En el día de hoy contemplamos la gran fiesta del Cielo en la
que la Trinidad Beatísima sale al encuentro de Nuestra Madre, asunta ya a los
Cielos por toda la eternidad, y las criaturas angélicas dan a la Señora la
honra que merece. Desde que la doncella nazarena, María, fue visitada
–«concebirás en tu seno y darás a luz a un hijo, y le pondrás por nombre Jesús.
Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de
David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob, y su Reino no
tendrá fin»– por aquel personaje celeste, todo un Arcángel, y le dio «el sí»,
que sonaba a culto «genoito» griego o a «fiat» latino vulgar, la Virgen María
es la Madre de Jesucristo. Así lo ha confesado la Iglesia desde siempre, y,
cuando la maternidad divina fue puesta en entredicho –alguna vez, quizá, por no
ser los hombres capaces de exponer lo que en el Hijo Encarnado pertenece al
misterio–, surgieron concilios que explicitaron la fe. La misma revelación
llamará a Jesucristo resucitado, vencedor del pecado y de la muerte, Señor de
señores (cfr. Ap 19, 16). Jesucristo es Señor porque le compete una plena y
completa potestad, tanto en el orden natural como en el sobrenatural; este
dominio, además de ser pleno, le es propio y es absoluto. La grandeza de María
está íntimamente relacionada con la de su Hijo y su soberanía es plena y
participada de la de su Hijo. El término Señora aplicado a la Virgen no es una
metáfora; con él designamos su verdadera preeminencia y reconocemos en ella su
auténtica dignidad y potestad en los cielos y en la tierra. María, por ser
Madre del Dueño y Señor, es verdadera y propiamente Soberana, encontrándose en
la cima de la creación y siendo efectivamente la primera y principal persona
no-divina del universo. Afirma la bula definitoria de la Inmaculada,
Ineffabilis Deus (8-XII-1854), que ella es «bellísima y perfectísima, tiene tal
plenitud de inocencia y santidad que no se puede concebir otra mayor después de
Dios, y que fuera de Dios nadie podrá jamás comprender». Por esta razón, ha
sido venerada siempre como la criatura más excelsa, por encima de todos los
Ángeles. Ellas, las criaturas celestiales, diversificadas en sus jerarquías de
Querubines, Serafines, Tronos, Principados, Potestades, Ángeles y Arcángeles,
le rinden pleitesía, como los patriarcas y los profetas y los Apóstoles… y los
mártires y los confesores y las vírgenes y todos los santos… Pero como los
títulos de María están fundamentados en su unión con Cristo como Madre y en la
asociación con su Hijo en la obra redentora del mundo, resulta que, por el
primer fundamento, María es Madre de Dios, lo cual la enaltece sobre las demás
criaturas; por el segundo, María también es nuestra Señora, dispensadora de los
tesoros y bienes de Dios, en razón de su corredención. Cierto que en múltiples
y variadísimas ocasiones hemos acudido a ella recordándole este hermoso título
soberano, y lo hemos considerado repetidas veces en el quinto misterio glorioso
del Santo Rosario. Hoy, de una manera especial, ¿qué puede impedirnos que la tratemos
con el cariño de un hijo? De hecho, su propio Hijo le aplicó las mismas
palabras del Amado que se leen en el Cantar de los Cantares, diciéndole: «Eres
toda hermosa, y no hay en ti mancha. Huerto cerrado, fuente sellada. Levántate,
amada mía, hermosa mía, y vente» (Ct 4, 7; 4, 12; 2, 10 y 12) ¡Ven, serás
coronada!. Seguro que Ella nos espera; seguro que desea que nos unamos a la
alegría de los ángeles y de los santos… con toda la creación. Y tenemos derecho
a participar en una fiesta tan grande, pues es nuestra Madre.
Artículo enviado por: Jesús Manuel Cedeira Costales
Fuente: alfayomega.es
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