26 de julio de 2021
Hermano:
««Recoged los pedazos que han sobrado; que nada se
desperdicie». Los recogieron y llenaron doce canastas con los pedazos de los
cinco panes de cebada»
«Me gusta la actitud de los que confían y son abiertos. De
los que siembran esperanzas y no viven condenando a los que no son como ellos.
Me gusta la paz dibujada en un abrazo»
Asturias activa la cuenta atrás para aplicar nuevas
restricciones por concejos.
El Principado pasa a nivel de alerta medio en presión asistencial
tras los ingresos del fin de semana. El siguiente paso es pedir el aval al TSJA
para implantar el toque de queda y limitar las reuniones.
Detrás de cada paso que doy se esconde Dios tocando mis
pasos. Detrás de cada decisión que tomo está el mismo Dios sosteniendo mi vida.
Y yo me creo que depende todo de mí. Me siento como un dios tratando de alinear
los astros de tal forma que todo funcione a la perfección. Pero luego veo que
voy cambiando. Y lo que un día pareció enamorar mi corazón súbitamente no me
satisface. Ese mismo rostro del que me enamoré, o su tranquilidad y su calma.
Súbitamente me molestan formas que antes amaba. Y huyo de hábitos que un día
llenaron mi corazón. ¿Estaré yo mal o es que voy cambiando? Nadie me dijo que
dejaría de gustarme lo que antes me gustaba. Ignoraba las consecuencias de la
decisión que un día tomé convencido de que era la mejor salida. ¿Nada es para
siempre? ¿Todo cambia? Hay cosas que permanecen en el tiempo, estables y
firmes. Y me siguen enamorando pasados los años. Pero hay otras que cambian, o
mejor, soy yo el que cambia y ahora no me despiertan alegría. Otras cosas que
un día odié hoy despiertan mi atención. Sigo sin poder hacerlo todo bien, menos
aún perfecto. Y no logro sostener el mundo con mis manos débiles. Tan frágil
soy, tan pesado es el mundo. Me abruma el paso del tiempo que deja canas en su
huida sin darme cuenta. Temo repetir errores del pasado o de otros. Y puede que
mis aciertos no valgan para siempre. Cambio, todos cambian, no me importa
constatar el paso del tiempo. Y ver que no soy el mismo que empezó a caminar un
día alabando a Dios por el milagro de la vida. He sufrido y he vivido. Me he
alegrado y he acogido tristezas en el alma. No me importa constatar que soy
débil y pequeño. Me alegra el amanecer igual que antes. Y al ponerse el sol me
siento tan cansado como siempre, igual de feliz. El día siempre desgasta con su
paso. Me gustaría ser como la persona aquí descrita: «Era, en mi opinión, la
que más cómoda se sentía consigo misma. Nunca sucumbía al pesimismo; veía los
contratiempos como lecciones vitales positivas de las que salía fortalecida» .
Quiero sentirme cómodo conmigo mismo. Los cambios no me abruman en exceso. No
siento que sólo tenga una posibilidad para ser feliz. Quiero aprender de los
contratiempos de cada día. Y sacar algo positivo de cada caída. No hay mal que
dure eternamente. Igual que las cosas buenas se acaban cuando menos lo deseo. Y
los sueños, algunos se hará realidad, otros morirán antes de nacer. Y la vida
es un camino largo que recorro desde mis límites, aprendiendo cada día. Incluso
cuando el dolor, la cruz, la enfermedad puedan haberme arrebatado cosas.
Comenta Olatz Vázquez lo que ha perdido en su enfermedad: «Estabilidad
emocional; un día quieres comerte el mundo y piensas que puedes con todo, y al
siguiente en lo único que piensas es en descansar tirada en la cama. Pelo; en
mi caso dos veces. Personas; he perdido a muchísimas personas. Me he llevado
muchas decepciones. Y control; el cáncer me ha hecho soltar el volante con el
que conducía mi vida y ahora voy sin manos, sin frenos y cuesta abajo». La vida
me da cosas y luego me las quita, o las pierdo. Una enfermedad es parte de la
vida y no es fácil asumirlo. Pero soy más que todo lo que pierdo con ella, más
que todo lo que la suerte me quita. Me aferro al amor que tengo guardado en el
alma. Y valoro como un don de Dios todo lo que me sucede. Y no dejo de sonreír
incluso cuando pierdo mucho. Y siento la injusticia en la piel como una
amenaza, como una realidad que hiere. Y me da miedo pensar en las cosas que
puedan sucederme. El futuro me espera, inquieto y desafiante. Me aterran esas
posibles desgracias que imagino en mi fantasía viva y despierta. No me
desespero cuando nada resulta como estaba planeado. Abrazo sin miedo a abrazar.
