23 de julio de 2021
Hermano:
««Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un
poco». Porque eran tantos los que iban y venían que no encontraban tiempo ni
para comer»
«Quiero poner mi confianza en Dios y creer que Él con su
amor, a su manera, va a calmar mis miedos y a llenar de paz mi corazón vacío»
El mapa de Asturias se tiñe de granate: 53 concejos ya están
en riesgo muy alto por covid.
La región iguala en esta cuarta ola el máximo de la
incidencia a 14 días alcanzada tanto en la segunda como en la tercera ola.
Laviana, Degaña y Carreño acumulan más de 1.000 casos en las últimas dos
semanas,
No quiero poner la pandemia como excusa cuando no he logrado
lo que deseaba. Es una buena excusa, sin duda. El confinamiento, el bloqueo de
la economía, el miedo justificado a la enfermedad. Lentamente me siento más
libre que antes, o más cómodo. Puedo hacer más cosas sin dejar de hacer lo que
quiero. Pero a veces pienso que la pandemia me sirve de excusa para no moverme.
Si no rezo tanto como antes es por la pandemia. Si no cuido a mis amigos y
familiares que están lejos es por la pandemia. Si no me preocupo más del que
más necesita es por la pandemia. Si no he mejorado mis relaciones personales
será por la pandemia. Si mi trabajo no mejora y siento que no avanzo ni crezco,
la pandemia tiene la culpa. Si en el estudio no noto avances y no aprendo, la
pandemia es responsable. La pandemia es una buena excusa. Evita que me
esfuerce. Y así aprendo a vivir acomodado, relajado, escondido en mi cueva, y
feliz porque así todo parece más fácil. No participo en las reuniones por la
pandemia. No salgo de casa por lo mismo. Y la vida se me escapa entre los dedos
sin que me dé cuenta. Tal vez es que no logro entender que de nada valen las
excusas cuando las cosas no salen como yo quiero. Y desde pequeño me inventaba
muchas excusas para no hacer lo que no quería, para justificar mi pereza, para
darle un sentido a mis desvaríos y fracasos. Justifico lo injustificable y miro
con benevolencia mis actitudes egoístas y rígidas. La excusa me vale para
seguir siendo como soy sin buscar cambios. Algo siempre justifica mis
actitudes, mi forma de actuar en el mundo. Y no acepto a los que no son como
yo. A los que pecan públicamente. A los que no entran por la misma puerta de la
justicia que a mí me alegra el alma. Yo cumplo, muchos incumplen. Y entonces
discrimino y juzgo. Así no era Jesús. No se justificaba y no excluía. Decía
Juan Antonio Pagola: «Jesús rompe el círculo de discriminación. Todos son
acogidos. Pone a todos, justos y pescadores, ante el misterio de la
misericordia de Dios. Solo quedan excluidos los que no lo acogen. Es una
Iglesia acogedora que elimina prejuicios y rompe fronteras». Quisiera tener un
corazón más grande y acogedor. Mirar con misericordia. Me justifico a mí
fácilmente. Y a otros con más dificultad. Los condeno en su pecado y me alejo
de ellos, porque no están en gracia, no son buenos, no viven cerca de Dios. Me
da miedo ese pecado que me puede hacer daño. No justifico a los demás, pero
conmigo sí soy indulgente. Con ellos inmisericorde. Han pecado, lo digo
abiertamente. Y pienso que si los miro con misericordia estoy justificando su
pecado o dando valor a su forma de vida que yo no apruebo. Jesús perdonó al
pecador y nunca dejó de condenar el pecado. Pero fue misericordioso y comió con
todos. También con aquellos que aún no cambiaban de vida y su pecado aún no era
pasado. Es difícil. ¿Dónde me encuentro al enfrentar los grandes desafíos que
me plantea este mundo? Si condeno al pecador, parece que soy un rígido sin
misericordia. Si lo perdono y lo trato con misericordia, ven en mí a un blando
indulgente que todo lo tolera y acepta el pecado como forma de vida. Las cosas
no son blancas o negras. No todo es sí o es no. De repente me veo entre matices
que me intranquilizan la conciencia. Si me pongo de un lado condeno. Si me voy
al otro perdono. Si me quedo en medio me angustio. ¿Quién soy yo para juzgar el
corazón de las personas? Veo caras, no corazones. Veo actitudes, pero
desconozco su historia. Y juzgo con rapidez pretendiendo ser Dios. No quiero
vivir condenando o salvando. Mirando a ver dónde se esconde el pecado de los
demás. No quiero ser un juez que vive diciendo lo que está perfecto, lo que
está mal y lo que está más o menos bien. No siento que sea mi vocación, ni mi
camino de vida. Dios sabe más que yo. Mira mi corazón cada noche, cuando llego
cansado a su presencia y me dice que me ama. No analiza cada uno de mis
errores. No pide que explique por qué he actuado de una determinada manera. Me
mira, me abraza y me invita a llevar su misericordia al mundo. Porque es esa
mirada suya la que salva el corazón de los hombres. Quizás esta actitud mía
crea inseguridad cuando lo que uno busca son certezas absolutas y respuestas
claras. Nada de claroscuros y matices. Mejor decir lo que está claramente mal.
