. Elijo contestarte y no dejarte en visto, no para cumplir expectativas, sino porque elijo la vida, y el amor, y los sueños. Me visto de esperanza, al fin y al cabo, «estás hecho de la misma materia que los sueños», como decía Shakespeare. Estoy hecho de sueños. La misma materia soñada por Dios. Esa misma vida que no he imaginado y es la que se despliega ante mis ojos. Elijo reírme un poco de mí mismo, para no tomarme demasiado en serio. Elijo abrazar a los que amo, para añorar después esos abrazos, y repetirlos en mi memoria que está viva. Elijo la vida, nunca la muerte. Y los silencios que aprueban antes que los gritos. Elijo los halagos y desprecio los reproches. Acojo como un don la vida sencilla, sin pretensiones. Cenar cualquier cosa, regalar poesía. Decir que te quiero, no guardarme nada por miedo a que me rechacen. Elijo las verdades, no las dulces mentiras. Elijo vivir con paz, no en lucha conmigo mismo. Elijo perder si eso trae paz a mi vida. Elijo el desprecio si es lo que me toca. Elijo la soledad si es para tener más raíces. Elijo los bosques que me llevan a lo hondo de mi vida. Elijo los abrazos que son tan gratuitos. Y las palabras sinceras que me llenan el ánimo. Elijo perder el tiempo con los que amo. Elijo no llevar cuentas del mal recibido y menos aún del bien que yo hago. Elijo palpar la vida por fuera, con respeto infinito, sin quebrantar la inocencia de los que se me confían. Elijo la libertad y el respeto hondo a todas las decisiones. Elijo al Niño que nace y viene a quedarse conmigo, aunque no lo comprenda. Elijo la compasión y la misericordia como respuestas. Elijo no juzgar ni condenar a nadie. Elijo los puestos ocultos, no los primeros en la vida. Elijo lo que me toca vivir sin antes haberlo elegido. Incluso cuando es dolor, por ser enfermedad o muerte, nada más lejos de ese deseo de Dios de que yo viva eternamente. Elijo amar a Dios en todos a los que amo. Y elijo comenzar de nuevo cada mañana con el corazón alegre. Y acostarme cansado, por haber vivido, con el corazón tranquilo, sin tantos miedos. Elijo confiar, aun cuando me hayan fallado. Elijo ser yo mismo, aunque otros quieran que sea diferente. Me acuesto y amanezco sin dejar de ser hijo, de ser niño. He descubierto a tientas el rostro de mi padre. No dejaré ya nunca a los que me han amado, a los que yo he amado. No tengo miedo a la vida que se escapa entre los dedos. Confieso que he vivido y las canas lo prueban. Que he entregado mi vida entre el alba y la noche. Deshojando misterios escondidos en el aire. Sin temor a esas luces que se apagan y encienden. Es Navidad, sonrío y me agacho ante el Niño con mis manos vacías. Tantas cosas he hecho. ¿Dónde las he dejado? No importa tanto, sólo cuenta el Niño. Y mis manos vacías sólo llenas de sueños. Al fin y al cabo todo es esa misma materia que se eleva en el cielo, buscando las respuestas. Y mientras tanto me dejo querer. Cuánto cuesta dejarse amar y estar en deuda con quien me ama. ¿Cuándo entenderé el secreto de la gratuidad? Lo que me hace más grande es ser pequeño. Y lo que me hace más rico es reconocerme pobre. No me ama Dios más cuando yo más lo amo. Es justo al revés. En mi debilidad Dios se derrama en gracias, se conmueve y se llenan de luz todas mis noches y los rincones oscuros de mis entrañas. Y sonrío a ese Niño que se ríe de mí, o de la vida. Yo aún no he dicho nada y Él ya lo sabe todo y toma mis manos en las suyas, estando vacías. Me quedo quieto, cansado, feliz, dormido. No sé bien cuántas cosas he de vivir para ser de verdad de Dios, para ser niño, hijo y poder amar así en Él todos sus sueños, mis propios sueños. Y caminar tranquilo por sus santos caminos.