Espero sin miedo al futuro. Me alegran las cosas que hay aunque desee las que
aún no llegan. No tiemblo ni pierdo la paz porque Dios sigue a mi lado en todas
mis batallas.
Me pregunto cómo dar respuesta a todos los interrogantes que
la vida me plantea. Leía el otro día: «Vivir significa asumir la
responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a las cuestiones que la
existencia nos plantea» . No es tan fácil responder a todas esas preguntas que
permanecen mecidas por el viento. Me gustaría que todo fuera blanco o negro, para
no tener nunca dudas. ¿Y si las dudas brotan en el alma a medida que avanzo por
el camino de la vida? Miro hacia atrás queriendo entenderlo todo. Y no es
posible. Pienso que estoy donde Dios quiere que esté ahora. Pero ¿y si hubiera
tomado justo la opción contraria? ¿No pensaría que estaría también en el lugar
que Dios quería para mí? No es tan sencillo acertar. O más bien no es tan
absoluto un camino o el otro. Es verdad que cada decisión lleva consigo nuevas
responsabilidades. De ese modo lo que elijo se convierte en parte de una
melodía que voy componiendo con las notas de Dios. Sé que los pasos en falso me
dan experiencia y los aciertos suben mi ánimo. ¿Cómo se puede contener en un
vaso de cristal toda el agua del mar? Imposible. Igual que no se pueden detener
las olas para calmar el mar. Y no logro poner un límite al viento para que no
sople alterando mi calma. Imposible contener la lluvia en sus nubes para que no
me anegue. Nada puedo hacer para que surja la lluvia de un cielo sin nubes.
Nada parece estar en mi mano, no soy Dios. No sé cómo recorrer este camino
incierto que se abre ante mis ojos. Sólo puedo dar el primer paso del sendero.
Y echar unas cuántas lágrimas en el vaso de cristal que sostengo taciturno.
Anhelo que la espera me permita ver el crecimiento de los brotes y la subida de
la marea casi sin darme cuenta. Medito la vida llena de un tiempo que no me
pertenece. Vista desde el futuro mi vida es insignificante. Un poco de agua en
el mar, sólo unas gotas. O una corriente de aire fresco. Mientras tanto no
eludo la responsabilidad de buscar respuestas a las preguntas que surgen. No sé
si dentro de mí, o dentro de Dios en medio de mis silencios. Al menos busco
respuestas que respondan a la vida. Sin dar seguridades absolutas a los que las
buscan queriendo vivir tranquilos. ¿Para qué necesito tanta tranquilidad? Es
fácil descalificar a los que no piensan como yo. O tachar de cobardes a los que
no dicen lo que piensan. Es fácil pretender que sólo lo objetivo merezca la
pena. Pero no dejo de ser un alma en busca de un sentido. Como dice el poeta
Fernando Pessoa: «Si fuera objeto sería objetivo, como soy sujeto soy
subjetivo». Quizás lo objetivo me deja más tranquilo. Dos más dos son cuatro y
no cuatro y medio. Pero no pretendo erigirme en criterio único y siempre
válido. Tan sólo acompañar las preguntas que escucho volando por el aire. Y ver
lo importante en medio de tantas cosas superfluas que me quitan la paz. La vida
merece la pena. Y no decido yo cuándo acaba o cuándo comienza. Y no tengo derecho
a muchas cosas que son un don, no las puedo comprar, como tampoco la felicidad
se compra. No me pueden imponer la voluntad de otros, aunque esos otros por un
momento parezcan más fuertes y poderosos. El poder es pasajero y el que abusa
del mismo, será siempre culpable de haber abusado. El amor es un don, nunca una
exigencia. No merezco ser amado. Sólo puedo amar y esperar la respuesta. Y
cuando se convierte en exigencia en imposición, faltando al respeto, deja de
ser amor automáticamente. Las cosas no son lo que parecen, tienen una identidad
honda que no siempre logro ver. Debo aprender a escuchar más de lo que lo hago.