Y lo que está totalmente bien. Así no hay dudas. Pero miro a Jesús y siento que
Él me pide que le busque en medio de la noche. Que descubra su bondad en medio
de los actos malos de hombres que un día quisieron ser buenos. Que lo intente
encontrar en medio acciones que parecen ir contra la verdad y crean inquietud
en los corazones nobles. Y me dice que me detenga ante cada persona. La mire a
los ojos y escuche su vida. No me pide que la condene. Tampoco que la salve.
Porque es Él el que hace todo eso. Yo sólo quiero ser su reflejo imperfecto en
medio de los hombres. Sólo eso, una verdad lanzada al viento en medio de la
noche. Y un canto de esperanza cuando aparentemente se ha ocultado la luz ante
mis ojos.
Hacer el bien o hacer el mal. Ser paciente o impaciente.
Perdonar y pasar por alto o resaltar todos los errores. Ser bondadoso o cruel.
Humilde o vanidoso. Misericordioso o vengativo y lleno de rencor. Puedo elegir
siempre entre dos opciones. Puedo hacer lo que corresponde o dejar de hacer lo
que está bien. Puedo amar u odiar. Aceptar o rechazar. Puedo tomar en cuenta la
ofensa u olvidar. Puedo apoyar enalteciendo o resaltar siempre lo que hacen
mal. Puedo ser alegre o vivir lleno de amargura y cubierto de tristeza. Puedo
ser fiel o infiel en todas las decisiones y compromisos adquiridos. Puedo
hablar con ternura o puedo gritar con ira. Puedo decir lo que pienso o
callármelo para siempre. Puedo elegir el camino que sigo. El fácil que me lleva
donde no deseo. O el difícil que me exige estar dispuesto a dar la vida. Los
demás son la oportunidad que tengo para crecer, para amar, para ser más de Dios
o más niño. En la película Cruella dice la protagonista: «No puedes preocuparte
por los demás. Todos ellos son obstáculos. Si te importa lo que quieren o
sienten, estás muerta. Si algo o alguien me hubiera importado, podría haber
muerto como muchas mujeres brillantes, con un cajón repleto de genialidades
invisibles y un corazón lleno de triste amargura». Elijo a mi prójimo, no
quiero pensar así. No quiero ser cruel condenando a los demás que parecen ser
un obstáculo en mi camino de felicidad. Quiero elegir el perdón antes que la
venganza. Consolar antes que seguir produciendo dolor en la herida. Quiero
ayudar al que sufre y no dejarlo perdido en medio del camino. No paso de largo
ante el que me suplica. No elijo el poder por encima de todo. Y si llega a mis
manos pediré sabiduría para ejercerlo. Sin dañar al débil, sin ofender a mi
hermano. La misericordia es un don que no siempre duerme en mi alma. Quiero
abrazar al que está solo y consolar al que llora. Nunca los demás son el
obstáculo en mi carrera al éxito. No pienso ponerme de rodillas ante los
hombres suplicando misericordia. Pero sí seré instrumento del perdón cuando
alguien me lo pida. Me preocupo de aquel al que amo y del que me ama. De aquel
que no tiene nada y vive sufriendo. Me preocupo de los que están solos y no
encuentran a nadie en su camino. Me preocupo de los que viven sin nada y se
sienten abandonados. Soy la esperanza en medio de la noche para los que viven
sin luz. Me pongo en camino hacia el corazón de mi hermano. Es el camino más
largo, salir de mí mismo, de mis proyectos, de lo que deseo por encima de todo.
