21 de julio de 2021
Hermano:
«El que por mí deja casa, hermanos o hermanas, padre o
madre, mujer, hijos o tierras, recibirá cien veces más, y heredará la vida
eterna»
«Quiero detenerme y dejar que la luz calme mis ansias y haga
desaparecer la inquietud. Y Dios con su mano pasa por cada arista limando mis
asperezas»
Asturias vuelve al máximo nivel de riesgo en mayores de 65
años por la desmesurada transmisión juvenil.
En ocasiones veo cómo me complico yo solo. En lugar de vivir
feliz, distendido, relajado, me lleno de angustias, rencores y problemas casi
inventados. Tiendo a agrandar las desgracias y magnificar las ofensas
recibidas. Me siento ofendido sin que tengan intención de ofenderme. Mi alma,
limpia y sin dobleces al nacer, se va llenando de heridas y rencores. Y surgen
los nudos en mi vida. Esos nudos que no logro desatar yo solo, y eso que lo
intento. Busco soluciones. Imploro misericordia. Pero no logro desatar mi alma
enredada. Me gusta esa advocación de María que despierta mucha esperanza: María
Desatanudos. Esa imagen de J. G. M. Schmidtner de 1700 muestra a María rodeada
de ángeles desatando los nudos de un cordel. Mi vida llena de nudos pasa entre
sus dedos y queda limpia, lisa, pura. Es curioso. Desenreda los nudos que yo no
sabía eliminar. Creo que el amor es más fuerte. Como cuando el pelo largo se
enreda y sólo un buen cepillo y mucho amor logra devolverle su aspecto inicial.
Desenredar, desatar, desanudar son verbos llenos de esperanza. Es lo que hace
María en mi vida cuando me descomplica y hace más sencillo mi camino. Tiendo a
complicarme en exceso. Veo problemas que tal vez no existen. Imagino amenazas
inexistentes. No sé cómo se puede volver a tener un alma sencilla e ingenua
como las de los niños. Quizás tengo que volver a nacer, o volver a decidir cómo
quiero ser y cómo quiero vivir la vida. Al fin y al cabo tiene razón José
Antonio Fernández cuando dice: «Las decisiones que tomes en la vida tómalas con
mucha claridad y para ti, porque con quien vas a estar toda tu vida es
contigo». Voy a ser yo mi compañero de camino. Voy a estar siempre conmigo.
Tengo claro que quiero ser una persona sencilla, con alma pura y sin nudos.
Quiero tener muchas preguntas, pero sin inquietud. Quiero tener más paz y
alegría que miedos y tristezas. Por eso elijo lo que me lleva a donde quiero ir
y no en dirección contraria. Tendré que cargar con mis errores y decisiones
equivocadas. Y sé con certeza que Dios me perdona siempre y María me abraza y
desata mis nudos. Cuantos menos nudos tenga tendré más paz. Seré más niño y
miraré la vida sin pasarla por el cedazo de la amargura. Sin desear lo que no
tengo. Sin empeñarme en recuperar lo que he perdido, porque ya se ha ido y no
va a volver. Sin querer cambiar mi pasado porque es imposible. Sin vivir
empeñado en un futuro que tal vez no llegue nunca. La capacidad del niño para
vivir en presente me impresiona. ¿Seré yo como ellos algún día? ¿Lograré
disfrutar con una sonrisa el hoy? Tomo decisiones que parecen eternas sin saber
si estaré siempre dónde me encuentro. Pero elijo amar hoy, no cuando se den las
condiciones perfectas. Dar la vida ahora, no cuando tenga más fuerzas. Ser
pleno en este momento, no cuando resulten bien todos mis proyectos. El que no
vive el presente se pierde lo más importante de su vida. Y yo quiero entregar
mis nudos cada día a María. Ella sabrá como eliminar las adherencias, acabar
con las durezas y suprimir lo que está enredado dentro de mi alma. Es fácil
esconder los nudos y seguir adelante. Pero siempre vuelven. Me enredo cuando
miro a los que tengo a mi lado y les exijo lo que no pueden darme y les pido
