Una gran ciudad engendra muchas situaciones de vida:
hay personas con plenos derechos, a otras les falta alguno; hay excluidos,
indocumentados, niños, adolescentes y jóvenes, ancianos y enfermos…
Precisamente por todo esto, hay necesidad de hacer ver que Dios vive en la
ciudad, que las imágenes del Evangelio de más encanto e interés son las que
muestran lo que genera Jesús cuando está en las calles y en las plazas; siempre
suscita el bien y es esto lo que quiere y desea el pueblo.
Hoy, cuando nuestras cofradías, hermandades y
congregaciones salen a las calles con sus imágenes, el pueblo sabe leer páginas
del Evangelio y ver al Señor actuando.
Ved cómo sigue el Señor llamando a
Zaqueo, que podemos ser cualquiera de los que vivimos en esta ciudad. Cuando
menos lo pensamos, escuchamos: «Zaqueo, baja que hoy quiero entrar en tu casa»,
quiero entrar en tu vida, quiero conquistar tu corazón, pues estás traicionando
al pueblo no dando lo que debes a los demás.
Pero también podemos ser Bartimeo,
unos hombres y mujeres marginales que hemos oído del poder de Jesús y por eso
le gritamos. Él se vuelve hacia nosotros y nos dice: «¿Qué quieres que haga por
ti?». Y la respuesta es la que sale de su corazón: «Señor, que vea». Y Bartimeo
recobró la vista. En la ciudad también hay gentes con una gran fe, como la de
aquella mujer que pensaba que «si logro tocar aunque sea la orla del manto me
curaré». Y así sucedió.
Sinceramente, tenemos un desafío: creernos de verdad
que Dios vive en la ciudad. Nuestra respuesta ante tantas situaciones ha de ser
volver a poner en el centro a Cristo. Dejémonos de posturas ilustradas o
eticistas.
Hay que comenzar siempre desde el encuentro con Nuestro Señor
Jesucristo, pues Él vive, Él te ama, Él te quiere y te abraza. En los inicios
de la Iglesia fue precisamente en las grandes ciudades donde se fraguó la
evangelización.
Tengamos la valentía, la audacia y la alegría que nace del
encuentro con Jesucristo para quitar miedos a una pastoral urbana de una gran
ciudad, que es capaz de entregar a Jesucristo sin glosas. Ello requiere una
vivencia profunda de encuentro con el Señor:
1. La vida verdadera siempre se realiza
desde un encuentro. ¡Qué fuerza tiene volver a leer y
meditar el libro del Génesis en el relato de la creación! Ahí vemos con
claridad la antropología cristiana: el hombre es creado por Dios y es llamado
por Él a una vida de encuentro. No hagamos circunloquios, acojamos esta verdad
tal y como nos la presenta Dios. La vocación y la misión del hombre, en última
instancia, es responder a la llamada que Dios le hizo. Se encuentra con todos,
en todos los lugares, consciente de que es portavoz de quien ha creado todo lo
que existe. En una gran ciudad estamos llamados a vivir la cultura del
encuentro, tal y como el Creador la diseñó. El encuentro siempre da luz y
alegría, da gozo y belleza, da sentido.
2. Las calles, plazas, jardines y casas,
han de ser ámbitos reales de encuentro y de respeto al otro.
Todos los hombres que habitamos en la gran ciudad tenemos nuestras historias,
nuestros sufrimientos y anhelos. No hagamos ciudades para el desencuentro, para
vivir uno mismo sin ver para nada a los demás; esto nos deshumaniza. Estamos
creados para vivir junto a los demás, para ocuparnos de los demás. La parábola
del Buen Samaritano tiene un realismo especial hoy en la gran ciudad: podemos
llenarla de salteadores y bandidos, pero también podemos construirla de hombres
que se acercan a todo el que encuentran para devolverle la dignidad cuando se
la robaron. La religiosidad popular nos hace sacar lo mejor de nosotros mismos,
pues deseamos vivir como la persona que acompañamos.
3. Encuentro con Cristo, con su Evangelio
y con la Iglesia. ¡Qué alegría da ver lo que engendra la
religiosidad popular! Nos saca de una fe ideologizada y cultural a esa relación
afectiva con Jesús. Descubrimos con una fuerza especial la invitación de Jesús
a seguirlo. Al contemplarlo en esa imagen, escuchamos esa llamada fuerte que
cambia la vida: «¡Sígueme!». Es una gracia tan grande que inunda nuestro
corazón. Al contemplar una imagen de su Madre, escuchamos ese «haced lo que Él
os diga» de las bodas de Caná; allí María se define, nos remite a quien puede
hacernos felices y darnos alegría. En la Virgen María vemos a la persona ideal
de una fe vivida sin complejos y con valentía, que la llevó a salir por todos
los caminos. Y al contemplar una imagen de un amigo del Señor, de un santo,
escuchamos cómo subyuga la persona de Jesús. Los santos nos conducen a vivir la
vida hasta su consumación en comunión con Jesús y en una entrega apasionada por
los hombres. Acoger a Dios y a los hombres, no desentendernos de nadie, decir a
todo el que encuentre en mi camino: «Eres mi hermano», son tareas necesarias en
la gran ciudad. Solo así acabamos con la insolidaridad, la apatía, el
sinsentido y el absurdo.
Artículo
enviado por: Jesús Manuel Cedeira Costales
Fuente: Texto
del Cardenal Carlos Osoro, arzobispo de Madrid
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