En ocasiones mis pretensiones en la vida pueden apartar a los que me rodean.
Pueden alejarlos porque son un obstáculo, una barrera que no me deja avanzar.
Pero no es así. Mi prójimo es Cristo. Viene a mi encuentro para que yo crezca,
no para que pierda o disminuya. El amor de Dios me lleva a amar a mi hermano.
Está siempre unido. No puede ser un obstáculo el prójimo en el camino a Dios.
Francisco de Sales escribe: «Es uno y el mismo amor el que suscita los actos de
amor a Dios y amor al prójimo. Es el mismo amor el que nos eleva a la unión de
las almas con Dios y el que nos guía hacia una amorosa comunión con el prójimo.
El amor a Dios no sólo manda, sino genera también en el corazón humano el amor
al prójimo» . Si digo amar a Dios no puedo despreciar a mi hermano. Si digo que
estoy dispuesto a todo por amor a Él, no puedo vivir quejándome de aquel que me
pide mi tiempo y mi generosidad. No puedo vivir anclado en Dios sin amor humano
pegado a mi piel. Los demás no son obstáculos. Son puentes que me llevan al
cielo y me dejan tocar a Dios. Cuando sólo pienso en mí me amargo. Cuando sólo
quiero que los demás me sirvan y ayuden, dejo de aspirar a lo más grande para
mi vida. Puedo elegir entre el bien y el mal. Entre el amor o el olvido. Puedo
decidir ser bondadoso o cruel con los demás. Puedo perdonar o guardar rencor.
Tomo mi vida en mis manos y decido comenzar de nuevo con un corazón limpio.
Dios sabe más y me ama como soy. Eso me consuela. Olvido así todo lo malo que
me sucede y me centro en lo bueno que tengo. Amo a los que me tratan bien y
rezo por los que no lo hacen. La vida es demasiado corta para ser otra cosa que
feliz. Es mi única opción, mi camino.
Es la desconfianza un veneno que me quita la alegría y la
paz y me impide crecer. Desconfío cuando he sido herido. Cuando me han
prometido algo y no lo han cumplido. Cuando me han fallado, habiendo yo
confiado tanto en ellos. Cuando no han hecho lo que he suplicado con
insistencia. Cuando he confiado algo muy mío, íntimo a alguien y he visto que
se hacía público. Desconfío de mis propias fuerzas y talentos cuando fallo de
forma repetitiva en aquello que quiero lograr. Cuando no avanzo en mis planes y
proyectos pese a todos mis esfuerzos. Cuando no logro tocar la cima soñada
porque se acaban mis fuerzas. Me propongo desafíos y no los consigo. Desconfío
también de Dios, cuando no hace lo que deseo y no cumple todos mis planes.
Cuando fracasan mis sueños en sus manos de Padre, diciéndome que me ama. Cuando
en realidad no me siento tan amado como necesito y vivo perdido. No lo toco en
la vida y dudo de su amor incondicional. Pienso que siempre está exigiéndome
una perfección que no logro. Surge la desconfianza. Dejo de poner mi confianza
en su poder. Y siento cómo esa desconfianza en el alma es un veneno que me
vacía por dentro y paraliza mis movimientos. Dejo de creer, dejo de esperar,
dejo de luchar. Ya nada me basta porque tengo una expectativa muy alta. Y exijo
dentro de mí algo que nunca me van a dar. Sigo esperando de la vida un
imposible que no va a suceder. Hagan lo que hagan los demás nunca será
bastante. La mancha de la desilusión, del desengaño, pesa demasiado. La
desconfianza se instala con un halo de amargura dentro de mi alma y no sonrío.
Ya no puedo volver a confiar en nadie. ¿De qué me sirve confiar si al final me
van a fallar? El corazón humano es falible, voluble y cambia fácilmente en sus
objetivos y decisiones tomadas. Entonces la desconfianza llega a mi vida. Se
hace fuerte con las desilusiones, con las cruces y dificultades en el camino.