Aceptar que no tengo la razón en todo lo que digo. Y asumir que no siempre las
respuestas que escucho me dan respuesta. Y la vida cambia, así como las
personas. Y entonces el futuro que tengo ante mis ojos no es un dolor, es sólo
un camino. Y puedo tomar decisiones que otros no compartan. No soy un molde que
se repite por todas partes para mostrar al mundo que somos todos iguales.
Aceptar mi originalidad me lleva a querer a los demás siendo distintos, amando
la diferencia. Cuando pretendo encasillar o exigir un pensamiento único, lo
único que consigo es matar la vida que no me pertenece. Creo en lo que leía el
otro día: «Tener una voluntad recia es maduro. Fijarse metas y objetivos. Metas
a largo plazo. Hemos sido creados para ser felices y trasmitir la alegría a
otros. Se puede aprender a ser optimistas. El optimista sabe ver un proyecto» .
Me gusta la actitud de los que confían. De los que son abiertos, no rígidos. De
los que siembran esperanzas y no pasan el día condenando a los que no son como
ellos. Me gusta la paz dibujada en un abrazo. Y el mar contenido en una mirada,
es el único lugar en el que cabe. Aunque sólo sea en ese breve instante en el
que miro y me miran y me detengo frente a las olas dispuesto a hundirme muy
hondo. Aceptar mis propias deficiencias, límites y pecados es la única manera
de poder acercarme al que tiene dudas y preguntas. Navego sin un manual de
instrucciones buscando un camino. Miro dentro de mi alma, seguro que es el
único camino. Resulta gris y aburrido pintar el mundo de un solo color. Hay una
paleta de colores y si Dios la ha creado no es para que todos sean iguales.
Acepto la verdad escondida en versos. Hay muchas canciones que me hablan del
cielo.
Todo está relacionado. Mis decisiones siempre afectan a
otras personas, lo quiera o no lo quiera. Todo influye. Lo que oigo, lo que
veo, lo que hago, lo que siento. Todo se entreteje en un tapiz complejo que
muestra por un lado la confusión de los hilos y por otro la belleza de un
paisaje. No controlo lo que ocurre y todo me afecta. Pero yo decido cómo
reacciono y cómo acepto en mi corazón lo que pasa a mi alrededor. Leía el otro
día: «Aunque mi vida había sido moldeada por acontecimientos que escapaban a mi
control, era yo quien había decidido reaccionar ante ellos como lo había hecho»
. Soy dueño de mis reacciones desde mi debilidad. Lo que hago con mi vida tiene
un peso poderoso en los que me rodean. Como las olas del mar que lamen la
orilla de mi alma llevándose algo de arena con su paso. Se van y regresan
acariciando mi alma mientras yo me quedo mirando el cielo, el inmenso mar, esa
línea tenue desdibujada en la distancia donde parecen unirse y confluir cielo y
mar. Y yo tan pequeño en medio de una inmensidad que me supera y rompe mis
barreras, mis ritmos y vence mis miedos una fuerza interior que desconocía.
Poseo dentro de mí más fuego del que pensaba. Puede que intente contenerlo con
una coraza para que nadie rompa el infinito descanso que mi alma desea. Los
miedos no me impedirán nunca dar los pasos valientes en medio del oleaje. Lo he
decidido. Con esa decisión valiente e impulsiva, algo inconsciente, de los que
piensan que nada tienen que perder. Y he aceptado mi papel protagónico en esta
historia de mi vida. Mis sueños se realizan sin yo poder dejar de soñarlos. Y
mis decisiones, benditos saltos de audacia, me han hecho lo que soy, mejor de
lo que era. No quiero dejar de buscar a Dios dentro de mi alma, en la calma del
mar, en la paz de sus olas, en las que se mece al viento todo lo que crece
dentro de mí, a ritmo lento. Y toco a Dios en los pliegues de mi corazón,
caminante y peregrino, mi fiel amigo. Sin dejarme llevar por mis incongruencias
y temores. Sin dejar de pensar que soy un pobre hombre llevado por la vida. No
me distraigo y pienso que es Él el que me lleva de la mano. «Porque hoy hay
muchos más estímulos en el mundo, nos resulta más difícil que antes caminar con
Dios a través del quehacer cotidiano, la Santísima Virgen debe ayudarnos en el
cenáculo a cultivar el vivir en la presencia de Dios» . María se ha venido a
caminar conmigo para que aprenda a hablar con el Dios de mi camino, en medio de
silencios llenos de presencia. Y anhelo esa paz que sólo deja Él cuando me dice
que no me olvida y me quiere más que a nadie. Soy su hijo predilecto, lo sé, lo
he escuchado. Y por eso tengo paz. Haga lo que haga, tengo paz. Me alejo de
aquello que me hace daño, como decía S. Juan XXIII: «Me guardaré de dos
calamidades: la prisa y la indecisión». Me lo tomaré con calma cada vez que
tenga que discernir, sin prisas. Y cuando lo vea claro, llegará el momento y me
pondré en camino. No me quedaré pensando en otros posibles caminos, en otras posibles
decisiones. Lo decidido es lo correcto. Esa máxima siempre me ha dado paz. La
decisión correcta es la que he tomado. Sobre todo cuando las dos podrían haber
estado justificadas en ¡aquel momento. Pero la que Dios quiso es la que fui
capaz de ver en con claridad, con lo que sabía, con lo que estaba pasando. En
el silencio de mi alma que abrazaba a Dios con ternura. Y no caí en esa
indecisión que me puede atormentar, cuando el miedo me paraliza y el odio al
error frena mis pasos. Está bien lo que he hecho, Dios así lo ha querido.
