24 de enero de 2021
Hermano:
«Qué buscáis? Le contestaron: - Rabí, ¿dónde vives? Él les
dijo: -Venid y veréis. Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquel
día; era la hora décima».
«Vivir merece tanto la pena que justifica el esfuerzo de dar
la vida, de enterrar la semilla, de dejarse uno el alma hecha jirones por los
caminos».
El Principado implanta una estrategia de medidas restrictivas
basadas en criterios demográficos e indicadores de riesgo para anticiparse al
recrudecimiento de la pandemia.
La norma prevé
cierres perimetrales de concejos, la clausura del interior de los
establecimientos hosteleros y reuniones de un máximo de cuatro personas cuando
la situación lo aconseje.
La Consejería de Salud seguirá monitorizando a diario la
evolución de los casos en todos los municipios para adoptar decisiones.
La nueva resolución, que se publicó el lunes en el Bopa,
entró en vigor a las 00:00 horas del martes, 19 de enero.
Cuesta entender los caminos de Dios, aceptar la vida y
aceptar la muerte. El sentido del final y la esperanza que guardo en mi alma de
un sueño que es eterno. Lo he soñado eterno. En ocasiones el corazón se turba y
parece que el final de un camino es más que un final, una puerta al cielo, una
puerta a la vida para siempre, con mayúsculas. Me rebelo por dentro, como si quisiera
cambiarlo todo. Entiendo que compartir los sueños en la tierra deja algo de
nostalgia, algo por acabar, algo por cumplir. Como un llegar anticipadamente o
un no llegar del todo. Como un amanecer claro lleno de luz o un atardecer con
nubes que todo lo confunden. Vivir merece tanto la pena que justifica el
esfuerzo de dar la vida, de enterrar la semilla, de dejarse uno el alma hecha
jirones por los caminos. Sé que el amor sostiene la vida porque una sonrisa
vale una eternidad, una sonrisa disparada al cielo. Y al mismo tiempo palpo
cómo la tristeza opaca la luz de la esperanza y todo se torna gris, a media
luz, poco claro. Es verdad que llevo escribiendo muchas palabras que guardan la
historia de forma misteriosa y desvelan torpemente la grandeza de una vida. No
sé bien cómo hacer para tejer los sueños y que sean como yo deseo. Tal vez
debería aprender de los niños que sólo se ofuscan un instante ante el juguete
roto y pronto pasan a vivir otra historia, otra aventura, otro sueño. Pero no
soy tan niño y el amor duele, y lo vivido. Me duele el alma al dejar partir a
los que quiero. El corazón sostiene en pedazos la vida rota. Intento recomponer
la luz de tantos futuros posibles que se escapan entre los dedos. Merece tanto
la pena vivir hasta el final la vida, sin importar mucho que las cosas sean
perfectas. Sin dejar pasar los días sin intentar darlo todo. Sin olvidar los
momentos en los que de mí depende amar, sin guardarme nada, sin miedo al
futuro. Por una sonrisa ancha, grande, merece todo la pena. Esa sonrisa que
habla de una paz honda y de un misterio. Porque detrás de cada sonrisa se
esconde toda una vida. Sagrada porque es de Dios y de los hombres a medias. Me
consuela saber que ya reirá para siempre. Y no tendrá más dolor, ni más penas.
Mientras tanto sigo soñando con una vida grande, con una sonrisa ancha, con una
esperanza ciega, con un amanecer eterno y un enterrar bien la vida, hasta que
dé fruto en el cielo. Sigo soñando y no temo. Merecen la pena los sueños
soñados juntos. Y el camino recorrido es un don que hoy agradezco. Miro hoy la
muerte cara a cara, y la vida. «Durante las veinticuatro horas anuncio la
muerte de Cristo hasta que Él vuelva en la nueva santa misa. Cada día muero.