Es fácil despertar la desconfianza en mí y en otros. Y es muy difícil hacer que
surja de nuevo una confianza profunda y auténtica. La confianza es como una
flor delicada que muere con los cambios de clima y pierde la vida sin darme
tiempo a reaccionar para salvarla. Es esa bola de cristal que al romperse hace
imposible que pueda volver a unir sus mil pedazos. Y aunque lo logre, ya no
será igual que antes del error, de la caída, de la ofensa, de la herida. El
mundo en el que vivo me lleva con facilidad a la desconfianza. Hace que brote
en mi corazón y no me deja ser feliz ni tener esperanza. Así tal vez soy más
manipulable y pueden influir mejor en mí. Comenta el Papa Francisco: «La mejor
manera de dominar y de avanzar sin límites es sembrar la desesperanza y
suscitar la desconfianza constante, aun disfrazada detrás de la defensa de
algunos valores» . En este mundo es fácil perder la confianza en las personas,
en los líderes políticos, en la justicia, en la verdad. Hoy escucho: «Ay de los
pastores que dispersan y dejan perecer las ovejas de mi rebaño». No me lo ponen
fácil para mantenerme siempre confiado en medio de la lucha. Pongo mi confianza
en los demás y me fallan. En aquel a quien amo y me falla. ¿Cómo puedo volver a
confiar después de haber sido herido? No es sencillo, tiene que ser obra de
Dios porque humanamente es imposible. Dejo de confiar en las intenciones que
persiguen los demás. Busco en ellos actitudes ocultas llenas de engaño. Dejo de
creer en la bondad del hombre. Y en la verdad de aquellos que se erigen con
autoridad ante mí. Dejo de confiar en los planes de Dios y ya no creo en su
promesa de felicidad. ¿Cómo va a hacer que mi vida sea feliz cuando he perdido
tanto? Ya no confío. Ni en las personas, ni en Dios. El mundo en el que vivo no
me va a dar esa felicidad que sueño. Confiar y dar confianza es tal vez la
tarea de mi vida. Sé que voy a defraudar a muchos. Eso lo tengo claro. Porque
han puesto en mí su confianza y esperan más de lo que les doy, más de lo que
puedo hacer por ellos. O han imaginado que mi vida es de una manera o yo soy de
una determinada forma y se sienten engañados al descubrir la verdad, al ver mi
pecado y mi falta, al descubrir mi imperfección. Dejan de confiar entonces al
pensar que los he mentido. No quiero engañar a nadie. La confianza es un don
que me regala Dios al darme un corazón ingenuo y lleno de inocencia. Lo pierdo
en el camino de la vida. Tal vez me hicieron creer que el mundo iba a responder
a mis deseos. Y las personas se amoldarían perfectamente a mis sueños. Me
dijeron que si lo creía de verdad sucedería. Y si me empeñaba en conseguirlo
alcanzaría la meta. El trabajo trae su fruto. Pero luego los desengaños me
hicieron ver que no era tan exacto. No siempre el mundo se adaptaba a mí ni me
daba todo lo que yo creía necesitar. Me fallaban las personas amadas. Me sentí
traicionado. ¿Cómo volver a confiar? Entonces queda sostenido en el aire ese
deseo de confiar siempre de nuevo. De volver a empezar. Quiero poner mi
confianza en Dios y creer que Él con su amor, a su manera, va a calmar mis
miedos y va a llenar de paz mi corazón vacío. Esa confianza nadie ni nada podrá
quitármela nunca. Creer en esto y vivir así es la única forma de caminar por el
desfiladero de este mundo imperfecto lleno de aristas y complejidades. Dios
puede sostener en un instante de cielo todo lo que deseo. Me regala como don
esa confianza perdida. Recompone mis sueños rotos. Y vuelvo a creer, vuelvo a
empezar.
Creo que en esta vida lo que mueve el corazón de las
personas es el ejemplo que ven hecho carne en otras personas. No logro
enamorarme de una idea desencarnada. Es cierto que me apasionan los ideales, y
ciertas posturas de vida me parecen muy atractivas. Me conmueven las palabras
que dicen mucho más de lo que muestran. Como ese mensaje dicho entre líneas que
parece tocar el corazón. Me gustan las palabras que riman y las que describen
un paisaje bello, reflejo del cielo, casi con dos trazos. Admiro a los que en
una bella poesía arrastran mi corazón a las altas cumbres y a honduras
inimaginables. Pero son los ejemplos los que me hacen decantarme por el bien o
por el mal, por la justicia o la injusticia. Es la forma de vivir y la
coherencia de las personas la que me decide a optar por un camino. Su
integridad y su honestidad. Aún habiendo cometido errores los asumen con
responsabilidad. Y saben que siempre pueden empezar de nuevo incluso habiendo
errado muchas veces. Las palabras lanzadas como dardos sobre el papel o en las
redes sociales dejan heridas. Puedo escribir lo que desee casi de forma impune.