Construyo sobre los cimientos que yo mismo, con Dios, he ido colocando. Y asumo
que soy mejor persona ahora que antes. Que dejé mis inmadureces de un día y me
hice más hondo en el fragor de la batalla. Y asumí mi debilidad como camino de
vida. Y mis heridas como fuentes de la que beber sin miedo a ser otra vez
herido. Todo se ve, es visible, lo que soy y lo que sufro. Lo que amo y lo que
pienso. Todo tiene su repercusión en este mundo en el que vivo, en las personas
a las que amo, en aquellos que han caminado conmigo una parte del camino, en
los que lo hacen ahora. Mi ausencia y mi presencia, todo influye. Mis actos y
omisiones, mis palabras y mis silencios. Todo se entreteje en una obra de arte
que Dios quiere hacer conmigo. De su mano voy sabiendo que muchos de mis actos
quedarán ocultos en el corazón de Dios. Él conoce todo lo que vivo. A Él le
importa realmente lo que sufro y lo que amo. Él tiene acceso a mi alma, con su
fragilidad y su belleza. De esta forma va cuidando a su hijo para que todo
encaje en su corazón de Padre. Él sabrá lo que desea hacer con mi vida. Yo me
dejo llevar de su mano como un niño. Mientras las olas siguen meciendo el
mundo. Entre un romper y un volver a surgir de entre las aguas. Acariciando la
arena de mis playas y calmando las penas y los miedos. Despertando la alegría,
haciendo nacer una vida nueva.
Tengo hambre. Con mucha frecuencia no estoy saciado y busco
alimento. Busco sucedáneos que calmen el hambre por un tiempo. Pero luego
vuelve. Jesús sabe de mi hambre, conoce cómo soy. Alza los ojos y me mira:
«Jesús entonces levantó los ojos, y al ver que acudía mucha gente, dice a
Felipe: - ¿Con qué compraremos panes para que coman éstos?». Le preocupa mi
hambre. Sabe que necesito ser alimentado y sufro en mi indigencia. Sabe que yo
solo no puedo. Hay un hambre honda, profunda, que no soy capaz de calmar. Tal
vez me alejo de Dios y busco en el mundo que me sacie, que me llene y quite esa
inquietud mía que no me deja alcanzar las cumbres más altas. El hambre de Dios
está ahí, dentro de mí, latente. Leía el otro día: «De ahí que filósofos
modernos digan, con mucho acierto, que el hombre de hoy, desligado de Dios, se
parece a un lobo estepario que aúlla de hambre de Dios, y a la medianoche ronda
la tumba de su Dios asesinado» . ¡Cuánta gente hoy vive sin Dios, con hambre
dentro! Un hambre espiritual que busca encontrar sentido a todo lo que sienten
y viven. Muchos buscan hoy una fuente oculta en el mundo, desean la presencia
misteriosa de una fuerza que mueva el universo y dé sentido a este deambular
por la vida. Muchos ya no creen en la Iglesia. Creen en las energías que están
presentes y ahí buscan la paz, la alegría y calmar el hambre. El camino de
Santiago de Compostela nació por el anhelo de tocar en los restos sagrados del
apóstol Santiago el amor de Jesús. Los apóstoles, torpes y limitados, niños
enamorados, amaron a Jesús hasta el extremo y estuvieron dispuestos a morir
defendiendo su nombre. Tocar la tumba del apóstol se convirtió durante siglos
en un motivo suficiente para comenzar un viaje que podía incluso acabar con sus
vidas. Dejaban la paz de sus casas y se ponían en camino queriendo tocar a Dios
en la piel fría de un santo. En la actualidad ese camino tiene mucha vida y
miles de peregrinos llegan a Santiago motivados por razones diferentes. En
muchos casos sienten que en el camino pueden encontrarse con ellos mismos y así
calmar un hambre profunda que tiene todo corazón humano. El hombre no se sacia
sólo de pan, sino de un alimento que viene de lo alto. Hay una necesidad más