¿Acaso no podemos comprender también esa expresión en el sentido de la frase
que dice: constantemente muero a mi propio yo?» . En cada eucaristía toco la
muerte y la vida en un mismo momento, en un mismo gesto. Realizar el misterio
de ese amor tan grande me da la vida. Así es mi vida cada día y me sorprendo
ante la muerte que es cotidiana. Un morir como el día al atardecer para nacer a
una vida eterna en un amanecer nuevo y siempre repetido. Ante la pérdida de ese
presente que tanto amo, siento vértigo. No quiero perder el tiempo que se me concede.
Una vez más constato la fugacidad de mis días. Hace nada estaba en el comienzo
del camino. Y ahora ya he pasado más de la mitad de mi vida. Sin saber nunca el
día ni la hora. A veces pienso que yo lo controlo todo. O eso es lo que intento
de forma tan torpe y banal. Como si yo pudiera poner un final feliz a mis días
o postergar la hora más temida. ¿Pero acaso no amo el cielo? Tanto predicar del
paraíso me ha hecho desear más que no llegue su momento. No lo entiendo. Digo
que amo a un Dios que tiene preparada para mí una mansión en el cielo y me
aferro a los días que se me escapan queriendo que no se acaben. Y me asombro
ante la muerte temprana de mis amigos. Ante la partida de los que amo. Y digo
tratando de hallar consuelo que ya están en paz, que ya descansan habiendo
entregado la vida. ¿Cómo podré hacer yo para morir santamente? ¿Cómo dejar
ordenada mi alma antes de la partida? No será ese día un camino de rosas en el
que todo encaje y esté en orden. No es así la vida, me llegará de improviso la
partida y me aferraré con mis manos al último aliento que me quede, a lo último
que mis ojos miren. ¿No es tanta mi fe? ¿O es muy grande el amor a estos días
que vivo y disfruto, en los que sufro y amo y sonrío? Lloro ante la hora de la
muerte de los que amo. Y no cierro la puerta a la evidencia de una vida con
sentido. Aunque no entienda los momentos que Dios elige. Y sigo confiando en
que su mano me ayudará a elegir el camino más pleno, para mi alma enamorada de
la vida. Sólo espero que los días los viva con conciencia, con paz, atado a
Dios desde lo más hondo de mi alma que anhela el cielo.
En ocasiones necesito un abrazo, un «apapacho», para seguir
caminando. Esta palabra en Náhuatl significa «caricia del alma». Es quizás sólo
eso lo que necesita mi alma en ciertos momentos. Es quizás ese abrazo interior
el que nos sostiene a todos. Cuando el corazón duele o la nostalgia es
demasiado pesada ese «apapacho» interior me llena de alegría. Es tal vez esa
caricia del alma la que necesito en este tiempo de pandemia en el que me han
quitado los encuentros y me han cerrado las calles. Me han pedido que no vaya a
cualquier sitio y no exprese efusivamente lo que siento con abrazos y caricias.
Despedir sin fundirme en un abrazo y saludar sin cercanía es artificial. Entonces
el alma siente la distancia y duele por dentro, muy hondo. Y es el alma la que
necesita ser acariciada. ¿Cómo se apapacha el alma? ¿Cómo apapachar el alma de
los que sufren, de los que están solos, de los enfermos en los hospitales o
confinados en sus casas? ¿Cómo abrazar sin tocar al que llora por dentro? ¿Cómo
se acaricia sin caricias y se abraza sin abrazos? Una forma sutil habrá
inventado Dios para hacerlo. ¿Cómo me acarician en su vuelo los que ya han
partido dejando en su ida una estela de luz y de vida? Es esa una forma extraña
de abrazar que desconozco. Pero sé que lo hacen de una forma honda tocando por
dentro mis entrañas cuando parten, porque no se van lejos, se quedan cerca, a
mi lado, caminando en mi vida y empujándome cuando cuesta subir los caminos.