Dios se hace carne por algún motivo que no alcanzo a comprender. Se hace hombre como yo, sin pecado, pero sujeto a las tentaciones. Frágil, humano, caduco. Busco razones teológicas para entender cómo es posible que la omnipotencia se vuelva impotente, y la eternidad se limite en el tiempo. Para lograr que el que es camino nazca sin poder caminar. Y el que es la Palabra nazca sin poder hablar. Todo permanece ante mis ojos lleno de misterio, que a mí, hombre de este siglo, me incomoda. Quiero saberlo todo, comprender todas las cosas, desentrañar lo enredado y desvelar lo oculto. Pero no lo logro y sigue sin cuadrarme todo en mi alma que quiere razones y las exige. ¿Por qué se hizo niño indefenso siendo poderoso? ¿Por qué asumió ese rostro, esa piel, esa lengua, esa religión, esa tierra? Sigo sin encontrar razones suficientes para elegir un camino y no otro. Pero es Navidad y entonces decido dejarme caer de rodillas en oración ante mi nacimiento. Sin entenderlo acepto la realidad en su belleza, en su misterio. Un Dios sin defensas, vulnerable, ignorante, desconocido, perseguido. ¿Qué peligro podía tener un niño indefenso? Es temible en lo que puede suponer un Dios hecho niño que llegue a ser hombre y pretenda ser rey. Puede intimidar a los poderosos y poner en peligro su poder. Por eso querían matarlo ahora que era indefenso. Yo sólo quiero que crezca y sea poderoso, y salve el mundo a mi manera, con poder. Lo contemplo en el nacimiento, en mi Belén. Un niño como cualquier otro. ¿Dónde están sus poderes especiales, esos que yo deseo para enfrentar la vida? ¿Dónde puedo ver su inmortalidad que ahora se limita en el tiempo? ¿Dónde están sus manos fuertes que bendicen y hacen milagros, ocultas ahora en esas manos de niño? ¿Dónde puedo encontrar su Palabra viva, la única que salva, cuando en Navidad sólo escucho el llanto de ese niño? ¿Cómo creer lo contrario a lo que me dicen los sentidos? Dios impotente no cambia mi vida. Todo el poder del mundo está sujeto a una impotencia que no me salva. ¿Cuántos años tendré que esperar para que cambie el mundo? ¿Por qué nació huyendo de sus enemigos, escondido y sin protección? Tantas incongruencias me ponen nervioso a mí que busco justificaciones que le den sentido al absurdo. Me dicen que se hace carne para reconciliar a Dios con el hombre, por ese primer pecado que sigo teniendo en mi alma de querer ser como Dios. Parece que no lo logra. Sigo sin estar del todo reconciliado con el Dios de mi vida. Más bien creo que Jesús se hizo carne para hacerme ver la vida con sus ojos. Vino para que aprendiera a usar mi voz y mis palabras como Él lo hizo. Y quizás lo más importante, vino para que aprendiera a ordenar mi amor enfermo. Un amor como el suyo, desde mi misma carne, es el camino que quiero seguir para ser más niño, más hijo, más de Dios. Me arrodillo ante Jesús en Navidad con el alma encogida. Estoy tan lejos de ser como Él. Él es el camino. Y su alegría se convierte en mi única forma de vivir. «Si su corazón es infeliz, no servirá de nada». Vino para que mi corazón dejara de ser infeliz, para eso vino. Se hizo hombre para entregarlo todo por mí, con un corazón manso. Me cuesta tanto entender esa forma de amar. Yo pongo límites, soy prudente, y creo que si amo más de lo que me aman, seré infeliz. Por eso mido tanto la entrega. Ese Jesús escondido en mi mismo cuerpo que vive de esa forma nueva y lo hace todo nuevo me desconcierta. Yo estoy más roto, más herido. Y mi amor sale de mí de forma muy desordenada. En Navidad me arrodillo ante el pesebre. Quizás si me hago un poco niño como Él pueda empezar a crecer desde dentro, desde la inocencia más sagrada y llena de confianza: «Sé como un niño que camina tomado de la mano de su Padre poderoso». El poder es de Dios y así me siento yo dándole la mano a ese niño indefenso. Es Dios oculto que viene a mostrarme un camino, el de ser niño para descansar en el corazón de Dios y creer en su misericordia. No quiero rechazar las apariencias, a veces pesan tanto. La apariencia de un Dios que no puede salvar. Quiero tener fe cuando en mi vida parezca que Dios no me salva, no me saca de la angustia, no acaba con la enfermedad ni con la muerte. Me parece un Dios indefenso, fallado, perdido. Un Dios impotente que no puede hacer nada. Pero no es así. En medio de mis dudas y mis miedos viene a hacerse carne en mi debilidad. A hacerse uno de los míos. Mi hermano, mi padre, mi hijo. Viene a salvarme de mi egoísmo, de mi necedad, de mi orgullo, de mi vanidad, de mi soledad. Viene a hacerme sonreír en medio de mis tristezas. Puede hacerlo todo nuevo en mí ese niño que parece no tener poder. Pero tiene un poder distinto al que yo busco. El poder más fuerte de todo hombre. El poder de su amor con el que me ama hasta el extremo y me mira con misericordia en mi fragilidad. Ese poder es el que salva. No hay nada más poderoso que el amor. Me arrodillo de nuevo ante este Niño. Quiero ser niño, quiero ser confiado, quiero tener paciencia. Y sueño conque Dios Niño haga todo nuevo en mi corazón herido y me llene de paz y de una alegría nueva que nadie me pueda quitar.