profunda que a menudo sofoco con preocupaciones y posesiones, queriendo ser
feliz a medias. Sin dar respuesta al grito del alma no es posible una felicidad
plena. Ese grito sigue dentro y me pone en camino, a Santiago o a esa meta en
la que espero encontrar un sentido trascendente a lo que vivo. ¿Acaso el amor
está condenado a no ser eterno? Si mi deseo es amar para siempre ¿no seré capaz
de vivirlo? En el alma hay un deseo de infinito, un anhelo de cielo, un ansia
de eternidad que nada puede ahogar, por mucho que lo intente. Llegarán momentos
duros en mi vida en los que me sentiré solo y abandonado y miraré al cielo
buscando respuestas, algo de esperanza y alegría. Intentaré encontrar un camino
que le dé sentido a todo lo vivido. Me encontraré conmigo mismo en ese andar
esperando un día tocar al apóstol. Eso es el camino, una búsqueda, un deseo de
plenitud, una esperanza que brota solitaria en el corazón humano. Es el hambre
más verdadera. Todo parece quitarle importancia a esa hambre que reconozco en
mí. Pero sigue ahí esperando un pan que regale consuelo. Jesús me mira y quiere
darme de comer. Quiere calmar mis miedos y sostener mis preguntas para las que
no encuentro respuestas. El que se pone en camino es un buscador. No importa
que no sepa lo que busca, porque ya se está encontrando al andar un pan diario
que puede quizás calmarlo para siempre. Si no me pongo en camino, no me acerco
a Aquel que puede tener respuestas para mí. Jesús se lo dijo un día a los que
lo seguían: «Los que tenéis hambre, seréis saciados». Y por eso Jesús quiere
que me den de comer, que me sacien. Dice el profeta Eliseo: «Dáselos a la
gente, que coman». Y Jesús les dice a sus discípulos: «Decid a la gente que se
siente en el suelo». Quiere saciar su hambre de pan para que comprendan que el
hambre que subyace en su interior es la que de verdad importa. Él es el pan que
alimenta ese corazón herido y enfermo. Él quiere saciar el hambre que no me
deja tranquilo. Yo vivo inquieto, en búsqueda, en camino. Me hago peregrino
porque me falta algo. No necesita Jesús que peregrine, ni que toque la tumba de
un santo. Sólo necesita que me desprenda de todo lo que me encadena a mi
tierra, a mis planes y proyectos, a mis seguridades. Quiere que rompa con lo me
quita la libertad para poder caminar ligero de equipaje, en paz por los caminos
de la vida, buscando un pan espiritual que dé paz a todas mis ansias y
búsquedas. Ese pan de Jesús es el que necesito. Mi hambre es de Dios, lo tengo
claro.
Lo primero que experimento cada vez que enfrento un nuevo
día, es el desborde, la impotencia, la conciencia de mi propia pequeñez. Es ese
momento que se desliza entre la noche y el amanecer en el que siento que nada
está bajo control y todo parece perdido. Un instante sutil en el que me
confronto con lo que parece un problema irresoluble, una imposibilidad real.
Una misión que supera mis fuerzas. Un desafío que me saca de mi comodidad.
Necesito ponerme en marcha hacia ningún sitio. Arrojarme en el vacío esperando
una mano amiga que me salve. Una sonrisa que sostenga mis lágrimas. Un abrazo
que contenga mis miedos. Pero tengo que pasar por ese momento en el que todo
parece imposible. Sólo entonces comprendo que no puedo seguir aferrándome como
un náufrago a la tabla que me sostiene en el mar, sujeto por mis propias
fuerzas y méritos. Desprendido entonces de mi capacidad humana dejo espacio a
la fuerza de Dios. Me he dejado caer, abismado en el océano profundo. He
saboreado la amargura de la derrota. He sentido la punzada del miedo. Y he atisbado
una salida que no se ve, gracias a esa fe que nace en lo profundo de mi alma.
