En nuestra peregrinación con los misteriosos Magos
de Oriente hemos llegado al momento
que san Mateo
describe así en su evangelio:
"Entraron en la casa (sobre
la que se
había detenido la estrella), vieron al niño con María, y cayendo de
rodillas lo adoraron" (Mt 2, 11). El camino exterior de aquellos hombres
terminó. Llegaron a la meta. Pero en este punto comienza un nuevo camino para
ellos, una peregrinación interior que cambia toda su vida. Porque seguramente
se habían imaginado de modo diferente a este Rey recién nacido. Se habían
detenido precisamente en Jerusalén para obtener del rey local información sobre
el Rey prometido que había nacido. Sabían que el mundo estaba desordenado y por
eso estaban inquietos. Estaban convencidos de que Dios existía, y que era un
Dios justo y bondadoso. Tal vez habían oído hablar también de las grandes
profecías en las que los profetas de Israel habían anunciado un Rey que estaría
en íntima armonía con Dios y que, en su nombre y de parte suya, restablecería
el orden en el mundo. Se habían puesto en camino para encontrar a este Rey; en
lo más hondo de su ser buscaban el derecho, la justicia que debía venir de
Dios, y querían servir a ese Rey, postrarse a sus pies, y así servir también
ellos a la renovación del mundo. Eran de esas personas que "tienen hambre
y sed de justicia" (Mt 5, 6). Un hambre y sed que les llevó a emprender el
camino; se hicieron peregrinos para alcanzar la justicia que esperaban de Dios
y para ponerse a su servicio.
Aunque otros se quedaran en casa y les consideraban
utópicos y soñadores, en realidad eran seres con los pies en tierra, y sabían
que para cambiar el mundo hace falta disponer de poder. Por eso, no podían
buscar al niño de la promesa sino en el palacio del Rey. No obstante, ahora se
postran ante una criatura de gente pobre, y pronto se enterarán de que Herodes
-el rey al que habían acudido- le acechaba con su poder, de modo que a la
familia no le quedaba otra opción que la fuga y el exilio. El nuevo Rey ante el
que se postraron en adoración era muy diferente de lo que se esperaban. Debían,
pues, aprender que Dios es diverso de como acostumbramos a imaginarlo.
Aquí comenzó su camino interior. Comenzó en el mismo
momento en que se postraron ante este Niño y lo reconocieron como el Rey
prometido. Pero debían aún interiorizar estos gozosos gestos.
Debían cambiar su idea sobre el poder, sobre Dios y
sobre el hombre y así cambiar también ellos mismos. Ahora habían visto: el poder de Dios es diferente del poder de
los grandes del mundo. Su modo de actuar es distinto de como lo imaginamos, y
de como quisiéramos imponerlo también a él. En este mundo, Dios no le hace
competencia a las formas terrenales del poder. No contrapone sus ejércitos a
otros ejércitos. Cuando Jesús estaba en el Huerto de los olivos, Dios no le
envía doce legiones de ángeles para ayudarlo (cf. Mt 26, 53). Al poder
estridente y prepotente de este mundo, él contrapone el poder inerme del amor,
que en la cruz -y después siempre en la historia- sucumbe y, sin embargo, constituye
la nueva realidad divina, que se opone a la injusticia e instaura el reino de
Dios. Dios es diverso; ahora se dan cuenta de ello. Y eso significa que ahora
ellos mismos tienen que ser diferentes, han de aprender el estilo de Dios.
Habían venido para ponerse al servicio de este Rey,
para modelar su majestad sobre la suya. Este era el sentido de su gesto de
acatamiento, de su adoración. Una adoración que comprendía también sus
presentes -oro, incienso y mirra-, dones que se hacían a un Rey considerado divino.