Quiero mirar agradecido el año que termina. Quiero mirarlo sin rencor, sin enojo, sin lágrimas. Sólo quiero detenerme a agradecer por todo lo bueno que he recibido. En medio de muertes, enfermedad, cubrebocas, distancias sociales, conflictos, crisis y miedos. ¿Es posible agradecer por lo bueno mientras estoy llorando por lo malo que ha sucedido? Creo que sí, aunque no es tan fácil. Mi tentación es echarle en cara a Dios, o a los hombres, las maldades que padezco. Como si fueran otros los culpables y no yo. Por lo general, tiendo a dar gracias por lo bueno, pero no tanto por lo malo. Estoy feliz por los éxitos cosechados y me duelen los fracasos que he sufrido. Me llenan de paz los abrazos que recibo y no tanto las distancias o el rechazo del amor que deseo. Por eso no es tan evidente que al acabar el año pueda agradecer. Hoy me detengo y miro a María en Belén, al acabar el año, al empezar el año y de rodillas le doy gracias. ¿Acaso no ha estado Ella presente en medio de todos mis días? ¿No sujetaba Ella el timón de la barca en medio de la tormenta? Sí, mire donde mire la veo caminar al ritmo de mis pasos. ¿Por qué voy a tener miedo si Ella no ha dejado de abrazarme? Ella siempre está ahí, ha estado durante este año y estará conmigo al comenzar el que viene. Y me enseña una forma diferente de vivir la vida, agradeciendo, meditándolo todo en el corazón: «María, por su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón». Quiero aprender a meditar sobre mi vida como lo hizo Ella. ¿Qué he vivido este año? ¿Qué regalos me han caído del cielo? ¿Qué cruces y dificultades me han hecho sufrir? ¿Qué impresiones guardo como un tesoro dentro del alma? La resonancia de los acontecimientos ha dejado una huella. Ha sido el año de la pandemia, de la enfermedad, de la soledad, de los límites, de los planes imposibles, de los proyectos truncados, de las injusticias y las crisis. Un año tan difícil para todos. En medio de los dolores compartidos, medito en silencio, dejo que pasen las horas por mi alma meditando en el silencio de mi corazón. No tengo miedo a los sentimientos que afloran. Sé que no me voy a encontrar con nada malo. Simplemente necesito tiempo y fuerza para ponerme en presencia de Dios, sólo eso. Y miro hacia atrás conmovido. ¡Cuántos recuerdos corren por mi alma queriendo dejar su impronta y no ser olvidados! Tantas cosas han pasado. Tanta vida como ríos desbordados. Corro el riesgo de olvidar lo importante y quedarme sólo con un regusto amargo en los labios al pensar en todo lo que no ha sido posible. No quiero acordarme solo de lo doloroso. Pongo la mirada en lo vivido, en todo lo bueno que se me ha regalado. No ha sido un año vacío. Han pasado muchas cosas en mis días. Quizás menos viajes, menos movimiento, menos estar fuera de casa. Tal vez más angustias, más ansiedades, más preocupaciones y más miedos. Y mucha vida honda, callada, calmada. Quiero mirar a María que me ayuda a meditarlo todo en mi corazón. ¿Qué me querrá decir Dios con todo lo que ha pasado? Quizás Él quiere que no le dé tanta importancia como antes a lo superfluo. Que me fije en lo realmente valioso y fundamental de mi vida. Que comprenda que es un lujo tener libertad y hacer lo que quiero, un lujo abrazar a los que amo sin barreras prudentes. Un lujo levantarme cada mañana con salud, pudiendo respirar, estando sano y con unas mínimas seguridades. Un lujo tener un lugar donde vivir y personas que me quieren. Es un lujo poder amar a los míos y saberme amado por ellos. Un amor incondicional, limitado, pero que trasparenta el amor de Dios en mi vida. Entresaco con paciencia todo lo bueno de estos meses. Todo lo que he aprendido. He tenido más tiempo para conocer mi alma, saber mejor cómo soy, quién soy y cómo reacciono ante las dificultades. Aprender de la vida es mi tarea cada año. Por eso miro agradecido hacia atrás. Y muy confiado hacia delante.

 

Hoy Dios bendice mis pasos con su paz: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor te muestre tu rostro y te conceda la paz». Una mirada de Dios sobre mi vida me calma. Me ama y eso que sabe perfectamente cómo soy. Ha visto mi pecado y mi debilidad. Ha contemplado mis pensamientos llenos de rencor o maldad. No se sorprende al ver mis límites y conocer mis impurezas. Me sonríe y me hace creer que puedo ser mejor de lo que yo creo. Miro este nuevo año con un corazón alegre. Dios puede hacer muchos milagros en mi vida si me dejo hacer por Él. No tengo miedo. Él sabe que soy de barro y eso me gusta. El barro en sus manos puede llegar a ser una obra de arte. Me dejaré hacer al comenzar este año. Soñaré con el que puedo llegar a ser. Y sonreiré a la vida feliz por lo que me ha dado. Los sueños se harán realidad en medio de tantas dificultades. No importa, nada es imposible para Dios.