que sean lo que no son. Quiero aceptar mi vida en su belleza, con sus nudos,
con sus miedos y tropiezos, con sus límites. La vida hoy, anclado en la tierra
que piso, no esperando otros caminos. Vivo mi camino sin pensar si es el
correcto. Hago lo que puedo sin criticarme por no hacer más. Vivo sonriendo sin
pensar que mi sonrisa pueda molestar. Seré yo mismo una vez más aunque eso me
exija esfuerzo y dejar a un lado mis máscaras y falsas apariencias. Empiezo de
nuevo a vivir con la ilusión del primer día. No por haber fracasado una vez
pienso que siempre será lo mismo. Es imposible asegurarme un día más en esta
vida por eso agradezco a Dios por las horas con las que cuento. No me enojo con
nadie, no merece la pena. No me angustio cuando no salen bien las cosas. No me
impaciento porque el tiempo es el que es y no puedo alargarlo. Llego a lo que
llego y eso es suficiente, así me lo enseñó esta pandemia. Me hizo vivir con
sencillez, sin tantas cosas como antes. Y me dibujó un presente compuesto sólo
de horas y días. Nada de meses ni años. Es bonito vivir así, es un regalo, es
volver a nacer y encontrarme con que vuelvo a ser sencillo y libre como un
niño.
El calor y el frío. La lluvia y la sequía. Las heladas y el
resurgir de la naturaleza. El calor que asfixia y el frío que hiela el alma. El
viento y la calma. Las tormentas y los momentos de sequía esperando una gota de
agua. Son los extremos que se unen y me desconciertan. De un extremo al otro.
De la salida del sol hasta su ocaso. Momentos que se suceden en el tiempo de
forma continua. Y en medio de tanto movimiento mi corazón recorre las horas y
los días, fatigado y feliz, soñando el cielo. Y esperando tocar las alturas, a
tiempo o a destiempo, poco importa. Anhelando esa paz que deja el saber que soy
amado como soy, con eso basta. Alguien a mi lado, como ausente o presente al
mismo tiempo, que recorre mis días. Es esa historia santa que tejen mis manos,
o las de Dios. Esa historia hollada por mis pies recorriendo senderos sin término.
Y la lluvia que sorprende súbitamente mis pasos furtivos. Y el calor que parece
adueñarse de mi vida y quitarme el aliento. Y el tiempo encadenado al presente,
ese instante sagrado que tanto amo. Porque es un don, un bendito regalo. ¿Sabré
usar bien las horas que tengo, los días que se quedan prendidos a mi piel? Me
da miedo perder la oportunidad que tengo de ser feliz, dejar que se vaya. Y
sentir que Dios me invita a amarlo a Él en cada instante. Y yo me olvido tantas
veces. Como ese niño embobado con tanto estímulo que me aleja de la
contemplación y del silencio. ¿Cómo aprenderé a digerir todas las cosas que me
pasan cada día? ¿Cómo aprender de todos los estímulos que me mantienen
despierto, inquieto y alegre? No quiero guardar en el alma heridas por no haber
respetado los silencios, las horas de pausa, para dejar que sanen en las manos
de Dios. «Cuando las impresiones no han sido elaboradas, actúan casi como
serpientes que se arrastran durante un tiempo en el subconsciente pero que, de
pronto, saltan hacia arriba. ¿Cuál será el efecto? Hay en mí una fuerza
misteriosa que me mantiene en constante inquietud» . Lo no digerido en el alma
se cuela muy dentro de mí y provoca sentimientos negativos que me enferman. Me
hieren con esa fuerza misteriosa que tienen las experiencias fuertes y
dolorosas. Esos estímulos que desde fuera golpean la pared del corazón no me
dejan indiferente. Necesito aprender a digerir el sufrimiento. Trabajarlo y
dejar que el alma se calme. Hacer duelo ante las pérdidas y los dolores. No
cerrar la puerta como si no hubiera pasado nada. No vivo en una burbuja,
protegido y escondido, vivo en medio del mundo expuesto al dolor. Amo y odio.