Siguen siendo parte de mi presente y me mandan saludos que yo siento por
dentro. ¿Cómo acaricio yo a los que están lejos o ya se han ido a ese cielo con
el que yo también sueño? Me inventaré una forma nueva. O será la misma de
siempre, la de Jesús al irse y dejarnos tan solos. Con esa presencia espiritual
que muchas veces no siento y no palpo. Mi alma quiere sentir ese «apapacho»
eterno, del cielo, de Dios dentro, muy dentro. Me acostumbro entonces a hablar
sin palabras, con silencios profundos, con caricias hondas. Me acostumbro a
caminar sin mover los pies, con el andar tranquilo de mi propia alma. Me
acostumbro a abrazar sin alzar los brazos, tendiendo un silencioso vínculo que
une alma con alma. Así es en este tiempo extraño que vivo y me enseña el valor
de las cosas pequeñas, de esas que de verdad importan. Sé que Jesús lo hace así
cada día conmigo. En su presencia constante a mi lado, me habla, me acaricia,
me ama. ¿Acaso no reconozco muchas veces en mis lágrimas, o en mis risas, o en
mis silencios más profundos su presencia llena de amor? Sí, ahí está conmigo, a
mi lado y oigo su voz como un día Samuel aprendió a oír la voz de Dios en su
interior: «Comprendió entonces Elí que era el Señor el que llamaba al joven. Y
dijo a Samuel: - Ve a acostarte. Y si te llama de nuevo, di: - Habla, Señor,
que tu siervo escucha». Él no conocía a Dios: «Samuel no conocía aún al Señor,
ni se le había manifestado la palabra del Señor». Ese día descubrió su voz. Yo
también la descubrí un día en medio de mi camino ¿No la conozco de nuevo cada
día yo que la he escuchado más de una vez? Me habla en susurros y en silencios.
Me habla en soledades que son sus caricias, tan extrañas a veces. Me habla en
vacíos que son sus abrazos, y sostiene así mi pena. Y yo reconozco su presencia
caminando, corriendo a mi lado, para que nunca me aleje de su lado. Sé que es
Él, lo toco sin tocarlo, lo oigo con el corazón y está muy presente en mi vida.
Es un «apapacho» espiritual que yo necesito. Es como esa nieve blanca que cubre
mi alma sin hacer ruido. Y con el paso de los días, pesa su presencia y noto su
canto. Reconozco que me gusta mucho esa presencia tan silenciosa, tan callada,
tan blanca dentro de mi alma. Me han quitado posibilidades en este tiempo, me
han cerrado puertas cuidando mi vida. Pero no me han bloqueado los sentidos del
alma con los que soy apapachado y yo mismo apapacho. Quizás me acostumbro así a
expresar el amor de otras maneras, o la cercanía, o mi afecto más hondo. Soy
creativo y descubro nuevas formas porque la inquietud del alma nadie me la
puede quitar, soy un soñador empedernido. No podré dar esos abrazos o juntarme
físicamente con todos aquellos a los que quiero. Y aun así descubriré nuevas
rutas para cruzar océanos y llegar a otras almas, aunque también como la mía
estén cubiertas de nieve. Me vuelvo más sensible a los gestos de cariño, más
empático sintiendo lo que sufre el que va conmigo. El lenguaje no verbal vale
más que antes, más que mil palabras. Lo que mi cuerpo expresa, o mis gestos de
cercanía muestran, es lo más valioso. Valoraré más que antes las palabras
escritas o las dichas en voz alta y los silencios guardados. Sentiré que está
cerca el que vive más lejos. Y entregaré a Dios con mis silencios y gestos, con
mi voz y con todo el amor de mi alma. Lo haré en oración, sin muchas palabras,
sin canto, en la hondura. Quiero conocer a Dios en todo lo que me pasa. Saber
que es su abrazo sutil el que me toca por dentro. Comprenderé que me habla sin
palabras, yo lo entiendo. Me ama sin abrazos, yo lo siento. Me busca sin
detenerme, yo noto sus gestos. Así me he vuelto más de Dios, más niño, para
abrazar la vida, más sensible, más blanco como Dios mismo.