La adoración tiene un contenido y comporta también una donación. Los personajes
que venían de Oriente, con el gesto de adoración, querían reconocer a este niño
como su Rey y poner a su servicio el propio poder y las propias posibilidades,
siguiendo un camino justo. Sirviéndole y siguiéndole, querían servir junto a él
a la causa de la justicia y del bien en el mundo. En esto tenían razón. Pero
ahora aprenden que esto no se puede hacer simplemente a través de órdenes
impartidas desde lo alto de un trono. Aprenden que deben entregarse a sí
mismos: un don menor que este es poco
para este Rey. Aprenden que su vida debe acomodarse a este modo divino de
ejercer el poder, a este modo de ser de Dios mismo. Han de convertirse en
hombres de la verdad, del derecho, de la bondad, del perdón, de la
misericordia. Ya no se preguntarán:
¿Para qué me sirve esto? Se preguntarán más bien: ¿Cómo puedo contribuir a que Dios esté
presente en el mundo? Tienen que aprender a perderse a sí mismos y,
precisamente así, a encontrarse. Al salir de Jerusalén, han de permanecer tras
las huellas del verdadero Rey, en el seguimiento de Jesús.
Queridos amigos, podemos preguntarnos lo que todo
esto significa para nosotros. Pues lo que acabamos de decir sobre la naturaleza
diversa de Dios, que ha de orientar nuestra vida, suena bien, pero queda algo
vago y difuminado. Por eso Dios nos ha dado ejemplos. Los Magos que vienen de
Oriente son sólo los primeros de una larga lista de hombres y mujeres que en su
vida han buscado constantemente con los ojos la estrella de Dios, que han
buscado al Dios que está cerca de nosotros, seres humanos, y que nos indica el
camino. Es la muchedumbre de los santos -conocidos o desconocidos- mediante los
cuales el Señor nos ha abierto a lo largo de la historia el Evangelio, hojeando
sus páginas; y lo está haciendo todavía. En sus vidas se revela la riqueza del
Evangelio como en un gran libro ilustrado. Son la estela luminosa que Dios ha
dejado en el transcurso de la historia, y sigue dejando aún. Mi venerado predecesor,
el Papa Juan Pablo II, que está aquí con nosotros en este momento, beatificó y
canonizó a un gran número de personas, tanto de tiempos recientes como lejanos.
Con estos ejemplos quiso demostrarnos cómo se consigue ser cristianos; cómo se
logra llevar una vida del modo justo, cómo se vive a la manera de Dios. Los
beatos y los santos han sido personas que no han buscado obstinadamente su
propia felicidad, sino que han querido simplemente entregarse, porque han sido
alcanzados por la luz de Cristo.
De este modo, nos indican la vía para ser felices y
nos muestran cómo se consigue ser personas verdaderamente humanas. En las
vicisitudes de la historia, han sido los verdaderos reformadores que tantas
veces han elevado a la humanidad de los valles oscuros en los cuales está
siempre en peligro de precipitar; la han iluminado siempre de nuevo lo
suficiente para dar la posibilidad de aceptar -tal vez en el dolor- la palabra
de Dios al terminar la obra de la creación:
"Y era muy bueno". Basta pensar en figuras como san Benito,
san Francisco de Asís, santa Teresa de Jesús, san Ignacio de Loyola, san Carlos
Borromeo; en los fundadores de las órdenes religiosas del siglo XIX, que
animaron y orientaron el movimiento social; o en los santos de nuestro tiempo: Maximiliano Kolbe, Edith Stein, madre Teresa,
padre Pío. Contemplando estas figuras comprendemos lo que significa
"adorar" y lo que quiere decir vivir a medida del Niño de Belén, a
medida de Jesucristo y de Dios mismo.