Soy feliz y me indigno. Hiero y me hieren. Perdono y me perdonan. Abrazo y rechazo.
Soy querido y despreciado. Todo sucede en mi alma. Lo bueno y lo malo. Y siguen
quedando estímulos que guardo sin guardarlos de verdad. Los retengo sin
trabajarlos. Y no me dejo tiempo para ahondar, tan en la superficie vivo que me
pierdo. Y no encuentro el momento para detener mis pasos aunque sólo sea por un
tiempo. Ni en medio del trabajo. Ni en medio de las vacaciones. Es como si
nunca estuviera preparado para enfrentar mi vida, para encontrarme con mis
miedos, con mis dolores y mis heridas. Es como si nunca fuera el momento para
bucear dentro de mi alma buscando paz y silencio, alegría y reconciliación. Mi
alma necesita reposo y silencio en este momento. Son muchos los estímulos y las
experiencias que no acabo de digerir, de trabajar, de asumir. Duele el alma por
dentro y no me doy cuenta. Dejo pasar la vida ante mis ojos viviendo en la
superficie de un mar aparentemente en calma. Como un náufrago en medio del mar,
incapaz de llevar la barca a buen puerto, con una sed profunda y sin saber cómo
responder a todo lo que necesito. Así voy a la deriva, sin brújula, sin timón,
sin velas y sin luz. Y en medio de mi corazón escucho la voz de Dios que me
invita a detenerme, a parar, a meditar. Quiero callar muy dentro y esperar. Que
pasen las horas, los días en un abrazo de Dios que quisiera fuera eterno. Es lo
que necesito siempre de nuevo para recomponer mi vida. ¡Cuánta gente enferma
del alma! «Hay innumerables personas que están hoy enfermas, también
corporalmente. ¿Saben por qué? Por esas impresiones no digeridas y por que no
saben qué hacer con su sentimiento de culpa» . ¿Qué necesito? Detenerme. Hacer
silencio. Dejar que la lluvia calme mi calor y el sol caliente apacigüe el frío
del corazón. Quiero vivir cada momento con lo que tiene. Entregándoselo a Dios
y dando gracias por lo que me toca vivir en presente. Esa canícula que me hace
soñar con el frescor y el agua. Ese frío hondo en los huesos que hiela mi
jardín. Espero siempre vientos más amables y playas con más paz. Quiero detenerme
y dejar que la luz calme mis ansias y haga desaparecer la inquietud. Y Dios con
su mano pasa por cada arista limando mis asperezas. Cuando me dejo el tiempo
para Él.
La libertad es el camino y es la meta. El sueño que habita
en mi alma y mi más profundo deseo. Libre de apegos enfermizos y esclavitudes
que no me dejan volar alto. Libre para ser yo mismo sin pretender contentar a
todos con mi vida. Libre para amar sin miedo a dejar el corazón anclado, aunque
siempre duela. Libre para tocar el cielo sin renunciar a ser yo mismo en todo
momento. Libre de mi pasado y consciente de lo importante que ha sido lo vivido
para ser hoy quien soy. No importan los años transcurridos, todo cuenta. Lo
importante es que entregue el corazón con libertad y viva sin miedo a perder
nada. Libre en la fidelidad a mis compromisos elegidos. Y libre por amor para
darme. «Donde todo está orientado sólo al deber y al derecho, de pronto, todas
las relaciones humanas se han roto» . Por deber no te puedo amar, nunca por
obligación. Como dice un dicho popular: «A la fuerza no hay cariño». No exijo
mi derecho a ser amado. Soy libre en mi corazón para amar hasta el final de mis
días. Y permanezco a tu lado por libertad, no por una obligación adquirida.