Creo que me gusta hacer mi voluntad antes que la voluntad de
otros. Si quiero algo lo persigo, lo lucho, me empeño en alcanzarlo. Y cuando
lo consigo el alma se relaja y encuentra la paz. Pero luego otra vez vuelvo a
la lucha, como si me empeñara en luchar contra molinos de viento que parecen
oponerse a todos mis deseos. Quiero un bien, deseo alcanzar una meta, me vale
ese objetivo que se dibuja ante mis ojos como un ideal a alcanzar. Mi voluntad
por encima de cualquier otra, mi deseo delante de cualquier otro deseo. No sé
por qué se envenena mi corazón con rabia cuando no logra llegar lejos y tocar
el bien anhelado. Mi voluntad, lo que quiero que se cumpla, la realidad soñada
que dibujo en mi corazón. Siempre mi voluntad. Y hoy escucho la historia de
Samuel: «Samuel fue a acostarse en su sitio. El Señor se presentó y llamó como
las veces anteriores: - Samuel, Samuel. Respondió Samuel: - Habla, que tu
siervo escucha». Me encanta su búsqueda de niño. No conoce a Dios y al final lo
descubre. Dios lo llama por su nombre y él se pone en camino. Siempre me ha
gustado la vida de Samuel. Un buscador del querer de Dios. ¡Qué lejos estoy de
esa actitud dócil de niño! ¡Qué lejos de ese hombre recio que se levanta por
encima de sus propios deseos y se pone en camino dejando a un lado sus propios
caprichos! Mi voluntad quiere el bien. Mi corazón sueña con poseer lo que cree le
hará feliz. Un plan, un viaje, un bien, una amistad, un amor, un sueño. Esa
voluntad trato de que coincida con lo que Dios quiere. Si es bueno seguro que
lo querrá Dios, pienso. Él quiere que sea feliz, que no sufra. Quiere que viva,
que no muera. Por eso le suplico tantas veces por la salud de las personas que
amo. Quiero que se sanen, que Dios cumpla mi deseo y el del enfermo. Porque la
muerte es un mal. El aguijón que entró en el mundo sin quererlo Dios, porque Él
nos soñó eternos. Y quiero que mi voluntad sea real. Y me turbo y enfado cuando
no sucede la sanación y tiene lugar la muerte. Cuando el bien soñado no se
realiza y sí ocurre ese mal que tanto temo. Y entonces sufro por dentro con
angustia. No se ha cumplido mi deseo. El Dios de mi voluntad, el hacedor de mi
dicha no es tan poderoso. No puede intervenir, no lo hace. No cumple mi
voluntad. ¿Puede ser su voluntad la muerte? Seguro que no, Dios sólo la
permite. Pero no interviene cuando se lo he pedido. ¿Para qué rezo tanto? No sé
el fruto de mi oración, pero muchas veces, cuando pido por un enfermo, sé que
Dios le va a dar paz, o esperanza, o algo de luz en el camino. Deseo su
sanación pero también deseo que tenga paz sea cual sea el desenlace. No
entiendo esos planes de Dios, porque Dios nunca quiere el mal. Tal vez en el
cielo veré todo más claro, o quizás entonces las preguntas de ahora ya no
requerirán una respuesta, lo veré todo más claro con más luz. Y mientras tanto
sigo deteniéndome ante Dios con los ojos de Samuel: «Aquí estoy, porque me has
llamado». Me llama Dios y yo corro a escuchar sus deseos. ¡Cuánto me cuesta
entender sus planes! ¡Qué difícil interpretar entre las sombras la luz de su
voluntad, de sus deseos! «El corazón no se ha entregado y abandonado a sí mismo
de manera perfecta, ni se ha regalado ni entregado incondicionalmente a Dios, a
sus deseos y a su voluntad. Por largos trechos de nuestra vida debemos