Sólo cuando he experimentado la propia debilidad e impotencia comienzo a creer
en los milagros. El criado le pregunta al profeta con pesar: «¿Qué hago yo con
esto para cien personas?». Y los discípulos que sí creen en Jesús, dudan:
«Felipe contestó: - Doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le
toque un pedazo. Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le
dice: - Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y un par de peces;
pero ¿qué es eso para tantos?». No bastan doscientos denarios. No son
suficientes cinco panes y dos peces. Nada basta, nada de lo humano alcanza. Si
no pongo mi nada, nada sucede. Y sólo si la pongo puede suceder todo. Pero
antes entro en ese instante de pánico lleno de dudas y miedos. ¿Será posible
esta vez? ¿No estaré tentando la suerte? ¿No será que Dios me ha abandonado?
¿No será imposible todo lo que he soñado realizar? Los planes de Dios superan
los planes humanos. Me planteo un proyecto a la medida de mis manos, abarcable.
Pero cuando supera mis fuerzas lo abandono por miedo al fracaso. Yo me pongo
los límites y delimito las barreras que no puedo atravesar, porque no sé
hacerlo, porque no logro enfrentarlo, porque no tengo aptitudes suficientes. Yo
me limito tantas veces y digo que es imposible. Comenta Jacques Philippe:
«Nuestra prisión somos nosotros, los limites de la percepción de la realidad,
nuestras estrecheces de pensamiento y corazón» . Mis límites no me dejan ver
más allá del horizonte marcado por mi vista. Me falta fe en lo que no veo. Sólo
observo el límite y la carencia. Aplico la lógica y hablo de lo que es
razonable y lógico, de lo prudente. Lo imposible se yergue ante mí con una
fuerza inaudita. No puedo avanzar porque yo mismo me he defraudado de la vida.
Se me exige algo que no puedo dar. No puedo multiplicar los panes para que
lleguen a muchos. No puedo lograr que todos tengan una vida plena y feliz. No
puedo salvar a todas las personas que Dios pone a mi alrededor. No puedo acabar
con todo el mal del mundo. No puedo mitigar el sufrimiento de tantos, ni abolir
las leyes que atentan contra el amor. No puedo conseguir que no haya más
injusticias ni muertes. No puedo, es imposible. Pero no es imposible tomar esos
denarios en mis manos, o esos panes y peces y ofrecérselos a Dios. Sé que no
puedo lograr lo imposible, porque no me corresponde. Pero en ese momento de
duda y miedo sólo tengo que llegar ante Dios y decirle al oído: «Jesús, sé muy
bien que es imposible. Humanamente no hay cómo salvarlo. Pero Tú sabes más que
yo. Tienes el poder que yo no tengo. Tú eres el infinito más allá de mi
horizonte. Y eres el amor que supera todos mis amores mezquinos. Tú no tienes
medida, porque para ti todo tiene un sentido. Nada sin ti existe y nada sin ti
sobrevive». Aceptar que mi vida descansa en las manos del poder de Dios es lo
que me salva. Por más que hago cálculos humanos, busco medios factibles, hablo
de plazos y de empresas posibles, al final sólo Dios me salva. Por mucho que yo
me esfuerce en añadir un día más a mi vida sé que será imposible. Por más que
pretenda que todo sea perfecto, lo que hago, lo que pienso, lo que digo o lo
que escribo, no lo logro. Cuanto antes asuma mi imposibilidad para vivir plenamente
seré más feliz, tendré más paz y mi vida será sin tensión. No intentaré
convencer al mundo de lo que no soy. No intentaré mostrar una imagen intachable
buscando el reconocimiento. No esperaré que nunca nadie conozca mi debilidad,
incluso mis pecados. No me tensionaré todos los días pretendiendo ser yo el que
haga posible lo imposible. Me enfrento hoy como los discípulos a una
imposibilidad real. No es posible dar de comer a tantos. Alzo la vista al cielo
con desesperación y con fe. No es posible acabar con la pandemia. No es posible
salvar a todos los enfermos, a los más queridos. Lo acepto, no está en mis
manos. Se lo entrego a Dios y confío en que su amor me dará paz en mi
debilidad.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira Costales.
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