Sino porque vuelvo a elegir lo que ya había elegido antes. S. Pablo fue Saulo
antes de caer de su caballo. Pensaba que era libre cuando pensaba que Dios lo
guiaba y así mató a cristianos, como un deber sagrado. Hasta que escuchó una
voz que cambió su vida y eligió otro camino, entregar la vida por Aquel al que
había perseguido. Dejó de perseguir para ser perseguido. Dejó el lado de los
poderosos para formar parte de los débiles. Dejó el lado de las obligaciones
para elegir la libertad de los hijos de Dios. Dejó de proteger la ley y el derecho
para vivir sin protecciones. Nunca olvidó quién era y tuvo que perdonarse
muchas veces por el daño causado a tantos inocentes. Y el perdón de Jesús lo
hizo libre. Y S. Pedro, la piedra rota, lloró por haber negado tres veces. No
se sintió libre esa noche y midió sus palabras, se protegió en sus silencios,
porque amaba su vida. Se escondió porque no quería perder sus días, aún no era
libre. No estaba preparado para entregarlo todo. En ocasiones siento que la
vida se juega en decisiones libres que tomo cuando llega el momento. Cuando
estoy preparado para ser libre y vivir con libertad. Ese momento llega cuando
Dios me mira con ojos de misericordia y me recuerda cuánto valgo y quién soy en
realidad. Y yo entiendo, por fin lo comprendo, y abrazo la libertad soñada sin
olvidar nunca de dónde vengo. Soy débil y pecador. Cada uno tiene su pasado, su
vida, su historia. Sus dolores y sus heridas. Sus momentos duros y oscuros, y
sus pasajes llenos de luz. Lo que no quiero contar a otros, lo que no me
perdono todavía. Y desde lo vivido sólo tengo una posibilidad. Quiero elegir de
nuevo el camino de la libertad. Elijo lo importante porque las apariencias no
son decisivas. Adriana Arreola escribe con un corazón libre desde su
enfermedad: «No importa cuán oscuro sea el camino, siempre hay luz en nuestro
interior. Siempre hay fuerza en nuestro ser. Con una sonrisa en el alma». Y es
una gran verdad, en mi interior siempre hay esperanza. Dentro de mí hay una
libertad a la que no estoy dispuesto a renunciar nunca. Una actitud positiva en
medio de la tormenta. Y una paz profunda ante el abismo al que me conduce la
corriente. Me giro sobre mí mismo y escalo las más altas montañas sin dejarme
llevar por el desánimo o el miedo, ni por esa tendencia a no hacer nada. Elijo
el camino escarpado ante mis ojos y me siento libre. Y al escribirlo veo que en
mis palabras está el anhelo más profundo de mi alma reflejado. Y también el de
aquel que lea esas mismas palabras. Como leía un día: «Los libros son espejos:
sólo se ve en ellos lo que uno ya lleva dentro» . Y las palabras sólo son
pilares sobre los que se asienta mi vida. Sólo me construyen cuando nacen de
dentro. Y al verme espejado en ellas brota en mi interior ese mismo deseo de
ser libre. Pedro, al escuchar tres veces una pregunta que no lo acusa, sino que
lo sostiene, cambia su mirada y su corazón: «Pedro, ¿me amas?». Y elige el
amor, porque ahora sí se siente libre. Es más de Dios y está menos atado a las
rocas y cadenas que antes llevaba en el alma. Le pesaban su falta de perdón y
su deseo frustrado de salvar la vida del Maestro. Aún recordaba sus palabras
grandilocuentes e inútiles dichas en una última cena. Y Pablo, sostenido por la
voz de Jesús que lo ama, lo elige a Él. Resuena una pregunta que no es
acusatoria: «Saulo, ¿por qué me persigues?». Lo confronta con su corazón puro y
magnánimo. Y Saulo entiende sin ver, en medio de su ceguera. Y cree. Y se sabe
libre siendo el último de los apóstoles. No tenía nada que perder. Los dos
hicieron sus caminos hacia la libertad. Los dos desde esa pregunta hecha por un
enamorado. Saulo dejó de perseguir. Y Pedro dejó de dudar. Y los dos se
hicieron libres atados a un amor más grande que los hizo vivir con paz y sin
miedo. Es lo que yo deseo, esa libertad profunda.