contentarnos con ser un instrumento manifiestamente imperfecto en las manos de
Dios. Nuestro carácter de instrumentos crece sólo lentamente, aplicando todos
los medios disponibles con ayuda de la gracia, hacia grados más altos y
perfectos» . Me encuentro en ese estado imperfecto del instrumento que lucha
orgullosamente porque se cumplan sus deseos. Quiero mi voluntad, no el camino
que Dios me propone. Quiero que se haga lo que yo sueño, no el otro camino, esa
realidad que se presenta ante mis ojos como un camino real y concreto. Es tan
verdadero que no puedo taparlo, ni esconderlo bajo las sombras. Esa voluntad
suya se dibuja ante mis ojos en lo que estoy viviendo. Pero yo me resisto en mi
orgullo a hacer su voluntad. Quiero que la mía se imponga por encima de todas
las apariencias que parecen negarla. Necesito más docilidad, más pobreza, más
humildad para correr como Samuel hasta los pies de Dios y decirle que sí, que
lo amo, que sea lo que sea lo que me suceda le doy de antemano mi sí, mi
corazón entero para que con Él haga lo que Él desea. Ese camino que estoy
viviendo es su voluntad. Yo la elijo de nuevo. Le doy el sí a lo que me agrada
y a lo que no me gusta. Digo que sí a lo que se presenta como una realidad
innegable. Dios me ama en lo que vivo ahora. Y yo quiero que mi voluntad
coincida con la suya. Tantas veces no sucede. Y siempre le repito lo mismo:
«Aquí estoy, porque me has llamado». Porque soy suyo, le pertenezco. Y sé que
tiene sentido esa frase: «Si quieres hace reír a Dios, cuéntale tus planes». Y
aun así se los cuento, porque me quiere y yo soy un niño en sus manos. Y le
digo lo que deseo, lo que he soñado. Y luego Él sonríe. Yo a veces lloro,
cuando me duele la vida. Y aún así miro a Dios de nuevo, conmovido. Y le digo
que estoy ahí, para hacer su voluntad y seguir sus caminos. Y entonces Él me
sonríe. Y me llega la paz de pronto. En un abrazo del alma.
No me canso de meditar y contemplar esa primera llamada a
los discípulos. Ellos ya habían encontrado a un maestro, seguían a Juan. Pero
aún faltaba algo y ellos lo sabían. Juan les muestra a Jesús, ellos no lo ven.
Y entonces, cuando Jesús pasa junto a ellos, lo siguen de lejos. Jesús se da
cuenta y les pregunta: «En aquel tiempo, estaba Juan con dos de sus discípulos
y, fijándose en Jesús que pasaba, dice: - Este es el Cordero de Dios. Los dos
discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver
que lo seguían, les pregunta: - ¿Qué buscáis?. Ellos le contestaron: - Rabí
(que significa Maestro), ¿dónde vives?». ¿Es la curiosidad, o el deseo lo que
mueve los pasos de Juan y Andrés? Quieren saber quién es ese hombre. Quieren
conocer a Jesús y se acercan sin esperar que Él se dé cuenta. Pero Jesús los ve
y les pregunta por qué lo buscan. O mejor aún, qué es lo que buscan. Esa
pregunta ha recorrido mi alma muchas veces a lo largo de mi vida. He buscado
muchas cosas. Me ha movido el deseo de una vida plena, el anhelo de un infinito
inalcanzable, el sueño de tocar las estrellas. Me ha movido la curiosidad,
siempre he sido curioso. Me han movido esas ansias mías por ser feliz, por
alcanzar todo lo que sueño. He buscado con ojos de niño, de joven, de adulto.
He escarbado en medio de los bosques queriendo encontrar la perla escondida. He
subido montañas empinadas queriendo ver la flor oculta en lo alto de la cima.