Los santos, como hemos dicho, son los verdaderos
reformadores. Ahora quisiera expresarlo de manera más radical aún: sólo de los santos, sólo de Dios proviene la
verdadera revolución, el cambio decisivo del mundo. En el siglo pasado vivimos
revoluciones cuyo programa común fue no esperar nada de Dios, sino tomar
totalmente en las propias manos la causa del mundo para transformar sus
condiciones. Y hemos visto que, de este modo, siempre se tomó un punto de vista
humano y parcial como criterio absoluto de orientación. La absolutización de lo
que no es absoluto, sino relativo, se llama totalitarismo. No libera al hombre,
sino que lo priva de su dignidad y lo esclaviza. No son las ideologías las que
salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro
creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente
bueno y auténtico. La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios,
que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y
¿qué puede salvarnos sino el amor?
Queridos amigos, permitidme que añada sólo dos
breves ideas. Muchos hablan de Dios; en el nombre de Dios se predica también el
odio y se practica la violencia. Por tanto, es importante descubrir el
verdadero rostro de Dios. Los Magos de Oriente lo encontraron cuando se
postraron ante el niño de Belén. "Quien me ha visto a mí, ha visto al
Padre", dijo Jesús a Felipe (Jn 14, 9). En Jesucristo, que por nosotros
permitió que su corazón fuera traspasado, se ha manifestado el verdadero rostro
de Dios. Lo seguiremos junto con la muchedumbre de los que nos han precedido.
Entonces iremos por el camino justo.
Esto significa que no nos construimos un Dios
privado, un Jesús privado, sino que creemos y
nos postramos ante el Jesús que nos muestran las sagradas Escrituras, y
que en la gran comunidad de fieles llamada Iglesia se manifiesta viviente,
siempre con nosotros y al mismo tiempo siempre ante nosotros. Se puede criticar
mucho a la Iglesia. Lo sabemos, y el Señor mismo nos lo dijo: es una red con peces buenos y malos, un campo
con trigo y cizaña. El Papa Juan Pablo II, que nos mostró el verdadero rostro
de la Iglesia en los numerosos beatos y santos que proclamó, también pidió
perdón por el mal causado en el transcurso de la historia por las palabras o
los actos de hombres de la Iglesia. De este modo, también a nosotros nos ha
hecho ver nuestra verdadera imagen, y nos ha exhortado a entrar, con todos
nuestros defectos y debilidades, en la muchedumbre de los santos que comenzó a
formarse con los Magos de Oriente. En el fondo, consuela que exista la cizaña
en la Iglesia. Así, no obstante todos nuestros defectos, podemos esperar estar
aún entre los que siguen a Jesús, que ha llamado precisamente a los pecadores.
La Iglesia es como una familia humana, pero es también al mismo tiempo la gran
familia de Dios, mediante la cual él establece un espacio de comunión y unidad
en todos los continentes, culturas y naciones. Por eso nos alegramos de
pertenecer a esta gran familia que vemos aquí; de tener hermanos y amigos en
todo el mundo. Justo aquí, en Colonia, experimentamos lo hermoso que es
pertenecer a una familia tan grande como el mundo, que comprende el cielo y la
tierra, el pasado, el presente y el futuro de
todas las partes de la tierra. En esta gran comitiva de
peregrinos, caminamos junto con Cristo, caminamos con la estrella que ilumina
la historia.
"Entraron en la casa, vieron al niño con María,
su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron" (Mt 2, 11). Queridos amigos,
esta no es una historia lejana, de hace mucho tiempo. Es una presencia. Aquí,
en la Hostia consagrada, él está ante nosotros y entre nosotros. Como entonces,
se oculta misteriosamente en un santo silencio y, como entonces, desvela
precisamente así el verdadero rostro de Dios. Por nosotros se ha hecho grano de
trigo que cae en tierra y muere y da fruto hasta el fin del mundo (cf. Jn 12,
24). Está presente, como entonces en Belén. Y nos invita a la peregrinación
interior que se llama adoración. Pongámonos ahora en camino para esta
peregrinación, y pidámosle a él que nos guíe.
Artículo enviado por: Jesús Manuel Cedeira Costales
Fuente: vigilia con los jóvenes. Discurso del santo
padre benedicto xvi, Colonia explanada de marienfeld sábado 20 de agosto de
2005.
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