Me gustaría ser prudente con la prudencia de Dios. Escuchar
su voz y saber lo que corresponde hacer y vivir en cada momento. Pero no estoy
a la altura que necesito para vivir como Dios quiere. Hoy escucho: «Hijo mío,
si aceptas mis palabras y conservas mis consejos, prestando oído a la sensatez
y prestando atención a la prudencia; si invocas a la inteligencia y llamas a la
prudencia; si la procuras como el dinero y la buscas como un tesoro, entonces
comprenderás el temor del Señor y alcanzarás el conocimiento de Dios. Porque es
el Señor quien da sensatez, de su boca proceden saber e inteligencia. Él
atesora acierto para los hombres rectos, es escudo para el de conducta
intachable, custodia la senda del deber, la rectitud y los buenos senderos.
Entonces comprenderás la justicia y el derecho, la rectitud y toda obra buena».
La sensatez, la prudencia, la sabiduría, la inteligencia. Aprender a decidir lo
correcto y sabio en cada circunstancia. Escuchar la voz de Dios, hacer caso a
lo que me pide. ¿Cómo aprendo a discernir lo que tengo que hacer hasta en los
más pequeños detalles de mi vida? Escuchar las voces de Dios cuando me habla en
los acontecimientos que suceden. Quiero detenerme a auscultar su voz. Lo que
pasa no me es indiferente. Cualquier suceso. Una alegría o una desgracia. Algo
provocado por mis actos o aquello que sucede sin que yo intervenga. Me está
hablando Dios en todo lo que me pasa. Quiero ser prudente y sensato. Sabio con
la sabiduría de Dios. Decía un entrenador de fútbol: «En la vida no hay
revanchas, y sí oportunidades». Y es así. Un fracaso me abre a posibles futuros
éxitos. Una pérdida me conduce por el camino de nuevos encuentros. Una ausencia
deja paso a otras vidas que llenan el vacío. Un error es el comienzo de un
acierto. En mis manos está ver la vida como una oportunidad. Incluso aquello
que me parece oscuro y triste, duro e insoportable. No me corresponde a mí
entender los caminos de Dios. Como si tuviera que darle mi visto bueno a todo
lo que me sucede. Muchas cosas me incomodan, me duelen, me dejan insatisfecho.
Puedo negarlas o apartarlas cerrando los ojos para no ver lo que no me gusta. O
puedo querer darle un sentido a lo que carece de sentido aparente. No
sobrenaturalizo todo lo que vivo. Hay cosas que son un asco y ya está. No pasa
nada por pensarlo, por decirlo, por gritarlo. Incluso se lo digo a Dios en mi
rabia, en mi pena. No estoy de acuerdo con lo que sucede, le digo, no para que
lo cambie, sino para que me oiga. Porque le hablo a mi Dios como a un amigo. Y
espero que me mire conmovido y me abrace dándome paz en medio de mis batallas.
No quiero entender, sólo saber cómo tengo que actuar a partir de ese momento.
Prudencia para elegir bien los pasos a dar. Para no herir a nadie, para no
cometer errores de consecuencias dolorosas. Para no ser esclavo de mis
dependencias y adicciones. Para no caer en la fuente de todos mis pecados.