He deseado tocar la plenitud en noches de insomnio. Como un náufrago soñando la
orilla salvadora. Como un buscador perdido que desea hallar lo que no posee.
Así he vivido desentrañando misterios y deseando tocar la meta dibujada ante
mis ojos. Hoy me detengo ante esta pregunta que resuena de nuevo en mi alma.
¿Qué busco hoy, qué deseo? Busco lo imposible. Y tal vez me detengo ante la
realidad que me rodea queriendo que acabe la pandemia, que pase la enfermedad,
que vuelva aquella normalidad a la que me había acostumbrado y ahora echo de
menos. Me daría miedo responder que ya no busco nada, que me he cansado de
esperar, y de buscar. Es tal vez eso lo que en ocasiones siente mi alma al
verse vacía de sueños y deseos, vacía de logros. No quiero una vida así sin
nada a lo que aferrarse. No quiero una vida hueca, vacía. Quiero una vida llena
de sueños, insatisfecha, incompleta, siempre en camino. Es la vida que me
gusta, la que deseo. Creo en esa promesa que Dios me hizo un día como a Samuel:
«Samuel creció. El Señor estaba con él, y no dejó que se frustrara ninguna de
sus palabras». También a mí me prometió que no me dejaría nunca solo, que no me
abandonaría. Y yo le dije lo que repito cada mañana: «Aquí estoy, Señor, para
hacer tu voluntad. Yo esperaba con ansia al Señor; Él se inclinó y escuchó mi
grito». Es la promesa que se repite en mis entrañas. Le pertenezco a Dios para
siempre: «¿Acaso no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que
habita en vosotros y habéis recibido de Dios?». Deseo escuchar lo que grita en
mi alma y no reprimirlo con falsos miedos. Quiero ser yo mismo, lo sé, soy de
Dios para siempre. Y no hay nada fuera de mí que pueda apartarme de Él. Sólo
puede alejarme lo que hay dentro de mí, en mis miedos enfermos, en mis deseos
inmaduros. Dios posa siempre de nuevo su mirada sobre mí y me pregunta: «¿Qué
buscas?». Y yo quiero decirle que sólo a Él, que sólo quiero vivir a su lado,
perder la vida bajo su presencia. Y, ¿qué hago con esos deseos que no son de
Dios o no me hacen bien o me enferman? Lo tengo claro: «Negar el deseo no
protege del mal, porque el miedo y la negación acaban reforzando, más que
atenuando, estas dinámicas. La tarea consiste, más bien, en aprender a leer el
deseo, en descifrar el alcance simbólico que lo caracteriza» . Detrás de mis
deseos enfermos o desordenados hay siempre escondido un deseo más hondo, más
verdadero, más alto y puro, más sublime. Un deseo que me habla de un ansia de
infinito que tiene el corazón. Comenta San Agustín: «Tu deseo es tu oración; si
tu deseo es continuo, también es continua tu oración. El deseo es la oración
interior que no conoce interrupción» . Quiero escuchar ese deseo más hondo que
ya es oración. No reprimo lo que deseo, lo que busco. Pero sí trato de
encontrar esa montaña a la que tiendo, esa altura inconsciente a la que aspiro.
Esa plenitud que dibuja mi corazón enfermo. Ese deseo elevado es el que busco
con un corazón herido. Busco un amor que no pase y una entrega que sea
correspondida. Busco una vida lograda y no una vida perdida. Busco una amistad
en la que no hagan falta las palabras porque sobran, basta el silencio del
abrazo. Busco una intimidad con Dios que no poseo. Busco una música que no deje
nunca de sonar y calme todos mis miedos. Busco un camino fácil o difícil que
puedan recorrer mis pies cansados. Busco metas lejanas, no importa cuánto, pero
metas alcanzables. Y busco resolver problemas que tengan solución. Sueño con lo
imposible hecho posible por la gracia de Dios. Todo eso es lo que busco.