Jesús siempre llega, cuando menos lo espero y corro el riesgo de dejarlo pasar de largo, por no estar atento. Hoy escucho a Juan hablándome al corazón. En el principio, antes de nada, ya era Dios. Y Dios, eterno, todopoderoso, quiso hacerse carne de mi carne. Y yo no lo vi: «Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió». Él es la luz y yo la tiniebla. Él la salida del túnel, yo la sombra del túnel. Me gusta esa imagen que contrapone la vida y la muerte. La luz que acaba con la oscuridad, con las tinieblas. Pero luego miro en mi corazón y veo que dentro de mí se superpone la luz y la tiniebla, la esperanza y la desolación. Me gustaría que hubiera más luz y más salidas en mi oscuridad, en mi alma. Noto la ausencia de la luz porque tal vez tenga los sentidos embotados. Me duele el alma por dentro de tanto buscar a alguien que le dé sentido a todo lo que me ocurre. Sueño con encontrarme con Dios, pero no soy capaz de dar un paso. No dejo que entre Dios dentro de mi vida, por ese temor mío. Me asusta que se me complique todo si lo dejo entrar. Y entonces no logro ver al Dios que viene a acampar en mi vida: «El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo. En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron». La luz verdadera que destierra toda oscuridad de mi vida. ¡Cuántos hay hoy que no le reconocen! ¡Cómo es posible no ver la luz cuando hay tantas sombras a mi alrededor! Muchos dicen creer en Dios, pero no creen, son creyentes ateos. Se sienten cristianos pero han desterrado a Dios de sus vidas. No lo ven, dudan de su poder, de su presencia, de su luz. Dicen que sí, que tienen fe, pero luego actúan como si no existiera. ¿No soy yo a veces uno de ellos? Un creyente pagano, demasiado contagiado del mundo. Es más fuerte ese ateísmo creyente. Casi más que ese otro ateísmo beligerante. Un ateísmo hecho de oscuridad y de noche. De pereza y cansancio. De desilusión y soledad. De desesperanza y de vértigo. Porque da vértigo creer. Juan describe así al creyente cuando habla de Juan el Bautista: «Éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios». Dar testimonio de la luz con obras, con la sangre, con la carne, con la luz que consigo que se encienda en mi interior. Ojalá pueda vivir yo cada día lo que dice hoy S. Pablo: «Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos». Una luz, una riqueza, una forma diferente nueva propia de los santos, de los que son hijos de Dios, nacidos de la sangre de Dios, de la carne de Cristo. Quizás me falta una fe viva, apasionada, para descubrirlo en medio de las sombras que me rodean. Es tan fuerte la tentación del mundo que me hace creer que esta vida es todo lo que hay. Y después nada más que polvo y el olvido o el recuerdo. Amar siempre compensa. Pero amar la carne caduca sin atisbo de inmortalidad parece poco. Un amor caduco como la vida. No lograré encender una hoguera que nadie apague. Al final el fuego siempre se consume. Igual que la vida misma, o el amor que cambia de objeto, o se torna odio o desprecio. Es tan fácil pasar de ese amor apasionado a un odio igual de apasionado. ¡Qué línea más delgada separa a mis actos de caer en la oscuridad! Una línea tenue separa al día de la noche. Un amanecer que tiende al sol. Un atardecer que tiende a la noche. Es muy fácil confundir el momento en el que me encuentro. Estoy saliendo o entrando, partiendo o llegando. El comienzo de la vida o el final de esta. Una línea apenas perceptible. Y lo único que rompe el equilibrio es tener fe o dejar de creer. Puedo empezar de cero o puedo llegar a cero. Comienzo desde la nada y llego al final de un camino con las manos vacías. No quiero que Jesús pase por delante de mis ojos y yo no sea capaz de darle posada. Quiero que aumente mi fe. Ha venido a habitar en mí, a acampar en medio de su pueblo. Y yo quiero reconocerlo, quiere que se abran los ojos de mi fe. No necesariamente allí donde brilla la luz de una lámpara, de una vela, es Dios más visible. De forma especial quiero aprender a verlo llegar en mi oscuridad. Allí donde los hombres viven en guerra y no se aman. Allí donde el odio es más fuerte que el amor. Allí donde es rechazado viene en mi carne. En la carne de mi hermano. En la carne de aquel a quien yo mismo desprecio. Quiero tener los ojos de mi corazón abiertos. Para verlo y acogerlo y alabarlo por caminar y abrazarme en mi soledad.

 

Enviado por:

 

Jesús Manuel Cedeira Costales.

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