Elegir desde la libertad de hombre libre, hombre sabio, hombre de Dios. Decidir
aunque me duela incluso lo que tenga que decidir. Aunque la decisión no me
beneficie o no sea fácil aquello a lo que me compromete. Lo que me sucede tiene
una influencia subjetiva en mi alma. Lo percibo desde mi originalidad, desde lo
que soy. El otro día leía una entrevista realizada a un CEO. Una de esas
personas a las que uno considera exitosa. Y le preguntaban por la clave de su
éxito. Lo primero, decía, es tomar las decisiones correctas. Entonces le
preguntaron cómo se tomaba siempre las decisiones correctas. Y él dijo: gracias
a la experiencia. Y entonces, ¿cómo se logra tener experiencia? Y él contestó:
Con decisiones equivocadas. La experiencia en la vida me la dan las decisiones
equivocadas. No es el final de todo cuando no acierto en mi sueño, o no logro
lo que me había propuesto. ¡Cuántas empresas se han hundido en este tiempo de
pandemia! ¡Cuántos sueños han fracasado! Todo me da experiencia. El fracaso no
es el punto final. Es sólo el inicio de un nuevo camino. La experiencia me
ayudará a decidir mejor. No puedo hundirme cada vez que no salen bien las
cosas. Quiero vivir aprendiendo de mis equivocaciones. Eso me da sabiduría y
mucha humildad. S. Pablo me lo deja claro: «Dios eligió lo que el mundo tiene
por necio, para confundir a los sabios; lo que el mundo tiene por débil, para
confundir a los fuertes; lo que es vil y despreciable y lo que no vale nada,
para aniquilar a lo que vale» 1 Cor 1, 27-31. Lo débil del mundo frente a lo
que es fuerte y poderoso. Lo humilde y poco brillante, ante lo que destaca por
su luz y apariencia. Dios me elige a mí en mis errores y caídas y conmigo
quiere construir un mundo mejor, eso me alegra el alma. Confío siempre en todo
lo que Dios puede hacer conmigo. En todo lo que puede construir desde mis
cimientos rotos y caídos. Yo puedo elegir, puedo decidir, puedo optar por el
camino que creo que Dios me pide. Busco en mi corazón una voz que me encienda,
me calme o me de paz para seguir un camino concreto. Quiero decidir yo y no
dejar que el tiempo tome por mí las decisiones. Quiero elegir mi forma de vivir
la vida, mi manera de hacer las cosas. Con corazón humilde porque no todo lo sé
y no todo está claro. No me importa equivocarme. Siempre puedo volver a
caminar. Guardo en mi corazón la voz de Dios diciéndome que haga lo que haga Él
no me suelta y va conmigo.
Me gusta la sinceridad. Decir lo que siento, lo que pienso y
no guardarme las cosas por miedo a equivocarme y herir. Aunque hiera con
palabras y ofenda con silencios. Pedro era un hombre de una pieza. Y hoy le
dice a Jesús todo lo que piensa: «En aquel tiempo, dijo Pedro a Jesús:
-Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. ¿Qué nos va a tocar?». La
sinceridad es el arma de los honestos. Decir lo que pienso sin miedo al
rechazo. Expresar mis opiniones y sentimientos. ¿Y si estoy equivocado en mi
juicio? Puede ser falsa la interpretación que hago de lo que siento. Pero lo
que siento es verdadero porque soy yo el que lo siente en el alma, muy dentro.
Decir lo que estoy pasando por dentro es verdadero. Aunque el que ha provocado
en mí el sentimiento no tenga la intención de hacerme daño. Por eso no
descalifico nunca lo que mi hermano siente. Si se siente ofendido, abusado,
herido, eso es verdadero. Tal vez no quise ofender, ni herir, pero es verdadero
el sentimiento. Decir lo que pienso es sano. Decir lo que siento, lo que hay en
mi corazón. Mi rabia y mi paz, mi incomodidad y mi alegría. Mis sentimientos de
envidia que anidan en el corazón. Mis pretensiones ocultas. Mis deseos íntimos.
Todo lo que hay en mí, todo lo que observo y juzgo. Es cierto que no tengo
derecho a decir todo lo que pienso si con ello ofendo, hago daño, o hiero. No
tengo razón al gritar mis verdades por mucho que sean verdad en mi alma. Ser
asertivo es un valor. Decir lo que pienso y siento. A menudo me guardo todo y
con ello no consigo nada. Aumenta mi ansiedad y me siento incapaz de avanzar.