Jesús me mira en esa misma tarde, a esa misma hora y cambia
mi vida: «Él les dijo: - Venid y veréis. Entonces fueron, vieron dónde vivía y
se quedaron con Él aquel día; era como la hora décima». Fueron y vieron. No sé
bien qué vieron pero eso bastó para cambiar sus vidas. Vieron tal vez a Jesús
sanando corazones con su presencia. Escucharon sus palabras o simplemente se
sintieron en casa. Sintieron que la espera había valido la pena. A partir de
ahora no tendrían otro sitio a donde ir. Y ya no necesitarían seguir buscando.
A veces en mi vida he tocado a Dios como lo hicieron ellos ese día. Y he sentido
entonces que mis búsquedas habían concluido. Que ya podía caminar en paz,
porque no estaba solo, porque Él iba conmigo fuera donde fuera. Esa paz me
alegra tan a menudo el alma. Siento su presencia y me calmo. Está conmigo, no
me deja nunca. He ido y he visto muchas veces dónde vive. Y allí he querido
quedarme. Recuerdo la hora y el momento. Y mi sonrisa torpe tratando de asumir
lo que estaba pasando. Su mirada sobre mí, su paz dentro de mí alegrándome el
día. Siento esa presencia dentro de mí que me llena por dentro. Y el saber que
mis búsquedas han concluido. Porque va conmigo adonde yo vaya. No es al revés.
Es Él quien sigue mis pasos para ver dónde vivo y vivir conmigo. La primera
llamada fue el seguimiento de los discípulos. La llamada de Jesús ahora es al
revés. Yo le llamo para que se quede a mi lado y no me deje nunca. Se calman
todos mis miedos y siento una paz hasta ahora desconocida. Justo esto que vivo
es entonces lo que siempre he deseado. Aun cuando no lo parezca y esté marcado
por la cruz. Pero sí, Él está conmigo y todo tiene sentido. Aunque no lo
entienda todo, ni sepa bien cómo podría haber sido de otra manera. Su presencia
lo justifica todo y me da la paz. Sí, recuerdo el día, recuerdo la hora. ¿Cómo
olvidar el momento del encuentro? Y entonces necesito contarlo. Así le pasa a
Andrés: «Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y
siguieron a Jesús; encuentra primero a su hermano Simón y le dice: - Hemos
encontrado al Mesías (que significa Cristo). Y lo llevó a Jesús. Jesús se le
quedó mirando y le dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas
(que se traduce: Pedro)». Lo comparte con su hermano que también era un
buscador como él. Ha encontrado al Mesías y tiene que contárselo. No puede
callarse el misterio descubierto. No puede esconderse el tesoro encontrado. Me
gusta la actitud de Andrés. No se guarda la alegría, la comparte. Creo que mi
vocación es la de Andrés. Ir gritando por las calles que he encontrado a Jesús
y que Él le da sentido a toda mi vida. No puedo callarme el hallazgo. Salgo
gritando por los caminos. Me gustan las palabras de Khalil Gibran: «Quiero
saber si puedes estar con alegría, tuya o mía, y si puedes danzar libremente y
dejar que el éxtasis te llene hasta las puntas de los dedos de tus manos y de
los pies, sin advertirnos de ser cuidadosos, ser realistas o recordar las
limitaciones de ser humano». El que vive la alegría verdadera, honda y
permanente no se la guarda. La lleva grabada en el pecho y no quiere ser
cuidadoso, ni realista, ni ser consciente de las limitaciones. Esa actitud del
que no puede guardar el fuego entre las manos o el agua en un pozo lleno de
límites. Me gusta esa alegría que sube a las estrellas. La posesión imperfecta
de una vida perfecta. El ilimitado contenido dentro de límites finitos.
Enviado por:
Jesús Manuel
Cedeira Costales.
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