Hago daño con lo que escribo o enciendo los corazones. Todo es posible porque
las palabras tienen poder, quizás no tanto como las imágenes. Pero el juego de
las palabras evoca mundos que la fantasía agranda o dibuja de forma propia. Con
fidelidad o no a la realidad insinuada. No importa, la fantasía es libre. Pero
luego los ejemplos, vistos en imágenes o simplemente conocidos, tienen un poder
todavía más grande. El comportamiento que he visto es el que me levanta de mi
lugar y me pone en camino. Tiene un poder impresionante. Aún mayor cuanta más
responsabilidad poseo. Por eso tiene tanta fuerza la vida del pastor que
escandaliza a los suyos: «A los pastores que pastorean mi pueblo: Vosotros
dispersasteis mis ovejas, las expulsasteis, no las guardasteis; pues yo os
tomaré cuentas, por la maldad de vuestras acciones». El mal ejemplo tiene mucho
poder. Me arrastra donde no quiero ir. Hago lo mismo que hace aquel a quien
sigo. Hace tiempo veía un video que mostraba cómo los hijos hacen lo que ven en
sus propios padres. Si el padre grita a su madre, el niño hace lo mismo. Si
trata mal a alguna persona, el pequeño repite ese comportamiento. El mal
ejemplo se instala en el subconsciente de mi alma y acabo realizando lo mismo
que he visto en las personas a las que amo. Sus juicios, vertidos en críticas
sobre personas conocidas, se instalan en mi alma y acabo pensando igual o
haciendo lo mismo. En ocasiones me veo repitiendo comportamiento de mis padres.
Hago lo que ellos hacían. Y trato a los demás como ellos los trataban. Creo
haber aprendido algo, pero no siempre me resulta. El mal ejemplo tiene
demasiado poder. Quizás creo saber muchas cosas, pero son teorías, palabras,
pensamientos. Y no son obras, no son acciones. Me puedo quedar en las ideas sin
hacerlas vida y no actuar como creo que debería hacerlo de acuerdo con lo que
pienso. «Puedo imaginarme muy bien que un sencillo hijo del pueblo que haya
captado con gran profundidad una verdad como, por ejemplo, que Dios es bueno,
haya llegado a un amor muy grande. Y, por el otro lado, puedo imaginarme
también que existan personas, y de veras no quiero excluirme a mí mismo, que
saben mucho, pero cuyo gran saber no suscita un amor igualmente grande» . Al
final siempre es el ejemplo lo que queda. Cómo traté a las personas a las que
amé. Cómo me comporté en temas importantes. Cómo viví en coherencia con lo que
soñaba vivir. Mis obras pesan más que mis palabras. Tiene más fuerza un grito
que el deseo escondido de tratar bien a quien amo. Más poder un golpe que
muchas palabras suaves suplicando el perdón acto seguido. Es más poderoso un
abrazo que muchos te quiero dichos al oído. Y hace más daño un insulto o un
abandono que muchos mensajes intentando arreglar el error. El pecado visto en
otros es poderoso. Y el error de aquellos que fueron puestos ante mí para
llevarme el cielo. Es tan difícil para un padre educar a sus hijos. Es el
ejemplo lo que se llevarán cuando no estén juntos. Lo que han visto en mí lo
repetirán quieran o no quieran. Y si han visto en mí buenas obras, bondad,
esfuerzo, fidelidad, honestidad y obras de un amor inmenso, eso valdrá mucho
más que miles de palabras dichas en mi contra. Y de la misma manera mis actos
de odio, de rechazo, de intriga, de envidia, despertarán un mal en el corazón
de los que me vean. Mucho más poderosos son mis actos que todas mis palabras
escritas para animar a tocar el cielo. Así es siempre, un ejemplo arrastra y me
lleva por el mal o el buen camino. Por eso vale tanto lo que hago, más que lo
que digo.
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira Costales.
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