Me guardo mis opiniones, mis deseos, mis proyectos. Escondo lo que deseo hacer
y me amoldo a lo que los demás esperan de mí. Pero esa actitud sumisa acaba
pasándome factura. Me guardo tanto mis preguntas incómodas, mis opiniones y
deseos verdaderos pretendiendo una falsa humildad, que sufro y me duele el alma
por dentro. La sinceridad es valiosa. Siempre que la practique desde la
caridad. No quiero herir con mis opiniones y juicios. No quiero que por querer
ser sincero pase por la vida haciendo daño. Esa tampoco es la intención. No
pretendo vivir hiriendo. Pero sí siendo sincero como hoy lo es Pedro. Él quiere
preguntarle a Jesús lo que va a recibir a cambio de haberlo entregado todo. En
la vida es así. Doy mucho, digo que lo hago por amor, porque quiero, pero luego
paso factura. Exijo que me quieran lo mismo, que me den como contrapartida una
parte equivalente a lo que yo he dado. Y entonces el alma vive exigiendo lo
mismo que da. Si soy generoso que también lo sean conmigo. ¿Cuál es el pago que
recibo por entregarle la vida a Jesús? Quizás pienso en bienes materiales, en
prestigio. Dejarlo todo por amor es un don de Dios, no es mérito mío. La
generosidad hasta el extremo es un regalo de Dios en mi vida. ¿Estoy dispuesto
a dejarlo todo? ¿Qué he dejado por amor a otros? ¿Y por amor a Dios? ¿Me he
entregado por entero, le he dado todo lo que tengo? ¿Me he abandonado en sus
manos como una barca mecida a su antojo por el viento en el mar? No lo sé. En
ocasiones pienso que sí, que lo he dejado todo por Él. Pero luego mi corazón
guarda tesoros escondidos. Retengo bolas de oro que no estoy dispuesto a
entregar. Guardo lo que no quiero entregarle a nadie. Es mío, pienso en mi
corazón. Y no deseo que nadie lo posea. No me doy por entero en ese deseo de
dárselo todo a Dios. Algo reservo para mí. En la pregunta de Pedro habita el
deseo de un premio. Quiere una compensación por tanta renuncia. Él se supo
amado por Jesús y lo dejó todo, no preguntó entonces qué recibiría a cambio.
Pero ahora quiere saber más. Cuando yo lo dejo todo por seguir los pasos de
Dios es porque lo que me ofrece es más grande y valioso que lo que dejo atrás.
Entonces, ¿por qué siento que tienen que pagarme algo o compensar mi
generosidad? Me he encontrado con personas muy generosas. Lo dan todo, no se
guardan nada. Siempre están dispuestas a amar, a dar la vida, su tiempo por los
demás. Preguntan lo que los demás desean y se ofrecen a ayudar allí donde la
necesidad requiera su presencia. Parece que no hay otras intenciones detrás de
esa entrega altruista. Pero súbitamente surgen deseos inconfesables escondidos
en sus palabras o en sus quejas. Preguntas no pronunciadas en sus silencios. Y
tristezas provocadas por no recibir lo que nunca han pedido. Así es el corazón
humano que siempre espera algo. Ama y quiere ser amado. Da y desea recibir.
Sólo Jesús tiene esa mirada, esa forma de vivir que no oculta nada. No hay
preguntas esperando un pago por lo que me ha dado. Esa generosidad de Jesús es
la que yo quiero para mí. Para no pasar factura por todo lo que entrego. Para
no echar en cara lo que he regalado. ¿Acaso he vendido mi vida? La he regalado
sin esperar nada a cambio. Pero mi corazón mezquino tiene esas cosas, esos
sentimientos ocultos, esos egoísmos y lleva cuenta del bien realizado y del
bien no recibido o el mal sufrido. Lo hago como donación pero casi parece una
compraventa. Digo que no quiero nada a cambio mientras tiendo mi mano al cielo
esperando una contrapartida. ¡Qué pena aquellos que destruyen con su mano
izquierda lo que construyeron con su derecha! ¡Cuánto bien hacen al ser
generosos y cuánto mal despiertan al exigir aquello a lo que no tienen derecho!
Enviado por:
Jesús Manuel Cedeira Costales.
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